Los gozos y las sombras (66 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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La despertaron unos golpes en la puerta y voces que daba la castañera.

Corrió a abrir.

—¿Estabas dentro?

—Quedé dormida.

Cambió de ropas. La castañera le ofreció algo de comer.

—No. Debe de ser muy tarde. Gracias.

Salió corriendo. Una pareja de máscaras rezagadas cantaban en un extremo de la plaza. El suelo estaba sucio, el aire olía a sudor y a muchedumbre. Apuró el paso.

Inés esperaba en la cocina, ante el hogar encendido.

—Como tardabas me puse a hacer la cena.

—¿Y Juan?

—Acaba de llegar.

Clara se sentó en un escabel, junto a su hermana.

—Hoy le he visto en la taberna.

—¿Y qué?

—¡Habías de ver cómo le escuchaban todos y cómo hablaba! Inés volvió hacia ella la cabeza y la miró con simpatía.

—Vino contento.

—¿Te contó?

—No, pero se le notaba. Dijo que estaba cansado y que le llevara la cena a la cama.

Clara se levantó.

—Anda. Deja eso. Yo lo acabaré.

Cuando estuvo la cena preparó la de Juan y se la llevó ella misma.

Llamó a la puerta y entró. Juan, sentado en la cama, escribía. Clara se sentó junto a él.

—¿Qué? ¿Contento? ¿Fue bien la cosa?

—Mejor de lo que esperaba, aunque no del todo bien.

Apartó los papeles y requirió el plato.

—Hay algo que no les cabe en la cabeza. Quieren que el mundo sea de otra manera, pero no saben cómo tiene que ser, y cuando se les ofrece una solución, les da miedo o fantasean.

—Te estuve viendo por la ventana. Me gustó cómo hablabas.

Juan la miró con extrañeza.

—¿Tú?

—Sí. Un momento nada más.

Juan se llevó el tenedor a la boca, mascó un rato en silencio.

—Son duros de pelar, pero los convenceré. Y entonces…

No dijo más. Se distrajo, mirando al frente, como si ya estuviese contemplando el futuro. Clara se levantó y salió. Desde la puerta dijo:

—Anda, cena, que se te va a enfriar.

Rula Doval llegó después de cenar a casa de Julia Mariño. Venía vestida de oscuro, y traía el misal y el libro de oraciones. La mandaron pasar al comedor.

—¿Tampoco vas al baile tú? —le preguntó el padre de Julia.

—¿Yo, señor? ¿A un baile de máscaras? ¡Dios lo haga mejor!

—Pues seguid así y ya veréis cómo os quedáis solteras —dijo la señora de Mariño—. ¿Hay que llevarte a casa?

—No, señora. Vendrá a buscarme mi madre cuando salga del baile.

—Entonces vendremos juntas, porque nosotros también vamos. No os quedaréis dormidas…

—¿Dormidas? ¡Mamá, vamos a pasar el tiempo rezando!

—Por eso os lo digo.

El cuarto de Julia estaba en el piso superior; al pasar por la escalera, Rula recogió un paquete que había dejado en la sombra.

—¿Qué traes? —preguntó Julia.

—Lo que encontré.

Echaron el pasador a la puerta, por si acaso. Cerraron las ventanas, corrieron las cortinas.

—Podíamos poner un disco mientras se van —dijo Rula.

—¡Eres tonta! ¡Para que nos oigan!

Se sentaron en la alfombra, cuchichearon. El rumor parecía de rezos. Pasado un rato, alguien golpeó en la puerta.

—Nos vamos. Si queréis algo, la criada queda en casa.

Julia corrió al mirador y apartó un poco la cortina. Sus padres se alejaban: ella, de prisa, y él, un poco remolón.

—A papá le gustaría más quedarse en casa. Ya no está para bailes—. Encendió todas las luces. Rula, a su lado, respiraba con ansiedad.

—Anda, enséñame eso.

—Lo tengo en el armario.

