La recompensa fue que la durosiana —que se llamaba Oso Nim— se acordaba de Drub McKumb, y que también se acordaba de su desaparición hacía seis años.
—¿Estás segura de que no se limitó a largarse porque presentía que iba a tener problemas? —preguntó Han, y la anciana alienígena meneó la cabeza.
—¡Llagas y verrugas, claro que no! ¿Y cómo iba a largarse sin su nave? Ese trasto debió de pasarse unos diez meses confiscado, con todos los patronos independientes y saltaplanetas que aparecían por aquí intentando sobornar al supervisor del muelle para que les dejara llevarse las piezas. El supervisor acabó vendiéndoselo todo a una pandilla de rodianos para cubrir las tasas del atraque. —Oso Nim soltó una risita, y al hacerlo mostró varias hileras de diminutos y afilados dientes marrones—. Novatos sin experiencia, eso es lo que eran… Se largaron con un cargamento de seda que habían conseguido a buen precio y luego intentaron saltarse las barreras tarifarias de los Mundos del Núcleo, y al final sólo consiguieron que el primer tipo listo con el que se encontraron les abrasara los pellejos hasta borrarlos del mapa. Una buena nave desperdiciada, por no hablar de toda esa seda…
Meneó melancólicamente la cabeza, como si lo lamentara mucho. Las Toberas Humeantes, como el resto de bares del Callejón, consistía en tres unidades-habitación prefabricadas de plasteno blanco unidas y abiertas de tal manera que formaban un solo y espacioso recinto, y habían sido montadas sobre los cimientos medio rotos de una estructura de roca más antigua que había obligado a inclinarlas precariamente para que encajaran entre sí. Las factorías de Sullust producían unidades-habitación interconectables por millones, y no había ni una sola colonia comercial desde Elrood hasta el Borde Exterior que no tuviera por lo menos unos cuantos edificios —y algunas incluso pueblos o ciudades enteras— consistentes única y exclusivamente en cubos blancos de tres-por-tres.
En aquella parte de la ciudad, cerca del segmento del acantilado en el que las Oficinas Portuarias formaban una especie de entrada a los túneles que conducían hasta los silos de atraque propiamente dichos, la mayor parte de las unidades habían sido adheridas —con distintos grados de precisión— a los gruesos muros y arcos en forma de agujero de cerradura de las estructuras más antiguas, donde el vapor de los manantiales calientes de los cimientos aún seguía brotando por entre los restos de los pilares y las columnatas. Leia ya se había dado cuenta de que la gran mayoría de moradas construidas de aquella forma —incluida aquella en la que se estaban alojando ella y Han— habían sido decoradas y embellecidas con colgaduras nativas de hierba tejida, telas multicolores y celosías hechas con parras trenzadas, a fin de disminuir al máximo su innegable parecido con las cajas de mercancías.
En el caso del Toberas Humeantes, nadie se había tomado esas molestias.
—¿Y nadie ha intentado averiguar qué fue de Drub?
Leia hizo una seña al encargado del bar para que volviera a llenar el vaso de Oso Nim.
—Bzzz. —La durosiana emitió un sonido despectivo, y movió la mano en un gesto que recordaba el asustar moscas—. A un hombre que se mete en ese tipo de negocios siempre pueden ocurrirle un millón de cosas, encanto. Incluso en un agujero tan perdido como este… Con nave o sin ella, a veces pasan seis meses antes de que sus amigos comprendan que no ha desaparecido por voluntad propia.
—¿Y pasaron seis meses antes de que sus amigos empezaran a buscarle? —preguntó Han.
Oso Nim soltó una risita estridente, y sus ojos de un naranja iridiscente le lanzaron una rápida mirada de soslayo.
—¿Acaso sabes dónde van a estar tus amigos dentro de seis meses? El primer oficial de Drub y su tripulación dijeron que había estado hablando de criptas escondidas debajo de esas viejas ruinas que hay en lo alto de la ciudad y fueron a echar un vistazo por allí, pero… ¡Llagas y verrugas, no hay ninguna cripta! La gente lleva años buscando esas criptas, y hasta el momento lo único que han encontrado ha sido roca sólida. ¿Túneles de contrabandistas? Oh, claro, hay túneles de contrabandistas esparcidos por toda esta condenada ciudad, pero criptas… No, el primer oficial de Drub y su tripulación sólo encontraron roca sólida, igual que los demás que estuvieron buscando antes.
—¿Y qué impulsó a esas otras personas a buscar por allí antes? —preguntó Han, cogiendo la botella que le alargaba el encargado del bar y reparando las depredaciones de que la vieja durosiana estaba haciendo objeto a su vaso.
Han habló en un tono de voz lo bastante bajo para que sus palabras no pudieran ser oídas por encima del canturreo metálico de la holocaja instalada encima del bar, que estaba mostrando el último partido del gran campeonato entre Lafra y Gathus. La durosiana rió estrepitosamente.
—Oh, encanto… ¿Así que eres un amigo suyo, después de tantos años? ¿Eres su hermano largamente perdido?
