Los gozos y las sombras (60 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—No pases cuidado. Si tengo que bajar, con un saco me arreglo.

—Hasta luego.

Inés salió al corral, lo atravesó. En la carretera, un grupo de mujeres cargadas de cestos iba al mercado. Saludó y pasó adelante. Lucían todavía las bombillas gastadas del alumbrado público; a su resplandor se veían las gotas de lluvia como un velo.

Al llegar a las primeras casas cerró el paraguas y se acogió a la protección de los aleros.

En el portal de Ruta esperaban ya tres o cuatro muchachas. Se saludaron en voz baja y caminaron, dos delante, dos detrás, una en el medio. En casa de Julia esperaban otras cuatro.

—Yo no iría a casa de la boticaria. Me han dicho que ayer llegó muy enferma de Santiago.

—Hay que ir.

En casa de doña Lucía bajó la criada.

—Dice que está muy mal y que no cuenten con ella. Dice que ya no podrá volver más, y, si hacen el favor, que vengan a visitarla cuando regresen.

Para algunas fue una lata; para otras, una pena.

—Sin una señora que autorice, no está bien que vayamos solas todos los días. Un día o dos no importa. Pero siempre…

—Figuraos que nos sale otra vez al paso Cayetano.

—¡Qué horror!

—Y tú, ¿no dices nada, Inés?

Yo siento que nuestra hermana esté enferma, pero no creo necesaria la autoridad de nadie para poder ir tranquilamente a la iglesia.

—Mujer, eso ya se sabe. Pero a estas horas y tan lejos… Aún si fuera en el verano.

—Figúrate si sale Cayetano…

—Si tanto teméis a un hombre, ¿qué será del diablo?

—Lucía dice que Cayetano es el diablo. ¿Tú lo crees?

Inés sonrió en la oscuridad.

—Hacer la señal de la cruz, y si escapa…

—Dejemos a Cayetano en paz. Lo que yo digo es que mi madre no me dejará venir si no nos acompaña una persona que autorice.

—Yo puedo autorizaros —dijo Inés.

—Sí, claro, es cierto. Tú vas a meterte monja y, además, eres mayor.

—Yo, simplemente, no tengo miedo.

Habían salido del pueblo y caminaban por la carretera, junto a la mar. Quedaban lejos las últimas luces de Pueblanueva, dormida.

—Pues yo no las tengo todas conmigo. Mira que si nos sale al paso Cayetano…

—¿Lo temes o lo deseas?

—¡Ay, mujer, no te pongas así! ¿Cómo voy a desearlo?

—Pues si lo temes, reza y no aparecerá.

Quedaron en silencio. Al llegar al monasterio clareaba el día por encima de los montes, pero, sobre la mar, el cielo estaba oscuro y hosco. Una bandada de gaviotas graznaba en el aire.

—Va a seguir el mal tiempo —comentó alguien.

—Si llueve, nos chafarán el carnaval —dijo en voz baja Julia Mariño.

Su compañera le dio un codazo.

—Que no te oiga ésa. Ya sabes cómo es. ¿Vas a ir al baile?

—Ya veré si puedo. Mi madre dice… Estoy preparando el disfraz, por si acaso…

Entraron en la cripta. Inés ocupó el asiento de doña Lucía.

—Mírala. Ya empieza a autorizarnos.

Hubo una risa leve. Salía el padre Ossorio, ya revestido. Empezó la misa. En seguida cantaron.

Inés se abstrajo. Cantaba, o respondía, mecánicamente. Estaba de rodillas, con las manos cruzadas sobre el pecho y el velo muy echado sobre el rostro para que no la viesen. Sus ojos se habían clavado en el oficiante, seguían sus movimientos, y el alma interpretaba su significación. Cuando alzaba las manos para orar, o cuando las recogía y juntaba. Cualquiera de las otras podían hacer lo mismo, todas habían sido instruidas; pero ella las sabía dispersas, aburridas quizá. Las otras se habían quedado atrás en el camino del espíritu; sólo ella había recogido la semilla.