Buscó debajo de la almohada un manojo de llaves, abrió el armario y hurgó en su fondo. Fue sacando piezas y entregándolas a Rula.

—Toma, coge. Ésa es la capa… Eso, una especie de pantalones… Y esto…

Alzó las manos y mostró, cogidas de las puntas, unas mallas enterizas de color rojo fuego.

—Hay también una chaqueta.

Rula le arrebató las mallas y las palpó.

—Son finas… ¿Te vas a poner esto?

—Claro. Es el disfraz. Me está de rechupete.

—Pero… ¡es como ir desnuda!

—Bueno.

Rula la miró con asombro y severidad. Julia corrigió, baja la mirada:

—Se pone una la capa, ¿comprendes?, y va bien envuelta. Además… —señaló los calzones: unos greguescos negros, acuchillados de rojo— también me pondré eso.

Echó el disfraz sobre la cama.

—Enséñamelo tuyo.

—¿Lo mío? ¡Bah! Un traje de colombina, ajado. ¡Voy a pasar más frío de aquí al Casino…!

Julia empezó a desvestirse.

—Frío, también lo pasaré yo, porque esto no debe de ser de mucho abrigo.

Fue dejando caer sobre la alfombra sus prendas interiores conforme se las quitaba. Rula, sentada, las recogía y las miraba.

—Tienes cosas bonitas.

—Le voy sacando a mi padre lo que puedo.

Al ver que también se quitaba las bragas, Rula reprimió un grito de espanto.

—Pero ¿vas a ir desnuda?

—¡Claro! Debajo no se puede llevar nada, ni siquiera sostén.

Torció el torso y enseñó a Rula los pechos, como para demostrar que el sostén no hacía falta. Después, así desnuda, se miró al espejo, y tuvo la sensación de que aquella mujer que desde el espejo la miraba emitía un poder extraño y turbador, un poder que sujetaba sus ojos a la imagen del cuerpo desnudo. Hizo un esfuerzo y se volvió.

—¡Si por cualquier casualidad se entera tu madre!

—El disfraz lo tenía ella entre sus ropas de soltera: de modo que si alguna vez se lo puso…

—¡Qué escándalo!

Julia, desnuda, se demoró todavía como buscando algo, y volvió a mirarse.

—¡Ay, mujer, vístete ya! ¡No tienes vergüenza!

Parsimoniosamente, Julia se puso las mallas y obligó a Rula a que le abrochase los botones de la espalda; botoncitos menudos, como de sotana, aunque rojos. Terminaban justamente en el arranque del rabo, corto y erecto.

—Pero… ¡también rabo!

—Es un disfraz de demonio.

—Pero ¡Julia!

Julia Mariño, metida en las mallas rojas, con el rabo en la mano, se volvió enérgica.

—¡Bueno! ¿Te atreves o no te atreves?

Dio unos pasos hacia Rula, acoquinada.

—Sí, sí…, claro…, pero…

La mirada de Rula la recorrió, entre asombrada y envidiosa. Julia Mariño sonrió y fue al armario. Dentro de las mallas el cuerpo conservaba todo su poder. Parecía incluso haberlo aumentado.

—¡Ay, hija! ¡No mires así! ¡Pareces el demonio!

—Anda. Ponte tu traje mientras termino.

—Mi traje…, sí… Es una porquería. Lo limpié un poco, pero resulta deslucido.

—También yo tuve que zurcir eso. Estaba picado. Mira.

Los gregüescos puestos parecieron tranquilizar a Rula, y hasta rió cuando hubo de ayudar a Julia a meter el rabo por un agujero. El rabo no le gustaba.

—Porque, claro, con eso ahí, la capa no caerá bien.

Se la puso. Efectivamente, el rabo hacía bulto. Rula le sugirió que se lo sujetase al cinturón si no quería cortarlo.

—Gracias a Dios que se te ocurre algo práctico.

Con el rabo sujeto la cosa quedaba mejor.

