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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (7 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—¡Bien, bien! —la mujer exhaló con estas palabras toda una gama de emociones agradables.

—Como comprenderá, es un asunto muy delicado —dijo Poirot—. Tengo orden de informar sobre si hay suficientes motivos o no para una exhumación.

—¡Van a desenterrar a la pobrecita! —exclamó la señora Leatheran—. ¡Qué horror!

Si hubiera dicho: «¡Qué estupendo!», en lugar de: «¡Qué horror!», las palabras hubieran cuadrado mejor al tono de su voz.

—¿Cuál es su opinión sobre el caso, señorita Leatheran?

—Pues verá, monsieur Poirot; se han dicho muchas cosas. Pero yo nunca hice caso de ellas. Ya sabe cuántas habladurías infundadas circulan por ahí. No hay duda de que el doctor Oldfield se ha portado de una forma rara desde que ocurrió la muerte de su mujer, pero yo siempre dije que no había por qué asociarlo a una conciencia culpable. Pudo ser, simplemente, el efecto de la pena que sentía. Desde luego, él y su mujer no se tenían mucho afecto. Y esto sí que lo sé... de buena tinta. La enfermera Harrison, que cuidó de la señora Oldfield durante tres o cuatro años, hasta que murió, está conforme con tal afirmación. Y, además, siempre me ha parecido, ¿sabe usted?, que la enfermera sospecha algo... No creo que ella haya dicho nada por ahí, pero por la forma en que habla se puede deducir, ¿no le parece?

Poirot comentó con tristeza:

—¡Existen tan pocos indicios sobre los que pueda uno trabajar...!

—Sí; ya lo sé, monsieur Poirot; pero si exhuman el cadáver lo sabrán todo.

—Desde luego —convino el detective—. Entonces lo sabremos todo.

—Ya han ocurrido casos como éste, desde luego —dijo la señorita Leatheran, temblándole las aletas de la nariz con excitación—. El de Armstrong, por ejemplo, y el de aquel otro hombre no me acuerdo de su nombre... y el de Crippen, desde luego. Siempre me pregunto si Ethel le Neuve fue su cómplice. Desde luego Jean Moncrieffe es una muchacha muy agradable, se lo aseguro... no me atrevería a decir que influyera sobre él..., pero los hombres hacen muchas tonterías por una chica, ¿no le parece? Y, desde luego, estuvieron siempre demasiado juntos.

Poirot no replicó. La miró con expresión inocente e inquisitiva, calculada para producir un nuevo lujo de información. En su fuero interno se estaba divirtiendo al contar las veces que repetía las palabras «desde luego».

—Y, desde luego —siguió ella—, con la autopsia y todo lo demás, saldrán a relucir muchas cosas, ¿verdad? Me refiero a los sirvientes. Los criados están enterados siempre de muchas interioridades, ¿no le parece? Y, desde luego, es completamente imposible impedirles que se entreguen a la murmuración, ¿verdad? Beatrice, la criada de los Oldfield, fue despedida casi inmediatamente después del entierro... Siempre me pareció una cosa rara... en especial, si se piensa en las dificultades con que se tropieza hoy para encontrar servidumbre. Da la impresión de que el doctor Oldfield tuviera miedo de que ella supiera demasiado.

—Me estoy convenciendo de que existen suficientes motivos para iniciar una investigación —dijo solemne Poirot.

La señorita Leatheran se estremeció con aparente repugnancia.

—No es muy agradable la idea —dijo—. Pensar que nuestro apacible pueblecito aparecerá en los periódicos... y en toda la publicidad que se dará al caso...

—¿Eso le preocupa?

—Un poco. Estoy algo chapada a la antigua.

—Y, como dice usted, posiblemente todo se reducirá a unas cuantas habladurías.

—Bueno... yo no diría tanto. Pues sepa usted que hay mucha verdad en el refrán de que cuando el río suena, agua lleva.

—Yo estaba pensando exactamente lo mismo —admitió Poirot.

El detective se levantó.

—¿Puedo fiarme de su discreción, mademoiselle?

—¡Oh, desde luego! No diré ni una palabra a nadie.

Poirot sonrió y se despidió.

En el vestíbulo, al recoger el sombrero de manos de una doncella, dijo:

—He venido a investigar las circunstancias que concurrieron en la muerte de la señora Oldfield, pero te agradeceré que guardes la más estricta reserva sobre ello.

Gladys, que así se llamaba la chica, casi se desplomó sobre el paragüero. Respirando con excitación, preguntó:

—Oh, señor, ¿entonces fue el doctor quien lo hizo?

—Así lo has creído desde hace tiempo, ¿no es cierto?

—Bueno, señor; no he sido yo quien lo ha creído. Fue Beatrice. Estaba allí cuando murió la señora Oldfield.

—Y ella cree que hubo... —Poirot seleccionó cuidadosamente las melodramáticas palabras— «juego sucio».

Gladys afirmó agitadamente:

—Sí; eso cree. Y dice que la enfermera también está convencida de lo mismo. La enfermera Harrison. Quería mucho a la señora Oldfield y tuvo un disgusto terrible cuando se murió. Beatrice dice que la enfermera Harrison sabía algo, porque después de ocurrir el fallecimiento se puso decididamente frente al doctor, cosa que no hubiera hecho de no haber sucedido algo irregular, ¿no le parece?