Terminado el Evangelio, el preste les habló:

—Hoy conmemora la Iglesia a su hijo Simeón, mártir y obispo. Estamos celebrando, como habéis visto, la misa «Statuit», en cuyo evangelio, según san Mateo, cuenta el Señor la parábola del rico que, teniendo que ausentarse, entregó los bienes a sus siervos.

Se apoyó ligeramente en el cuerno del altar, movía la mano diestra y miraba al fondo de la cripta, como si su auditorio se escondiese en las últimas sombras. El rico había entregado a un siervo cinco talentos, dos a otro. El tercero, que había recibido uno solo, corrió a esconderlo bajo tierra. Y todo lo demás. ¿Qué es lo que pretendía el Señor explicar con la parábola? Hay una interpretación vulgar, que dice… Pero nosotros estamos obligados a escudriñar la palabra de Dios y extraerle el sentido. El siervo que enterró su dinero puede ser como el cristiano que recibe de Dios la libertad, y no sabiendo qué hacer con ella…

Poco a poco las palabras se hacían más delgadas. Como todos los días. Empezaba sencillamente, luego se remontaban, y era difícil seguirle. Inés pensó que, si miraba atrás, sorprendería el sueño en los ojos de sus compañeras. Sorprendería, al menos, la incomprensión y el tedio. También como todos los días. Cuando el padre Ossorio abandonaba la sencillez, ella se sabía seleccionada, arrancada a las otras, porque sólo ella podía seguirle y entenderle. En realidad, el padre Ossorio, sin saberlo, sólo hablaba… para ella. Las palabras del padre Ossorio eran como el puente tendido cada mañana entre el alma de Inés y la Divinidad, como la escala por la que ascendía, por la que se alejaba, por la que se perdía en la dicha, pero envuelta por ellas siempre, en ellas apoyada. Sabía que, de cesar, ella descendería inmediatamente. Cuando acababa la homilía y el padre Ossorio volvía al centro y entonaba el credo, el alma de Inés regresaba de la altura, se metía en su almario, se alejaba del Señor. Hasta el día siguiente.

Una de las muchachas se había dormido, efectivamente. Despertada a codazos, incorporó su voz al coro que cantaba el credo. Otra de las muchachas cuchicheó; Inés volvió la cabeza, ordenó silencio con un gesto.

«Cuando me marche al convento, ninguna de ellas volverá aquí.» Para el «Orate» ya se habían sosegado y respondieron correctamente. «Pero ¿me marcharé algún día? ¿Lo deseo de veras, lo necesito, o es algo que deseé alguna vez, algo en que sigo pensando por rutina? Si el padre Ossorio pudiera confesarme, seguramente me diría qué debo hacer. Nunca nos ha aconsejado la vida monástica. Su predicación nos orienta hacia la vida, nos enseña cómo hemos de vivir, cristianamente, en el mundo. Sin embargo, yo me he consagrado a Dios en mi corazón, yo ya he votado por Dios…» La interrumpió el «Sanctus» ; durante el canon se esforzó por no pensar en sí misma, por entregarse a las palabras del misal, por hacerlas único habitante de su alma. Después de la elevación, insensiblemente, siguió leyendo, pero, en su interior, dialogaba consigo misma. «El convento es un accidente. Puedo seguir así un año y otro, hasta que Dios disponga de mí. Vivo en caridad y con sacrificio. En el convento estaré mejor. Quizá Dios me ordene quedar, precisamente porque mi vida aquí es muy trabajosa, y quizá por eso me regale cada mañana esta felicidad de sentirme cerca de Él. En el convento no la tendría, seguramente…»
Agnus Dei qui tollis peccata mundi
. «Me la da porque la necesito para no desfallecer.» Dos o tres chicas se habían acercado al comulgatorio. Las otras, de pie, iban a seguirlas. Fue ella también. Al arrodillarse dejó de pensar en sí misma, dejó de sentirse ella misma. Sus compañeras esperaban en silencio, con las cabezas inclinadas. Desde el altar, el padre Ossorio las bendecía.

