Los gozos y las sombras (59 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Con los ojos abiertos ya, añadió dulcemente:

—Repórtese.

Cayetano encendió la pipa.

—¿Viene usted del médico?

—Sí.

—¿Qué le dijo?

—Que me quedan tres meses de vida. Cuatro a todo tirar. El médico me leyó mi sentencia de muerte.

—Eso es para meterle miedo.

—No, Cayetano. La verdad es que me voy a morir. La verdad es que me iré pronto, tan sola y triste como he vivido. Porque, ¿qué llevo de la vida? Pena, dolor, aburrimiento. Eso, aburrimiento. Me he aburrido siempre.

Llegaba el camarero con lo pedido.

—Será mejor que eche el coñac en el café.

—¿Usted cree que no me hará toser?

—Así, no. Y en seguida nos iremos.

—¿Adónde?

—Puedo llevarla a dar un paseo en coche.

—¡Me conoce todo el mundo!

—Un paseo es algo inocente; además, bien puedo llevarla a usted a Pueblanueva. Es lo que se le ocurrirá a cualquiera.

Doña Lucía sorbió el café.

—Me he aburrido siempre —repitió—. Un aburrimiento mortal, sin esperanza. Y ahora voy a morirme.

Entró en el automóvil disimulando el rostro bajo el paraguas. Salieron a una carretera. Cayetano iba en silencio. Habían pasado las últimas casas cuando ella preguntó:

—¿Adónde me lleva?

—A pasear.

—Me da usted miedo. O…

—¿O qué?

—… me doy miedo a mí misma.

Cayetano detuvo el coche de un frenazo fuerte. Se volvió hacia ella.

—Eso, ya ve, no lo entiendo.

—¡Es que usted no lleva la muerte encima! Si la llevara, como yo, sentiría una rebelión.

Entornó los ojos.

—Algo así como las ganas de ser feliz.

Cayetano puso en marcha el coche. Atravesaban un pinar oscuro, con guedejas de niebla enredadas en las copas. Salieron pronto al valle, ancho, verde, apagado. Bajo la lluvia, algunas mujeres trabajaban en la siembra.

—Esas pobres esclavas —dijo doña Lucía— tienen momentos de dicha. Son madres, no se aburren, acaso amen a su manera.

—Y usted, ¿se aburre ahora?

Lo preguntó como un escopetazo. Doña Lucía vaciló, y dijo luego:

—No. Ahora no. ¿Cómo voy a aburrirme? Estoy triste, y siento dolor en el alma. Pero no soy feliz.

—¿Quiere serlo?

—¿Cómo?

—Le pregunto si quiere ser feliz ahora mismo.

—¡Cayetano!

—Respóndame.

—¿Qué es lo que me propone?

—Respetuosamente la invito a acompañarme.

—¿Para qué?

—Lo sabe usted de sobra.

—Cayetano, ¿se da usted cuenta…?

—Sí.

—Soy una mujer honrada, soy una buena esposa.

—Pero se aburre y no es feliz.

—Lo que usted me propone es un pecado.

—En eso, no me meto.

—¡Voy a morir y perderé mi alma!

—Vea si le compensa.

—¡Cayetano, es usted un monstruo!

—Alabado sea Dios.

—Si cedo a la tentación me matará el remordimiento.

—¿Qué más le da, si va a morir de todos modos?

—Es usted cruel.

—Le ofrezco ser feliz. En lo demás no me meto.

Doña Lucía bajó en silencio la cabeza.

—¿Qué me responde?

—Que responda por mí el destino.

Cayetano frenó. Detuvo el coche y le dio la vuelta.

—¿Adónde vamos?

—No pregunte.

Arrancó, y a poco se metió por una carreterilla afluente. El coche saltó en un bache y se detuvo en seguida frente a una casa solitaria, encalada con las ventanas y las puertas pintadas de verde. En el costado y sobre la puerta principal se anunciaban vinos y comidas.