—Ahora, el gorrito con sus cuernos… ¿Los ves? ¡Mira qué monos! ¡Parecen los de una mariposa! Y la capa, y ya está. ¡Ah! Había también un collar…

Lo buscó y se lo puso. Un enorme medallón dorado con una cabeza de diablo, que le quedaba entre los pechos.

—Pero ¿y la chaqueta?

Rula, puesta la capa, se embozó en ella.

—Tiene más gracia así.

—Vas verdaderamente escandalosa. Ir así al baile debe de ser pecado.

La falda de colombina le venía larga a Rula. Tuvieron que acortarla.

—Y ahora, ¿cómo voy así por la calle?

—Te echas el abrigo por encima.

—Sí, y que nos conozcan todos.

Julia salió y volvió con una capa azul.

—Toma. Te pones eso. Es mi capa de cuando iba al colegio. Le tendió, además, un antifaz.

—Quítate los zapatos para no despertar a la criada. Agárrate bien a mí y, por Dios, que no tropieces.

Bajaron las escaleras; salieron —silenciosas— al jardín. Se calzaron. —No te sueltes.

—Tengo miedo.

—¡Vamos! A buena hora… Cuidado, no vayas a resbalar.

Un vientecillo húmedo meneaba las ramas desnudas de los frutales y el resplandor de la luna hacía el huerto más sombrío. Entre las sombras, Julia parecía un diablo verdadero, y el jardín, un rincón desolado del infierno. Ruta se santiguó.

—¿No hay perro?

—¡Eres tonta!

Rula se arrimó a la pared.

—Yo no voy.

—Pues te quedas en el jardín toda la noche vestida de colombina, porque en mi casa no entras.

Corrió a la puerta, entró y cerró.

—¡Abre, Julia! ¡Abre, mujer, no te pongas así! —susurró Rula. —Como despiertes a la criada te luces.

—¡Abre, por Dios!

Julia entreabrió la puerta.

—¿Qué demonios te pasa?

Se oyó un sollozo.

—Es que… me da vergüenza ir junto a ti con este traje tan sucio. —Pues al llegar al baile nos separamos, y cada cual por un lado. Atravesaron el huerto. Julia arrancó unas camelias.

—Toma. Para que te adornes.

Ya en la calle se puso los guantes que había colgado del cinturón.

—Ahora tan tranquilas. Con estas capas nadie nos va a conocer.

Echó a andar, taconeando fuerte. Ruta la siguió dando saltitos.

—Julia, mujer, no corras tanto…

A la puerta del Casino el conserje quiso verles la cara.

—Descúbrete tú.

—No. Descúbrete tú.

Llegaba hasta el portal la barahúnda del baile. Al conserje le habían encasquetado un gorrito de papel.

—Mire —dijo Julia—. Entre un momento y diga al señor Doval que salga.

El conserje marchó.

—¿Por qué a mi padre y no al tuyo?

—¡No seas imbécil y entra ahora! ¡Escóndete en la escalera!

Se acercaban unas señoras con unas muchachitas disfrazadas. Julia entró y se escondió en la caja de la escalera. Perdió de vista a Ruta.

—¡Conserje, que ésta se cuela!

—¡Eh, conserje! ¿En dónde está el conserje?

—¡Eh, conserje!

Rula corrió escaleras arriba. Una señora comentó que aquello no podía ser, y que si entraba todo el mundo en los bailes del Casino iba a resultar un escándalo.

Julia se escurrió en el cuarto del conserje, y salió por otra puerta al pasillo de los servicios. Después entró en el salón bien embozada. Vio a su madre, junto a la orquesta, cotorreando y moviendo las manos con violencia. Buscó un rincón alejado y se acogió a él.

—No, no bailo. No, no bailo.

—Este diablo parece tonto.

Temía que su madre reconociese el disfraz.

Quieta, en postura tímida, sus ojos escrutaban el salón, inspeccionaban una a una las parejas. La golpeaban las serpentinas, la sofocaba el polvo, la capa le estorbaba. Había una silla a su lado y pensó en subirse a ella para mirar mejor, pero desistió por miedo a ser reconocida. Aislada del tumulto, su disfraz resultaría llamativo.

