Resultó que el agua no era un problema, como habían temido. Chapoteaban continuamente en una suerte de limo denso y oscuro, pero el nivel apenas pasaba de la pantorrilla. Los haces de luz barrían las paredes en todas direcciones. A veces, las mortecinas luces blancas sorprendían una cucaracha que huía pared arriba a gran velocidad, o una montaña de porquería arrumbada contra una esquina. Pero nadie decía nada.
Un rato después, el grupo se detuvo.
—Es aquí. Hemos llegado —anunció el Cojo.
Moses se acercó a la pared que les separaba del río y pasó la mano por ella. El tacto era frío y rugoso.
—Tenemos que pensar mejor cómo vamos a hacerlo cuando lleguemos a la siguiente alcantarilla —exclamó—. La última vez no nos fue demasiado bien.
—Funcionaba bien cuando iba yo solo... —se apresuró a decir el Cojo, y algo en su tono de voz llevaba implícita una disculpa.
—Ahora somos cinco. Ése es el problema. Es demasiado tiempo. Esas cosas tienen tiempo más que suficiente para echársenos encima.
—Podemos hacerlo más rápido... —dijo Isabel, más para sí misma que para los demás.
—No habrá más remedio que confiar en eso —dijo Moses, pasándose una mano por la cara como si quisiese apartar el recuerdo de la escena que había vivido no muchos minutos atrás.
—De acuerdo... —dijo el Cojo despacio, iluminando con la linterna la tapa de la alcantarilla que se encontraba a apenas veinte metros—. Pues vamos allá.
Entonces el túnel explotó.
Un fulgurante y cegador resplandor blanco lo llenó todo. Tuvieron la sensación de ser transportados, arrebatados del lugar donde habían estado como si hubieran salido despedidos de una montaña rusa tipo cohete. El calor intenso les abrasó la piel, y cayeron desmadejados varios metros más allá, envueltos en polvo y cascotes. El túnel se llenó de humo, que olía a cenizas y a pólvora gastada, pero el techo se había colapsado y se escapaba hacia la luz del día.
Aturdido y magullado, Moses abrió los ojos. Descubrió que le costaba moverse y que respiraba con dificultad, jadeante, como si acabara de correr los cien metros lisos. Sentía en el pecho una fuerte presión, y al intentar incorporarse, notó que algunos pedazos de escombros resbalaban de su cuerpo; estaba prácticamente enterrado entre los restos del túnel. Le pareció que el aire encerraba una especie de pitido constante y molesto, pero al mover los cascotes, que cayeron silenciosos a un lado, descubrió que eran sus oídos, embotados por la explosión.
Moses llamó a sus amigos por sus nombres, uno a uno, y descubrió que empezaba a recuperar audición. Aun así tuvo la angustiosa sensación de estar hablando debajo del agua.
Intentó ver algo a través de la polvareda. Cerca suya había al menos dos cuerpos, medio enterrados entre los cascotes. Se arrastró como pudo hacia el más próximo, cogió su mano y la sacudió, pero estaba inerte, totalmente lacia. Su brazo presentaba una herida longitudinal, como si se hubiera raspado con algo.
“No, por favor, no...”.
Sacudió el cuerpo, intentando obtener respuesta, y al hacerlo reparó en el viejo jersey gris que conocía tan bien. Era Isabel. Isabel enterrada en escombros.
—¡Isabel! —gritó, sacudiéndola con más fuerza—. ¡Isabel! Notaba cómo el pánico nacía de su pecho y germinaba por todo su cuerpo, cálido y paralizador. Luchaba por arrastrase un poco más; tenía que llegar hasta su cara, ver cómo estaba y si podía respirar o estaba enterrada.
A pocos metros, alguien más se movía. Escuchó toses entre la polvareda. Las lágrimas dejaban surcos de piel limpia en sus mejillas manchadas de tierra.
