Los gozos y las sombras (119 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Tendré que comprar un abrigo.

Pidió en el hotel tres habitaciones: una para ocupar inmediatamente y dos reservadas para dos viajeros que llegarían de París al día siguiente, en el tren de la mañana. Un padre y una hija.

—¿Con baño?

—Sí.

El sujeto del hotel dijo: «Costarán tanto», y Carlos respondió que bueno. Pero se sintió mirado con desconfianza.

—Volveré luego a traer mi equipaje. Poca cosa, sólo un maletín. Pero llevo encima algún dinero y me gustaría dejarlo en la caja del hotel.

El empleado le sonrió más amable.

Entregó dos mil pesetas en billetes y un cheque por quince mil. Cubrió un papel para la policía, le firmaron un recibo.

—Cuando usted vuelva, doctor, tendrá la habitación arreglada y podrá ver las otras dos por si no son de su gusto.

Empezó a vagar por las calles. Sintió frío, entró en un almacén y compró un abrigo gris y una bufanda. Dijo que le mandaran al hotel la gabardina y dio su nombre y la dirección. Después siguió callejeando. Pensaba en Inés y le daba miedo encontrarse con Juan.

Hacia las seis recogió el maletín y regresó al hotel. Le habían dado una habitación grande, con balcones a la calle. Una cama enorme, muebles de caoba, espejos y alfombras gruesas. La de Germaine era más pequeña y lujosa.

Se lavó y afeitó, se cambió la camisa y volvió a salir. Eran cerca de las siete. Tomó un taxi y dio la dirección de Juan: Altamirano, 33. Al atravesar la Gran Vía el taxi estuvo detenido unos minutos: unos estudiantes peleaban con los guardias de asalto. Había gritos y carreras.

En un taxi vecino un señor grueso discutía con el taxista y aseguraba vociferando que a los estudiantes había que meterlos en cintura, y que él sabía cómo hacerlo, y que lo haría si le dejasen gobernar.

—Y a los que están detrás de los estudiantes, a los que los azuzan, a ésos, a Guinea con ellos, sin piedad, sean fascistas o comunistas.

El taxista pensaba de otra manera. Cuando quedó franco el camino, la pelea parecía haberse reproducido dentro del taxi.

Le abrió la puerta Inés. Estaba arreglada ya y lista para salir. No pasó de la puerta.

—Vamos a un café aquí, en el barrio. Juan estuvo unos momentos en casa, le dije que habías llegado y acudirá allí. Se alegró mucho.

El café estaba cerca. Era un local grande, desangelado, con muchos espejos. Inés entró delante y le guió hasta una mesa del fondo.

—Es aquí donde solemos reunirnos. El café no es bonito, pero tiene buena calefacción.

Pidió un chocolate con picatostes y se lo recomendó a Carlos. Aún no los habían servido cuando llegó Gay, sonrió desde lejos y mientras daba la mano a Inés dijo:

—Usted tiene que ser el doctor Deza. No puede ser otro.

Se sentó al lado de Inés y la cogió del brazo.

—Estoy muy contento de conocerle. Me han hablado mucho de usted.

Soltó el brazo de Inés y sin levantarse empezó a quitarse el abrigo.

—Juan dice que conoció usted a Freud.

—Sí.

—¿Es posible? ¿Estudió usted con él?

—Directamente no. Le escuché muchas lecciones y conferencias y trabajé con discípulos suyos. Una vez me lo presentaron y me dio la mano.

Paco Gay miró respetuoso la mano diestra de Carlos.

—Yo voy a ir pronto a Alemania.

—¿Médico?

—No. ¿No le ha dicho Inés? Estudio filología románica. En cuanto nos casemos…

Repentinamente el rostro alegre de Paco Gay se ensombreció y volvió a coger el brazo de Inés.

—¿Sabes? Hoy tuve carta de mi madre. Dice que vendrá a la boda.

—Es lo natural.

—Pero… si mi madre viene… tendremos que casarnos por la Iglesia. Se llevaría un gran disgusto si supiera…

Parecía apurado. Explicó a Carlos:

—Es que pertenezco al partido socialista, y si nos casamos por la Iglesia tendré un conflicto. A Juan tampoco le gustará.

—Mi hermano no cuenta.

—Aunque transija…

—Pues con explicar a tus amigos lo que sucede…

—¿Y si les da por ponerme en un brete?

Volvió a mirar a Carlos.

—Mi madre tiene sesenta años y es muy religiosa. Se llevaría un disgusto de muerte.

—Su madre es una persona concreta, y el partido, una entidad abstracta.

Paco Gay abrió los ojos.

—Pues ¡mire! No se me había ocurrido. Quizá sea una razón.

—Depende de lo exigentes que sean las entidades abstractas.

Inés propuso:

—Siempre habrá manera de hacerlo discretamente. No tienen por qué enterarse ni Prieto ni Largo Caballero. Tampoco creo que se preocupen de nosotros ni que hayan oído jamás nuestro nombre.

Gay volvió a reír.

—¡Claro! Ellos son los capitostes y no están en estas minucias. Pero lomalo son mis compañeros. ¿Sabe usted? Éramos cinco aspirantes a la beca y me la dieron a mí. Los otros cuatro están rabiosos, y dos de ellos son también socialistas.

