Permanecieron en silencio, alertas, aguantando la respiración sin ser apenas conscientes de ello. Entonces se produjo un segundo golpe, igual de contundente, seguido de un tercero y un cuarto en rápida sucesión. Carmen rompió a llorar, abrazándose a sí misma con ambas manos y retrocediendo unos pasos. El hecho fascinante de que aún no hubieran hecho girar el pomo les indicaba, muy a las claras, que al otro lado se encontraba uno de los muertos vivientes.
De pronto, con su cerebro evolucionando pensamientos a un ritmo frenético, Dozer tuvo una idea.
Al otro lado de la puerta, tres zombis se arrastraban con una parsimonia exasperante. Uno de ellos se había enredado con sus propios pies y cayó de bruces contra la puerta que les separaba de la habitación donde Dozer y los demás vivían algunos de los peores momentos de su vida. El ruido despertó el interés del zombi que le venía siguiendo. Tenía el cuello quebrado por un lado, así que la cabeza le bamboleaba, laxa. Se acercó a la puerta, movido por un inesperado arrebato de rabia, y la golpeó dos veces con una fuerza inusual. Esos golpes, a su vez, hicieron que el tercer espectro se volviera con un gruñido inhumano y arremetiera frenético contra la misma puerta. A los pocos segundos, los tres cadáveres se concentraban en descargar sus puños contra la madera, que vibraba violentamente. La pieza exterior del dintel cayó sobre ellos, arrancada de los pequeños tornillos que la sujetaban.
Por fin, una de las hojas cedió, empujando la cama que la aguantaba. Se deslizó, lenta pero inexorable, con un ruido rechinante. Los zombis irrumpieron así en la habitación, recorriendo la sala con ojos muertos y codiciosos. Pero estaba vacía. Deambularon por ella, alrededor de las camas deshechas, escrutando cada esquina y enseres con hostilidad inexplicable. Al pasar por al lado del armario, uno de los espectros le propinó un inesperado golpe con todo el brazo, provocando su sacudida. Las cajas de vendas, inyecciones y medicamentos cayeron al suelo armando un pequeño estrépito. Una segunda embestida provocó que el armario cayera hacia el frente, donde se hizo trizas con un sonido enervante. El zombi gritó, se sacudió con grandes espasmos y pareció por fin entrar de nuevo en un estado mucho más calmo.
Dozer y los demás, escondidos debajo de las camas, se mantenían tan quietos como les era posible. Jaime estaba despierto, había abierto los ojos cuando el doctor y Carmen lo movieron abajo. Había un riesgo evidente de que volvieran a abrirse las viejas heridas, o algo incluso peor, pero si lo mantenían sobre la cama lo único seguro es que acabaría devorado o descuartizado tan pronto esas cosas le pusieran los ojos encima. Dozer pudo bajar por sus propios medios, descubrió con grata sorpresa que el costado no le dolía tanto. Agacharse para tumbarse y arrastrarse después debajo de la cama fue otra historia diferente: la presión sobre el pecho fue tremenda, y ese pequeño esfuerzo le dejó fatigado y respirando entrecortadamente.
Cuando los espectros consiguieron atravesar las puertas, estaban ya todos bajo las camas: dos y dos. Dozer mantenía a Carmen a su lado, con una mano tapándole la boca. Sentía las lágrimas cálidas cayendo sobre sus dedos, pero por el momento no podía hacer nada por ella; no podían arriesgarse a que se le escapara otro grito.
Esperaron, aterrorizados, viendo los pies de los tres zombis evolucionar a su alrededor. Dozer se dijo a sí mismo que jamás volvería a ir a ninguna parte sin llevar al menos una pistola pequeña consigo... entonces las cosas habrían sido muy diferentes.
Después de unos interminables momentos, uno de los zombis salió por fin de la sala, dando pequeños pasos dubitativos. El segundo salió detrás, arrastrando uno de los pies, como si ya no le respondiera. No llevaba zapatos, y la carne de la planta hacía tiempo que se había raspado, revelando un espectáculo atroz. Se perdió por el corredor, zigzagueando de una pared a otra como si estuviera ebrio.
Todas las miradas se concentraron en el tercer zombi. Había permanecido quieto todo ese tiempo. Sus pies no se movían lo más mínimo. Dozer echó un vistazo a Jaime y el doctor, tendidos bajo la otra cama, y casi pudo oler la tensión que todos experimentaban. Esperaron un buen rato, inamovibles, sin atreverse a desplazar ni siquiera un pie. A su lado, Carmen seguía temblando; emanaba un olor fuerte a sudor caliente.
La siguiente vez que echó un vistazo a la otra cama, el doctor Rodríguez le buscaba con los ojos. Le hizo un gesto de duda, como expresando qué iban a hacer a continuación. Dozer negó con la cabeza: no era buena idea intentar nada.
Estaban atrapados.