Un grupo de parejas, cogidos todos de la mano, intentaba envolver a los que bailaban. Vio a Rula metida en danza. Ruta también la vio. Rompió la cadena y se le acercó.

—¿Pudiste entrar?

—¡Vete, no me hables! ¡Van a reconocernos!

La empujó hacia el barullo. Ruta perdió un zapato. En tanto lo buscaban, Julia se metió entre los bailarines.

Había descubierto a Cayetano, asediado de una mora y de un vulgar capuchón. Se abrió paso a codazos. La mora acusaba a Cayetano de haberse dejado soplar a la
Galana
. El capuchón, con voz grave, insistía en el episodio de las botellas rotas.

Julia se agarró al brazo de la mora, y cuando vio que Cayetano la miraba, dejó caer el embozo de la capa, hasta descubrir el pecho, para taparlo en seguida y huir.

—¡Eh, tú, diablillo, espera! —le gritó Cayetano.

Volvió la cabeza y vio que Cayetano, libre del capuchón y de la mora, intentaba seguirla. Se abrió paso hasta la puerta, ganó el pasillo y corrió a la salida. El conserje alargó el brazo para detenerla; lo esquivó y salió a la calle. Cayetano seguía detrás.

—¡Espera! ¡Espera!

Fue calle arriba. Le estorbaban los zapatos y los abandonó. Al volver la esquina vio que Cayetano también corría. Hizo un esfuerzo por alcanzar la puerta del jardín, el necesario para no caer rendida hasta alcanzarla.

Cayetano se inclinó a recogerla. Traía en la mano los zapatos abandonados.

—¡Déjeme! ¡Por favor, déjeme!

—¡Dime quién eres!

—¡Déjeme o grito!

—Antes ponte los zapatos, que te vas a acatarrar. ¿En dónde vives?

—Eso a usted no le importa.

Cayetano la tenía cogida por los hombros. Intentó apartar la capa.

—¡Quieto!

Se arrancó bruscamente de los brazos de Cayetano, pero perdió la capa. Pudo empujar la puerta del jardín, entrar y cerrarla rápidamente.

Quedó arrimada a ella, escuchando.

—Óyeme, Julia —dijo la voz queda de Cayetano—. Si no me abres llevaré a tu padre la capa.

—¡Váyase!

—No sin que me abras. Vas a coger una pulmonía.

—¡Eche la capa por encima de la tapia!

—Quiero dártela a ti.

—¿Y se marcha?

—Si eres buena, sí.

—¿Y qué es ser buena?

Descorrió suavemente el cerrojo, entreabrió la puerta y sacó la mano.

—Deme la capa.

Cayetano empujó, entró, cerró tras sí. Julia, arrimada al muro, tenía la cabeza baja y sollozaba.

—¡Váyase!

—Me voy si me das un beso.

La cogió por la cintura, suavemente, y la besó. Ella no hizo resistencia.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

La apartó bruscamente. Julia, arrojada contra la pared, estaba atractiva, alumbrada por la luna. Le temblaba el medallón entre los pechos, temblaba todo su cuerpo.

—Dime la verdad. ¿Tu padre sabe algo de esto?

—¿Mi padre? Si se entera me mata.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste?

—Tuvo la culpa Rula Duval. Me trajo este disfraz y me convenció para que fuésemos al baile sin que lo supiera nadie. Ella está allí.

Le temblaba también la voz. Cayetano le puso la capa.

—Anda. Vete a la cama.

—¿No dirá nada?

Cayetano no respondió. La miró fijamente y salió a la calle. Encendió un pitillo y permaneció junto a la puerta cerrada. Estaba seguro de que detrás, Julia Mariño esperaba todavía. ¡Tenía la carne dura y los ojos brillantes y grandes! Lo de no saber besar se arreglaba en unos días.

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