Por fin, inesperadamente, Isabel se sacudió con un violento espasmo. Arrancó a toser con gran fuerza, haciendo caer los escombros a ambos lados. Moses se sintió invadido por una enorme sensación de gratitud, y se arrastró hasta recorrer el tramo que le separaba de ella.
—Ya está... sssh... ya está... —decía, sujetándole la mano con fuerza.
Alguien más estaba llamando a Mary, no mucho más lejos.
—¿Puedes... puedes levantarte? —preguntó.
Isabel se llevó una mano temblorosa a la frente. Había sangre allí, manando abundante.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con un hilo de voz.
—No lo sé. Una explosión. Pero no sé...
El grito desgarrador del Cojo les interrumpió. Gritaba el nombre de Mary, una y otra vez. Moses miró en su dirección, y allí, bañados por la luz del día que entraba por el techo, estaba el Cojo con el cuerpo desmadejado de Mary entre sus brazos. Su cabeza estaba hundida en el hueco de su cuello; el rostro de ella estaba vuelto hacia atrás, con los ojos cerrados y su cabello rubio convertido en una maraña de pelos y sangre. Moses ahogó un grito.
—¿Roberto? —sollozó Isabel, con ambas manos cubriéndose la boca.
Pero Roberto no se movía, continuaba allí donde había sido lanzado por la explosión. Su brazo estaba torcido sobre la espalda, en un ángulo que hubiese sido difícil de realizar sin años de adiestramiento gimnástico.
Y entonces, emergiendo paulatinamente como el rumor del agua de un río que llega, los lamentos de los muertos llegaron a sus oídos. Primero uno, luego otro, los zombis comenzaban a asomarse por el borde de la grieta que había dejado la explosión. Parecían indecisos y hasta atemorizados, a juzgar por sus ojos abiertos de par en par y la forma de sus bocas formando círculos perfectos. Pero luego divisaron al Cojo, llorando con el cuerpo de Mary contra su pecho, y sus ojos volvieron a reflejar el tremendo ansia que les caracterizaba.
—Oh, Dios... —musitó Moses.
Haciendo acopio de fuerzas e ignorando el dolor lacerante de sus castigados músculos, consiguió incorporarse y ponerse detrás de Isabel. Lo hizo despacio, para no atraer la atención de los espectros, pero su mirada bailaba continuamente entre ellos y el Cojo.
—Josué... —llamó.
“¿Estoy gritando en voz baja?”, se descubrió pensando.
—Vamos... —le dijo a Isabel—, tenemos que irnos.
Puso sus manos debajo de las axilas de ella y tiró hacia arriba. Le sorprendió constatar lo poco que pesaba, pero aun así sus brazos protestaron por el inesperado esfuerzo.
—Está muerta... —dijo el Cojo, volviendo su rostro hacia ellos—. Mary está muerta.
Los muertos vivientes se habían arremolinado alrededor del agujero. Había un salto de unos dos metros hasta abajo, y se debatían cerca del borde. Moses sabía que en el momento en que sólo uno de ellos se decidiera a lanzarse, o cayera por accidente, todos los demás se precipitarían hacia ellos como un solo cuerpo.
—Josué... los zombis, por el amor de Dios, hay que volver por el túnel...
Isabel se había acercado a Roberto. Su brazo estaba laxo, inútil. Le pasaba una mano por la cara y le llamaba, pero Roberto tampoco contestaba. Entonces, como atendiendo a un instinto básico, Moses miró hacia arriba y le vio.
Era un hombre alto, de tez cadavérica y grandes globos oculares a los que la extrema delgadez de su rostro le conferían un aspecto pavoroso. Estaba de pie entre los zombis, en primera fila, y sonreía mostrando una dentadura grande y perfecta. Unos pocos cabellos blancos caían lacios a ambos lados de su cabeza. Vestía una raída sotana de sacerdote.
El sacerdote le señaló con el dedo.
