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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (2 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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¡Hércules, por ejemplo... un héroe! ¡Y qué héroe! ¡Qué otra cosa fue, más que un tipo corpulento y musculoso, de escasa inteligencia e instintos criminales! Poirot se acordó de un tal Adolphe Durand, un carnicero que fue juzgado en Lyon por el año 1895; un individuo con la fuerza de un toro que había asesinado a varios niños. La defensa alegó que su cliente padecía epilepsia, lo cual seguramente era cierto; mas a pesar de ello se discutió durante varios días si se trataba de
grand mal
o
petit mal
. Posiblemente Hércules sufría de lo primero. Poirot movió negativamente la cabeza. Si éste era el concepto que los griegos tenían de un héroe, no podía compararse con la idea que del mismo sujeto se tiene en los tiempos modernos. Le sorprendió, además, el conjunto de modelos clásicos. Aquellos dioses y diosas parecían tener tantos alias como cualquier criminal de nuestros días. No había duda de que eran tipos de tendencias delictuosas. Alcoholismo, libertinaje, incesto, rapto, saqueo, homicidio, trampas... Lo suficiente para tener constantemente ocupado a un
jugue d'instruction
. Nada de vida familiar respetable. Ni orden ni método. Hasta en los crímenes que cometían se apreciaba la falta de esto último.

—¡Vaya con Hércules! —dijo Poirot con acento desilusionado mientras se levantaba.

Miró con aprobación todo lo que le rodeaba. Una habitación cuadrada con buenos muebles modernos y hasta una escultura constituida por un cubo puesto sobre otro y, encima de ellos, uno hilos de cobre geométricamente dispuestos. En mitad de aquella habitación, relumbrante y ordenada, «él mismo». Contempló su figura en el espejo. Un Hércules moderno... muy distinto de aquel desagradable tipo desnudo, de abultados músculos, que blandía una porra. Allí estaba él, con su persona pequeña y maciza, vestida con un correcto traje de calle y con un bigote... un bigote que Hércules no hubiera soñado nunca en poseer... un bigote magnífico, aunque algo sofisticado por la modernidad de los tiempos.

Y, no obstante, entre Hércules Poirot y el Hércules clásico existían puntos de semejanza. Sin lugar a dudas, ambos fueron útiles librando al mundo de ciertas plagas. Cada uno de ellos podía considerarse como benefactor de la sociedad en que había vivido.

Al marcharse, la noche anterior, el doctor Burton había dicho: «Los de usted no son los "trabajos" de Hércules...»

Pero el viejo fósil se había equivocado en eso. Podían volver a ejecutarse los «Trabajos de Hércules...» ¡de un Hércules moderno! ¡Una ingeniosa y divertida chifladura! En el período precedente a su retirada del oficio aceptaría doce casos; ni uno más ni uno menos. Y estos doce problemas los escogería él de forma que tuvieran cierto parecido con los doce trabajos que llevó a cabo Hércules. Sí; aquello no sería solamente divertido, sino artístico y espiritual.

Poirot cogió el Diccionario Clásico y volvió a enfrascarse en la lectura de la mitología. No tenía la intención de seguir puntualmente los pasos de su prototipo. Nada de mujeres, ni hablar de la camisa de Neso... Solamente los «Trabajos».

El primero de ellos, por lo tanto, sería el del león de Nemea.

—El león de Nemea —repitió, paladeando, saboreando con fruición las palabras.

Como era lógico no esperaba que se le presentara un caso en que tuviera que vérselas con un león de carne y hueso. Sería mucha coincidencia que la Dirección del Parque Zoológico le encargase resolver un problema relacionado con un auténtico león.

No; tenía que tratarse de una cosa simbólica. El primer caso podía referirse a una célebre figura pública, ¡algo sensacional y de gran importancia! Un criminal de campanillas... o alguien que fuera como un león, para la opinión publica. Cualquier conocido escritor, o un político, o un pintor... ¿y por qué no podía ser alguien perteneciente a la realeza?

Le gustó la idea.

No debía tener prisa... Esperaría... esperaría a que se le presentara aquel caso de tanta importancia que iba a ser el primero de los «Trabajos» que él mismo se había impuesto.

Capítulo I
-
El léon de Nemea
1

—¿Alguna cosa interesante, señorita Lemon? —preguntó Poirot cuando entró en su despacho a la mañana siguiente.

Tenía plena confianza en la señorita Lemon. Era una mujer sin imaginación, pero poseía un instinto certero. Cualquier cosa que ella calificaba como digna de consideración, lo era por regla general. Había nacido para ser secretaría.

—No hay mucho, monsieur Poirot. Sólo una carta que me figuro le interesará. La puse encima de las demás.

—¿De qué se trata? —preguntó el detective.

—Es de un señor que le ruega investigue la desaparición de un perrito pequinés propiedad de su esposa.

Poirot se detuvo con un pie en el aire. Lanzó una mirada de profundo reproche a la señorita Lemon, pero ella no se dio cuenta. Había empezado a teclear en la máquina de escribir y lo hacía con la rapidez y precisión de una ametralladora.

