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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (19 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—¿Estaban reclamadas por la policía? ¿Las han detenido?

—Precisamente.

Harold exhaló un profundo suspiro.

—¡Estupendo! Nunca pensé en ello —se levantó—. Voy a buscar a la señora Rice y a su hija para decírselo.

—Ya lo saben.

—Bien —Harold volvió a sentarse—. Dígame cómo...

Por el sendero del lago subían dos mujeres de perfil aguileño y flotantes capas sobre los hombros.

—¡Creí haberle oído decir que se las habían llevado! —exclamó el joven.

—Oh, ¿esas señoras? Son inofensivas por completo; dos damas polacas de muy buena familia, tal como le dijo el conserje. Su aspecto, tal vez, no sea muy agradable; pero eso es todo.

—¡Pues no lo comprendo!

—No; no lo comprenderá. Eran las otras señoras a las que buscaba la policía. La ingeniosa señora Rice y la llorosa señora Clayton. Eran ellas las aves de presa. Las dos vivían del chantaje,
mon chéri
.

Harold tuvo la sensación de que el mundo daba vueltas alrededor de él. Con voz desmayada preguntó:

—¿Pero el hombre... el hombre que resultó muerto...?

—No murió nadie. ¡Y no hubo tal hombre!

—¡Pero si yo lo vi...!

—No. La señora Rice, con su alta estatura y su voz profunda, representa muy bien los papeles masculinos. Fue ella quien hizo de marido... claro es que sin la peluca gris.

Se inclinó hacia delante y dio un golpecito en la rodilla del joven.

—No se debe ir por la vida con tal cantidad de buena fe, amigo mío. La policía de un país no se soborna tan fácilmente ni, tal vez, habrá manera de conseguirlo; mucho menos cuando se trata de un asesinato. Esas mujeres se aprovecharon de la ignorancia que, por lo general, tienen todos los ingleses de los idiomas extranjeros. Como habla francés y alemán, la señora Rice es la que siempre se ocupa de entrevistarse con el gerente y de llevar el asunto. Llega la policía y entra en su habitación, desde luego. ¿Pero qué sucede en realidad? Usted no lo sabe. Tal vez les dirá que ha perdido un broche o algo parecido. Cualquier excusa para hacerlos venir, con el fin de que usted los vea. Y en cuanto al resto de ello, ¿qué he de decirle? Telegrafía usted para que manden dinero, gran cantidad de él; y luego lo entrega a la señora Rice, quien se encarga de todas las negociaciones, ¡y eso es todo! Pero estas aves de presa son insaciables. Vieron que usted sentía una irracional aversión hacia esas dos infortunadas señoras polacas. Las damas en cuestión llegaron y sostuvieron una conversación inocente por completo con la señora Rice; pero ésta no supo resistir la tentación de volver a repetir el juego. Sabía que usted no entendía ni una palabra de lo que hablaron. Por consiguiente, tuvo usted que pedir más dinero; dinero que la señora Rice se encargaría luego de distribuir entre otras personas según pretendía.

Harold aspiró profundamente aire.

—¿Y Elsie?

—Desempeñó muy bien su papel. Siempre lo hace. Es una actriz consumada. Hace ver que todo es muy raro... muy inocente. No atrae hacia ella más que un sentimiento noble.

Y añadió pensativamente:

—Eso tiene siempre éxito cuando se trata de un inglés.

Harold Waring volvió a suspirar.

—Tengo que aprender todos los idiomas europeos que existen. ¡No quiero que nadie me tome el pelo por segunda vez!

Capítulo VII
-
El toro de Creta
1

Hércules Poirot miró a su visitante. Ante él tenía una cara en la que destacaba una barbilla agresiva; unos ojos más bien grises que azules y un pelo negrísimo. Unas facciones propias de la Grecia clásica.

Se fijó en la buena hechura del traje, un tanto usado, que ella llevaba; en el raído bolso de mano y en la inconsciente arrogancia que tenía en sus maneras, tras la excitación patente que embargaba a la joven.

El detective pensó:

«Sí; toda una señora rural... pero sin blanca. Le debe haber ocurrido algo extraño para que acuda a mí.»

Diana Maberly habló con voz que tembló ligeramente.

—No... no sé si podrá usted ayudarme, monsieur Poirot. Se trata... de una situación verdaderamente extraordinaria.

—¿De veras? —animó Poirot—. Cuéntemelo todo.

—He venido a verle porque no sé qué hacer —le dijo ella—. No sé, siquiera, si se puede hacer algo.

—¿Me permite que sea yo quien juzgue ese punto?

El color subió de pronto a las mejillas de la joven. Con rapidez y casi sin aliento, dijo:

—He acudido a usted porque el hombre a quien estaba prometida desde hace poco más de un año, ha roto nuestro compromiso.

Se detuvo y lo miró desafiante.

—Debe usted pensar —añadió— que no estoy bien de la cabeza.

Poirot sacudió la suya con lentitud.

—Al contrario, señorita. No tengo ninguna duda de que es usted muy inteligente. Desde luego, mi
mótier
en la vida no es pacificar riñas de enamorados, y yo sé muy bien que está usted perfectamente enterada de ello. Por lo tanto, debe existir algo muy raro en esa ruptura de compromiso. Es eso, ¿verdad?

