«Los kretchs se los comerían…»
Leia pensó que si los kretchs tenían ese aspecto, entonces no tenía ningún deseo de encontrarse con ellos en las criptas donde los niños Jedi se habían desafiado unos a otros a buscar el Pozo de Plett…. siempre que consiguieran encontrar las criptas.
—Que guardes el jabón en la despensa no hace que se convierta en comida —admitió Han con voz pensativa mientras atravesaban los velos iridiscentes de neblina que flotaban de un lado a otro para volver a la casa que Jevax les había proporcionado como alojamiento—. Pero guardarlo cerca de donde lavas los platos no es ningún accidente casual.
Leia asintió, aceptando su lógica, y luego sonrió.
—¿Y qué sabes tú de lavar platos…. ángel con pantalones?
—Cuando te pasas tres cuartas partes de la vida vagabundeando por la galaxia. Su Altísima Alteza, puedes tener la seguridad de que acabas llenando un montón de lavavajillas, e incluso lavando platos a mano de vez en cuando.
Han se metió las manos debajo del cinturón, pero Leia sabía que estaba observando todo cuanto les rodeaba con sus sentidos forzados hasta el límite. Los eternos vapores de Plawal resultaban un poco inquietantes. Siempre eran más espesos en el otro extremo del valle, donde burbujeaban y hervían los manantiales realmente calientes, pero incluso allí, donde el terreno se extendía formando planicies alrededor de los manantiales calientes, la visibilidad quedaba reducida a unos cuantos metros. Incluso en las calles situadas a un nivel más alto que rodeaban los huertos, las escenas tenían una cierta tendencia a aparecer y esfumarse como cuadros aislados: había árboles frutales enjoyados con orquídeas a los que se habían unido matas de liana-arco y moradulce de tal manera que cada rama se inclinaba bajo el peso de dos o tres variedades distintas de fruta; miles de puentes diminutos que cruzaban los arroyos y riachuelos de los que brotaban hilillos de humo y cuyas orillas recubiertas de helechos estaban repletas de salamandras y ranas; pitinos amarillos, verdes o azul marino dormitando sobre las rodillas dobladas de los shalamanes y los árboles afor o cazando insectos en la hierba; vigilantes antialimañas automatizados, agazapados junto a las bases de los árboles más caros, con sus ojos como cuentas de color verde o ámbar destellando con un brillo fantasmagórico a través de los velos de neblina. Muros construidos con bloques de lava se alzaban inesperadamente de entre los vapores en continuo movimiento, coronados por el liso plástico blanco de las estructuras prefabricadas; rampas de madera o plástico ascendían hasta las puertas situadas al nivel de la calle, flanqueadas por macetas de plástico rojo importado o de la terracota local, ofreciendo toda una exuberante profusión de bayas, slochans y lipanas.
Precioso… Pero Leia era extremadamente consciente del hecho de que la visibilidad estaba reducida a dos metros o menos.
—¿Qué es todo eso de los túneles de contrabandistas?
—Cuando me ganaba la vida con el contrabando —dijo Han—, nunca estuve por aquí. Demasiado cerca del Sector de Senex, ¿entiendes? Aun así, sabía que había por lo menos media docena de pistas de descenso en el hielo. A juzgar por el número de personas de los bares que siguen dedicándose al contrabando, me sorprendería mucho que hubiera más de una, o tal vez dos, que continuaran estando en condiciones de operar. Bien, según Lando lo que queda del Imperio no ha cambiado sus tarifas, y las tasas de exportación de este lugar no han cambiado… En todo caso, habrán subido. Eso significa que algo dejó de existir hace nueve años.
—¿Justo un año después de la batalla de Endor?
Han asintió.
—Algo que tal vez quieras recordar cuando estés repasando los archivos del pueblo…. ahora que el viejo Jevax ya ha tenido tiempo de eliminar aquellas partes que tal vez podrían proporcionarte alguna pista.
—¿Sabes una cosa, Han? —Leia se detuvo al comienzo de la rampa de madera, que trepaba por la masa de piedras medio desmoronadas que formaban los cimientos de su casa y llegaba hasta la gran puerta delantera—. Lo primero que me atrajo de ti fue la inocencia infantil de tu corazón.
Han sonrió y la cogió del brazo. Leia intentó esquivarle para abrir la puerta, pero Han la inmovilizó poniéndole las manos sobre los hombros. Sus ojos sonrientes se encontraron, y Leia sintió el calor del cuerpo de Han contra el suyo.
—¿Quieres averiguar lo inocente que puedo llegar a ser?
Leia extendió la mano para acariciar la cicatriz de su mentón.
—Ya sé lo inocente que eres.
Hablaba en serio, y sus labios se encontraron con los de Han, aislados por la capa inmóvil de la niebla.