Poirot estaba sorprendido; sorprendido y amargado. La señorita Lemon, la eficiente secretaria, le había decepcionado. ¡Un perrito pequinés! Después del sueño que tuvo la noche anterior, en el que se vio saliendo del Palacio de Buckingham, adonde fue llamado para recibir personalmente el agradecimiento real... Fue una lástima que su criado entrara en aquel momento en el dormitorio para servirle el chocolate matutino.

Estuvo a punto de proferir unas expresiones satíricas y mordaces. No las profirió porque la señorita Lemon no las hubiera oído, de todas formas, dada la rapidez y eficacia con que estaba escribiendo a máquina.

Poirot lanzó un gruñido de disgusto y cogió la carta colocada sobre el montoncito que su secretaria había formado en uno de los lados de la mesa.

Sí; era exactamente como había dicho la señorita Lemon. Unas señas de la capital y una petición concisa y ruda, en términos comerciales. Su objeto: el secuestro de un perrito pequinés. Uno de esos caprichos de ojos saltones que las damas ricas acostumbran mimar con exceso. Los labios de Hércules Poirot se fruncieron al leer aquello. No era ninguna cosa desacostumbrada. Nada fuera de lugar, o... sí, sí; en un pequeño detalle la señorita Lemon tenía razón. Había algo que no era corriente.

Poirot tomó asiento y leyó la carta con detenimiento. No era la clase de asunto que quería ni que se había prometido él mismo. No era un caso importante bajo ningún aspecto; no revestía significación alguna: No era... y aquí radicaba el punto crucial de su objeción... un apropiado «Trabajo» de Hércules.

Pero por desgracia, sentía curiosidad... Levantó la voz hasta el punto en que la señorita Lemon pudiera oírle por encima del ruido que producía con la máquina de escribir.

—Telefonee a sir Joseph Hoggin —ordenó—, y pregúntele a qué hora me recibirá en su despacho.

Como de costumbre, la señorita Lemon había tenido razón.

—Yo soy un hombre sencillo, señor Poirot —dijo sir Joseph Hoggin.

El detective hizo un gesto comprensivo con la mano derecha. Con ella quería expresar, si así se prefiere, su admiración por la valía de la carrera que había hecho sir Joseph, al tiempo que apreciaba la modestia del caballero al describirse de tal forma. También podía haber significado una elegante desestimación de dicho calificativo. Pero en cualquier caso, no permitía entrever el pensamiento que dominaba entonces en la mente de Hércules Poirot. Sir Joseph, sin duda alguna era (utilizando el término en su sentido más familiar) un hombre de lo más sencillo. Los ojos del detective se fijaron en los abultados carrillos, en los diminutos ojos porcinos, en la nariz grande y bulbosa y en la boca de labios finos y apretados que poseía su interlocutor. Todo el conjunto le recordaba a alguien; pero de momento, no pudo precisar. Un recuerdo le turbaba tenazmente. Hacía mucho tiempo... en Bélgica... algo relacionado con jabón...

Sir Joseph continuó:

—No me gustan las fiorituras ni quiero andarme por las ramas. Mucha gente, señor Poirot, ni se hubiera preocupado por este asunto. Lo hubiera anotado como un crédito incobrable y se hubiera olvidado de él. Pero Joseph Hoggin no es de ésos. Soy un hombre rico... y, por decirlo así, doscientas libras ni me van ni me vienen...

Poirot se apresuró a comentar:

—Le felicito.

—¿Eh?

Sir Joseph calló durante un momento. Sus ojuelos se estrecharon aún más.

—Pero ello no quiere decir que tenga la costumbre de ir tirando el dinero por ahí —expresó secamente—. Lo que quiero lo pago. Pero al precio que rija en el mercado... no más.

—¿Se da usted cuenta de que mis honorarios serán elevados? —preguntó Poirot.

—Sí, sí. Pero ello —sir Joseph lo miró con expresión astuta— no tiene la menor importancia.

Hércules Poirot se encogió de hombros.

—Yo no regateo —anunció—. Soy un experto en estas cosas y como tal tendrá que pagar por mis servicios.

—Ya sé que es usted una celebridad dentro de su profesión —observó sir Joseph con franqueza—. Hice unas cuantas averiguaciones y comprobé que es usted el mejor hombre de que puedo disponer. Quiero llegar al fondo de esta cuestión y no me importa lo que valga. Por eso he acudido a usted.

—Ha tenido mucha suerte —dijo Poirot.

—¿Eh? —volvió a preguntar sir Joseph.

