Los gozos y las sombras (126 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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El fraile se encogió de hombros.

—¡Hace ya tanto tiempo…!

—El retrato que usted pintó es el de una mujer triste. Y, sin embargo, lo pintó como regalo de boda, cuando ella iba a casarse.

—Cuando una operación quirúrgica acababa de dejarla sin voz. No olvide usted esto: una enfermedad de la laringe le arrebató todas sus esperanzas.

—Es decir, que el matrimonio no la compensaba de lo perdido. ¿Por qué se casó?

—Supongo que… por miedo a la vida. Era pobre. No tenía familia.

—Y se casó con el millonario Sarmiento, un fracasado, incapaz de ganar un real.

—Ya le he contado cómo fue.

—A mí, no; a doña Mariana. Ella me lo repitió, naturalmente, y pidió mi opinión, pero no se la di. Le hubiera servido para confirmar lo que ya sospechaba, y nos hubiéramos equivocado, quizá.

El fraile se había arrimado a la cómoda, de espaldas a un crucifijo y a un espejo. Carlos daba vueltas a su alrededor; unas veces le miraba, otras no. Unas veces le hablaba en la cara; otras, parecía dirigirse a las sombras.

—¿Y qué es… lo que sospechaba doña Mariana?

Carlos le echó desde lejos un pitillo, que el fraile recogió al vuelo.

—Gonzalo Sarmiento era una buena persona, pero tonto. Le atraía la sociedad de los artistas, pero él no lo era. Sin embargo, ¿qué importa no ser cuando puede simularse? En aquella sociedad abundaban los artistas sin obra, los que pasan cuarenta años anunciando el libro excepcional que no se escribe nunca porque la perra vida no lo permite. Quizá Gonzalo haya sido uno de éstos. Hasta que le conoció a usted. Usted era un artista de verdad y, además, un Churruchao, como él. Gonzalo dejó de simular para apropiarse un poco de la personalidad de usted. Sin darse cuenta, inocentemente, como un contagio. La prueba de su inocencia es que no escondió el original. Y el original entonces atravesaba un período de crisis, una crisis grave, profunda. Usted me la describió el otro día.

—¿Y qué?

Carlos se plantó ante el fraile.

—Eso digo yo. ¿Y qué?

Alzó los brazos y agarró al fraile por los hombros. Lo sacudió blandamente.

—No lo diga, padre, no hace falta.

Se miraron fijamente. El fraile bajó los ojos. Carlos soltó los hombros, dejó que sus manos resbalasen hasta encontrar las del padre Eugenio.

—Beba algo. Está frío. Y no vuelva a preocuparse del perdón.

—Usted, ¡qué sabe!

Carlos cogió la botella del aguardiente, sirvió un poco en un vaso y se lo ofreció.

—Beba. ¿Quién puede no perdonarle? ¿Dios? Usted cree en Él, y en el poder de un sacerdote para absolver. Y usted ha solicitado la absolución. ¿O es lo nuestro lo que le preocupa? ¿Un tribunal de Churruchaos juzgándole por adulterio? La Vieja murió y le hubiera perdonado; yo, ¿cómo me atrevería a juzgarle? En cuanto a Gonzalo, no creo indispensable que se arroje usted a sus plantas, le confiese la verdad, etc. Sería una falta de caridad, en el caso de que él lo ignore, o en el caso de que sólo su hija lo desconozca.

—No soy el padre de Germaine —dijo el fraile, con voz oscura—. Y no entiende usted nada de lo que me sucede. No podrá entenderlo nunca. Porque usted sólo ve lo humano…

Carlos le interrumpió:

—Ya. Y usted lo transporta todo al cielo, adonde a mí me resulta imposible seguirle.

—No tengo más remedio que hacerlo, porque lo siento así.

Tenía el vaso del aguardiente en la mano, a la altura del pecho. Lo apartó, y Carlos volvió a servirle. El fraile bebió y dejó el vaso en la cómoda.