No se separaron hasta oír sonido de pasos sobre la rampa y el suave zumbido de los servomotores. Se apartaron el uno del otro justo a tiempo de ver cómo la enorme silueta de Chewbacca se materializaba ante ellos, saliendo de la iridiscencia perlina del aire, para ser seguida un momento después por Erredós. Los colores centelleantes de la neblina se estaban oscureciendo poco a poco a medida que la claridad solar amplificada por la cúpula se iba debilitando. El crepúsculo ya estaba empezando a espesarse por entre los árboles grises de los huertos, que se extendían colina abajo en una larga fila que se iniciaba en la parte de atrás de la casa.
—¿Has descubierto algo?
Chewbacca se encogió elocuentemente de hombros mientras cruzaban el umbral y dejó escapar un gemido quejumbroso. Había llevado a cabo su propia investigación de la vida clandestina local en lugares que habían dejado el olor de humos extraños en su pelaje, y les dijo que había averiguado muy poco. Apenas si ocurría nada. Una de las pistas de contrabando del glaciar seguía funcionando ocasionalmente, aunque cada vez había menos pilotos dispuestos a enfrentarse al difícil trayecto a través del Corredor. Un par de naves estaban comprando liana de seda al precio más barato posible, mayormente restos de segunda calidad de las factorías. Un par de traficantes suministraban roca mental, ryll y varias clases de golosinas para los lóbulos frontales del cerebro a los viejos sesos-zumbantes que vivían en los míseros barracones y chozas que se alzaban detrás del Callejón del Espaciopuerto. Estaba claro que Bran Kemple era el único que vendía drogas de manera regular. Todo el mundo decía que las cosas ya no eran como en los viejos tiempos. Podías ganar más dinero empaquetando brandifert, si no te importaba acabar con los dedos llenos de manchas púrpura.
—Si no tienes inconveniente me llevaré a Erredós conmigo al Centro Municipal.
Una vez dentro de la casa. Leia cogió una túnica violeta y verde oscuro de un aspecto ligeramente más respetable que el vestido que se había puesto para recorrer los bares del Callejón —de hecho, tenía algunas prendas de ropa interior mucho menos atrevidas que ese traje—, y un par de zapatos más cómodos.
—¿Encontraste algo interesante en el acceso público mientras estábamos en la Casa de Plett. Erredós?
El androide astromecánico rodó obedientemente hasta el pequeño conjunto de monitor-impresora instalado en el rincón. Después hizo brotar una conexión comunicadora de sus planchas y la impresora empezó a parlotear. Han atravesó la habitación para echar un vistazo a lo que salía de ella.
—Cifras de exportaciones de las siete plantas empaquetadoras principales correspondientes a la semana pasada —informó con un solemne asentimiento de cabeza—. Mmmmm… Oh, ahora tenemos las estadísticas de bajas por enfermedad de los empleados… Consumo de carburante de todas las naves durante la semana pasada… Esto mejora por momentos. ¡Caramba, una información de alto secreto! Costos de reparaciones de averías en las recogedoras de fruta mecánicas amortizados durante los últimos diez años. Leia, no sé si mi corazón podrá aguantar todo esto…
Leia le golpeó el brazo con los nudillos.
—No te burles de Erredós. Has sido muy concienzudo, Erredós, y has hecho un buen trabajo. Siempre lo haces.
El androide emitió un zumbido. La oscuridad ya se había adueñado de todo más allá de la hilera de ventanas iluminadas al nivel del suelo del dormitorio y la angosta terraza de piedra que sobresalía de ellas, y las luces que puntuaban los huertos que se extendían debajo de la casa creaban borrosos manchones de claridad en la neblina. La casa era una de las pocas de Plawal que consistía básicamente en la piedra original —sólo la cocina y la mitad de la sala eran prefabricadas—, pero había sido remodelada hacía pocos años. Las viejas ventanas en forma de agujero de cerradura habían sido sustituidas por modernos paneles de cristalplex con postigos metálicos deslizantes para ocultar las luces de los huertos. La estructura también ofrecía un entorno más o menos controlado que, de todas maneras, era preferible al de las Toberas Humeantes. Leia pensó que se trataba de un refinamiento muy irónico para un planeta con una temperatura superficial promedio de cincuenta bajo cero.
Al igual que la gran mayoría de casas de la parte vieja del pueblo, aquella estaba construida sobre un pequeño manantial caliente, y aunque el curso del agua había sido desviado para que calentara el huerto, el suelo del sótano todavía producía algunos hilillos de vapor. Leia se preguntó si habría kretchs acechando ahí abajo, y sintió un repentino estremecimiento de repugnancia.
—¿Estaréis bien aquí? —preguntó, deteniéndose en el camino hacia la puerta.
—Probaré a llamar a Mará Jade. Tal vez sepa dónde estaban esas pistas de descenso, y algo sobre el por qué se marchó Nubblyk el Slita. —Han llevó a cabo una aparatosa inspección de sus bolsillos—. Y estoy seguro de que cuando estábamos en el bar cogí una tarjeta de un servicio de bailarinas a domicilio…
—Acuérdate de hacerles recoger todo el confetti cuando hayan terminado.