—Tenía usted que haber pensado esto antes de ingresar en el partido.

—No crea que no lo he pensado. La beca me la dieron por ser socialista, y quizá me la dieran también si fuese de derechas. O con unos, o con otros, pero siempre con alguien si se quiere hacer carrera.

Gay había cogido la mano de Inés y se la acariciaba. Inés no parecía enterarse o al menos no le daba importancia.

Juan llegó un poco más tarde. Venía vestido de gris, un traje de buen paño y buen corte, pero sin corbata. Dio a Carlos un abrazo muy fuerte. Pidió cerveza, se sentó al lado de Carlos y se encaró a Gay.

—Aquí tienes al doctor Deza, el hombre que está enterrando en Pueblanueva del Conde su sabiduría. Un tipo que, además de gran médico, sabe de arte, entiende de literatura y está al tanto de lo que pasa por el mundo. Como otros muchos que yo conozco, Gay, y que tú conoces también, pintores y poetas, que no hacen más que vociferar su amargura por nuestras aldeas. Nuestra tierra se come a los hombres, los disuelve en el orballo, les quita la voluntad. Al que se queda allí se le cierran todos los caminos menos el adocenamiento y la borrachera. Tienes que venirte a Madrid, Carlos. Esto es otra cosa. El aire frío espabila. Y hay que luchar día a día para mantenerse cada cual en su puesto, porque siempre andan diez detrás de ti dispuestos a quitártelo. Éste es el país de la envidia y del olvido: si te descuidas te aplastan; si no produces, mañana nadie te recuerda. Es como vivir en guerra.

—Vendré en cuanto resuelva los asuntos de doña Mariana.

—¿Para qué te preocupas de eso? Los asuntos de doña Mariana se resolverán por sí solos; es decir, no necesitarán ser resueltos. Esto está a punto de cambiar. Se anuncian elecciones para pronto, y entonces el problema consistirá en si damos a España una estructura socialista o anarcosindicalista. Pero lo de la propiedad privada se resolverá de un modo u otro. No pierdas el tiempo en testamentarías.

Golpeó nuevamente la espalda de Carlos.

—Necesitamos hombres como tú, gente libre de prejuicios que pueda colaborar en la edificación de una sociedad nueva. Tu puesto está aquí. En España está todo por hacer; pero nada se hará como no sea desde aquí, desde la cabeza. En eso estoy de acuerdo con los comunistas. El defecto del anarcosindicalismo es su sentido cantonal. Quizá haga falta una previa dictadura centralista antes de llegar a la verdadera organización libertaria. ¡Si mis camaradas no fuesen unos doctrinarios lo habrían comprendido! Pero el anarcosindicalismo no ha evolucionado. En eso se parecen a los carlistas. Viven en pleno siglo diecinueve.

Hablaba con calma, marcaba las pausas y movía la mano derecha con suavidad, frotando el índice contra el pulgar. Carlos lo recordó dirigiéndose a los pescadores en la taberna del
Cubano
. Como orador, había progresado.

—Eres un soñador, Juan —dijo Gay—. Tenemos sociedad burguesa para unos cuantos años. ¿Crees que va a ser muy fácil desmontar las fuerzas tradicionales, el clero, el ejército, los terratenientes? Una evolución lenta y trabajosa, dirigida por el partido socialista…

—¡No, no! Una revolución. España es un cuerpo enfermo al que hay que intervenir sin demora. Aunque sea cruelmente. En cuanto a los socialistas…

Rió retóricamente.

—… el mayor capitalista de mi pueblo, el verdadero opresor del proletariado, pertenece al partido socialista. ¿Cómo voy a tener confianza en un equipo que admite a semejantes tipos? Carlos puede decirte de quién se trata, aunque creo que alguna vez te lo expliqué. Por cierto, Carlos: ¿cómo van mis pescadores? Ya sé que gracias a ti los pesqueros de doña Mariana son prácticamente suyos.

—Tienen dificultades financieras. Ha habido que hipotecar un par de barcos, y aun así las dificultades siguen.

—Y Cayetano Salgado, que andará por el medio o detrás de la cortina para estorbarlo todo.

—Cayetano no se ha metido en nada. Hemos hecho un pacto.

—¿Es posible? ¡No te fíes de Cayetano! Si no se ha metido en nada será porque le conviene y mientras le convenga. Yo andaría con ojo.

Juntó las manos palma con palma y bajó la cabeza.

—A veces siento remordimiento de haberlos abandonado. Yo no hubiera pactado; hubiera seguido la lucha hasta el final…

—Y hubieras perdido —intervino Inés.

—Quizá. Es posible que lo político haya sido pactar. Es lo que me justifica ante mí mismo. Soy demasiado intransigente, y mi intransigencia habría perjudicado a un puñado de trabajadores indefensos. Los hombres como yo…

Miró furtivamente a Carlos: le tembló la mirada.