—Y Jesús se acercó a los impíos y les dijo: regocijaos, porque la Hora es la señalada, y es Hora en verdad de purgar vuestros pecados con la sangre que derramaréis en nombre de la Expiación.
Isabel se giró con la rapidez de una gacela que, pastando en el prado, percibe el olor de un depredador a escasos metros. Moses vio la expresión de terror que se había apoderado de ella. El blanco de sus ojos contrastaba vivamente con la abundante sangre que teñía su semblante. Y lo entendió. Era aquel tipo, el cura que los había perseguido en la Plaza de la Merced. El jodido cabrón que había hecho volar el túnel por los aires.
Sin pensárselo dos veces, Moses tomó un cascote de cemento y ladrillo y lo arrojó con furia contra el cura. El impacto fue certero, el proyectil desgranó un ruido seco al acertar al sacerdote en plena frente. El cura trastabilló, aullando como una hiena herida y moviendo los brazos como si fuera a perder el equilibrio. Los zombis parecían a punto de reventar de pura excitación, revolviéndose como una jauría de perros esperando la orden de su amo para hincar el diente a su presa.
—¡JOSUÉ! —gritó al fin—. ¡TENEMOS QUE IRNOS!
El Cojo miró hacia arriba, con los ojos anegados en lágrimas. Su cara era la máscara griega de la tragedia.
Moses se acercó a Isabel y buscó el pulso en el cuerpo inerte de Roberto. No obstante, ni en la muñeca ni en el cuello percibió el ritmo de su corazón. Miró a Isabel, y ésta le pareció una extraña: tanto había cambiado su expresión por mor del pánico que la contaminaba.
—Vámonos... vámonos... —dijo tironeando de ella. Su propia voz le pareció distinta, irreal—. Está muerto, Isabel, está muerto...
—¡TÚ! —bramó el Padre Isidro desde lo alto del cráter. Sus ojos estaban henchidos de odio.
Moses lo miró, desafiante. El sacerdote cogió del brazo al muerto viviente que tenía al lado, y con un rápido movimiento, lo arrojó al interior del agujero. El espectro cayó de bruces; una visión extraña, porque no intentó poner las manos para frenar la caída, como haría instintivamente cualquier ser vivo. Estaba a apenas cuatro metros del Cojo.
—¡JOSUÉEEEEE! —gritó Moses. Las sienes le palpitaban con tanta intensidad que su visión se nubló por unos instantes.
El Cojo se volvió hacia él, y algo en sus ojos le provocó una nueva oleada de pánico, si cabe, mayor que las anteriores. Algo en sus ojos le estaba diciendo: “Ha muerto, tío. Ha muerto y me rindo. Me rindo. Me rindo, hermano”.
El zombi se incorporaba torpemente, pero con la vista fija en ellos. Al momento, otro de los muertos vivientes caía pesadamente al túnel, al lado del anterior. Llevaba camisa azul de manga corta y corbata, y Moses, bloqueado y fascinado por un momento, pensó en cuánto se parecía al gilipollas del BBVA que le rechazó un crédito personal hacía unos años. Esa vez fue Isabel quien tiró de él. Movía la boca pero no entendía lo que le decía, como si alguien hubiera desconectado el sonido. Por fin, sacudió la cabeza y miró en la dirección que Isabel le señalaba, el túnel a sus espaldas, la boca aciaga y húmeda por la que habían venido, llenos de confianza.
Un tercer zombi llegó al pie del cráter, resbalando por la pared de cemento, y cayendo prácticamente de pie. El Padre Isidro continuaba empujándolos, con un ojo cerrado a causa de la sangre que brotaba de la herida. Se había limpiado con una manga y había dejado unas marcas horizontales que a Moses le parecieron pintura de guerra. Y a aquél le siguieron rápidamente un cuarto, y un quinto... empezaron a llegar en proporción geométrica; una cascada de cuerpos que, al aterrizar, despedían sonidos acuosos, como frutas maduras estrellándose contra el suelo.
