—Aquí estarás mejor. ¡Qué cara de frío tienes! ¿No quieres tomar nada? Vamos, quiero decir una copa, si es que lo de ser fraile te lo permite.
Se había sentado mientras hablaba y le sonreía. El tono de sus palabras era cordial.
—Puedo beber algún vino, pero estoy casi en ayunas.
Doña Mariana rió y pidió que, con el vino, trajesen algo de picar. Buscó tabaco del que Carlos solía olvidar sobre los muebles y ofreció un cigarrillo al fraile. «Podrás fumar, ¿verdad?» Luego se sentó frente a él.
—Tú dirás.
El fraile tardó en responderle.
—Venía en busca de don Carlos; pero, en realidad, era a usted a quien tenía que hablar —la miró y añadió apresuradamente—: Por mandato del prior.
—¿Lo de la iglesia?
—Sí. Las pinturas, recuerde. Habían hablado usted y don Carlos…
—Bien. Eso está acordado desde entonces. Cuando quieras empiezas.
—El prior va a meterse en obras. Quiere organizar un internado…
—Yo pagaré lo que pidas.
—Entiéndame. Personalmente, me considero pagado con la ocasión de pintar —vaciló de nuevo—, algo que llevo dentro como un deseo y que nunca podría pintar sin usted. Pero el prior…
—Lo comprendo. Si trabajas en la iglesia, dejas de trabajar en el monasterio. Es justo.
—El otro día, doña Angustias hizo una oferta… Dinero a cambio de un altar de la Virgen de Lourdes…
—¡El famoso altar! Mira por dónde tengo yo la culpa de que vayáis a estropear el monasterio con un altarcito de cemento.
Fray Eugenio bajó la cabeza.
—La culpa la tengo yo.
—Has hecho lo que debías, y te lo agradezco. ¿Cuánto quiere el prior?
—Veinticinco mil pesetas.
Y doña Angustias ¿cuánto ofrece?
—El prior piensa pedirle cincuenta mil.
—¡El doble, justamente! Hace bien. Es más rica que yo. Además, lo hace por su alma, y yo no lo hago por la mía.
—Quiéralo o no, también se beneficiará su alma.
Doña Mariana negó con la cabeza.
—Está feo que te diga… Bueno, dejemos eso. Yo no lo hago por mi alma. Lo hago para que pintes eso que tienes ganas de pintar, que será muy hermoso, y también un poco por fastidiar a la gente. Habrá algo, al menos, por lo que tendrán que respetarte y recordarte en este pueblo.
Fray Eugenio no la miraba. Movía los ojos, los enviaba de una cosa en otra. Los detuvo —de pronto— en la fotografía de Germaine. La señaló.
—¿Es usted?
—¿Yo? ¡En mi vida fui tan guapa!
Alargó la mano a la repisa de la chimenea y cogió el portarretratos.
—Es Germaine, mi sobrina; la hija de mi sobrino Gonzalo…
—¿La hija de…?
Se había sobresaltado el fraile. Una ansiedad súbita le transformaba el rostro. Sin pedir permiso, cogió, de manos de doña Mariana, el retrato y lo miró ávidamente. El sobresalto duró un instante. Devolvió el retrato.
—Yo era amigo de sus padres. Yo la he visto casi recién nacida. Se parece mucho a usted.
—Tienes más suerte que yo, porque no la he visto nunca. Ni tampoco Carlos, a quien encargué especialmente que la visitase. Parece como si se empeñasen…
Hizo una pausa, sin terminar la frase.
—¿Recuerdas bien a mi sobrino?
—Hace veinte años. Se cambia mucho en tanto tiempo.
—¿Cómo era entonces?
—Bueno, un buen hombre, aunque un poco ridículo. Le gustaba parecer lo que no era. Entiéndame bien: vivía entre nosotros, los artistas, y quería que se le tuviese ‘por uno de ellos. Me atrevería a decir que se disfrazaba de artista y que esto le hacía feliz. Pero tenía un gran corazón.