—Usted lo reduce todo a folletín, y yo, a teología. Pero ¿dónde estará la verdad?

—Bueno, según como se mire. A veces, el folletín es más entretenido.

—Pero la teología es más seria. En último término, no soy yo quien ha puesto mi pecado delante de Dios. No se me hubiera ocurrido. Aquello surgió, como usted ha adivinado, en un momento de crisis, y me ayudó a superarla. No transformando en pasión mi angustia de fracasado: eso hubiera tenido una relativa justificación humana. La cosa sucedió fríamente: ella, desencantada de la copia, vino en busca del original, y yo pensé que la embriaguez de una aventura con una mujer bonita me sacaría de la desesperación. Y así fue. Y nunca consideré que hubiera hecho mal, porque me había sido útil, porque me había servido de remedio. Esto sucedió en la primavera de 1914; Suzanne pasaba los primeros tiempos de su embarazo. Sobrevino la guerra y marché de Francia.

—Esto, padre, todavía no es teología. Siento decepcionarle, pero no pasa de folletín. Y usted hizo el peor papel, el de traidor.

—Después vine a Pueblanueva. Hice amistad con el padre Hugo. El padre Hugo me enseñó a ver la vida de otra manera. Ya ve usted: si me hubiera tropezado al padre Fulgencio, ahora no tendría problemas. El padre Fulgencio es un moralista, por no decir un jurista. Es de los que admiten la prostitución como mal menor y condenan el adulterio porque destruye la familia. El padre Hugo era un hombre religioso. Veía a Cristo en las criaturas, sus manos tocaban el misterio, sus palabras lo mostraban. Pero no intentaba penetrarlo, ni reducirlo a términos racionales. Se arrodillaba, se anulaba ante él. Y nos enseñaba a reconocerlo y a arrodillarnos también. Para el padre Hugo, el más hondo de los misterios tangibles eran los hombres, todos y cada uno de ellos. «Piensen ustedes en los que conocen, piensen en ustedes mismos. ¿No es absurdo que Cristo haya muerto para redimirnos? Aparentemente, ninguno de nosotros, ni de los vivos, ni de los muertos, ni de los que nacerán, merece el sacrificio de Dios, y, sin embargo, el sacrificio se hizo. Luego, hay algo en cada hombre que nosotros no entendernos racionalmente, algo que sólo adivinan los que aman a sus semejantes. Por ese algo, Dios nos amó y nos impuso el deber de amarnos los unos a los otros. Fíjense bien: la moral predicada por Cristo consta sólo de dos mandamientos de amor; luego lo inmoral es no amar. El gran pecado es no amar a los semejantes, y el mayor de todos los pecados, el desprecio. El lujurioso peca porque usa de la mujer como de un instrumento; el que explota a los trabajadores peca porque hace al trabajador instrumento de su codicia. En ambos casos, el ser humano pierde para el otro la condición de hombre. Pero la Revelación de Cristo, en lo que al hombre atañe, nos dice que todos somos iguales por estar hechos a la imagen y semejanza de Dios y porque todos somos en Cristo, porque Cristo es el sostén de nuestro ser, y ningún hombre, cualquiera que sea su conducta, puede destruir esa cualidad, sin la que no sería hombre. Por tanto, no existen hombres despreciables, y el que los desprecia, lujurioso o explotador, pretende arrebatarles su condición divina.»

Había oscurecido la tarde, y el padre Eugenio, arrimado a la cómoda y con las manos extendidas, era poco más que una sombra. Carlos, cerca de la pared, le escuchaba. Adelantó unos pasos y tendió la mano.

—Perdóneme, padre Eugenio. Si en vez de estar yo presente estuviera Cayetano Salgado, me explicaría ese recuerdo de las hermosas palabras del padre Hugo. ¡Ya lo creo! Podrían servir a Cayetano para dar a su socialismo cierto tinte cristiano, si le apetecía o si lo necesitaba. Pero yo no soy reformador social, ni moral, ni siquiera un hombre de honesta conducta. ¿Qué tiene eso que ver con nuestro caso?