La muchacha asintió, y con voz clara y precisa, dijo

—Hugh rompió nuestro compromiso porque piensa que se va a volver loco. Cree que los locos no deben casarse.

Hércules Poirot levantó un poco las cejas.

—¿Y no está usted de acuerdo?

—No lo sé... Al fin y al cabo, ¿qué es estar loco? Todos lo estamos un poco.

—Eso dicen —convino con cautela.

—Sólo cuando uno empieza a imaginarse que es un huevo escalfado o algo parecido, es cuando deben encerrarlo.

—¿Y su novio no ha llegado a tal extremo?

—Yo no advierto nada extraño en Hugh. ¡Es la persona más cuerda que conozco! Formal... sensato...

—Entonces, ¿qué es lo que le hace pensar que se está volviendo loco? —Poirot hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Tal vez se han dado casos de demencia en la familia?

Como si le repugnara hacerlo, Diana inclinó la cabeza en mudo asentimiento.

—Creo que su abuelo estuvo algo chiflado y alguna que otra tía abuela. Pero ya sabe que en casi todas las familias pasan esas cosas. Algunos son medio tontos y otros demasiado listos.

Sus ojos tenían una expresión suplicante.

Hércules Poirot sacudió la cabeza con tristeza.

—Lo siento mucho por usted, mademoiselle.

La joven adelantó la barbilla y exclamó:

—¡No quiero que me compadezca! ¡Lo que quiero es que haga algo!

—¿Y qué desea de mí?

—No lo sé... pero hay en todo esto alguna cosa que no es normal.

—¿Quiere usted contarme, mademoiselle, todo lo referente a su novio?

Diana habló con rapidez.

—Se llama Hugh Chandler y tiene veinticuatro años. Su padre es el almirante Chandler. Viven en Lyde Manor, una finca que pertenece a la familia desde los tiempos de la reina Isabel. Hugh es hijo único. Ingresó en la Marina, pues todos los Chandler han sido marinos; es una especie de tradición familiar, desde que sir Gilbert Chandler navegó con sir Walter Raleigh en mil quinientos y pico. Hugh se alistó en la Armada como si ello fuera algo inevitable. Su padre no hubiera consentido otra cosa. Y sin embargo, fue su propio padre quien insistió en que renunciara a dicha carrera.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace casi un año. Todo fue muy repentino.

—¿Estaba Hugh Chandler contento de su profesión?

—Por completo.

—¿No hubo escándalo de ninguna especie?

—¿Promovido por Hugh? Ninguno. Progresaba en su carrera y no pudo comprender la actitud de su padre.

—¿Y qué razón dio el almirante Chandler?

—En realidad, nunca dio ninguna. Dijo que era necesario que Hugh aprendiera a administrar su hacienda; pero eso sólo fue un pretexto. Hasta George Frobisher se dio cuenta de ello.

—¿Quién es George Frobisher?

—El coronel Frobisher; el más viejo amigo del almirante y padrino de Hugh. Pasa largas temporadas en el Manor.

—¿Qué opinó el coronel Frobisher acerca de la determinación tomada por su amigo?

—Se quedó sin saber qué decir. No lo entendió en absoluto. Ni nadie llegó a comprenderlo.

—¿Ni siquiera Hugh Chandler?

Diana tardó unos instantes en contestar y Poirot aprovechó la pausa para continuar:

—Tal vez, entonces, quedara asombrado; pero ahora... ¿no opina nada? ¿Nada en absoluto?

La joven dijo con timidez:

—Hace una semana... me confesó... que... que su padre tenía razón. Que era la única cosa que podía hacer.

—¿Le preguntó la causa de ello?

—Desde luego. Pero no quiso decírmelo pese a mi insistencia.

Hércules Poirot reflexionó unos momentos y luego preguntó:

—¿Han ocurrido cosas insólitas en la comarca donde viven? ¿Cosas que tal vez empezaron hace un año? ¿Algo que dio motivo a gran cantidad de habladurías y conjeturas pueblerinas?

—No sé a qué se refiere —replicó ella con rapidez.

—Sería mejor que me lo contara sin ocultarme nada.

—No hubo nada... nada de lo que usted se imagina.

—¿De qué clase entonces?

—¡Creo que es usted odioso! A menudo suceden cosas raras en el campo. Venganza... o el tonto del pueblo... o alguien.

—¿Qué ocurrió?

La joven contestó de mala gana:

—Hubo cierto revuelo acerca de unas ovejas... aparecieron con el cuello cortado. ¡Oh, fue horrible! Pero todas ellas pertenecían a un granjero que tiene fama de tacaño. La policía creyó que se trataba de alguien que le tenía ojeriza.

—¿No cogieron al que lo hizo?

—No.

Y la chica añadió furiosamente:

—Pero si piensa usted que...

Poirot levantó una mano y observó:

—No tiene usted idea de lo que estoy pensando. Dígame, ¿consultó su novio con un médico?