—Si hace veinte años hubieras venido a verme, te hubiera preguntado detalles. Ahora lo habrás olvidado todo.
—Casi todo.
—¿Quién era su mujer?
Fray Eugenio se sintió espiado, sintió que a la mirada de la Vieja no escapaba un solo movimiento de su rostro, un solo resplandor de sus ojos. Recogió las manos en las mangas y se inclinó un poco, bajo el mirar.
—Una chica de provincias. Estudiaba en París música y canto; tenía una hermosa voz, pero quedó afónica de una enfermedad, y entonces se casó.
—Tú la conocías mucho, claro.
—Le hice un retrato como regalo de boda. Quizá Carlos se lo haya dicho. Gonzalo lo conserva.
—¿Recuerdas su muerte?
—Yo estaba, entonces, en Italia. Lo supe por una carta de Gonzalo. La última vez que la vi todavía no había nacido la niña: como usted sabe, ella murió de parto. Cuando volví a París, la niña tenía unos meses.
Doña Mariana cogió el retrato y se lo tendió.
—¿Recuerdas la cara de su madre? ¿Se parece Germaine a ella?
—Muy poco. La boca y la barbilla. Se parece más a usted.
—Nuestra sangre es fuerte —dijo doña Mariana—. Puede más que las mezclas y que los sujetos débiles. ¡La de años que hace que nuestras familias no emparentan! Y, sin embargo, nos parecemos. Y Carlos me contó que, al verle Gonzalo, le tomó por hermano tuyo.
Le había mirado fijamente, le había aprisionado el rostro con la mirada. El fraile resistió y no apartó sus ojos.
—Es distinto. Entre esa chica y usted hay algo más que el aire de los Churruchaos. ¿Me permite?
Cogió el retrato y se lo mostró sin apartar la vista.
—Vea. Los ojos, la frente, los pómulos, la nariz… El mismo dibujo que los de usted. Aquí hay algo más que pelo rojo y piel pecosa. Hay un parentesco próximo, inmediato.
Doña Mariana apartó el retrato.
—Tienes razón. No debe extrañarte, porque su padre es mi primo carnal —sonrió. Fray Eugenio sonrió también.
—En realidad, de quien quería saber algo es de su madre. Claro que si no te acuerdas…
—Era lo que nosotros llamamos una señorita de provincias. Bonita, honesta y con una manía musical quizá excesiva, acaso un poco cursi. Se sintió muy desdichada cuando perdió la voz.
—¿Piensas que por eso se casó con mi primo?
—¡Qué sé yo! Pero puedo asegurarle que, sin su desgracia, Gonzalo no se hubiera nunca atrevido a proponerle el matrimonio; ella esperaba llegar a gran diva, y eso la alejaba de Gonzalo. Acaso él estuviera ya enamorado, pero, oficialmente, se limitaba a acompañarla y a admirarla. La llevaba al Conservatorio, la esperaba a la salida. Si le salía ocasión de cantar en público, él le buscaba el público. Era algo así como un padre enamorado de la carrera de su hija. Cuando ella enfermó, él se portó casi heroicamente. No sólo hizo de padre, sino un poco de madre, de enfermera, de amiga. Fue entonces cuando la conocí.
—¿Antes no?
—Antes, Gonzalo me hablaba de ella, me había llevado a escucharla, pero no me la había presentado. Sospecho que, sin darme cuenta, serví para facilitar el matrimonio.
—¿Por qué sin darte cuenta?
El fraile se encogió de hombros.
—Hay cosas que se saben y que no se ha pensado nunca en ellas. Están ahí, quietas.
—¿Por qué lo dices?
—Ésta es una de ellas. Y no sé si acertaré. Ya le dije que Gonzalo andaba como disfrazado de lo que no era, y yo era eso’; es decir, un artista. Tengo la impresión de que me usó como refuerzo.
A doña Mariana le dio la risa.
—Siempre tuve a Gonzalo por un mentecato.