Volvieron a besarse y Leia bajó por la rampa hasta el nivel de la calle con Erredós rodando detrás de ella. Había oscurecido. Mariposas de alas plateadas se agitaban alrededor de las lámparas en un enloquecido revolotear, y los pitinos y mooklas cazaban ranas debajo de los puentes. El mundo olía a cosas que crecían, a hierba y fruta —fruta criada de manera especial y altamente calculada para conseguir que los habitantes de aquella fisura volcánica, de aquel mundo, llegaran a ser ricos y pudieran competir en los mercados galácticos—, y bandadas de insectos luminosos que parecían velas de un cuento de hadas flotaban en la oscuridad por entre los árboles.
«Un paraíso», pensó Leia.
Si ignorabas la existencia de los kretchs que acechaban debajo de él.
Si nunca habías oído la voz de Drub McKumb gritando «Todos moriréis… Van a mataros a todos… Se están reuniendo…» mientras se debatía en la cama de diagnóstico.
Si no sabías que de vez en cuando alguien que seguía rumores que no estaban apoyados por ninguna prueba acerca de los túneles escondidos bajo la Casa de Plett se esfumaba sin dejar rastro.
Los vendedores de los puestos y las carretillas callejeras estaban doblando sus toldos, y empezaban a recoger sus mercancías entre los últimos y no muy interesados compradores del día en una plaza de mercado rodeada por la lisa blancura de los edificios prefabricados y las manchas oscuras de las viejas paredes de piedra. El Centro Municipal se alzaba por encima del mercado en la primera de las terrazas que se elevaban sobre el pueblo, y sólo sus luces eran visibles bajo la forma de una galaxia borrosa en la oscura neblina. El sendero que iba subiendo hacia él serpenteaba por entre los huertos, y la multitud de manantiales calientes que surgían del suelo en ese extremo del valle hacía que la neblina fuera muy espesa en toda aquella zona. Las luces de arco sódico lanzaban su irreal claridad blanca para delinear unas cuantas hojas con rayos de luz y permitir que todo lo demás fuese engullido por la noche. De vez en cuando un alimentador de árboles mecánico se hacía visible durante un momento, inquietantemente parecido a una enorme araña metálica con su media docena de largos brazos articulados, sus torretas ciegas y sus rociadores con forma de probóscides, hileras y anillos de luces amarillas resiguiendo sus contornos como coronas resplandecientes y brazaletes de joyas.
Sin luces, silenciosa y no del todo sumida en la ruina, la Casa de Plett se alzaba invisible en la oscuridad detrás de ella. Leia se acordó de la visión que había tenido allí, la profunda sensación de paz callada y tranquila. Se acordó de las voces de los niños y del anciano Ho’Din, tan hermoso con su piel color verde pálido contrastando con la negra capa Jedi, y se acordó de sus ojos graves y llenos de cansancio.
También se acordó del tono apremiante de la voz de Luke cuando le había dicho que no llevara a los niños a aquel lugar paradisíaco.
Leia se preguntó qué habrían visto en el caso de que los hubiera traído consigo.
Erredós, que la había estado siguiendo a lo largo del sendero, torció bruscamente hacia la derecha y se alejó por entre la oscuridad saturada de neblina. Leia giró sobre sí misma, muy sorprendida.
—¡Erredós!
Podía oír los ruidos de su pesado cuerpo cilíndrico abriéndose paso a través del follaje, y el enfurecido
yik-yik-yik
de los vigilantes antialimañas que montaban guardia alrededor de los árboles, y los gritos sobresaltados de las aves nocturnas.
—¡Erredós!
Las orugas del pequeño androide dejaban profundas huellas sobre la blanda hierba. Leia las siguió, apartando las hojas y sintiendo el húmedo golpeteo de los heléchos en sus botas. Sacó su varilla luminosa de un bolsillo y la alzó delante de su cara, allí donde la oscuridad se volvía cada vez más densa a medida que se iba alejando de las luces.
—¿Qué pasa, Erredós?
El suelo descendió repentinamente debajo de sus pies. Leia oyó el trino de sorpresa que lanzó Erredós, y el estrépito de algo que caía. Unas ramas se enredaron en sus cabellos y deslizaron su caricia empapada sobre su rostro cuando echó a correr hacia adelante.
El pequeño androide astromecánico se había detenido junto a la base de un muro. Estaba pegado a ella y seguía haciendo infructuosos intentos de continuar avanzando. Leia pudo oír el zumbido de sus servomotores y el rechinar de sus orugas deslizándose sobre la blandura del suelo. Movió rápidamente su varilla luminosa a izquierda y derecha, pero no vio nada aparte de la oscuridad del follaje que les rodeaba por todas partes, que apenas era visible a través de la espesa niebla, y el veloz subir y bajar de las luciérnagas que se movían entre los árboles envueltos en los aromas de la fruta.