*****

—Pues mira, parece que va a mejorar el tiempo. Ya no hay gaviotas.

—Falta hace. Está una harta de tanta lluvia. Todo el mundo anda acatarrado.

—¿Iremos a casa de doña Lucía?

—¿Ahora? ¿No será muy temprano?

—Lo bueno sería ir todas juntas.

—Ya me diréis para qué nos quiere a todas. Conque vayamos dos o tres, le basta.

—¿Tú puedes ir, Inés?

—Inés debe ir. Al fin y al cabo ella…

Decidieron, finalmente, que iría Inés con Julita y Rula.

—¿Qué vamos a hacer nueve mujeres en la habitación de una enferma? Es mejor así. Vosotras sois sus amigas particulares.

Se deshizo el grupo al llegar al pueblo. Inés no había dicho nada, no había asentido siquiera, pero se unió a Julita y Rula. Iba delante de ellas, bajo el paraguas enorme. Rula y Julita habían iniciado, bajo el suyo, un cuchicheo.

—Mamá quiere que vaya al baile con ella, pero a mí me gustaría ir sola.

—¿Te atreves?

—Ya lo creo. Casi lo prefiero.

—Si me llevaras contigo…

—Bueno, con tal de que nadie lo sepa. Porque ya sabes luego cómo se ponen y lo que dicen. Y como una no va a hacer nada malo… —calló un momento—. ¿De qué es tu disfraz?

—¿Y el tuyo?

Julita arrimó los labios al oído de Rula. Ésta se estremeció.

—¡Qué horror!

—¡Si vieras qué bien me sienta! Lo encontré revolviendo en el desván, en unos baúles viejos. Tuvo que ser de mamá. Está un poco picado, pero lo zurciré.

—Yo no sé aún de qué podré disfrazarme. De destrozona…

—Lo mejor será que te vengas a mi casa con lo que tengas, y allí nos vestimos y salimos juntas por la puerta del jardín.

—Sí, pero no tiene que saberlo nadie. ¡Si se entera doña Lucía!

—O ésa… —indicó a Inés con un movimiento de la cara.

Las mandaron pasar en seguida. Doña Lucía se había atado los cabellos con un pañuelo. La luz de la mañana la hacía más pálida.

—¡Hijas mías, mis ovejitas! ¡Ya veis lo que Dios me envía!

Se echó a llorar. Julita y Rula corrieron a su lado, pero ella las detuvo.

—No os acerquéis. Contamino.

Retrocedieron. La mano alzada, el brazo escuálido de doña Lucía, les parecía una advertencia aterradora.

—Sentaos lejos. Ahora os traerán el desayuno. ¡Estaréis hambrientas, ovejitas mías! Gracias por haber venido. ¿Y las demás?

—Por no molestarla… Acordamos venir nosotras.

—¡Qué delicadeza! Dios os bendiga. He pensado en vosotras toda la noche.

La criada asomó la jeta por la puerta entreabierta.

—¿No son más que estas tres?

Se retiró sin esperar respuesta.

—He pensado, sobre todo, en ti, Inés. Por tu edad y por tu perfección espiritual pareces destinada a sustituirme. Pero ¿podrás hacerlo todo el tiempo necesario? Si te vas al convento, ¿qué será de estas criaturas? ¡No lo quiero pensar, solas, sin pastor, y ese lobo que las ronda!

—Me iré al convento cuando Dios lo disponga, no antes.

—De todas maneras… —se removió en el lecho—. ¿Quieres ponerme bien las almohadas, Inés? Dios te lo pague. De todas maneras, cuidarte de estas niñas no será fácil. Ya sé, ya sé que estás más cerca de Dios que yo, y que por ese camino eres la mejor guía. ¡Mucho mejor que yo, ya lo creo! Pero no es eso sólo. Además de guiar, hay que guardar; y para guardar hay que conocer los peligros del camino. Yo los conozco mejor que tú, Inés, precisamente por estar en el mundo.

