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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (3 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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La otra mujer se apresuró a obedecer y Poirot observó:

—Un verdadero león.

Con la respiración anhelante, la señorita Carnaby cogió en brazos a Shan Tung.

—Sí; desde luego —convino—, es un excelente perro guardián. No teme a nada ni a nadie. Pero es un buen chico.

Después de haber hecho las necesarias presentaciones sir Joseph anunció:

—Bueno; señor Poirot. Le dejo solo para que prosiga el asunto.

Y haciendo una ligera inclinación de cabeza salió de la habitación.

Lady Hoggin era una mujer corpulenta, de aspecto petulante y cabellos teñidos de color rojizo. Su acompañante, la aturdida señorita Carnaby, era rolliza, de apariencia agradable, y su edad podía cifrarse entre los cuarenta y los cincuenta años. Trataba a lady Hoggin con gran deferencia y se veía que le tenía un miedo atroz.

—Y ahora, lady Hoggin —dijo Poirot—, cuénteme todas las circunstancias de este abominable crimen.

La mujer se sonrojó.

—No sabe cuánto me alegro de oírle decir eso, señor Poirot. Porque fue un crimen. Los pequineses son terriblemente sensitivos... tan sensitivos como los niños. El pobrecito
Shan Tung
pudo morir de miedo o de cualquier otra cosa peor.

La señorita Carnaby se apresuró a subrayar tal afirmación.

—Sí; fue una cosa inicua... inicua.

—Por favor, cuénteme lo que sucedió.

—Pues verá.
Shan Tung
salió a dar un paseo por el parque con la señorita Carnaby.

—¡Ay pobre de mí! Sí; yo tuve la culpa —prorrumpió la aludida—. ¿Cómo pude ser tan estúpida... tan descuidada?

Lady Hoggin comentó con acidez:

—No quiero hacerle ningún reproche, señorita Carnaby, pero creo que debió tener más cuidado.

—¿Qué ocurrió?

La señorita Carnaby empezó a hablar volublemente y con cierto aturdimiento:

—¡Fue una cosa extraordinaria! Estuvimos dando un paseo.
Shan Tung
iba atado con la correa, pues ya había dado su carrerita por el césped. Estaba ya a punto de dar la vuelta para regresar a casa cuando me llamó la atención un bebé que tomaba el sol en un cochecito... una preciosidad de criatura... Me sonrió... tenía unas mejillas sonrosaditas y unos rizos adorables. No pude resistir la tentación de hablar con su niñera y preguntarle qué edad tenía el bebé... «Diecisiete meses», me dijo. Y estoy segura de que llevaba tan sólo un minuto o dos hablando con ella, cuando de pronto miré a mi alrededor y no vi a
Shan
. Habían cortado la correa...

—De haber prestado más atención, nadie hubiera podido cortar la correa a hurtadillas —dijo lady Hoggin.

La señorita Carnaby pareció a punto de echarse a llorar.

—¿Y qué ocurrió luego? —preguntó Poirot.

—Miré por todos lados, como es natural. Pregunté al guardia si había visto a un hombre con un perrito pequinés en brazos, pero me dijo que no se había fijado... No supe qué hacer... Seguí buscando, pero al fin no tuve más remedio que volver a casa...

La señorita Carnaby calló y Poirot no tuvo ninguna dificultad en imaginar la escena que seguiría.

—¿Y luego se recibió la carta? —preguntó.

Lady Hoggin prosiguió la relación.

—En el primer correo de la mañana siguiente. Decía que si yo quería vivo a
Shan Tung
debía enviar doscientas libras, en billetes de una libra, por paquete sin certificar, a nombre del capitán Curtis, 3, Bloomsbury Road Square. Añadía que si marcaba el dinero o avisaba a la policía le... le cortarían las orejas y el rabo a Shan Tung.

La señorita Carnaby empezó a lloriquear.

—¡Qué horrible! —murmuró—. ¿Cómo puede haber gente tan mala?

Lady Hoggin continuó:

—Decía también que si mandaba el dinero en seguida me devolverían aquella misma noche a
Shan Tung
sano y salvo; pero que si luego avisaba a la policía,
Shan Tung
pagaría las consecuencias.

La señorita Carnaby murmuró otra vez entre sollozos:

—¡Oh, Dios mío! Me temo que ahora... aunque, desde luego, el señor Poirot no pertenece a la policía...

Lady Hoggin observó con ansiedad:

—Ya comprenderá, señor Poirot, que debe usted proceder con mucho cuidado.

El detective se apresuró a calmar su ansiedad.

—Yo no pertenezco a la policía, como ha dicho la señorita Carnaby. Llevaré a cabo las indagaciones de una forma muy discreta. Puede tener usted la seguridad, lady Hoggin, de que
Shan Tung
estará completamente seguro. Se lo garantizo.

Ambas mujeres parecieron aliviadas de un gran peso al oír esto último y Poirot prosiguió:

—¿Conserva la carta?

—No. Me dijeron que la enviara junto con el dinero.

—¿Y lo hizo así?

—Sí.