Los durosianos no suelen reír, y tener que enfrentarse a todo ese horror de arrugas, dientes, halitosis y ojos centelleantes exhibido por aquel espécimen hizo que Leia comprendiera sin ninguna dificultad el porqué otras razas podían esforzarse en disuadirles de que lo hicieran. —¡Eh, Parlanchín! —le gritó Oso Nim a un humano vestido con un mono cubierto de manchas purpúreas y que tenía los dedos sucios y llenos de vendajes típicos de los empaquetadores—. ¡Tenemos aquí al hermano largamente perdido del viejo Drub McKumb, que por fin ha venido en busca de sus huesos!
—¿Qué, tú también crees que hay criptas secretas escondidas debajo de la Casa de Plett? —Parlanchín estaba todavía más arrugado y decrépito que Oso Nim, suponiendo que eso fuese posible, aunque cuando le miró con más atención Leia se dio cuenta de que no era más viejo que Han—. ¿Túneles secretos llenos de joyas, quizá?
Han movió las manos en un gesto cuyo significado sólo podía ser yo-no-he-dicho-eso, y Parlanchín le guiñó el ojo. Uno de sus ojos era artificial, un sustituto protésico del tipo más barato manufacturado en Sullust cuya córnea de plástico enseguida empezaba a ponerse amarilla. —Si hay joyas en esas criptas, ¿por qué Bran Kemple no es mucho más rico? ¿Por qué sigue con sus trapícheos de siempre, haciendo contrabando de café y montando partidas de cartas en el Lujuria de la Jungla?
—¿Bran Kemple es el tipo que manda en la ciudad? —Han enarcó las cejas con auténtica sorpresa—. Creía que el jefe era Nubblyk el Slita.
—¿En qué hoyo te has estado escondiendo durante los últimos ocho años, terroncito de azúcar? —La durosiana se rió y Parlanchín cogió la botella de la mano de Han y se sirvió un vaso, ofreciéndose cortésmente a volver a llenar el de Leia después. Leia, sintiéndose muy divertida, se abstuvo de observar que quienes llevaban décadas viviendo en el fondo de una fisura volcánica tal vez deberían pensárselo dos veces antes de acusar a otros de esconderse en hoyos—. El Slita decidió cambiar de aires hace ocho o nueve años, y desde entonces todo se ha ido al cuerno. —Sí, todo se ha ido al cuerno —asintió Parlanchín, acunando la botella de Han en sus manos y contemplándola melancólicamente—. ¡Cohetes llameantes, muchacho! —gritó con furia, toda su atención repentinamente concentrada en las actividades de veinticinco patinadores en el planeta Lafra—. ¿A eso le llamáis tirar a portería, maldita sea? ¡Por un millón de créditos al año yo me uniría a vuestro condenado equipo y perdería vuestros condenados partidos por vosotros, estúpidos hijos de una pandilla de demonios del barro! ¡Llagas y verrugas, qué desastre!
—¿Estás seguro de que el Slita decidió cambiar de aires?
Leia apoyó los codos sobre la barra e irradió inocencia y fascinación.
La durosiana sonrió y se pellizcó la mejilla con unos dedos que parecían tallos de hierba nudosa momificada.
—Tú amiguita entiende las cosas a la primera, ángel con pantalones. Verás, el Slita era todo un veterano y además era muy listo. Si hubiera decidido meter los hocicos en asuntos que no le concernían, nunca hubiese entrado aquí medio borracho como hizo Mubbin, ese wífido idiota, para empezar a hablar del gran secreto que había descubierto en la Casa de Plett, igual que hacía el viejo Drub cuando te contaba sus «cálculos». Oh, no dudo de que en esas ruinas haya algo que los peces gordos de aquí quieren mantener oculto a todo el mundo. Tal vez sea algo lo suficientemente serio para que puedan decidir que los tipos que tienen la célula cerebral descargada —como por ejemplo Mubbin, o Drub, o ese otro que ya no me acuerdo cómo se llamaba, aquel wookie que trabajaba de mecánico en Exquisiteces de la Galaxia— han de ser metidos en la bodega de carga de una nave y llevados lo más lejos posible de aquí.
Meneó la cabeza, volvió a vaciar su vaso, cogió la botella de entre los dedos de Parlanchín y la inclinó para contemplar con profunda tristeza las escasas gotas que cayeron dentro de su vaso.
—Bien, sea lo que sea no vale la pena, así que lo que yo digo es que no merece que te metas en líos. —La durosiana se encogió de hombros—. Puede que sencillamente Drub se cayera a un pozo de reparaciones en algún huerto y que los kretchs acabaran comiéndoselo.
—¿Los kretchs? —exclamó Leia.
Las pupilas anaranjadas de la durosiana lanzaron un chispazo de sarcástica diversión.
—¿Cuánto tiempo llevas en el pueblo, ojos bonitos? No tardarás en ver algún kretch… En cuanto al viejo Drub, ¿qué le importaba a él lo que los peces gordos estén escondiendo si no había dinero a ganar con ello? Y puedes estar seguro de que no hay dinero a ganar con ello, porque de lo contrario las grandes corporaciones ya lo estarían vendiendo.
