Los gozos y las sombras (122 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Carlos empezó a liar un cigarrillo. Calmosamente. Buscó las cerillas, encendió una. Con ella en la mano, con el cigarrillo en la boca, dijo:

—¿Quién sabe? Yo me siento capaz de falsificar mi propia muerte.

Don Gonzalo Sarmiento dormitaba en un sillón, envuelto en una manta hasta la cintura, con una gorra de visera puesta y unos guantes de croché. Cabeceaba y respiraba fuerte. El aire, al entrar en los pulmones, hacía un ruido agudo, como un silbido, y, al salir, sacaba a la garganta ronquidos suaves. Tosía a veces, se despertaba con la tos, veía a Germaine sentada cerca de él, junto al hueco de la ventana, y volvía a dormir. Germaine leía unos papeles. De vez en cuando, levantaba la vista, contemplaba a su padre y volvía a leer. O acudía a arreglar la manta, que resbalaba y dejaba descubiertas las rodillas del viejo.

Terminó la lectura, dobló los papeles y los guardó en su bolso. Había oscurecido y, lejos de la ventana, la habitación estaba en penumbra. Se acercó a los cristales y miró hacia la calle. Llovía aguanieve; pasaba la gente apresurada, con paraguas, o con el cuello del abrigo levantado y la cabeza inclinada contra la ventisca. Empujada por rachas intermitentes, la lluvia golpeaba los cristales y se escurría en hilillos delgados, temblorosos.

Fue hasta la mesilla de noche, descolgó el teléfono y pidió una merienda de té. Después, encendió la luz. La claridad despertó a don Gonzalo.

—¿Qué hora es? ¿Es muy tarde?

—Las seis. He pedido la merienda.

—Sí, claro. Las seis. ¿Has pedido el té?

—Sí.

—¿Te habrán entendido bien?

—Supongo que sí.

Don Gonzalo intentó incorporarse. Germaine acudió en su ayuda.

—Te lo digo porque aquí, en España, no hay costumbre de tomar té. A la tarde se toma chocolate, ¿sabes? Alguna vez te lo habré dicho. Y les sorprenderá que alguien pida té.

Se había puesto en pie y buscaba algo con la mirada.

—No, papá. Estamos en un hotel, y sabrán que los extranjeros no toman chocolate. ¿Buscas algo?

—Sí. Buscaba… No sé. Lo he olvidado. Yo hubiera insistido, sin embargo: un té como los ingleses. Ya sé lo que buscaba…

Se dirigió, renqueando, a la puerta del cuarto de baño. Germaine corrió a abrírsela y la cerró tras él. Después, arrimó al sillón una mesilla y trajo una silla ligera, en que se sentó. Tuvo que levantarse en seguida porque llamaron a la puerta. Una doncella traía la bandeja de la merienda.

—Póngala ahí, en la mesa.

—¿Está todo bien?

Germaine inspeccionó la bandeja. Había pan tostado, galletas, mermelada y mantequilla.

—Sí, gracias.

Se fue la doncella. Germaine sirvió el té y preparó unas tostadas. Don Gonzalo reapareció. No hizo comentario alguno. Comió y bebió lo que Germaine le ofrecía.

—Estuve releyendo el testamento.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué?

—Sería oportuno que lo viese un abogado. Tiene que haber una solución o una fórmula. Don Gonzalo, con la taza del té en la mano, levantó hacia ella los ojillos azules, velados.

—Un abogado, claro. Sí. ¿Y después?

Germaine mordía una galleta. Miró a su padre con ternura.

—Un abogado nos dirá si se puede hacer algo. Tiene que ser un abogado de aquí, de Madrid, y habría que consultarlo sin que Carlos lo supiera.

—¿Por qué?

—¡Oh, papá, está bien claro! Carlos es nuestro enemigo.

Don Gonzalo alargó el brazo hasta la mesa y dejó la taza en ella.

—Carlos parece un buen muchacho. Es un Churruchao de cuerpo entero, ¿eh? Como el otro. Se interrumpió.

