El gerente se encogió de hombros. Otra vez apareció en sus ojos la expresión conturbada.
—Los turistas quieren siempre sensaciones nuevas —dijo vagamente—. La altura... sólo eso ya es de por sí una novedad.
A pesar de todo, no era aquélla una sensación agradable, pensó Poirot. Se había dado cuenta de que el corazón le latía más rápidamente. Los versos de una canción infantil le pasaron tontamente por la imaginación. «Arriba, encima del mundo, como una bandeja en el cielo.»
Schwartz entró en el salón. Su rostro se iluminó cuando vio a Poirot y se dirigió rectamente hacia él.
—Acabo de ver a ese doctor —dijo—. Habla un inglés con un acento bastante raro. Es judío... los nazis lo expulsaron de Austria. Lo que yo digo, ¡esa gente no está bien de la cabeza! El doctor Lutz es un gran hombre. Creo que es especialista de los nervios, psicoanalista... y cosas por el estilo.
Dirigió la mirada a la mujer vestida de negro, que en aquel momento se encontraba junto a la ventana, contemplando el grandioso espectáculo de las montañas. El americano bajó la voz.
—El camarero me ha dicho que se llama señora Grandier. Su marido se mató durante una escalada. Por eso viene ella. Me parece que debíamos hacer algo, ¿no le parece...? Tratar de que salga de su prolongada abstracción.
—Yo en su lugar no lo intentaría —advirtió Poirot.
Pero los sentimientos amistosos del señor Schwartz no conocían el descanso.
Poirot presenció cómo el americano se acercaba a ella y le hablaba; y vio también la forma tajante con que la mujer rechazó sus proposiciones. Los dos permanecieron durante unos minutos perfilados contra la luz. Ella era más alta que Schwartz. Tenía la cabeza erguida, con expresión fría y prohibitiva.
Poirot no oyó lo que hablaron, pero Schwartz volvió con aspecto alicaído.
—No hay nada que hacer —dijo, y añadió con ardor—: Siendo seres humanos que debemos estar juntos por fuerza no veo que exista ninguna razón para que no nos mostremos sociales unos con otros. ¿No le parece, señor...? Ya ve; todavía no sé su nombre.
—Me llamo Poirot —contestó el detective—. Soy de Lyon; comerciante en sedería.
—Tengo mucho gusto en darle mi tarjeta, y si alguna vez viene a Fountain Springs, tenga la seguridad de que será bien recibido.
Poirot aceptó la tarjeta y con una mano se golpeó el bolsillo, mientras decía:
—¡Qué contrariedad! No llevo ninguna de las mías en este momento.
Aquella noche, cuando el detective se retiró a su habitación, leyó detenidamente la nota de Lementeuil antes de volverla a colocar en su cartera, doblada con sumo cuidado.
Al meterse en la cama, dijo para sí mismo:
—Es curioso... tal vez.
A la mañana siguiente, Gustave le sirvió a Poirot el desayuno, compuesto de café y bollos. Pidió disculpas por el café.
—Señor, comprenderá que en estas altitudes es imposible conseguir que el café esté realmente caliente. Hierve demasiado pronto.
Poirot comentó:
—Hay que soportar con entereza los caprichos de la Naturaleza.
—El señor es un filósofo —contestó Gustave.
Fue hacia la puerta, pero en lugar de salir de la habitación dio un rápido vistazo al pasillo, cerró la puerta de nuevo y volvió al lado de la cama.
—¿El señor Hércules Poirot? —dijo—. Yo soy Drouet, inspector de policía.
—¡Ah! —exclamó Poirot—. Ya me lo había figurado.
Drouet bajó la voz.
—Ha ocurrido algo grave, señor Poirot. Ha habido un accidente en el funicular.
—¿Un accidente? —Poirot se sentó en la cama—. ¿Qué clase de accidente?
—No ha habido desgracias. Sucedió esta noche pasada. Tal vez haya sido ocasionado por causas naturales... Una pequeña tormenta que arrastró rocas y tierra. Pero es posible que la mano del hombre tenga algo que ver en ello. No hay manera de saberlo. De cualquier modo, el resultado es que pasarán muchos días antes de que se arreglen los desperfectos y que, entretanto, estamos aislados aquí arriba. La estación no está todavía muy adelantada y como la nieve ni siquiera ha empezado a fundirse, es imposible establecer ninguna comunicación con el valle.
Poirot siguió sentado en la cama.
—Eso es muy interesante —comentó suavemente.
El inspector asintió.
—Sí —dijo—. Demuestra que la información facilitada al comisario era cierta. Marrascaud tiene una cita aquí y ha tomado sus medidas para que nadie le interrumpa durante su estancia.
Hércules Poirot, exclamó con acento impaciente:
—¡Pero eso es increíble!
—Estoy de acuerdo con usted —el inspector Drouet extendió las manos—. Esto no tiene sentido común... pero es así. Ya sabe usted que ese Marrascaud es un tipo extravagante. Por mi parte —hizo un gesto afirmativo con la cabeza— estoy seguro de que está loco.