—No. Estoy segura de que no lo hizo; me lo hubiera dicho.

—¿Acaso no era lo mejor que podía hacer?

Diana replicó despacio:

—No quiere... Aborrece a los médicos.

—¿Y su padre?

—No creo que su padre tenga mucha fe en ellos. Dice que son una pandilla de charlatanes y negociantes.

—¿Y qué tal aspecto tiene el almirante? ¿Se encuentra bien? ¿Es feliz?

La joven contestó con voz baja:

—Ha envejecido terriblemente en... en...

—¿En un año?

—Sí. Es una ruina... una sombra de lo que fue antaño.

Poirot asintió.

—¿Aprobaba el noviazgo de su hijo?

—Oh, sí. Las tierras de mi familia lindan con las suyas. Hemos vivido allí durante generaciones. Se alegró muchísimo cuando Hugh y yo nos prometimos.

—Y ahora, ¿qué dijo cuando se enteró de que había roto el compromiso?

La voz de la muchacha tembló.

—Le encontré ayer por la mañana. Estaba mortalmente pálido. Me cogió las manos entre las suyas y me dijo: «Ya sé que esto es muy duro para ti, hija mía. Pero el chico hace lo que debe... la única cosa que puede hacer.»

—Y, por lo tanto —comentó Poirot—, acude usted a mí.

Ella asintió.

—¿Puede usted hacer algo? —preguntó desasosegada.

—No lo sé —replicó el detective—. Pero, por lo menos, puedo ir allí y verlo todo personalmente.

2

El aspecto físico de Hugh Chandler fue lo que más impresionó a Poirot. Alto, magníficamente proporcionado, con un formidable pecho, anchas espaldas y cabellera de matiz leonado. Se veía que rebosaba fuerza y vitalidad.

Al llegar Diana a su casa, junto con Poirot, telefoneó inmediatamente al almirante Chandler y a continuación ella y el detective se dirigieron a Lyde Manor, donde encontraron el té esperándolos en la terraza, y con el té, a tres hombres. Allí estaba el almirante de pelo blanco, envejecido; con los hombros encorvados como si soportaran una carga excesiva; de ojos oscuros y angustiados. Su amigo, el coronel Frobisher, ofrecía un fuerte contraste con él. Un hombrecillo reseco y fuerte, de pelo rojizo que blanqueaba en las sienes. Inquieto, irascible, arisco como un
fox terrier
, y con un par de ojillos en los que brillaba la astucia. Tenía la costumbre de fruncir las cejas al tiempo que inclinaba y adelantaba la cabeza, mientras miraba con aquellos ojos sagaces a su interlocutor. El otro hombre era Hugh.

—Buen ejemplar, ¿verdad? —dijo el coronel Frobisher.

Habló en voz baja al darse cuenta de que Poirot contemplaba detenidamente al joven.

El detective asintió con la cabeza. Estaba sentado junto a Frobisher. Los otros tres habían colocado sus sillas al extremo opuesto de la mesa y conversaban animadamente, aunque de una forma algo artificiosa.

—Sí; es magnífico —murmuró Hércules Poirot—. Magnífico... Un toro joven. Puede decirse que es el toro dedicado a Poseidón... Un perfecto ejemplar de vigorosa masculinidad.

—Parece bastante robusto, ¿verdad?

Frobisher suspiró. Sus agudos ojillos se volvieron y contemplaron a Hércules Poirot. Al cabo de un rato, dijo:

—Sé quién es usted y a qué se dedica.

—No es ningún secreto.

Poirot agitó una mano con gesto majestuoso. Pareció dar a entender que no «viajaba de incógnito», sino bajo su verdadero nombre.

Después de unos instantes, Frobisher preguntó

—¿Le ha traído la muchacha para que se encargue... del asunto?

—¿Del asunto?

—Lo del joven Hugh... Sí; ya veo que lo sabe todo. Mas lo que no acabo de comprender es por qué acudió la chica a usted... Tal vez no pensó que estas cosas caen fuera de su esfera de acción; que un médico estaría mucho más indicado.

—Yo me encargo de todo lo que se presente... Se sorprendería usted si supiera de la diversidad de casos en que he intervenido.

—Lo que quise decir es que no comprendo del todo qué espera ella de usted.

—La señorita Maberly es una luchadora tenaz —dijo Poirot.

El coronel Frobisher hizo un caluroso gesto de asentimiento.

—Sí; lo es. Una chica excelente. No se rinde jamás; pero de todas formas, ya sabe usted que hay cosas contra las que no es posible luchar...

Su cara tomó de pronto una expresión envejecida y cansada.

Poirot bajó la voz todavía más y murmuró discretamente :

—Tengo entendido que se han dado casos de demencia en la familia, ¿no es eso?

El otro asintió.

—Algún caso de vez en cuando —dijo—. Por lo general, media una generación o dos entre ellos. El abuelo de Hugh fue el último.

Poirot dirigió una rápida mirada hacia donde estaban los otros tres. Diana llevaba la conversación, riéndose y haciendo burla de Hugh. Cualquiera hubiera asegurado que ninguno de ellos tenían la menor congoja que los turbara.

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