—¡Hum...! Es una lástima.

La señorita Carnaby observó con viveza:

—Pero yo guardo la correa del perro. ¿Puedo ir por ella?

La mujer salió de la habitación y Hércules Poirot aprovechó su ausencia para formular unas cuantas preguntas acerca de ella.

—¿Amy Carnaby? ¡Oh, es de completa confianza! Una buena persona, aunque algo simple. He tenido varias señoritas de compañía y todas ellas han sido completamente tontas. Pero Amy está muy encariñada con
Shan Tung
y se disgustó terriblemente cuando se lo quitaron... ¡y qué otra cosa podía hacer, si se preocupó por un bebé y descuidó a mi corazoncito! No; estoy completamente segura de que ella no tiene nada que ver con esto.

—Así parece —convino Poirot—. Pero como el perro desapareció estando con ella, debemos asegurarnos de su honradez. ¿Hace mucho tiempo que está al servicio de usted?

—Cerca de un año. Tengo excelentes referencias de ella. Estuvo con lady Hartingfield hasta que ésta murió... durante diez años, según creo. Después cuidó por algún tiempo de una hermana inválida que tiene. En realidad, es una persona excelente... pero como le dije, completamente tonta.

En aquel momento volvió Amy Carnaby, un poco más sofocada, llevando en la mano la correa del perro. La entregó solemnemente a Poirot mientras le dirigía una mirada llena de esperanza.

El detective examinó cuidadosamente la correa.


Mais oui
—dijo—. No hay duda de que la cortaron.

Las dos mujeres seguían sus movimientos con expectación.

—Me la guardaré —anunció por fin Poirot.

Y se la guardó en un bolsillo con gran ceremonia. Ambas mujeres dieron un suspiro de alivio. El detective había hecho lo que esperaban de él.

3

Hércules Poirot tenía la costumbre de no dejar nada sin comprobar...

Aunque, por lo visto, no parecía posible que la señorita Carnaby fuera otra cosa más que la mujer atontada y algo estúpida que aparentaba ser, Poirot se las arregló para entrevistarse con una encopetada señora, sobrina de la difunta lady Hartingfield.

—¿Amy Carnaby, dice usted? —preguntó la señorita Hartingfield—. Desde luego, la recuerdo perfectamente. Era una buena persona y hacía muy buenas migas con tía Julia. Muy aficionada a los perros y una excelente lectora. Tenía también mucho tacto y nunca contrariaba a un enfermo. ¿Qué le ha ocurrido? Espero que no se encontrará en ningún apuro. Hace cosa de un año facilité informes de ella a una señora cuyo nombre empezaba por H...

Poirot explicó apresuradamente que la señorita Carnaby seguía todavía en su empleo. Sólo se trataba, dijo, de un pequeño incidente ocasionado por un perro que se extravió.

—A la señorita Carnaby le gustan muchos los perros. Mi tía tenía un pequinés. Se lo dejó a ella cuando murió y Amy estaba loca por él. Creo que se llevó un disgusto terrible cuando el perrito se le murió. Sí; es una buena persona, aunque no precisamente una intelectual.

Hércules Poirot convino en que la señorita Carnaby tal vez no pudiera ser descrita de tal forma.

Su siguiente gestión fue localizar al guarda del parque que habló con la señorita Carnaby la tarde de autos. No le costó mucho lograrlo. El hombre recordaba el incidente.

—Una mujer de mediana edad, algo corpulenta... parecía estar fuera de sí... había perdido a su perrito pequinés. La conozco de vista, pues trae el perrito casi todas las tardes. La vi cuando llegó y lo llevaba consigo. Estaba muy apurada cuando se le perdió. Vino corriendo a buscarme y me preguntó si había visto a alguien llevando un perrito pequinés. ¿Qué le parece? El parque está lleno de perros; de todas clases... terriers, pequineses, alemanes, perro salchicha... hasta borzois... para todos los gustos. ¿Cómo quiere que me fije en un pequinés más que en otro?

Hércules Poirot hizo un pensativo gesto afirmativo con la cabeza.

Luego se dirigió al 3 Bloomsbury Road Square.

Los números 38, 39 y 40, correspondían conjuntamente al «Balaclava Private Hotel». Poirot subió los peldaños y abrió la puerta. En el interior fue recibido por un ambiente lóbrego y un olor a coles cocidas con cierta reminiscencia de arenques ahumados. A la izquierda se veía una mesa de caoba sobre la que descansaba una melancólica maceta de crisantemos. Colgado de la pared, encima de la mesa, un gran casillero recubierto de bayeta, con algunas cartas en sus departamentos. Poirot contempló pensativamente todo aquello durante unos momentos y luego abrió la puerta que había a su derecha. Correspondía a una especie de sala de estar, con mesillas y ciertos mal llamados sillones recubiertos de cretona de dibujo deprimente. Tres señoras ancianas y un viejo caballero de fiero aspecto levantaron la mirada y contemplaron al intruso con expresión de grave reproche. Hércules Poirot enrojeció y volvió a cerrar la puerta.

