Los gozos y las sombras (62 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Así lo verás mejor.

—Gracias.

Cayetano volvió a su butaca mientras que Carlos permanecía inmóvil frente al cuadro. Cayetano golpeaba con los dedos el brazo del asiento, la alfombra con un pie. Carlos no se movía.

—¿Tanto te interesa el cuadro
ahora
?

Carlos regresó al asiento calmosamente.

Ahora
no me interesa nada.

—Esperaba que reconocieses que te he vencido.

—Yo buscaba la mejor manera de decirte que el haberme llamado para esto es
también
señal de debilidad.

Cayetano echó hacia delante el torso, con un movimiento violento.

—Recuerda que te di a elegir entre tu casa y la mía. En todo caso, la debilidad es la tuya por haber venido. En mi casa…

Carlos alzó la mano.

—Perdona. Tu invitación fue irreprochable, y he venido haciéndole honor. No me refiero a eso.

Rió, sacó la petaca y ofreció un pitillo. Cayetano lo cogió y sacó el encendedor.

—Andas buscando la manera de salir airoso a tu modo; es decir, de envolverme con palabrería.

—Las palabras son mi terreno.

Se levantó y se sentó en el sofá, próximo a Cayetano. Echó una bocanada larga y pidió más café.

—Escúchame. Tu determinación de dejar en secreto lo de la boticaria, cualesquiera que sean las causas, es el acto de un hombre que está seguro de sí mismo. Ya ves que no digo un acto misericordioso. Pero hacerme venir para que lo sepa lo ha estropeado.

—Cuento con tu discreción. En eso estoy seguro de ti.

—Gracias, pero los tiros van por otro lado. Me lo has contado porque necesitas que yo lo sepa, que yo te juzgue al saberlo.

—Es natural. Mediaba un desafío.

Carlos sonrió.

—Todo el que necesita del juicio de otro es porque lo considera superior. Haciéndome venir, contándome lo sucedido con doña Lucía, reconoces en mí una superioridad…

Se interrumpió, bebió el café y miró a Cayetano de refilón.

—… que no he buscado. Insisto en esto: nunca he pretendido que me tengas por superior, a condición de que no me tengas por inferior. Alguna vez te dije que no quería entrar en este juego, y si estoy en él, es porque lo has querido. Bien. En el juego, cada cual usa sus armas, y ya conoces las mías. Puedo añadirte que cuando rompes ciento cincuenta botellas y tranquilizas a dos putas para que lo sepa el pueblo, es porque consideras necesaria la admiración del pueblo. Esto es elemental… Pero, lo mires como lo mires, es señal de…

—No sigas.

Carlos se encogió de hombros.

—Te estoy diciendo el evangelio.

—El evangelio son patrañas, como todo lo que dices.

—Otra señal de debilidad es negarte a reconocer la evidencia.

Cayetano pegó un salto.

—¡Coño! ¿No comprendes que me estás pinchando y que me obligarás…

—… a una exhibición constante de poder? ¡Allá tú! El poder verdadero no se exhibe. Al poderoso le basta su conciencia, no el reconocimiento ajeno.

—¡Mierda!

Se acercó a Carlos con el rostro descompuesto.

—Vas a ser el causante de que haga muchas cosas que no pensaba. ¿Eres de los que creen que me gusta el daño por el daño? Pues siempre que lo hago, alguien tiene la culpa. ¿Por qué no vienes afuera, a un lugar donde estemos solos, y te lías conmigo a sopapos?

Carlos se levantó.

—Si sólo me vencieras, nada se habría resuelto. Te seguiría preocupando mi juicio, porque sabes que no es en el terreno de los sopapos donde yo reconozco la superioridad. Tendrías que matarme, o tendría que marcharme. Tú verás si estás dispuesto a matarme. De momento, pienso quedarme aquí.

Cayetano, quieto, apretó los puños. Sonrió luego, fue al sillón y se arrimó al respaldo.