—¿Dónde está ahora la enfermera Harrison?

—Cuida de la anciana señorita Bristow... en las afueras del pueblo. Encontrará la casa con facilidad. Tiene un porche delantero sostenido por columnas.

4

Poco después, Hércules Poirot estaba sentado frente a la persona que, sin duda alguna, sabía más cosas que nadie sobre las circunstancias que dieron origen a los rumores.

La enfermera Harrison era una mujer, guapa todavía, cuya edad rondaba los cuarenta años. Tenía las serenas facciones de una
madonna
, con ojos oscuros, grandes y de expresión afable. Escuchó atentamente al detective y luego dijo con lentitud:

—Sí; ya sabía que circulaban por ahí esos desagradables rumores. He hecho lo que he podido para impedirlo, pero ha sido inútil. A la gente le encantan estas emociones.

—Pero debe de haber ocurrido algo que haya dado lugar a esas habladurías, ¿verdad? —preguntó Poirot.

El detective notó que la expresión de zozobra reflejada en la cara de ella se acentuaba aún más. Pero la mujer se limitó a negar con la cabeza.

—Tal vez —sugirió Poirot— el doctor Oldfield y su esposa no se llevaran bien y eso dio lugar a los rumores.

La enfermera Harrison volvió a sacudir la cabeza con decisión.

—No. El doctor Oldfield fue siempre muy amable y paciente con su esposa.

—¿Estaba realmente muy enamorado de ella?

La mujer titubeó.

—No... no lo podría asegurar. La señora Oldfield era una mujer muy difícil de manejar; no estaba contenta de nada y hacía constantes peticiones de simpatía y atención que no siempre estaban justificadas.

—¿Quiere usted decir que la señora exageraba su condición?

La enfermera asintió.

—Sí... su propia salud era, mayormente, cosa de su propia imaginación.

—Y, sin embargo —observó Poirot con gravedad—, falleció...

—Sí; ya lo sé... ya lo sé...

El detective la contempló durante unos instantes. Veía su turbada confusión y su palpable incertidumbre.

—Creo... estoy seguro —dijo Poirot— de que usted sabe lo que, en principio, dio lugar a todas estas historias.

La enfermera Harrison se sonrojó.

—Bueno... —dijo—, tal vez lo pueda conjeturar. Creo que fue la criada, Beatrice, quien inició los rumores y me figuro qué fue lo que le puso tal idea en la cabeza.

—¿De veras?

La mujer habló con alguna incoherencia.

—Fue algo que tuve ocasión de escuchar... un fragmento de conversación entre el doctor Oldfield y la señorita Moncrieffe. Y estoy completamente segura de que Beatrice lo oyó también, aunque supongo que ella no lo admitiría nunca.

—¿Cuál fue esa conversación?

La enfermera calló durante uno instante, como si comprobara la fidelidad de su memoria. Luego dijo:

—Ocurrió tres semanas antes del ataque que causó la muerte de la señora Oldfield. Ellos se encontraban en el comedor y yo bajaba la escalera cuando oí que Jean Moncrieffe decía: «¿Cuánto va a durar esto? No estoy dispuesta a esperar más.» Y el doctor le contestó: «Ya queda poco, querida, te lo juro.» Ella repitió: «No puedo soportar esta espera. ¿Crees que todo irá bien?» «Desde luego. Nada puede salir mal. Dentro de un año, por estas fechas, estaremos casados», respondió él.

La mujer hizo una pausa.

—Ésta fue la primera noticia que tuve, monsieur Poirot, de que había algo entre el doctor y la señorita Moncrieffe. Yo sabía que él sentía gran admiración por ella y que ambos eran muy buenos amigos, pero nada más. Volví a subir la escalera... sufrí una fuerte impresión..., pero me había dado cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta y desde entonces pienso que Beatrice debió de estar escuchando. Como podrá usted ver, lo que hablaron podía tomarse en dos sentidos. Podía significar tan sólo que el doctor sabía que su esposa estaba muy enferma y no podría sobrevivir mucho más... y no tengo ninguna duda de que esto fue lo que quiso decir..., pero para alguien como Beatrice debió parecer la cosa diferente... como si el doctor y Jean Moncrieffe estuvieran... bueno... estuvieran planeando deliberadamente librarse de la señora Oldfield.

—¿Y no lo cree así usted misma?

—No... no; desde luego que no.

Poirot la miró escrutadoramente.

—Enfermera Harrison —dijo—-, ¿sabe usted alguna cosa más? ¿Algo que todavía no me haya dicho?

Ella enrojeció y dijo con violencia:

—No, no; de veras que no. ¿Qué más podría saber?

—No lo sé. Pero creo que debe de haber... algo.

Ella sacudió la cabeza. La expresión turbada de antes volvió a reflejarse en su cara.

Hércules Poirot comentó:

—Es posible que el Ministerio de la Gobernación ordene la exhumación del cadáver de la señora Oldfield.