Recorrió un pasillo hasta llegar al pie de la escalera. A su derecha, otro pasillo que derivaba en ángulo recto del primero conducía a lo que parecía ser el comedor de los huéspedes.

Hacia la mitad de este pasillo había una puerta sobre la que un letrero rezaba: «Oficina».

Poirot llamó con los nudillos y como no recibiera respuesta, abrió y dio una ojeada al interior. Vio una gran mesa cubierta de papeles, pero en la habitación no había nadie. Salió; cerró la puerta de nuevo y entró en el comedor.

Una muchacha de aspecto melancólico, vestida con un delantal sucio, iba de aquí para allí, llevando un cestito con cuchillos y tenedores.

El detective preguntó con timidez:

—Perdone, ¿podría ver a la patrona?

La muchacha lo miró con ojos apagados.

—No lo sé —respondió.

—No hay nadie en la «oficina» —explicó Poirot.

—Pues no le puedo decir dónde estará.

—Tal vez —prosiguió pacientemente el detective— podrá usted encontrarla.

La muchacha lanzó un suspiro. Ya era bastante fatigosa su rutina diaria para que ahora viniera a colocarle esta nueva carga sobre sus deberes.

—Bueno; veré lo que puedo hacer —anunció con triste acento.

Poirot le dio las gracias y salió de nuevo al vestíbulo, sin atreverse a exponer su persona a las malévolas miradas de los que ocupaban la sala de estar. Contemplaba el casillero recubierto de bayeta, cuando el crujido de unas faldas y un fuerte olor a violetas de Devonshire le anunciaron la llegada de la patrona.

La señora Harte era la amabilidad en persona.

—No sabe cuánto siento que no me haya encontrado en la oficina —exclamó—. ¿Desea alquilar alguna habitación?

—No era precisamente lo que quería —murmuró Poirot—. Deseaba saber si residió aquí últimamente un amigo mío. Un tal capitán Curtis.

—Curtis... —repitió la señora Harte—. ¿Capitán Curtis? ¿Dónde he oído yo ese nombre?

Poirot no le ayudó a recordar. La mujer sacudió la cabeza con obstinación.

—Entonces, ¿debo entender que no se ha hospedado aquí el capitán Curtis? —preguntó Poirot.

—Últimamente, no; seguro. Y, sin embargo, el nombre me resulta familiar. ¿Puede describirme a su amigo?

—Eso resultaría un poco difícil —se excusó Poirot—. Supongo que algunas veces recibirán cartas para gente que no vive aquí, ¿verdad?

—Sí, suele ocurrir; desde luego.

—¿Y qué hacen con esas cartas?

—Pues las guardamos durante cierto tiempo. Como comprenderá, puede suceder que la persona en cuestión llegue al poco tiempo de recibirse la carta. Pero si pasado mucho tiempo nadie reclama las cartas o paquetes postales, los devolvemos a la estafeta de Correos.

Poirot hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza.

—Comprendo —dijo—. Lo cierto es que escribí una carta a mi amigo y la dirigí a este hotel.

La cara de la señora Harte se iluminó.

—Ya está todo explicado. Debí ver ese nombre en un sobre. Pero como, en realidad, se hospedan aquí tantos militares retirados, o se quedan por unos pocos días... Déjeme ver.

Registró el casillero.

—No está ahí —dijo Hércules Poirot.

—Supongo que se la habrán devuelto al cartero. Lo siento mucho. Espero que no sería nada importante.

—No, no, no tenía ninguna importancia.

Cuando Poirot se dirigió hacia la puerta, la señora Harte, envuelta en el penetrante olor a violeta lo siguió.

—Si viniera su amigo...

—No es probable. Debí equivocarme...

—Cobramos unos precios muy moderados —dijo la señora Harte—. El café después de la comida está incluido en el precio de la pensión. Me gustaría que viera una de las habitaciones...

Aunque con alguna dificultad, Poirot pudo escapar al fin.

4

El salón de la señora Samuelson era más grande, mucho más profusamente adornado y disfrutaba de una cantidad más sofocante de calefacción central que el de lady Hoggin. Poirot avanzó un poco aturdido entre doradas consolas y grandes grupos escultóricos.

La señora Samuelson era más alta que lady Hoggin y se teñía el cabello con peróxido. El pequinés se llamaba
Nanki Poo
. Sus ojos saltones miraron a Poirot con arrogancia. La señora Kebler, acompañante de la señora Samuelson, era delgada y macilenta, al contrario que la rolliza señorita Carnaby, pero hablaba tan volublemente como ésta. También había sido inculpada de la desaparición del perro.

—Créame, señor Poirot; fue la cosa más asombrosa del mundo. Todo ocurrió en un segundo, al salir de Harrods. Una
nurse
me preguntó qué hora era...

—¿Una
nurse
? ¿Una enfermera?

—No, no... una niñera
[1]
. Llevaba un bebé precioso. Un chiquitín con unas mejillas sonrosadas... Dicen que los niños de Londres no tienen aspecto saludable, pero estoy segura de que...

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