—¿Es que no ha comprendido todavía que yo usé a Suzanne como de un instrumento y que desprecié a Gonzalo?

—Bien. Pero usted se arrepintió y fue perdonado.

—¿Está seguro? No de que haya sido perdonado, que eso sólo lo sabe Dios, sino de que me haya arrepentido.

—Hombre, usted me lo dio a entender. Entró en un convento, se metió a fraile… No iba a llevar consigo sus pecados.

—Yo me metí a fraile, pero el
pintor
quedó fuera. Yo me arrepentí de mis pecados, pero el
pintor
todavía considera que aquella aventura sucia que le sirvió para salir de un atolladero y salvar lo que podía ser salvable, estuvo bien.

Se pasó las manos por los ojos, las mantuvo así unos instantes.

—Una parte de mí se ha resistido siempre a Dios, y yo sé por qué. Lo que en mí hay de artista, lo que más amo de mí, lo que me hace estimarme cuando todo en mi ser se siente despreciado, sobrevive y subsiste gracias a aquel pecado: sin él se hubiera destruido. Yo, después, no he querido destruirlo, o, al menos, olvidarlo. He esperado siempre rescatarlo, redimirlo, transformando el arte en oración. Ahora se explicará usted lo que le dije el otro día.

En la iglesia habían cesado los martillazos. Abrieron la puerta, y un carpintero asomó.

—Eso ya queda listo, padre. Los maderos los dejamos en el pórtico.

Llevó la mano a la gorra y se retiró.

—¿Por qué no vemos ahora esas pinturas?

—Si usted lo prefiere…

Salieron de la sacristía. Los carpinteros habían abierto la puerta grande y sacaban por ella los últimos maderos. El padre Eugenio corrió a comprobar que la puerta quedaba bien cerrada.

—Lucirán mejor mañana, no le quepa duda. Ahora…

Encendió los altares laterales. Repitió algunas consideraciones, oídas y sabidas de Carlos.

—Bueno. Veamos ahora esto. Póngase ahí, en el medio.

Carlos se situó encima de la lápida de doña Mariana. El fraile encendió la luz. La pintura del ábside aparecía terminada. El fraile hizo visera con la mano: miraba a Carlos.

—¿Qué?

—Bien. Muy bien.

—¿Sólo eso? ¿El rostro? ¿No le sugiere nada?

Carlos se sentó en la esquina de un banco.

—Me sugiere que usted tiene miedo a Cristo.

—¿Por qué lo dice?

—Porque ha pintado al juez.

El fraile descendió las escaleras del presbiterio. Se acercó, casi jadeante.

—Luego, ¿cree que no he acertado?

—No se trata de acertar o no. Ha hecho usted una pintura impresionante, la pintura de un Ser que es justo y misericordioso; pero parece haber olvidado la misericordia.

El fraile dormía aquella noche en la iglesia: faltaban todavía retoques y detalles, y tenía que estar allí a primera hora de la mañana para dirigir la ornamentación y, después, para tomar parte en la bendición, que se haría sin fieles, por el prior y los frailes.

Cuando Carlos salió a la plaza, había anochecido. Brillaban las losas, caía un agua fina, azulada. Bajo los soportales, unos chiquillos alborotaban. Subió el cuello del abrigo, metió las manos en los bolsillos, atravesó la plaza, chapoteando. La tienda de Clara estaba todavía abierta. Se acercó a la puerta. La tienda parecía vacía.

—¡Clara!

Clara, sentada en una silla baja, leía. Alzó la cabeza, vio a Carlos y rió.

—¡Hombre! ¿Ya estás de vuelta?

—Vengo de la iglesia.

—¿Te vas a hacer beato? No te va.

Carlos se quitó el abrigo. Lo sacudió.

—¿Dónde puedo colgar esto?

—Ahí, detrás de la puerta, hay un clavo.

Sacó una silla por encima del mostrador.

—Toma y siéntate. Es decir, si no tienes prisa. ¿Has visto a mis hermanos?