—¡Oh, no! —la enfermera parecía horrorizada—. ¡Qué cosa más terrible!

—¿Cree usted que lo sería?

—Creo que sería espantoso. Puede imaginarse lo que se diría. Sería terrible... verdaderamente terrible para el pobre doctor Oldfield.

—¿No opina usted que, en realidad, pudiera ser una cosa favorable para él?

—¿Qué quiere usted decir?

—Si es inocente —dijo Poirot—, su inocencia quedaría probada.

El detective calló y esperó a que la insinuación enraizara en la mente de la enfermera Harrison. Vio cómo ella fruncía el ceño, perpleja, y luego se aclaraba su frente. Aspiró profundamente el aire y miró a Poirot.

—No había pensado en ello —dijo—. Al fin y al cabo, es la única cosa que se puede hacer.

Se oyeron unos golpes en el techo y la enfermera Harrison se levantó de un salto.

—Es mi paciente, la señorita Bristow. Ya se ha despertado de su siesta. Debo ir a ponerla cómoda antes de que le traigan el té y salga yo a dar mi paseo. Sí, monsieur Poirot; creo que tiene usted razón. Una autopsia aclarará de una vez para siempre este asunto. Pondrá las cosas en su sitio y se acabarán esos chismes contra el pobre doctor Oldfield.

Estrechó la mano de Poirot y salió precipitadamente de la habitación.

5

Hércules Poirot se dirigió a la estafeta de Correos y pidió una conferencia con Londres.

Una voz malhumorada sonó al otro extremo del hilo.

—¿Qué obligación tiene de ir sacando a la luz estos asuntos, mi querido Poirot? ¿Está seguro de que en este caso debemos intervenir nosotros? Ya sabe a qué se reducen muchas veces esas habladurías de pueblo... a nada en absoluto.

—Éste es un caso especial —respondió el detective.

—Bueno... si lo cree así... Tiene usted la desesperante costumbre de estar siempre en lo cierto. Pero si todo esto resulta luego una alarma infundada, no quedaremos muy satisfechos de usted, sépalo.

Poirot sonrió y murmuró:

—No. El que quedará satisfecho seré yo.

—¿Qué ha dicho? No le oigo.

—Nada. Nada de particular.

Colgó el teléfono.

Cuando salió de la cabina se apoyó en el mostrador de la oficina de Correos. Utilizando su tono de voz más atractivo, preguntó:

—¿Por casualidad podría decirme, madame, dónde reside actualmente la criada que estuvo con el doctor Oldfield? Creo que se llama Beatrice.

—¿Beatrice King? Desde entonces estuvo sirviendo en dos casas. Ahora está con la señora Marley, que vive al lado del Banco.

Poirot le dio las gracias y compró dos postales, un librito de sellos y un ejemplar de la cerámica local. Mientras efectuaba estas compras se las arregló para derivar la conversación hacia la muerte de la señora Oldfield. Se dio cuenta en seguida de la peculiar expresión furtiva que adoptó la cara de la encargada de la estafeta.

—Muy repentina, ¿verdad? —dijo la mujer—. Ha dado mucho que hablar, según creo lo habrá podido usted oír por ahí...

Por sus ojos pasó un destello de interés cuando preguntó:

—¿Tal vez será para eso por lo que quiere hablar con Beatrice King? Todos vimos algo raro en la forma tan imprevista con que fue despedida. Alguien creyó que la chica sabía algo... y tal vez sea así. Ella ha hecho algunas insinuaciones bastante claras.

Beatrice King era una muchacha bajita de aspecto mojigato y linfático. Su apariencia exterior era de estólida estupidez, pero sus ojos eran mucho más inteligentes de lo que sus maneras hubieran dejado sospechar. Parecía, sin embargo, que no sacaría nada de Beatrice. Se limitó a repetir :

—No sé absolutamente nada... No soy quién para decir lo que ocurrió allí... No sé qué es lo que quiere usted decir con eso de que oí una conversación entre el doctor y la señorita Moncrieffe. No soy de las que gustan escuchar detrás de las puertas y no tiene usted ningún derecho a decir que yo lo hice. No sé nada.

Poirot preguntó:

—¿Has oído hablar alguna vez del envenenamiento por arsénico?

Un estremecimiento rápido y un furtivo interés se reflejó en el rostro adusto de la muchacha.

—¿Eso es, entonces, lo que había en la botella de la medicina? —inquirió.

—¿Qué botella?

—Una de las botellas de medicina que preparó la señorita Moncrieffe para la señora. La enfermera estuvo muy preocupada... me di cuenta de ello. Probó la medicina, la olió, la vertió en el lavabo y volvió a llenar la botella con agua del grifo. Era una medicina parecida al agua. Y una vez que la señorita Moncrieffe le preparó una tetera a la señora, la enfermera se la llevó otra vez a la cocina y la vació, porque dijo que el té no estaba hecho con agua hirviendo. Claro que todo eso fueron cosas que acerté a ver. Entonces pensé que eran debidas a las costumbres minuciosas y exigentes que tienen algunas enfermeras; pero ahora no sé... tal vez era algo más que eso.

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