Sonrió beatíficamente mientras Leia hacía una seña y otra botella se materializaba sobre el lexoplasto tratado con repelente de manchas de la barra.
—Vaya, cariño, muchas gracias… —La durosiana dirigió una inclinación de cabeza a Han, y después se volvió hacia Leia y se inclinó hacia adelante para hablarle en un susurro confidencial—. Eres demasiado buena para andar con un tipo de esa clase. —Lo sé —susurró Leia.
Oso Nim dejó escapar una risita llena de deleite, y después volvió a ponerse triste y vació su vaso de un solo trago.
—Bueno, todo se ha convertido en un montón de basura… Es una lástima, porque hace ocho o diez años siempre había mucho movimiento. Cada semana llegaban doce o catorce naves llenas de contrabando y los artículos enseguida desaparecían debajo del hielo, y este sitio estaba tan lleno al mediodía como por la medianoche, puede que incluso más. El Slita sabía cómo hacer las cosas, desde luego que sí… Desde que se fue, todo se ha convertido en pienso para nerfs.
«Es muy extraño», pensó Leia un rato después mientras buscaba las instalaciones sanitarias del Toberas Humeantes. Por lo que había podido entender de la cada vez más inconexa conversación de Oso Nim (Han había pedido otra botella de cristal azul y Parlanchín estaba absorto en la segunda mitad del gran partido), Nubblyk el Slita se había marchado, el «negocio» —es decir, el contrabando— había sufrido un rápido declive y Mubbin, aquel wífido amigo de Drub McKumb, se había esfumado, y todo eso había ocurrido el mismo año…, el año siguiente a la muerte de Palpatine y la desintegración del Imperio. Un año después Drub McKumb había vuelto a Belsavis, y él también se había esfumado. El ama de llaves de su tía Rouge solía decir que guardar el jabón dentro de la despensa no lo convertía en comida.
La proximidad temporal de todos esos acontecimientos podía ser pura coincidencia. Y sin embargo…
Cada centímetro de suelo arable de la fisura volcánica estaba dedicado a las cosechas que daban más dinero más deprisa, por lo que los solares disponibles en la ciudad eran pequeños y edificios como la taberna —y la casa de piedra más antigua sobre la que había sido construida— se pegaban todo lo posible a los límites de las propiedades, no dejando ningún espacio disponible para instalar sanitarios por encima del nivel del suelo. Una vieja puerta manual con bisagras colocada a un extremo del bar mostraba los símbolos universales, y detrás de ella había una escalera, cuyo aspecto no podía ser más insalubre, que descendía hacia las oscuras y cavernosas profundidades de los cimientos bajo la luz de un panel luminoso del nivel de energía más reducido que se podía encontrar en el mercado. La inmensa mayoría de manantiales calientes sobre los que se habían construido las viejas casas ya habían sido desviados a lo largo de nuevos cursos hacía mucho tiempo, pero aun así el calor de aquellos niveles del subsuelo era bastante más insoportable que el de la superficie. El aire estaba impregnado por el persistente hedor de algún gas que olía a rancio, y la piedra de un rojo negruzco de las paredes estaba adornada por una gama de mohos y hongos tan variada que Leia se alegró de no haber pedido la ensalada del reducido menú de la taberna. Algo se movió al otro extremo del angosto pasadizo y Leia, que reaccionó con nerviosa premura activando la pequeña varilla luminosa que colgaba de su cinturón, pudo echar su primera mirada a lo que sólo podía ser un kretch.
Tenía una vez y media la longitud de su mano, posiblemente la anchura de tres dedos juntos, y el color de una cicatriz. Dos juegos de mandíbulas colocados uno encima del otro eran lo bastante grandes para que Leia pudiese ver los dientes de sierra incluso a una distancia de cinco metros, así como las pinzas recubiertas de pinchos que había en la cola. La criatura se lanzó sobre ella con un movimiento intermedio entre un salto y una veloz carrera, y Leia, que había vivido lo suficiente para saber que nunca era aconsejable disparar un desintegrador dentro de un espacio cerrado, cogió el trozo de piedra que se usaba para mantener abierta la puerta en el comienzo del tramo de peldaños y se lo arrojó a la criatura en un acto reflejo surgido del pánico y el horror.
La piedra chocó de lleno con la espalda articulada de la criatura y rodó al suelo mientras el kretch temblaba en una serie de espasmos convulsivos, después de lo cual se recuperó casi al instante y se irguió velozmente para desaparecer entre las cañerías que corrían a lo largo de la pared. Leia bajó nerviosamente el resto del tramo de peldaños para recuperar la piedra y pudo ver la mancha marrón que había dejado el impacto, y también pudo oler un desagradable hedor dulzón, como la pestilencia de la fruta podrida en las fases finales de la descomposición.
Inspeccionó muy atentamente con su varilla luminosa el repulsivo y diminuto cubículo que había al extremo del pasillo antes de entrar, y después fue corriendo por el pasadizo para volver al bar del nivel superior.