—Me queda, al menos, la satisfacción de saber que soy el más valiente.

—Sólo más fuerte.

—No es cosa de fuerza, Carlos. Quizá llegue un día en que te ofrezca una pistola cargada y a ver quién mata a quién.

Fue hasta la chimenea. Se estuvo unos instantes de espalda. Dijo en voz baja:

—Debía ser hoy mismo, ahora mismo.

En voz lo suficientemente baja para que Carlos no pudiera oírlo.

—Un terreno común, ¿comprendes? —dijo, volviéndose bruscamente—. Donde seamos iguales. Esto de hablar y hablar no conduce a nada.

Carlos se aproximó a la silla donde había dejado su gabardina. —Te agradezco el coñac y el café. Estaban realmente buenos. Cayetano se le acercó con paso lento y sonrisa reticente.

—¿Serías capaz de permitirme que te llevase en mi coche?

Carlos pestañeó.

—Naturalmente.

—¿No tienes miedo?

—No —hizo una ligera inclinación—. Yo también sé hasta qué punto puedo confiar en ti.

—Vamos.

Salieron. Carlos se sentó en el asiento delantero. Cayetano condujo el coche a velocidad, con pulso seguro.

Fueron en silencio. Ante el portal de Ciarlos, Cayetano dijo:

—A veces me ciega la sangre. No olvides que pegué a Rosario.

—Gracias por haberme traído.

Esperó a que el coche arrancase y, con paso corto, caminó hacia la entrada. Paquito esperaba tras el portón.

—Le sentí llegar. Arriba está ésa.

—Te dije que no viniera.

—Se empeñó cuando supo que usted iba a verse con Cayetano. Rosario, sentada frente a la chimenea, miraba al fuego mortecino. Se levantó al sentir la puerta. Vio a Carlos, corrió hacia él, le abrazó y le besó en la boca.

—¡Señor, señor!

Siguió besándole. Le miraba con los ojos muy abiertos. No lloraba.

—Señor, pasé mucho miedo.

Entró, sin llamar, un lego y se acercó al padre Eugenio. El fraile joven que bruñía pan de oro sobre una tabla levantó la cabeza, miró un momento y siguió dale que tienes a la piedra de ágata.

—Le llama Su Reverencia. Que vaya en seguida.

—Gracias.

Salió el lego. Fray Eugenio se quitó el mandil y se echó el escapulario.

—¿Volverá antes de la hora de comer?

—No lo sé. Cuando suene la campana, deja el trabajo.

Salió al claustro. Hacía frío, y volvió al taller a recoger la capa. En el claustro se tropezó con un hombre de paisano, figura de menestral, que parecía venir de la celda del prior. Le miró y saludó, se volvió dos o tres veces para mirarle. No le había visto nunca, menos aún en el monasterio. Era un hombre fuerte y tosco, que le había devuelto el saludo con una sonrisa ancha.

Llegó a la celda del prior, golpeó en la puerta.

Adelante.

Abrió y quedó en el umbral. El prior le hizo seña de que se acercase y le tendió la cruz para besarla.

—Siéntese, padre.

En la celda del prior hacía menos frío. La chimenea estaba apagada, pero había un braserillo junto a la mesa. Además, estaba orientada al Sur.

—Quítese la capa. Déjela ahí, en cualquier parte. Mire esto.

Le tendió unos papeles. Fray Eugenio los cogió, les echó un vistazo: números y números.

—¿Qué es?

—El presupuesto de las obras. ¿No recuerda? ¡Lo del colegio…!

Fray Eugenio le devolvió los papeles.

—Comprendo.

—Vea la cifra total. Yo me había equivocado en muy poco. ¿Le dije quince mil duros? Hay un buen hombre que lo hace por setenta mil pesetas, mobiliario incluido.

Dejó el presupuesto sobre la mesa y sonrió.

—No es caro. Faltan las ropas, es cierto; pero me he informado de que, en muchos internados, los chicos llevan sus colchones y sus sábanas. De todas maneras, hay que comprar ropa.