Asomó por encima de la media puerta una vieja enlutada, arrugada, y esperó a que bajase Cayetano, a que ayudase a bajar a doña Lucía. Entonces, la vieja franqueó el postigo.

—Buenas tardes, don Cayetano y la acompaña.

Cayetano le golpeó un hombro.

—¿Qué hay? ¿Estás sola?

—Los hombres están en el lugar.

—La señora viene cansada y quería echarse un poco.

Ya sabe dónde es. ¿Les sirvo algo?

—Te avisaré.

De la taberna arrancaba una escalera muy limpia. Subieron. Cayetano guió por un pasillo iluminado por una ventana, abrió una puerta y empujó a doña Lucía dentro de un comedorcito con suelo de madera muy blanca y enarenada. En un costado, una cortina de encaje de bolillos medio ocultaba la alcoba.

Doña Lucía se detuvo en el umbral.

—¿Éste es su antro, Cayetano?

—Un antro claro y limpio, como ve.

—¡Si las paredes hablasen!

—Pero no hablan.

—¡Cayetano, esto es como la antesala del infierno para mi alma!

—Está a tiempo de arrepentirse.

Lucía atravesó el umbral.

—Hace frío.

—Por algún lado hay una estufa. Espere, que la enciendo.

—¡Todo lo tiene preparado!

Cayetano entró en la alcoba y sacó una estufa de petróleo. Mientras la encendía, ella se sentó junto a la mesa y escondió la cara entre los brazos cruzados.

—El hambre de felicidad me arrastra hacia el abismo. Me siento descender. Me siento a la altura de Rosario la
Galana
y de tantas otras mujeres que usted ha seducido y engañado. ¿Cómo podré mirar a las mujeres honradas?

—No hay mujeres honradas.

—¡Yo lo he sido hasta hoy!

Ardió la llama en la estufa. Cayetano la aproximó a la mesa. Ella no se movió. Cayetano empezó a quitarle el abrigo. Sin hacer resistencia, preguntó ella, mimosa:

—¿Qué haces?

—Vas a tener calor con esto encima.

Le dejó hacer. El abrigo voló hasta quedar encima de una silla.

Cayetano la cogió por la barbilla y le levantó la cara.

—¿Vas a besarme?

—Claro.

—No me beses en la boca. Mis labios son venenosos.

Los tendió, sin embargo. Pero Cayetano no la besó. La cogió en brazos y la llevó a la alcoba. Quedó doña Lucía tendida sobre la colcha, mientras Cayetano traía la estufa. Se sentó luego en el borde de la cama y empezó a desabrocharle la blusa. Doña Lucía, con los ojos cerrados otra vez, sonreía entre feliz y amarga; feliz, con una muequecilla de amargura, con un pequeño rictus. «Te doy todo a cambio de tu ternura», murmuró. Dejaba que la despojasen. Empezaba a sentir sobre la piel el calor cercano de la estufa. De pronto:

—¡No! ¡Eso no!

Las manos de Cayetano se detuvieron en los hombros, donde intentaba desabrochar algo.

—¿Cómo no?

—¡No, Cayetano, eso no! ¡Por piedad, eso no!

Cayetano la cogió por los brazos, pero ella se desasió y saltó de la cama.

—¡No, por piedad, no, Cayetano!

Acogida al rincón, protegía el pecho con las manos.

—Sé razonable.

—¡Respeta mi pudor!

—¡Con pudor no hay felicidad posible!

—¡Cayetano, soy una dama indefensa!

La mano del hombre se levantaba y avanzaba hacia ella. La vio con horror, poderosa, los dedos fuertes que empezaban a crisparse. Cayetano no sonreía. Miraba con seriedad, con dura sequedad.

—Vamos, no seas niña.

—¡Cayetano!

Cayetano apartó, implacable, los brazos de Lucía, los brazos débiles, delgados, cruzados contra el pecho, y dio un tirón. Le quedaron en la mano los burujos de algodón que hinchaban la seda rosa, un poco ajada.

—¡Caye… tano!