—¿El otro? ¿Cómo se llama el otro?

—Aldán. Juan Aldán.

—Sí, Aldán. Su padre era conde. También tiene muy buena facha, facha de Churruchao. ¿Te das cuenta? Tú no me creías cuando te contaba que somos una raza, una verdadera raza. Desde hace cinco siglos, todos los Churruchaos son como nosotros. Tu tía también era así.

Germaine se levantó.

—Papá, no pierdas de vista que hemos venido a cobrar una herencia. Vamos a ser ricos. Yo podré cantar en la ópera cuando quiera. Tendremos todo lo que hemos soñado. Pero, para eso. hay que anular el testamento.

Don Gonzalo alzó una mano y la dejó en el aire.

—Sí, sí. Tenemos que vivir como nos corresponde. Te lo he dicho siempre. Tú también eres Churruchao, no hay más que verte. Desde los doce años se vio… Antes eras menuda; pero, a los doce años, empezaste a estirar. La
concierge
me lo decía siempre: «
Monsieur
, la niña va a ser alta, como usted». Todavía éramos pobres, pero ahora se acabó la pobreza. La casa de mi prima es un verdadero palacio, también te lo dije. Su padre era muy rico. Vamos a vivir muy bien allí.

Germaine se acercó, se sentó en el brazo del sillón y acarició a don Gonzalo.

—No, papá. No vamos a vivir allí. Es lo que hay que evitar, ¿no comprendes? Tendremos una casa en un lugar cálido y de mucho sol, con una terraza para ti. Pero no será un palacio, ¿no te acuerdas ya? Nosotros soñábamos con una casa pequeña, muy bonita, la casa de una cantante, adonde yo me retire a descansar después de las
tournées
, y donde tú esperarás.

Cogió las manos de su padre y le miró a los ojos.

—Escúchame, papá. Aldán me parece una buena persona. Me mira con simpatía. Voy a pedirle que me lleve, en secreto, junto a un buen abogado que estudie el testamento. En secreto. Que Carlos no lo sepa. Estoy segura de que Juan lo hará. Tengo dinero para pagar, me lo dio Carlos.

Don Gonzalo se había acostado y empezaba a dormirse. Juan, al pie de la cama, consultaba la guía de teléfonos.

—Es un gran abogado. Mi padre fue su amigo y espero que no lo habrá olvidado. Aunque, al final, mi padre dejó de ser monárquico…

Descolgó el teléfono y pidió comunicación. Germaine se había acercado a él. Juan preguntó por un señor, y dio su nombre. Añadió en seguida: «Soy el hijo del conde de Bañobre. El señor recordará…». Esperó. Germaine le sonreía, y él deseó por un momento que el teléfono no respondiese y que ella siguiera sonriendo. Se oyó un ruido al otro lado del teléfono, y una voz dijo: «¿El señor Aldán?». Germaine dejó de sonreír.

—Sí, sí, soy yo, Juan Aldán, hijo de don Remigio. ¿Lo recuerda? ¿Cómo está usted? Quería verle para una consulta jurídica, un testamento.

Germaine oía una voz remota, metálica, a la que Juan respondía con movimientos de cabeza y con «sí, sí, sí» espaciados; alguna vez, un «sí, señor» respetuoso y un «gracias» casi conmovido. Miraba a Germaine con cierta petulancia, como si sólo él pudiera haber logrado la entrevista.

—Sí. Estaremos en punto —colgó el teléfono—. Mañana, a las cuatro, en su despacho. No será difícil despistar a Carlos.

Germaine adelantó la mano y la dejó caer sobre la mano de Juan.

—Eres un ángel. Ahora debiera pedirte que me llevases a alguna parte, al teatro o a cualquier otro sitio, pero estoy muy cansada. Perdóname.

Retiró la mano dulcemente. Juan dijo que no importaba y que también él tenía sueño.