Se acercó a su cama y levantó la colcha que la cubría.

—Vea. Mis sábanas están remendadas, como las de usted, y mi única manta, agujereada y raída. Me muero de frío, igual que usted y que todos los demás. ¿Recuerda si el padre Hugo nos prescribió el frío obligatorio?

Sorprendido, fray Eugenio volvió la cabeza rápidamente.

—No. No sé. No me acuerdo.

—La Regla no nos obliga a pasar frío. La Regla es humana: nos permite comer carne, beber un vaso de vino en las comidas y usar una o dos mantas, según el clima. La Regla fue escrita por hombres normales, no por locos. Este monasterio de acatarrados, de bronquíticos y de tísicos es una ofensa a Dios. Tenemos que comprar ropa.

Se sentó.

—Padre Eugenio, es de suponer que su amigo, el señor Deza, habrá hablado ya a doña Mariana Sarmiento. Las pinturas de la iglesia, recuerde. Váyase al pueblo y vea de hablar a esa señora. Las cosas, si se dejan dormir, se olvidan.

—Sí, reverendo padre.

—¿Cuánto le parece que tardará?

—¿En ir y volver?

—No. En pintar la iglesia.

—Unos meses. Seis, ocho. Depende de la prisa que se den los albañiles en la restauración. Mientras, puedo preparar los cartones.

_Tendrá usted que trabajar con ayudantes.

—Los mismos chicos que me ayudan ahora.

—Hable las cosas de modo que pueda aprovechar el verano. Así los chicos no perderán estudios.

—Sí, reverendo padre.

El prior buscó entre los papeles de la mesa y cogió uno.

—Ahora, lea eso.

Era una carta. Fray Eugenio la leyó. Al devolverla miraba al prior con los ojos muy abiertos y una de sus manos había quedado en el aire.

—Sí, padre Eugenio. Me ofrecen una mitra. Es la segunda vez, ¿comprende?, y yo no puedo aceptarla por…

Guardó la carta con un movimiento brusco.

—Bueno. Usted ya sabe por qué no puedo aceptarla. Váyase ya.

Fray Eugenio cerró la puerta suavemente, se detuvo un instante en el claustro y luego corrió a las cuadras a buscar la mula. Cuando salió, había cesado la lluvia y clareaba por encima de la mar, hacia el Oeste. El aire estaba frío y transparente, como recién lavado, y, bajo las nubes, se apagaban los verdes de los prados. Por el camino no hizo más que mirar, buscar colores en las cosas, pensar cómo podría pintarlos luego. Todavía llovió un poco; pero cuando llegó al pozo del Penedo, había clareado definitivamente y un viento alto empujaba las nubes.

Le recibió Paquito el
Relojero
.

—No está el señor. Bajó al pueblo esta mañana. Seguramente podrá encontrarlo en casa de la Vieja.

Sonrió.

—Quiero decir de doña Mariana, ya sabe.

—Gracias.

—Si quiere un pienso para la mula, aquí tenemos.

—Gracias.

—¿No quiere nada? Arriba hay vino, y con este frío…

Fray Eugenio sonrió.

—Téngame el estribo. Eso sí que se lo agradeceré.

Cabalgó. El
Relojero
permaneció en la puerta hasta que el fraile se perdió de vista.

Al llegar al cruce de la carretera, fray Eugenio vaciló. Tomó luego por el camino del monasterio, pero unos pasos más allá volvió la cabalgadura y la encaminó al pueblo. Dejó la mula donde acostumbraba hacerlo los domingos y, a pie, se acercó a casa de doña Mariana. Vaciló otra vez al levantar la mano para asir el llamador; se decidió: tres golpes rápidos. Esperó un poco. Bajó la criada.

Al ver al fraile abrió los ojos y sonrió.

—¿Está don Carlos Deza?

—No sé. Voy a ver.