—… podemos ver claras las líneas generales de una política, pero nos estrellamos contra la realidad concreta. Mis divergencias con los anarcosindicalistas vienen de ahí. Ellos saben conducir una huelga o gobernar un sindicato, pero no comprenden que en eso no se agota la acción revolucionaria ni tampoco en la fidelidad a unas ideas anticuadas. El anarcosindicalismo tiene que evolucionar, tiene que considerar la realidad innegable del marxismo y de su revolución, que ahí está, aunque nos disguste.

Señaló a Gay.

—La verdad se reparte a medias entre vosotros y nosotros. Si nos ponemos de acuerdo y lo mantenemos, haremos frente a la revolución. De lo contrario…

Dejó caer la mano desalentada en el mármol de la mesa.

—… el porvenir de la revolución será una incógnita.

Inés y Gay se marcharon a cenar y al cine. Tomaron un taxi a la puerta del café. Carlos y Juan bajaron, sin prisa, por la calle de la Princesa. Carlos explicó la causa de su viaje.

—¿Conoces a esa chica? —preguntó Juan.

—Sólo a su padre. Creo haberte hablado de él alguna vez.

—Me gustaría acompañarte mañana al tren. Pura curiosidad. Mi respeto por doña. Mariana ha sido, tú lo sabes, una de mis debilidades. ¿Será capaz esta muchacha de aguantar el tipo en Pueblanueva como lo aguantó la Vieja?

—Si, como dices, las cosas se resolverán por sí solas, ¿qué más da que lo sea o no? El día que se resuelvan tendrá que regresar a Francia. Si le dejáis con qué pagarse el viaje.

—No será tan fácil ni tan rápido. Hablo así delante de Gay, que es socialista y que no entiende una palabra de política; pero en confianza te diré que no lo veo claro. En las próximas elecciones triunfarán las izquierdas; esto, descontado. Pero las izquierdas no son un grupo homogéneo. Van desde los burgueses de Azaña a los comunistas de la
Pasionaria
. Nosotros, los anarcosindicalistas, quedamos fuera, como los fascistas. Probablemente las derechas se agruparán alrededor de Gil Robles, pero no creo que Azaña logre lo mismo con las izquierdas. Están los comunistas y está Largo Caballero. De modo que hay propiedad privada para rato.

—En cualquier caso tendré que ayudar a Germaine, y esto me retendrá algunos meses en Pueblanueva.

—Eso, y que es hermoso vivir allí. Lo reconozco: es hermoso y enervante. A ti no puedo mentirte: muchas veces siento nostalgia. Daría todo lo presente por unas tazas de vino en la taberna del
Cubano
o por un paseo hasta el monasterio.

—Y lo presente, ¿qué es? ¿Escribes?

—No. No escribo.

Carlos tuvo la sensación de haber hecho una pregunta indiscreta. Caminaron unos pasos en silencio. De pronto Juan dijo:

—No es moral dedicarse a la poesía mientras hay hombres oprimidos. Ni aun a la poesía política. El otro día en el Ateneo alguien defendía a Alberti, que se hizo comunista y escribe poemas sociales. Es un truco. ¿Qué más da cantar a la revolución que a las rosas? La hora no es de cantar, sino de hacer. Yo he elegido la acción.

Volvió a callar y miró a Carlos; pero Carlos seguía caminando a buen paso, con la vista al frente y la bufanda muy subida.

—Trabajo entre los intelectuales. Trabajo, además, por mi cuenta. Soy un anarquista entre los anarquistas. Me separan de ellos puntos de vista divergentes sobre táctica política; pero en el fondo coincidimos, en lo esencial. No te niego que quizá ellos desconfíen de mí: me tienen por un señorito. Pero esa misma desconfianza me da una libertad de acción que de otra manera no tendría. También entre los anarquistas hay una ortodoxia y unos dogmas. El francotirador como yo puede permitirse el lujo de la herejía, que, por otra parte, es necesaria en los medios en que me muevo. En el Ateneo, sobre todo al discutir con los estudiantes, hay que poseer una flexibilidad mental, una dialéctica amplia, incompatibles con cualquier dogmática.

Habían llegado al final de la calle de la Princesa. Carlos se detuvo.

—¿Adónde vamos?

—A una tasca, aquí cerca.

Le empujó.

—Por aquí.

Descendieron a la plaza de España, entraron en la Gran Vía.

—Es aquí, junto al mercado de los Mostenses. Recuerdas esto, ano?

Carlos lo recordaba vagamente. Olía a pescado, a hortalizas podridas. La calle estaba ocupada por camiones que cargaban o descargaban.

En la taberna Juan encargó la comida.

—Los comunistas me han enviado ya un par de recados, ¿sabes? Están necesitados de gente como yo. Pero rechacé la invitación. Primero, por no perder mi libertad; pero, además, por incompatibilidad moral. Los comunistas admiten a todo el mundo. ¡Hasta el fraile aquel de Pueblanueva trabaja para ellos!

—¿El padre Ossorio?

—Sí. Creo que se llamaba así.

Juan se sirvió un vaso de vino y lo bebió.

—Por ahí anda. Le veo a veces, y ya le hubiera partido el alma si no tuviera detrás a los comunistas. Se arrimó a ellos para protegerse. De eso estoy seguro.

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