—Era un hombre excelente. Y aquello fue, si usted quiere, una argucia de enamorado.
. —Una argucia estúpida.
—Es posible. Él la creyó necesaria.
—Y tú, entonces, ¿pensabas ya en meterte a fraile?
—No.
—¿Cómo. te vino la idea?
—¡Qué sé yo! Hace ya tanto tiempo… Esas cosas se olvidan.
—Sobre todo, cuando se quiere olvidar —doña Mariana sirvió vino—. Ya tarda Carlos. Voy a mandarle recado para que venga a comer. Te quedarás con nosotros, ¿verdad? Vamos, si no te está prohibido.
—El prior está en todo y contó con esto. Me ha autorizado a aceptar la invitación.
Fray Eugenio marchó a eso de las cuatro. Quedaba puntualizado lo referente a las obras de la iglesia, la fecha en que, aproximadamente, fray Eugenio podría empezar a pintar y la forma de pago. Llevaba consigo un cheque de cinco mil pesetas como anticipo, para tranquilidad del prior.
Carlos le acompañó hasta donde había dejado la mula. Regresó después a casa de doña Mariana.
—¿Tienes mucha confianza con el fraile? —le preguntó ella.
—Sólo relativa.
—Cuando empiece a pintar, tendrás ocasión de hablarle todos los días.
Quiero que ganes su confianza.
—¿Por qué?
—Hay algo en su pasado que me gustaría saber. Me pareció adivinarlo esta mañana, al hablar con él; pero se dio cuenta y escurrió el bulto con habilidad.
—Un hombre como fray Eugenio tiene necesariamente un pasado. No es corriente que un pintor se meta a fraile.
—Lo que yo creí, durante unos minutos, es que Germaine es su hija.
—¡No!
—No, efectivamente; no lo es. Sin embargo, Eugenio Quiroga tiene que ver con mi sobrino Gonzalo más de lo que nosotros sabemos y más de lo que él mismo dice. O poco conozco a las personas.
La señora de Mariño se encerró con su marido en el despacho del almacén cosa de media hora. Se les oyó discutir, se oyó gritar a la señora de Mariño. Cuando salió, pasaba de las cinco. A su hora, Julita se había sentado en el mirador, en una sillita baja, de asiento pajizo, y hacía que bordaba sus iniciales en el embozo de una sábana de hilo destinada a su ajuar; en realidad, leía una novela. De vez en cuando, sin levantar apenas la cabeza, miraba a través de una rendija de la cortinilla: se veía toda la calle, hasta abajo, cerca del muelle: los que iban, los que venían y los que se paraban a charlar.
Julia, arréglate, que vas a venir conmigo.
—¿Adónde, mamá?
—De visita.
—¡De visita! ¡Qué aburrimiento!
Dejó el bastidor en el suelo, ocultó el libro y se levantó.
—¿Qué me pongo?
—El traje y el abrigo nuevos. Arréglate bien. Quiero que vayas guapa.
Julia subió a su cuarto, abrió el armario y empezó a desvestirse. Se mudó de arriba abajo, sin prisas, quitándoselo todo delante del espejo y viendo cómo le caía cada prenda. Revolvió luego en los trajes colgados, eligió uno y se lo puso. Cambió también los zapatos por unos de gran tacón. Echó después el último vistazo y sonrió. Volvió a mirarse y remirarse, sin sonreír. Se arregló el pelo y se pintó los labios. Cerró en seguida el armario, pero lo abrió de nuevo: hurgó en su fondo y sacó un envoltijo encarnado con algo negro. Lo acarició y cerró los ojos. Estuvo así unos instantes.
—¡Julia, que se nos hace tarde!
Rápidamente devolvió a su escondite el envoltorio, cerró con llave y la ocultó debajo del colchón.
—Voy, mamá.
La señora de Mariño bajaba ya la escalera. Julia corrió hasta alcanzarla. El señor Mariño esperaba en el portal.
—¿También viene papá? —preguntó Julia.