—Un loco homicida —murmuró Poirot.
—Convengo en que no es nada divertido —replicó secamente Drouet.
—Pero si ha concertado una cita aquí, en este apartado lugar cubierto de nieve, y las comunicaciones están cortadas ahora, se deduce que Marrascaud ya llegó.
—Eso es —respondió Poirot.
Ambos hombres guardaron silencio durante unos instantes y, al fin, Poirot preguntó:
—¿Podría ser Marrascaud el doctor Lutz?
Drouet sacudió la cabeza.
—No lo creo. Existe en realidad un doctor Lutz. He visto su fotografía en los periódicos, pues es un hombre famoso y muy conocido. El caballero que vino con usted tiene un gran parecido con dichas fotografías.
—Pero si Marrascaud sabe disfrazarse, puede desempeñar ese papel con éxito.
—¿Cree que llega a tal grado su habilidad? Nunca oí decir que fuera un experto del disfraz. No tiene la astucia ni el disimulo de la serpiente. Es un jabalí salvaje; feroz, terrible, que ataca con furia ciega.
—De todas formas... —dijo Poirot.
—Sí; ya sé. Es un fugitivo de la justicia y, por lo tanto, se ve obligado a fingir. Así es que puede o, mejor dicho, debe haberse disfrazado más o menos.
—¿Tiene usted su descripción?
El otro se encogió de hombros.
—De una forma superficial. La fotografía «Bertillon» y las medidas debían mandármelas hoy. Sólo sé que es un hombre de treinta y pico años, altura un poco más que mediana y de tez morena. No tiene ninguna señal distintiva especial.
Poirot se encogió a su vez de hombros.
—Eso puede aplicarse a cualquiera. ¿Y qué me dice del americano Schwartz?
—Eso le iba a preguntar. Usted ha hablado con él, y según tengo entendido, ha pasado gran parte de su vida entre ingleses y americanos. A primera vista parece ser un turista. Su pasaporte está en regla. Tal vez sea algo extraño el que haya decidido venir a un sitio como éste... pero cuando los americanos viajan no se sabe nunca por dónde saldrán. ¿Qué opina usted?
Hércules Poirot sacudió la cabeza con aire perplejo.
—Superficialmente —explicó— parece ser un hombre inofensivo, aunque un tanto dado a trabar amistades. Quizá sea un latoso, mas no creo que sea peligroso. Pero tenemos tres visitantes más.
El inspector asintió y su rostro mostró una repentina preocupación.
—Sí; y del tipo que buscamos. Juraría, señor Poirot, que esos tres hombres forman parte de la banda de Marrascaud. ¡Que me aspen si no son ratas de hipódromo! Y uno de ellos puede ser el mismo Marrascaud. ¡Quién lo sabe!
Poirot reflexionó. En su mente pasó revista a la cara de los tres hombres.
La de uno de ellos era ancha, de cejas encrespadas y rollizos carrillos... una cara porcina y bestial. El otro individuo, flaco, de cara puntiaguda y estrecha, con ojos de expresión fría. El tercero era un tipo de cara redonda con cierto aire presuntuoso.
Uno de los tres podía ser Marrascaud, pero si era así, volvía a surgir la pregunta: ¿Por qué motivo Marrascaud y los componentes de su banda habían hecho aquel viaje juntos, con objeto de subir a una montaña y caer en una ratonera? La cita hubiera sido fácil de convenir en un sitio menos extravagante que aquél. En un café; en una estación de ferrocarril: en un cine lleno de gente; en un parque público; en cualquier sitio donde hubiera muchas salidas... pero no allí, entre las nubes y las nieves eternas.
Poirot trató de imbuir al inspector Drouet algunos de estos conceptos y el policía convino sin ninguna dificultad en ellos.
—Sí; es verosímil. No tiene sentido.
—¿Por qué hicieron el viaje juntos si se trataba de una cita? No; esto no tiene sentido.
Con cara preocupada, Drouet opinó:
—En ese caso, debemos hacer una segunda suposición. Esos tres hombres son miembros de la banda de Marrascaud y han venido hasta aquí para entrevistarse con su jefe. ¿Quién, entonces, es Marrascaud?
—¿Qué me dice del servicio del hotel? —preguntó Hércules Poirot.
Drouet se encogió de hombros.
—Puede decirse que no existe. Hay una vieja que cocina y su marido. Creo que hace cincuenta años que viven aquí. Y el camarero cuyo puesto ocupo yo ahora; nada más.
—Es de suponer que el gerente sabrá quién es usted, ¿no es eso?
—Naturalmente. Se necesitaba su cooperación para el cambio.
—¿No le ha llamado la atención su aire preocupado?
La observación pareció afectar a Drouet.
—Sí; es verdad —dijo pensativamente.
—Tal vez sea tan sólo la ansiedad de verse envuelto en una acción policíaca.
—¿Cree usted que habrá algo más que eso? ¿Supone que pueda saber alguna cosa?
—No ha sido más que una idea. Eso es todo.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
—Posiblemente sea así —comentó Drouet con acento sombrío.