A la misma hora en la que Iván despertaba sobresaltado de su pesadilla, Peter se encaramaba a una de las torres de iluminación situadas entre las pistas, a unos doscientos metros de los edificios principales. Llevaba puesto un impermeable de color oscuro y suficiente ropa de abrigo como para pasar el día entero sin acusar frío; además llevaba un termo de té caliente y, escondida en los calcetines, una cajetilla de tabaco. Naturalmente no había nadie en el campamento que le prohibiese fumar, pero aquélla era una vieja costumbre que le resultaba muy difícil abandonar.
No le importaba demasiado aquel trabajo. Aunque prefería tareas donde pudiera conversar con alguien, de vez en cuando le apetecía pasar ratos a solas, y aquellas guardias aburridas eran una excelente oportunidad para hacerlo. El fusil no le gustaba mucho; tan pronto se instaló, lo dejó apoyado contra una esquina. Tampoco era demasiado bueno con él, aunque, dada su edad, su pulso resultaba ser bastante mejor que el de muchos de los jóvenes. Le gustaba escuchar a Dozer diciéndole que si hubiera tenido veinte años menos se lo habrían llevado con ellos a sus incursiones; eso le hacía sentirse útil.
Sacó un cigarro y lo encendió, dando tres pequeñas y presurosas caladas. Era un ritual que amaba profundamente, el primer cigarro del día. Le hacía toser, claro que sí, pero le llenaba de una sensación de relajación tan reconfortante que ya no podía prescindir de ella.
Expiró una buena bocanada de humo.
—Va por vosotros, cabrones —dijo, mirando las filas de muertos vivientes. De repente, se quedó mirándolos como si algo estuviese fuera de lugar. ¿No había...? Sí, eso era... ¿no había demasiados esa mañana? Era como asistir a la maldita Carrera Urbana anual. Se agolpaban contra las vallas, formando una caterva informe que se movía como un mar picado en un día de viento.
—Jesús... —dijo, inquieto.
Se giró sobre sí mismo, siguiendo las filas de muertos, y entonces dejó caer el cigarro, que había quedado prendido al labio inferior. Se apagó casi inmediatamente al contacto con la madera húmeda del suelo. Eran los zombis... estaban entrando en el complejo.
¿Cómo había ocurrido? Había pasado por ahí no hacía ni tres minutos. Eran apenas una docena, pero su número se multiplicaba en clara progresión geométrica a medida que cruzaban las puertas de acceso. Ni siquiera recordaba haber visto esas puertas abiertas desde que estaba allí, siempre usaban las alcantarillas para desplazarse.
Peter consideró sus opciones. Pensó en bajar, pero para cuando llegara allí, los muertos ya habrían llegado a la puerta principal; ya eran un número más que considerable invadiendo el recinto y propagándose como un fuego sobre un montón de heno. Entonces cogió el fusil, con el estómago contraído y duro como una tabla de cocina, y se apostó sobre la barandilla.
Disparó tres veces consecutivas, confiando que el sonido de los disparos alertaría a los demás. Pero entonces se recordó a sí mismo que, además del fuerte aguacero, tenía el viento de frente; lo más probable es que apenas escucharan nada dentro del edificio.
Entonces, impulsado por la necesidad imperiosa de reaccionar de un modo u otro, apuntó a los zombis. Caminaban deprisa, más rápido de lo habitual, pero intentaría abatir a los que se encontrasen más cerca de la puerta, para darles el mayor tiempo posible a los de dentro. El primer disparo le arrancó a uno la oreja de cuajo: trozos diminutos de carne salieron despedidos en todas direcciones, pero eso no pareció detenerle. El segundo levantó un buen pedazo de carne de la zona de la espalda; el desgarro quedó colgando como un filete a medio cortar. Y el tercer disparo le pasó demasiado por encima y se estrelló contra la pared.
Enfurecido consigo mismo, Peter abrió sus piernas un poco más para asegurarse más estabilidad. Cogió el rifle con más firmeza y miró de nuevo por la mirilla. No le habían entrenado para corregir la trayectoria teniendo en cuenta factores como la lluvia o el viento, y de hecho, tampoco había tenido oportunidad de practicar demasiado, pero se juró a sí mismo que iba a abatir a aquel hijo de puta. Hizo un cuarto disparo, y esta vez el impacto hizo volar la tapa de la sesera, desparramando su contenido en una nube espeluznante. El zombi se desplomó como si alguien hubiera apagado un interruptor. Eso le hizo sentirse un poco mejor. Apuntó a otro, y esta vez sólo necesitó dos disparos: otra vez quedó su cuerpo tendido sobre el suelo, totalmente inmóvil.
Levantó la vista y vio que los muertos estaban llegando ya a la puerta de entrada. Hizo tres disparos más, pero los falló todos, presa del nerviosismo. Por fin, cuando creía que estaba todo perdido, vio a alguien cerrando la puerta de cristal en el último momento.
—¡SÍ! —se oyó decir, embriagado con un renovado entusiasmo.
Intentó disparar contra los zombis que se acercaban, pero no consiguió abatirlos. Dejó un desgarro importante en el pecho de uno de los muertos, el cual se tambaleó unos cuantos pasos hacia atrás, pero recuperó el equilibrio y continuó avanzando. Entonces, mientras paseaba la mirilla intentando volver a calcular el tiro, uno de los cristales situados tras los espectros estalló inesperadamente, viniéndose abajo en mil pedazos.