El famoso abogado del Ilustre Colegio de Madrid leía la copia del testamento bajo la luz de una lámpara que imitaba un velón antiguo. Mientras leía, su mano acariciaba el marco de plata de una fotografía, con dedicatoria, del rey destronado. Leía a media voz y sin marcar las palabras, como un rezo habitual. La mesa, enorme, de roble o de castaño, estaba cubierta de papeles, de códigos, de objetos para escritorio en bronce y plata: una escribanía, una estatuilla de don Quijote, plegaderas, lapiceros, plumas estilográficas. El famoso abogado tenía una barba blanca y bien recortada, una barba de diputado a Cortes del Antiguo Régimen, y vestía de oscuro. Germaine, anhelante, seguía con la mirada sus gestos, el moverse de los ojos tras los cristales de las gafas, los síes y los noes de su cabeza. Aldán, sentado, en segundo término, examinaba las patas torneadas de la mesa, torneadas y figuradas, con cabezas de guerreros y de hipogrifos, que se repetían en las cornisas de los sillones, en el bargueño, en los armarios de libros… Un damasco rojo tapizaba las paredes. Los pies se hundían en una alfombra también roja, gruesa, suntuosa. Todo era macizo, costoso, abundante.

El famoso abogado levantó la cabeza.

—¿Y era muy rica esta señora?

Germaine dijo: «Sí», y trasladó la pregunta a Juan con una mirada. Juan explicó:

—Un capital antiguo, pero muy sano. No puedo decirle lo que valdrán las acciones de Astilleros Salgado; pero los barcos de pesca pueden calcularse en medio millón de pesetas, por lo bajo. Luego, algunas fincas urbanas, muchas tierras y casas de labor, y el palacio. El palacio tiene que valer mucho, quizá otro medio millón sin contar lo que tiene dentro, que es muy bueno, en muebles antiguos, plata, cuadros… ¿Me entiende? Y dinero en metálico que habrá en el Banco.

El famoso abogado dobló la copia y se la alargó a Germaine. Después, se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa.

—No he visto en mi vida disparate mayor ni más sólidamente fundamentado. Es un prodigio de redacción jurídica. No hay abogado en el mundo que pueda conseguir su anulación.

Recogió las gafas y empezó a limpiarlas con el pañuelo.

—Pero esta doña Mariana estaba loca, a no ser que…

Miró fijamente a Germaine, con ojos como puntas encendidas.

—¿Usted está soltera?

—Sí.

—Pues juraría que lo que esa señora pretendió con este testamento fue poner las cosas de tal manera que usted y ese señor Deza acaben por casarse.

—Pero ¡eso es absurdo! —gritó Germaine.

El abogado le sonrió.

—Lo es el testamento, a primera vista; pero, si admitimos esa hipótesis, deja de serlo. Es lo que se me ocurre.

Germaine había inclinado la cabeza y miraba atentamente a los guantes y al bolso. El abogado se levantó y se colocó ante la mesa: la chaqueta, desabrochada, dejaba paso a un vientre grande, ornado de blanco chaleco.

—¿Y no hay remedio? —preguntó Germaine.

—Si lo que usted pretende es que le sea entregada la totalidad de la herencia sin limitación ni condición alguna, tendrá que conseguirlo del señor Deza. Él puede hacer y deshacer sin la menor responsabilidad. No hay un tercero que pueda reclamar.

—¿Y el codicilo?

El abogado se rascó la cabeza.

—Dada la mentalidad caprichosa de la testadora, ¿qué sabe uno lo que habrá ahí? Lo mismo puede declararla a usted heredera universal, que sería lo lógico, ya que no hay otro pariente próximo, que legar sus bienes a un convento.

—Eso, no —interrumpió Juan—. Doña Mariana no era partidaria de los curas.

—Aun así… Mi consejo es que convenza usted al señor Deza, y sólo en último extremo exija la apertura del codicilo. Pero sólo en último extremo… Y, desde luego, nada de pleitos. Los tiene usted perdidos de antemano.