Carlos apartó la silla y se acercó al mostrador. Las planchas de madera brillaban pulidas.

—Sí. He visto a Juan, a Inés y al novio de Inés.

—¿El novio de quién?

Le dio la risa a Clara, una risa ancha, alegre, pero repentinamente quedó seria.

—Cuéntamelo todo y no me engañes.

—¿Suelo hacerlo?

—No, pero interpretas las cosas a tu modo y una no sabe a qué atenerse.

—¿Lo quieres con detalles?

—Quiero saber lo que pasa.

—Pues mira: llegué a un piso donde había cuatro muchachas cosiendo…

Clara no le interrumpió: escuchó media hora seguida, miraba a los ojos de Carlos, o a sus manos, o a la plaza, en que el orballo azul seguía cayendo. A veces, con más fijeza; y entonces Carlos apartaba la vista de ella y la dejaba resbalar por las cajas ordenadas en los anaqueles, o jugueteaba con un cordel anudado, o con un botón.

—… por fin, Juan nos acompañó a la estación. Le preguntó a Germaine si podría escribirle alguna vez, y ella respondió que tendría mucho gusto en recibir carta suya y en contestarle. Se despidieron muy cariñosos. Después, me acompañó a mi departamento, que estaba algo apartado del de Germaine, ellos venían en coche-cama, y yo, en segunda. Me dio un abrazo y me dijo: «No olvides que el porvenir artístico y la felicidad de esta muchacha están en tus manos». Y yo le pregunté: «Y tú, a qué te crees más ligado, ¿a su porvenir artístico o a su felicidad?». Se echó a reír. «A este respecto, ya sabes a qué atenerte.» Subí al vagón, me hizo un saludo y fue corriendo a despedirse otra vez de Germaine. Entonces pitó el tren…

Clara dijo:

—Es hora de cerrar. ¿Por qué no me esperas un minuto y le echo un vistazo a mamá? Luego, puedes llevarme a cualquier sitio y me invitas a una copa.

Volvió pronto. Se había puesto un abrigo y traía el paraguas.

—Sal ya.

Apagó la luz y echó la llave a la puerta.

—¿Puedo cogerte del brazo? Es que, así, te taparé mejor.

Salieron de los soportales. Ante la puerta del café cantante, Carlos se detuvo.

—¿Por qué no vamos a casa de la Vieja? Conocerás a Germaine.

—Todavía no he decidido si quiero conocerla o no.

—Es encantadora, y habla muy bien el español.

—No, no. Otro día.

Entraron. Marcelino el
Pirigallo
hacía cuentas inclinado sobre el libro mayor. Les vio entrar y acudió rápidamente. En el fondo, junto al escenario apagado, el pianista y la cupletera ensayaban, por lo bajo, una canción. Clara pidió mariscos y vino.

—Así, me ahorro la cena.

Empezó a comer con ganas.

—Ahora, te dejo que me hables de mis hermanos a tu manera.

—Creo que Inés hace bien en casarse, y que Juan no sabe qué hacer.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre?

—Me equivoqué tantas veces, que he decidido andarme con cuidado. Las personas dan sorpresas.

—¿Y Germaine?

—Ya te lo dije: encantadora. A cualquier muchacha le gustaría ser como ella.

Clara arrancó con fuerza la uña de un percebe.

—A mí, no.

—¿Qué sabes, si no la conoces?

—Nunca me gustaría ser como la mujer de quien puede enamorarse mi hermano. Y quizá de quien puedas enamorarte tú.

—Si sucediera, sería contra mi voluntad.

—Te equivocas. Es la mujer de quien querrías enamorarte. Lo mismo que Juan. Una mujer fuera de vuestro alcance, que no ha contado con vosotros y no plantea problemas sentimentales, ni pone en compromisos. ¡La mujer ideal, desengáñate! Se puede uno enamorar y hasta morir de amor, pero no hay que casarse con ella, ni mantenerla…, ¡ni hacerle un hijo, qué caray!

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