Suspiró profundamente y añadió:

—Por ser una pobre pecadora a la que pronto Dios llamará a su juicio.

Entró la criada con el servicio de café y una bandeja de bollos.

—¿Usted no va a tomar nada, señora?

—¿Yo? ¿Para qué?

—Pues siga así, ya verá adónde llega.

—Ponme un poco de café. Si Dios me ayuda a tomarlo… ¡Pobre de mí!

Julita se acercó con la taza y se la ofreció. Doña Lucía tomó un sorbo y rechazó la taza.

—No puedo. Sólo tengo ganas de morir.

—Ande, otro sorbito.

Olvidada de la contaminación, Rula se había sentado en la cama y sostenía ahora la taza.

—¡Hija mía! ¡Qué buena eres!

Tomó por fin el café. La ayudaron a sentarse, le rellenaron de almohadones el espacio entre espalda y cabecera. Entornaron las maderas de la ventana, porque la luz empezaba a molestarle.

—Estoy un poco más confortada. Y voy a preveniros, por lo pronto, contra los actos que se anuncian de una misión. Empezarán con un rosario de penitencia el Miércoles de Ceniza. ¡Mucho cuidado! A eso sólo va la gentuza. Lo toman como pretexto para reírse y juerguearse. A vosotras os ha escogido Dios para un cristianismo de selección. Tenéis la obligación de dar ejemplo. Nada de mezclarse con esos que hacen una diversión de los actos del culto.

Se tragó una tosecilla y respiró hondo.

—Ya veréis cómo el diablo estará al acecho. El diablo está ahora vacante, ¿y qué mejor que el rosario de la aurora para pasar revista a sus futuras víctimas?

Miró a Inés con ternura.

—Inesita, ya sé que para ti no hay peligro; pero estas criaturas, jóvenes y fuertes, sentirán pronto la llamada de la naturaleza. Tienen que casarse, y tienen que llegar vírgenes al matrimonio.

Julia Mariño tosió; a Rula le dio la risa.

—¡Ay señora, de qué nos habla!

—En eso manifestaréis vuestra victoria contra el diablo. Por ahí empezará la regeneración de este pueblo. Se entrega al amo la que quiere; pero donde hay virtud y fortaleza, el amo no puede nada. Mi último ruego es que resistáis el cerco que ha de poneros, pero…

Se interrumpió y las miró —a Julita y a Rula— con tristeza.

—… pero si alguna de vosotras cae, os suplico que aguardéis a mi muerte. No quisiera irme del mundo con ese dolor.

—Bueno, señora, ¿quién piensa ahora en morirse?

—Yo. Estoy muy enferma. Dentro de unos días me llevarán a la montaña con el pretexto de curarme. No voy a curar, pero estaré lejos, y mi agonía no perturbará ninguna conciencia. Voy a estar sola, y lo agradezco: tengo mucho que pensar en mi alma y muchas cosas que poner en orden antes de morir. El Señor fue despreciado, y me mandó también el desprecio para darme ocasión de imitarle. ¡Cuánto voy a sufrir, hijitas mías, y qué soledad! Espero que vosotras, desde aquí, me ayudaréis con vuestras oraciones.

Rula se había compungido; Julita hipaba en un rincón; Inés, de pie junto a la cama, contemplaba a la enferma serenamente.

Llamaron a la puerta. Entró un ordenanza con la gorra en la mano.

Ahí fuera está Mauricio, el de Xoane. Dice que usted le mandó venir.

—Sí. Que pase.

Cayetano se levantó de la mesa de escritorio y esperó. Mauricio apareció en la puerta. Daba vueltas en las manos a una boina chica y mojada. Allí quedó.

—Pasa, hombre.

—Con permiso.

Cayetano le tendió la mano. Mauricio, el de Xoane, le miró con mirada temblorosa, miró la mano tendida; luego alargó la suya y la retiró en seguida.

—Siéntate.

—¿Quién, yo?

—¡Siéntate, hombre! Y no tiembles, que no como a nadie. ¿Quieres echar un vaso?

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