Ella cerró los ojos y resbaló hasta el suelo. Sus brazos ya no intentaban proteger el pecho liso, de impúber. Caían inertes como los brazos de un muñeco.

Cayetano apretó con rabia el armatoste de seda y algodón.

—¡Puñetera loca! ¡Mira tú…! ¡Y ahora se me desmaya!

La recogió, la acostó bien tapada; echó encima de la colcha la seda rellena.

—¡La puñetera loca!

Le dieron ganas de reír. Salió, riendo, del comedor; bajó, riendo, las escaleras.

La vieja se había sentado en un banco, junto a la puerta, y desgranaba mazorcas doradas de maíz. Al sentirle alzó la vista:

—¿Quiere algo?

—La señora se ha puesto mala. Sube a ayudarle y lleva un poco de aguardiente. Con cuidado, que está tísica.

—¿Se queda aquí?

—Mandaré en seguida un automóvil a recogerla. No la dejes sola.

Le dio un billete. Al subir al coche volvió a reír.

El autobús de Santiago llegó a las siete y media. Había cerrado la noche y llovía menudo, sin fuerza. Las luces de la calle se velaban suavemente con la lluvia. A la puerta de la central de autobuses esperaban hasta seis mujeres, de las que llevan maletas, y otros tantos muchachos desharrapados. Los muchachos fumaban en corro un pitillo que se pasaban de boca en boca. De vez en cuando, uno de ellos se asomaba a la plaza, fuera de los soportales; decía: «Aún no viene», y volvía al turno de chupadas. Una de las mujeres les llamó «Cochinos» y empezaron los insultos; pero antes de que se enzarzasen, llegó el autobús. Corrieron a las portezuelas, se ofrecieron para llevar lo que fuese. Doña Lucía se asomó a una ventanilla y llamó a uno de ellos:

—¡Toma! —le dio una moneda—. Vete a mi casa y di que venga alguien.

—Si hay que llevar alguna maleta…

—No, no. Que venga mi marido, si está; si no, la criada.

Por encima del rostro de doña Lucía asomó una cabeza aldeana.

—¡De prisa! Que la señora viene mala.

—¿Adónde he de ir? —preguntó el rapaz.

—¡A la botica! ¿Es que no la conoces?

El rapaz salió pitando bajo la lluvia azul. La gente había descendido del autobús. Doña Lucía, renqueante, quejumbrosa, bajó la última, ayudada de su compañera. Se había quitado la pintura y venía demacrada. Le temblaba la mano al agarrarse; se crispaba, convulsa, en el brazo de la aldeana.

—Espere aquí. Arrímese. Le traeré una silla.

Se dejó conducir, esperó arrimada a una columna, se dejó sentar.

Suspiraba; gemía de vez en cuando.

—¿Viene enferma?

—Viene muy mala, la pobre. No dejó de llorar todo el camino. —Nunca tuvo buena cara. ¿Y de qué es?

—Será de tisis. No hay más que verla.

—De lo que mueren todos. Mi pobre hijo Romualdo, que en gloria esté…

La criada apareció corriendo, al cabo de los soportales, con un paraguas. Doña Lucía había cerrado los ojos. La criada preguntó qué pasaba.

Se lo explicaron.

—¿Y el marido? ¿No estaba en casa el marido?

La criada no respondió. Se acercó a doña Lucía.

Ande, levántese. Yo la ayudaré.

—¡No puedo más!

—¡Si no hiciera locuras…!

La levantó sin esfuerzo.

—¿Quiere que la lleve en brazos?

—¡Mujer…!

Se fueron caminado bajo el paraguas. Doña Lucía escuchó los comentarios de las que quedaban, las condolencias. Al salir de la plaza apuró el paso.

—¿Qué prisa tiene?

—Quiero llegar a casa. Voy a morirme.

—Ande, que no será aún.

Al llegar a su dormitorio se dejó caer en un sillón.

—Vete al Casino y que venga mi marido. Es decir, si el juego o las mujeres no le retienen.