Levantó la cabeza para ver mejor qué ocurría. Peter no vio cómo el Padre Isidro había disparado contra el cristal, ni escuchó el disparo desde su posición; para él, la forma vestida de negro que se hallaba frente a la vidriera no era diferente del resto de los muertos. Pero los vio precipitarse casi a la carrera contra la entrada, y con eso tuvo suficiente. Volvió a mirar por la mirilla y a concentrarse en los blancos que ofrecían más posibilidades de impacto. En los siguientes minutos, abatió al menos a diez, disparando repetidamente mientras el sonido de los truenos minaba su confianza. Los muertos seguían entrando, imparables, con una cadencia continua, y cada vez que uno cruzaba el marco de los ventanales, su esperanza de que estuvieran resistiendo ahí dentro mermaba.
Disparaba al azar, a unos y a otros; a todo lo que acababa delante de su mirilla. Cuando se quiso dar cuenta, había acabado ya con el segundo cargador y sólo le quedaba un tercero. Entonces se incorporó, exhausto, y miró hacia abajo. Los muertos se habían extendido por la práctica totalidad de las pistas deportivas. Estaban por todas partes, a su alrededor, rodeando el edificio principal y entrando en él a través de todos los ventanales ahora ya destrozados sin excepción.
Peter se sintió derrotado. No había salido nadie del edificio; ni una sola persona. No quería pensar en lo que eso significaba. No quería imaginarse la carnicería horrible que podría estar sucediendo allí dentro. Apretó los puños y aulló, un grito desgarrador que manaba de la desesperación que lo asediaba. Les gritó a los zombis allá abajo, y gritó a los cielos turbulentos, con la cara roja y las venas de la frente henchidas.
Por fin, sin darse tiempo a pensar en lo que hacía, agarró el fusil, se tapó la cabeza con el chubasquero, y empezó a bajar de la torre con decisión. Los espectros no repararon en él hasta que estuvo ya sobre el suelo enlosado, pero Peter corrió tanto como fue capaz y pasó con facilidad por entre las filas de cadáveres.
Cuando había avanzado apenas unos metros, empezó a escuchar los disparos; el sonido de las ráfagas continuadas le inundó de una súbita alegría. ¡Estaban luchando! El resplandor de los rifles iluminaba el interior de la recepción. Cuando estuvo más cerca, el número de espectros a su alrededor era mucho mayor; sin embargo, el sonido de los disparos les atraía como una bombilla atrae a las polillas en mitad de la noche; todos miraban hacia allí, y el reguero incesante de espectros que entraba en el recinto caminaba formando una columna gruesa que se dirigía hacia el edificio.
Se detuvo, girando sobre sí mismo para cubrir todos los ángulos, estudiando las reacciones de los zombis que estaban a apenas tres metros a su alrededor. Ninguno de ellos parecía tener interés en la figura encapuchada que era él; el sonido de los disparos era simplemente demasiado fuerte, acaparaba toda su atención, como una llamada imperiosa que debían atender. Contuvo la respiración mientras su mente barajaba sus opciones y el cielo desgranaba un torrente de lluvia fría sobre su cabeza.
En el interior, Susana era atendida en la medida de las posibilidades que les brindaban las circunstancias. Mientras José, Uriguen y otros cuantos valientes abatían a los espectros apostados a ambos lados de la improvisada barricada, Susana recibía un vendaje compresivo en la zona de la clavícula, gracias a un pequeño botiquín de primeros auxilios que habían localizado en las plantas superiores. Habían limpiado la zona lo mejor que habían podido y el vendaje estaba funcionando bien, aunque las primeras capas se tiñeron de sangre rápidamente. Una mujer llamada Ángela mencionó algo de puntos de presión en las arterias principales para impedir el exceso de riego por la zona, y se dedicaba a ello con manos aparentemente expertas.
—¡CARGADOR! —gritaba José de tanto en cuando. Pero ya no se detenía ni siquiera para municionar; alguien le pasaba un nuevo rifle completamente preparado y continuaba descargando. Su cabello estaba empapado como si acabara de salir de la ducha: grandes manchas oscuras perfilaban sus axilas y la espalda.
Entre tanto, Moses y Aranda seguían concentrados, con ojos atentos, buscando al sacerdote entre los atacantes. Juan sabía que era importante conseguirlo vivo, pero no iba a arriesgar a nadie más del equipo. Bajo ninguna circunstancia. Sostenía la pequeña pistola con ambas manos, preparado para vaciar el cargador directamente entre sus ojos tan pronto lo tuviera delante.
De pronto, Moses gritó “¡ALLÍ!”, y Aranda se volvió, para verlo de pie sobre una pila de cuerpos abatidos, con el brazo estirado señalando algún punto del fondo de la sala.
—¡PÁSAME LA PISTOLA! —pidió Moses, sin dejar de mirar.