Cerró la puerta con brusquedad. Fray Eugenio quedó en el portal. Le dieron ganas de marcharse. Iba a salir, cuando volvió a abrirse la puerta, y la criada dijo:

—Que pase.

—¿Está don Carlos?

—No sé. Dice la señora que pase.

—Es que yo… es a don Carlos a quien quiero ver.

La criada se encogió de hombros.

—Usted verá. Pase o cierro.

Entró. Estaba caliente el aire, y dejó la capa en el perchero. Al colgarla se vio entero en el espejo, sorprendido. Hacía bastantes años que no se había visto en un espejo, sino en aquel pedacito, resto de otro mayor, en que se miraba para afeitarse y en que su cara entera no cabía. Se encontró viejo, cargado de hombros, abrumado.

—Venga. Haga el favor.

Se dejó llevar hasta el salón. Entornaba los ojos para no ver las cosas, para que no se le recordase el tiempo en que había vivido entre objetos como aquellos, en una casa caliente y con alfombras.

—Espere. Puede sentarse.

La criada cerró la puerta, y se sintió cogido, sin escapatoria. Las ventanas del salón estaban entornadas, semicorridas las cortinas; una luz suave iluminaba los verdes y los oros de las paredes, el rojo cálido de la alfombra, el marfil de las sillas. Avanzó un paso, los cuadros le solicitaron. Lanzó una mirada circular y corrió al fondo, adonde estaba la chimenea. Abrió del todo una ventana para ver bien el Sorolla. Pero sólo un instante consideró la calidad de la pintura: doña Mariana, casi joven, dominaba el mundo desde el cuadro, y le dominaba a él. Se quedó quieto, sin apartar los ojos. Pensaba: «Buen retrato». Lo dijo en voz alta: «Buen retrato, muy buen retrato».

Se volvió al oír la puerta al abrirse. Doña Mariana entraba: tranquila y sonriente. Le tendió la mano.

—¡Por fin! Diez años viéndonos cada domingo y sin hablarnos. Ya iba siendo hora, ¿no te parece?

Fray Eugenio inclinó la cabeza y estrechó la mano que se le tendía.

—Buenos días, señora.

—Déjate de remilgos y tutéame. Debes andar por los cincuenta, ¿no? Ya casi eres un viejo.

Le miró fijamente. Recorrió, de arriba abajo, su figura. Fray Eugenio esperó con la cabeza baja y las manos temblorosas.

—No te pareces a tu padre. Él era más gordo y, en los últimos años, más tosco. ¡Claro! Se pasaba el día en las tabernas, con gentuza, y las noches…

Fray Eugenio alzó una mano.

—No me haga recordar a mi padre. Le aseguro que lo he olvidado hace tiempo.

—Has hecho bien. No merecía que nadie lo recordase. Pero yo, ¡ya ves!, tengo buena memoria. ¿Te gusta el cuadro?

—Sorolla fue un gran retratista.

—Tú entiendes de eso, ¿verdad?

—Hace años quizá. Ahora…

Doña Mariana le cogió de un brazo. A fray Eugenio le sacudió la sorpresa, pero no se apartó.

—Vamos allá. Aquí hace algún frío.

Le empujó hacia la entrada.

—Yo venía… Yo buscaba a don Carlos Deza.

—Sí, ya me lo dijeron. Vendrá a comer dentro de un rato. Mientras tanto, hablaremos.

Cerró tras de sí, y añadió, ya en el pasillo:

—Porque tenemos que hablar, ¿no crees? Tenemos que hablar desde hace veinte años. Tenemos una conversación aplazada desde que regresaste de París, y me gustaría que alguna vez…

—Aquello ya está muerto.

Entraron en el saloncito de doña Mariana. Ella le indicó el sillón frente a la chimenea. Fray Eugenio, al sentarse, sintió en sus manos la superficie suave del terciopelo y se estremeció. Un tumulto de recuerdos fue suscitado por aquella sensual blandura. Cerró los ojos con fuerza, cerró los puños, apartó su piel de todo contacto.

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