—¡Ande, calle y no se meta con él! Ahora se lo traeré.

Se oyó un portazo al cabo de la escalera. Doña Lucía se levantó, encendió todas las luces y abrió la puerta del armario. Se miró en el espejo.

—Soy una mujer bella —dijo en voz alta—. Soy la mujer más bella de Pueblanueva, aunque esté tísica.

Cerró el armario y se quedó un rato arrimada a él, llorando.

—No merezco ese desprecio.

Volvió a abrir el armario, buscó un camisón rosa y empezó a desnudarse. Antes de ponerse el camisón se contempló de nuevo.

—Mi cuerpo es casi espíritu, pero los hombres sólo quieren la carne. Son unos cerdos. Jean Harlow: eso es lo que les gusta.

Apagó todas las luces, menos la lámpara nocturna, y se metió en la cama. Sintió en seguida ruido en el portal, reconoció los pasos de su marido en la escalera y en el pasillo. Don Baldomero subió disparado.

—¡Lucía! ¿Qué te pasa?

Ella le hizo señal de que se acercase.

—Muy pronto te verás libre de mí.

Él se sentó en el borde de la cama.

—Vamos, cuenta.

—¿Para qué? Ya te escribirá el médico. Yo, a lo mejor, exagero.

—Tienes muy mala cara.

—La de siempre. Sólo que tú no te fijas.

Don Baldomero sacó la petaca, pero ella le detuvo.

—No fumes, te lo suplico.

—Pero ¿tan mal te encuentras?

—Estoy muriendo.

Empezó a llorar. Él le cogió la mano e intentó consolarla.

—No será tanto, mujer. ¡Si me hubieras hecho caso! Vengo diciéndote hace un siglo que fueras a Santiago. Un neumotórax a tiempo…

—¿Para qué? Sólo me hubiera curado la felicidad, y ésa…, ¿dónde encontrarla?

Don Baldomero le soltó la mano.

Algo te habrá dicho el médico.

—Que me vaya a la montaña. Y yo digo: ¿para qué? ¿Para morirme sola y despreciada como he vivido?

—No puedo abandonar la farmacia, pero iré de cuando en cuando. Y ya verás cómo mejoras. Ella dejó caer los brazos desmayadamente sobre el embozo.

—A estas alturas, ni la felicidad puede curarme ya. Estoy tocada de muerte y, aunque resignada, me da pena de mí misma. Aún soy joven, y ¡llevo tan poco de la vida! Dolor y desprecio.

Le dio la tos. Don Baldomero corrió a la cómoda y trajo una medicina.

—Toma esto y no hables.

Esperó, con la píldora y el vaso de agua en las manos, hasta que pasó el arrechucho.

—¡Gracias! Déjame sola. Y, por favor, no duermas conmigo. Manda que te preparen la otra cama.

—Como quieras.

—Marcharé a la montaña en cuanto me sienta con fuerzas para el viaje. Y no te aflijas por mí, ni sientas remordimiento. No somos responsables de nuestro destino. El tuyo fue hacerme desdichada, y el mío…

Volvió a llorar. Don Baldomero permaneció de pie unos minutos; luego salió al pasillo. Bajó corriendo las escaleras y entró en la rebotica. Se sentó cerca de la camilla, lió un cigarrillo y, de pronto, empezó a sollozar.

Estaba oscura la mañana, oscura y lluviosa. Iban a ser las ocho y todavía no clareaba. La lluvia golpeaba las vidrieras y, a veces, una pequeña ráfaga de viento las sacudía. Inés entró en la cocina. Arrodillada ante el llar, Clara soplaba furiosamente sobre unos leños, tercos en no encenderse. Inés preguntó por el paraguas.

—¿Vas a salir con esta mañana?

—Como siempre.

—¡También son ganas de mojarse!

Clara fue a un rincón, donde el paraguas, abierto, se secaba. Lo cerró y se lo entregó a Inés. Ésta le preguntó si lo necesitaría pronto.

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