—No. Papá se queda —evidentemente, la señora de Mariño estaba de mal humor: llevaba en la cara el gesto de las grandes decisiones.
El señor Mariño le dijo algo en voz baja.
—¡No pases cuidado, hombre! ¡Yo sé cómo hacer las cosas!
La señora de Mariño se abrochó el abrigo hasta arriba.
—Si lo hubieras dejado de mi mano, ya estaría arreglado. ¡Vamos, niña! ¡Y tápate el escote, que hace frío!
La señora de Mariño era alta y huesuda. Tenía la mandíbula fuerte y los ojos vivaces. El señor Mariño, algo más bajo que ella, un poco gordo, no se parecía a su hija, aunque la gente dijera cuando los veta juntos: «No puedes negar que es hija tuya». Al señor Mariño no le gustaba la observación, pero sonreía y acariciaba a Julia. Cuando se casó, se había dicho que su mujer iba preñada de otro. Hacía de esto mucho tiempo, y no habían tenido más hijos. ¡Vaya usted a saber de quién iba embarazada! Sin embargo, la boca del señor Mariño y la de Julita eran por un estilo: de labios gruesos y pequeños, bien dibujados, de color encendido. Los de su esposa eran delgados, alargados, y las comisuras le caían un poco. Julia quería más a su padre que a su madre.
—No te sueltes de mi brazo y no mires a nadie.
—¡Ni que fueran a comerme!
Bajaron hasta el muelle.
—¿Adónde vamos?
—A casa de doña Angustias.
Julia se estremeció.
—¿A casa de Cayetano?
—No. A casa de doña Angustias.
—Pero… viven en la misma casa.
—¿Y qué?
A la entrada del astillero el guarda saludó. La señora de Mariño le preguntó si doña Angustias estaba en casa. El guarda creía que sí, pero, para cerciorarse, preguntó por el teléfono interior.
—Diga usted que está aquí la señora de Mariño. Que si puede recibirme.
Al cabo de un rato el guarda trajo la respuesta y las acompañó hasta la puerta de la casa. Allí esperaba una criada, que las llevó a la sala.
—Que se sienten un momento. La señora vendrá en seguida. La sillería tenía puestas fundas blancas, y el espejo estaba velado con una gasa azul. Julita empezó a fisgar.
—Mira, mamá. Damasco amarillo. De seda.
—¿De qué querías que fuese? ¿De algodón? ¡Si ellos no tienen damascos…!
Julia se acercó a una vitrina. Descubrió el interruptor de la luz y lo encendió.
—¡Mira, mamá, qué abanicos! ¡Y cuántas cosas chinas! ¡Y de oro! ¡Qué riqueza!
—Hay una mujer en el mundo que será dueña de todo esto —dijo la señora de Mariño con voz dura y solemne—. No sabemos quién será, pero puede ser cualquiera. Incluso tú.
—¿Yo, mamá? ¡Qué risa! ¡Qué tonta eres!
Se abrió la puerta. Entró, sonriente, doña Angustias. Saludó a la señora de Mariño, besó a Julia, le dijo que estaba muy guapa y muy crecida, y las invitó a pasar a litro cuarto, el cuarto en que ella solía sentarse a coser, porque había brasero y se estaba mejor. La señora de Mariño pidió permiso para que, mientras hablaban, su hija esperase en el balcón, mirando cómo trabajaban en el astillero, porque tenía que decir a doña Angustias algo confidencial. Julia se quitó el abrigo y se acercó al mirador. Nunca había visto el astillero por dentro, y lo encontró feo, con tantos montones de chatarra y tanto barro en las veredas. Estaba la tarde de un gris azul, y las aguas de la mar parecían negras. Había un vaporcito atracado junto a la pequeña dársena, y de la chimenea salía un humillo blanco. Chirriaban los chigres y la grúa sacaba de la bodega una viga de hierro: desde el barco en construcción, Cayetano dirigía la maniobra. Parecía un obrero como los otros, con el mono azul y la boina calada hasta las cejas.