—Muchísima suerte —prosiguió Poirot con firmeza—. Puedo decir, sin pecar de inmodestia, que me hallo en la cúspide de mi carrera. Quiero retirarme dentro de poco para vivir en el campo, viajar y ver mundo; y también, tal vez, para cultivar mi jardín y dedicar preferente atención a mejorar la calidad de los calabacines. Son unas hortalizas magníficas... pero carecen de sabor. Mas ésta no es la cuestión. Deseaba tan sólo explicarle que antes de retirarme he de llevar a cabo cierta tarea que me he impuesto. He decidido aceptar doce casos... ni más ni menos. Una especie de «Trabajos de Hércules», si me permite que se lo diga así. Su caso, sir Joseph, es el primero de los doce, y me atrae —suspiró— por su sorprendente falta de importancia.

—¿Importancia? —preguntó sir Joseph.

—No; dije por su falta de importancia. Mis servicios han sido requeridos para investigar asesinatos, muertes inexplicables, atracos y robos de joyas. Pero ésta es la primera vez que se me llama para que emplee mi talento para aclarar el secuestro de un perrito pequinés.

El financiero lanzó un gruñido y dijo:

—¡Me sorprende usted! Hubiera jurado que a causa de su profesión le habían importunado muchas mujeres con cosas de sus perros favoritos.

—En eso tiene razón. Pero es ésta la primera ocasión en que me llama el marido de una de esas mujeres para que me ocupe del caso.

Los ojillos de sir Joseph lo miraron con expresión calculadora.

—Empiezo a comprender las alabanzas que de usted me hicieron. Es usted un hombre muy sagaz, señor Poirot —dijo.

El detective murmuró:

—Cuénteme lo que ocurrió. ¿Cuándo desapareció el perro?

—Hace exactamente una semana.

—Supongo que su esposa estará muy disgustada.

Sir Joseph lo miró con sorpresa.

—No lo ha entendido usted —observó—. El perro nos fue devuelto.

—¿Devuelto? Entonces, ¿puede decirme qué es lo que pinto yo en esta cuestión?

La cara de sir Joseph enrojeció.

—¡Porque malditas las ganas que tengo de que me estafen! Voy a contarle todo lo que ha sucedido, señor Poirot, El perro desapareció hace una semana en los jardines de Kensington, adonde fue para dar su acostumbrado paseo con la señora de compañía de mi mujer. Al día siguiente, mi esposa recibió una petición de rescate por doscientas libras. ¡Nada menos que doscientas libras! Y todo por una condenada bestezuela chillona que siempre está enredada en los pies de uno.

—Y como es natural, no le pareció a usted bien pagar tal cantidad —observó Poirot.

—Desde luego que no... o, mejor dicho, no me lo hubiera parecido de haber sabido lo que pasaba. Milly, mi mujer, estaba perfectamente enterada de ello. No me dijo nada y mandó el dinero en billetes de una libra, según lo convenido, a la dirección que le dijeron.

—¿Y le devolvieron el perro?

—Sí. Aquella misma noche sonó el timbre en la puerta y al abrir encontramos al animalito sentado en el umbral. Pero no se veía un alma por los alrededores.

—Muy bien. Continúe.

—Entonces, como es natural, Milly confesó lo que había hecho y yo perdí un poco los estribos. No obstante, al poco rato me calmé, porque después de todo, la cosa estaba ya hecha y no hay que esperar que una mujer se porte con sentido común. Hasta me hubiera olvidado del asunto, de no haber encontrado a Samuelson en el club.

—¿De veras?

—¡Maldita sea! ¡Este caso debe ser un verdadero barullo! Exactamente lo mismo le había sucedido a él. Le habían sacado trescientas libras a su mujer. En fin; esto ya era demasiado y decidí hacer algo para evitar que continuaran los raptos. Entonces le escribí a usted.

—Posiblemente, sir Joseph, lo más apropiado y menos costoso hubiera sido avisar a la policía.

Sir Joseph se restregó la nariz.

—¿Es usted casado, señor Poirot? —preguntó.

—No he conocido esa felicidad, por desgracia.

—¡Hum! —refunfuñó el financiero—. Si tuviera la dicha de conocerla, sabría que las mujeres son unos seres muy curiosos. Mi mujer chilló históricamente cuando se mencionó a la policía; se le metió en la cabeza que algo le pasaría a su precioso
Shan Tung
si yo avisaba a la comisaría. No quiso ni oír hablar de ello... y le puedo asegurar que no le gustó mucho la idea de que le llamáramos a usted. Pero me empeñé en esto último y por fin accedió, aunque a regañadientes.

—Ya me doy cuenta de que la situación es muy delicada —comentó Poirot—. Tal vez sería conveniente que me entrevistara con su señora esposa para conseguir de ella algunos detalles más y, al mismo tiempo, tranquilizarla acerca de la futura seguridad de su perro.

Sir Joseph asintió y se levantó.

—Le llevaré en mi coche ahora mismo —dijo.

2

En un salón de grandes proporciones, profusa decoración y atmósfera caldeada, se hallaban sentadas dos mujeres.

Cuando entraron sir Joseph y Hércules Poirot, un perrito pequinés corrió hacia ellos ladrando con furia y dando peligrosas vueltas alrededor de los tobillos del detective.


Shan... Shan...
, ven aquí. Ven con tu mamita, cariño... Cójalo, señorita Carnaby.

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