En ese momento, uno de los espectros se abalanzó sobre el Cojo y lo derribó hacia atrás, seguido inmediatamente por un segundo espectro. Moses hizo un intento de llegar hasta él, pero tres espectros se interpusieron en su camino, amenazantes. Moses miró más allá de ellos: no había ya señales de lucha; el Cojo simplemente había desaparecido tras las figuras de los atacantes que se sacudían violentamente a medida que golpeaban, cortaban y desgarraban la carne que había sido Josué. Su hermano Josué. Moses chilló, impotente, pero Isabel lo retuvo con fuerza, esforzándose por tirar de él en sentido contrario.
Por fin, ignorando la proximidad de los espectros, la chica le cogió la cara con ambas manos, se la puso delante y le gritó con todas sus fuerzas:
—¡QUIERO VIVIR! ¡VIVIR!... ¡SÁCAME DE AQUÍ, MO, SÁCAME DE AQUÍ!
Moses la miró, perplejo. Le temblaban las manos, y la parte inferior de su mandíbula se movía como si tuviera vida propia. Pero los ojos de Isabel expresaban tanto súplica como mandato, y Moses sintió un renovado impulso que le hizo reaccionar. Cogió la mano de Isabel y trotó torpemente hacia el túnel que se alejaba, oscuro, de aquel cráter.
—¡NO PODÉIS ESCAPAR! ¡NADIE PUEDE ESCAPAR DE LA IRA DE DIOS! —chilló la voz aguda del sacerdote.
Moses se sintió aliviado cuando, a medida que corrían en medio de la oscuridad del túnel, se dio cuenta de que la verborrea del sacerdote desaparecía poco a poco, haciéndose cada vez más y más lejana.
Los muertos les perseguían.
En tan sólo unos días se obtuvo el consenso y la aprobación para intentar hacer funcionar el helicóptero del edificio de la policía. Hubo algunos detractores, pero la democracia habló por sí misma y la mayoría impuso el resultado de la votación. La comitiva que escoltaría al piloto estaba compuesta, como no podía ser de otro modo, por Dozer, Uriguen, José y Susana.
Llegaron sin dificultades al edificio de la comisaría utilizando los túneles de las cloacas, y se sirvieron de una salida ubicada en la parte trasera, donde encontraron muy pocos zombis. Apenas cuatro metros les separaban de la misma entrada que habían utilizado la última vez, un ventanuco que se abría en la pared a casi dos metros de altura, lo que les garantizaba que ninguno de aquellos espectros iba a seguirles.
Una vez estuvieron todos dentro, siguieron su estricto protocolo de prudencia, aunque para entonces ya les había quedado claro que el edificio seguía tan vacío como lo dejaron.
—Relájate, hombre —dijo Uriguen, dando una sonora palmada a Jaime en la espalda—. Llevas el culo tan apretado que parece un tapón a prueba de niños.
Todos rieron, incluso Jaime, que hasta ese momento había parecido un poco descompuesto.
Las diáfanas salas seguían vacías; las mesas, volcadas; los papeles, dispersos por el suelo. Unos maltrechos armarios de metal formaban una montaña en mitad del recibidor principal, y al pasar junto a ellos, uno era invitado a preguntarse cuál había sido la historia de aquel lugar, qué había pasado mientras los agentes de la autoridad eran literalmente diezmados en las calles en sus intentos por detener no sólo a los espectros resucitados, sino también a la población civil que había enloquecido, entregada a la histeria colectiva cuando no al pillaje y a la violencia por la violencia.
Subieron las escaleras hacia los pisos superiores y deambularon un rato por sus estancias intentando encontrar el acceso a la azotea con el helipuerto. Jaime siempre permanecía en retaguardia, protegido por Dozer. Por fin, tras subir unas angostas escaleras de cemento, se encontraron saliendo al exterior. Allí, el hermoso EC135 de color azul y blanco descansaba, radiante, sobre sus dos grandes aletas.