El famoso abogado del Ilustre Colegio de Madrid deseó mucha suerte a Germaine y le cobró doscientas cincuenta pesetas por la consulta, en atención a su amistad con el fallecido conde de Bañobre, «aquel mala cabeza».

—Porque usted, querido Aldán, no será republicano, ¿verdad? No habrá cometido el error de su padre.

—No. No soy republicano.

Les acompañó hasta la puerta, pidió para ellos el ascensor. Al darles la mano, guardó en el bolsillo del chaleco las pesetas.

—Ya lo sabe, señorita. Todo depende de que sepa usted pedir y convencer. Salvo si ese señor Deza es un guapo mozo y prefiere usted casarse…

No dijeron palabra hasta llegar al portal. Aldán, entonces, propuso meterse en un café, porque llovía y era todavía temprano. Pero el despacho del abogado estaba en la calle de Serrano, y Juan desconocía aquellos barrios. Se metieron en un taxi y regresaron al centro. Germaine seguía silenciosa, llevaba las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza baja y la mirada absorta. En la penumbra del taxi, Juan la contemplaba con embeleso, pero Germaine parecía ajena a la admiración de Juan.

—Será mejor que sigamos hasta la Gran Vía. En los cafés de Alcalá podemos encontrar a Carlos.

La llevó a un bar silencioso, en una calle lateral. Las mesas eran bajas, y los sillones, cómodos. Había poca gente, se hablaba susurrando y, en alguna parte, sonaba una música tenue. Hacía calor. Germaine se quitó el abrigo, hizo unas inhalaciones y pidió café. Juan le preguntó si se inhalaba por miedo a los catarros; Germaine le respondió que un catarro había dejado sin voz a su madre.

—Estoy muy preocupada. Temo que Carlos no se avenga a un arreglo. ¡Y si es cierto que quiere casarse conmigo…!

Juan la miraba a hurtadillas, estudiaba los gestos de su cara, los movimientos de sus manos.

—No lo creo de Carlos. Además…

Se inclinó hacia ella y bajó mucho la voz:

—Cuento con tu discreción, ¿eh? Carlos tiene un compromiso serio. Desde que llegó a Pueblanueva entró en relaciones íntimas con una mujer del pueblo. Un asunto penoso, pero de los que atan. Cuento con tu discreción…

Germaine volvió la cabeza bruscamente.

—¿Es rico Carlos?

—No. Tiene una casa buena, pero muy descuidada, y algunas tierras. No le dan para vivir.

—Y mi tía, ¿sabía lo de esa mujer?

Juan vaciló.

—No sé. No lo creo. Tu tía era muy mirada con esas cosas. De saberlo, no hubiera confiado en Carlos.

Germaine le cogió una mano y se la apretó fuertemente.

—Estoy perpleja, Juan. No sé qué hacer. ¿Piensas que Carlos me exigirá que viva cinco años en Pueblanueva? ¿Será posible que no comprenda el daño que eso me haría, o, si lo comprende, que me lo haga a sabiendas?

Llevó hasta el pecho la mano de Juan, y Juan tembloroso, tardó en responder unos segundos.

—Creo que debes exigir y no ceder. Claro que si se conocieran los verdaderos propósitos de Carlos… Sin embargo…

Titubeó. Germaine apartó, sin soltarla, la mano de su pecho.

—… sin embargo, siempre queda, en último término, una transacción. Que te entregue el dinero. Tiene que ser mucho.

—Lo quiero todo, no sólo el dinero. La casa, los muebles, las tierras. Llevarme lo que pueda, y lo que no, venderlo.

Lo dijo con pasión, con decisión, y, al decirlo, soltó la mano de Juan. El la dejó un momento reposar en el regazo de Germaine; después, la retiró poco a poco.

—Lo necesito todo. Y no quiero, entiéndelo bien, dejar nada detrás de mí. No quiero volver a España, ni saber que en España hay algo mío, abandonado…

—Claro. Te sentirás francesa.

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