—¿Opina usted que podríamos hacerle decir lo que pasa?
Poirot sacudió la cabeza dubitativamente.
—Lo mejor, según creo, es que no se entere de nuestras sospechas. No lo pierda de vista ni un momento.
Drouet asintió y se dirigió hacia la puerta.
—¿No tiene otra sugerencia que hacer, señor Poirot? Ya conozco su reputación. En este país hemos oído hablar mucho de usted.
—De momento no puedo sugerirle nada más —contestó el detective— Lo que no llego a comprender es la «razón» de todo esto..., la razón para una cita en este sitio. Ni en ningún otro.
—Dinero —observó Drouet.
—Entonces, ¿además de asesinar al pobre Salley le robaron?
—Sí; llevaba una gran cantidad de dinero encima y no se ha podido encontrar.
—¿Y cree usted que la cita se concertó con el propósito de dividir el botín?
—Ésa es la idea que más salta a la vista.
Poirot volvió a mover la cabeza con gesto insatisfecho.
—Pero, ¿por qué aquí? —prosiguió lentamente—. El peor lugar imaginable para una reunión de criminales. Aunque es un buen sitio para citar a una dama...
Drouet volvió sobre sus pasos y preguntó con tono excitado :
—¿Cree usted...?
—Creo —replicó Poirot— que la señora Grandier es una mujer muy interesante. Cualquiera subiría con mucho gusto a diez mil pies de altura en su obsequio... es decir, si ella sugiriera tal cosa.
—¿Sabe usted que es interesante ese punto de vista? Nunca pensé que ella tuviera algo que ver en este caso. Al fin y al cabo hace muchos años que viene por estas fechas.
—Sí... y, por lo tanto, su presencia no suscita sospecha alguna —comentó Poirot—. Debe existir alguna razón de que Rochers Nieges fuese elegido para la cita, ¿no le parece?
Drouet contestó agitadamente:
—Ha tenido usted una buena idea, señor Poirot. Investigaré ese aspecto de la cuestión.
El día pasó sin ningún incidente. Por fortuna, el hotel estaba bien avituallado. El gerente anunció que no debían pasar cuidado por tal cosa. Las provisiones no faltarían.
Hércules Poirot intentó trabar conversación con el doctor Karl Lutz, pero no tuvo ningún éxito. El doctor insinuó claramente que la psicología era su preocupación profesional y que no estaba dispuesto a discutir tal materia con un aficionado. Tomó asiento en un rincón y siguió la lectura de un grueso tomo alemán que trataba sobre el subconsciente. De vez en cuando tomaba alguna nota.
Poirot salió de la casa y se dirigió, casualmente al parecer, hacia donde estaba situada la cocina. Una vez allí probó de hacer charlar al viejo Jacques, pero éste se mostró esquivo y desconfiado. Su mujer, la cocinera, fue más asequible. Por suerte, explicó a Poirot, tenían gran cantidad de conservas... aunque ella no era partidaria de tal clase de alimentación. Además de ser terriblemente caras... ¿qué sustancia podía encontrarse en ellas? Dios al hacer el mundo no se propuso que la gente viviera de latas de conservas.
La conversación fue derivando hacia el tema referente al servicio del hotel. A primeros de julio llegaban las criadas y los camareros de refuerzo. Pero durante las próximas tres semanas no habría nadie o casi nadie. La gente que subía, en su mayor parte, comía allí y luego volvía al pueblo. Ella, Jacques y el camarero, se bastaban para cuidar de todo.
—Antes de que viniera Gustave hubo aquí otro camarero, ¿verdad? —preguntó Poirot.
—Sí; desde luego. Era un camarero muy malo. No tenía habilidad ni experiencia. No servía para nada.
—¿Estuvo mucho tiempo antes de que lo reemplazara Gustave?
—Sólo unos pocos días... menos de una semana. Lo despidieron, como es natural. No nos sorprendimos, era una cosa que se veía venir.
—¿No protestó por ello?
—No, se fue bastante a la chita callando. Al fin y a la postre, ¿qué es lo que podía esperar? Éste es un hotel de primera categoría y el servicio debe ser bueno.
Poirot asintió.
—¿Y adonde fue cuando se marchó de aquí? —preguntó.
—¿Se refiere usted a Roberto? —encogió los hombros—. Sin duda al cafetucho de donde vino.
—¿Bajó en el funicular?
La mujer lo miró con curiosidad.
—Naturalmente, señor. ¿Por qué otro camino pudo irse?
—¿Lo vio alguien cuando se marchaba?
Los dos cónyuges miraron fijamente al detective.
—¿Cree usted que debíamos ir a ver cómo se marchaba aquel inútil...? ¿A tributarle una gran despedida? Una tiene ya bastante con sus ocupaciones —replicó la mujer.
—Eso es —dijo Poirot.
Se alejó lentamente de allí, mirando al propio tiempo el edificio que se levantaba ante él. Un hotel de vastas proporciones. Entonces sólo se utilizaba una de sus alas. En las otras había muchas habitaciones, cerradas, donde no era probable que encontrara a nadie.