Entonces, un pequeño trozo de pared situado detrás de Moses, del tamaño de una pelota de golf, saltó por los aires. “Jesús, le está disparando...”, pensó Aranda, pero Moses permaneció impasible sin apartar la mirada, con un dedo acusador extendido, y la otra mano demandando el arma.
Aranda le lanzó la pistola y Moses la cogió sin mirarla, se la llevó al frente, la sujetó con ambas manos e hizo tres disparos rápidos. Juan miró al frente, intentando discernir algo entre los rostros abominables de los espectros que seguían intentando llegar hasta ellos. Por fin, vio a una figura correr en dirección al exterior; vestía de negro y sus cabellos blancos subían y bajaban al unísono, como un alga podrida bajo el sol. Era la primera vez que tenía contacto visual directo con él, y repentinamente sintió una inusitada sensación de repulsa que le recorrió como un escalofrío.
—¡ESCAPA! —gritó Aranda.
Moses siguió su trayectoria, manteniendo la pistola en ángulo directo, y apretó el gatillo un par de veces más. Uno de los disparos le acertó a un espectro que se puso en medio, hundiéndole el hueso entre los ojos y revelando una mucosidad negruzca y reseca. La segunda bala se perdió sin alcanzar ningún objetivo.
El Padre Isidro cruzó a través del ventanal roto, pasando entre los espectros que pugnaban por entrar, y salió al exterior. Moses gritó, con los músculos del cuello hinchados como cables que fuesen a romperse. Parecía a punto de saltar para salir en su persecución, pero Aranda sabía que eso constituía un suicidio garantizado, así que se acercó a él, temiendo lo peor. Pero Moses no saltó, devolvió la pistola a Juan y avanzó por detrás de los tiradores en dirección al almacén.
En el exterior, Peter se debatía intentando decidir cómo podía llevar a cabo alguna acción que representase una diferencia en la contienda. Estaba sumido en esos pensamientos cuando, de pronto, vio una figura saliendo del edificio, pasando entre los muertos vivientes con ojos despavoridos, animales. Era increíblemente delgado, y como resultado su rostro tenía un aspecto cadavérico: pálido y anguloso, con grandes dientes perfectos asomando en su boca entreabierta. A la altura de la garganta le asomaba un alzacuellos manchado de sangre.
Entonces se sobresaltó... era él, el cura que habían estado buscando, intentando capturar. Se quedó petrificado, intentando decidir qué hacer a continuación. Tuvo el irrefrenable deseo de encañonarle y desparramar el contenido de su enfermiza cabeza por la pared, pero sabía que existía la posibilidad de que fallase, ¿y entonces qué? El cura llevaba una pistola en la mano... ¿y si él no era tan mal tirador?
Estaba entregado a esos pensamientos cuando el sacerdote giró bruscamente a la izquierda y comenzó a correr, pegado a la pared. Peter lo vio alejarse unos metros y se lanzó en su persecución, buscando su oportunidad.
El cura continuó su avance sin detenerse ni mirar atrás. Había zombis también por allí, y éstos empezaron a preocupar a Peter; estaban alejados de la zona de los disparos y el ruido de éstos no les atraían tanto. Algunas miradas vacías empezaban a fijarse en él, como intentando comprender si la figura encapuchada era uno de ellos o no.
Por fin, tras recorrer un buen trecho, el Padre Isidro encontró una puerta de cristal rota y se metió por ella, con la pistola por delante. Peter se sobresaltó: era la enfermería, y sabía demasiado bien que, al menos, tenía que haber allí tres personas: Dozer, Jaime y algún encargado de vigilar que estaban atendidos.
Aceleró el paso.
En recepción, un asfixiante sentimiento de impotencia se apoderaba de Moses. El odiado sacerdote había escapado, impune, y mientras tanto ellos apenas habían conseguido avanzar hacia la puerta. José le preocupaba también; estaba lívido, sudaba copiosamente y pestañeaba sin tregua, sobrellevando el agotamiento que soportaba con estoicismo. Algunos de los que esperaban en las escaleras o los rellanos superiores habían bajado más colchones y hasta puertas que habían arrancado de sus goznes, y gracias a ellos el grupo se mantenía con cierta coherencia.
Moses se acercó a Aranda, quien había cogido un fusil y estaba haciendo lo posible por frenar los ataques de los zombis. Tuvo que golpearle varias veces en el hombro para atraer su atención.
—¡Tienes que organizarlos, Juan!
—¿Qué? —preguntó éste, haciendo un gesto de no entender. Se acercó más a su oreja.
—¡Tienes que organizar a los hombres, Juan! ¡No aguantaremos mucho más! ¡Hay que avanzar!
Juan miró alrededor. Vio caras asustadas, vio manos temblorosas... vio disparos que daban en el techo, o se perdían en el aire impregnado del olor dulzón de la putrefacción. Vio ojos que bizqueaban tras una máscara de terror contenida, y vio que, efectivamente, era cuestión de tiempo que los espectros acabaran mordiendo a alguien, y luego a alguien más, y si esos dos resultaban ser José o Uriguen, que Dios se apiadase de sus almas.
Aranda asintió, le pasó el fusil con gesto marcial, contundente, y se fue hacia atrás para hablar con unos y con otros. Se acercaba a sus oídos y les hablaba, ahora señalando al exterior, ahora cerrando un puño. Cuando terminaba, una pequeña chispa de esperanza parecía empezar a brillar en los ojos de los que le escuchaban.
Mientras Aranda trazaba planes de reconquista, Peter se enfrentaba prudentemente a la boca oscura que era la entrada de la enfermería. La oficina estaba vacía, si bien los cristales de la puerta ya estaban rotos antes de que el sacerdote la cruzase; se dijo que era de suponer que podía haber al menos algunos zombis ahí dentro. Miró hacia atrás y vio que algunos de los espectros le estaban mirando y empezaban a dar pasos dubitativos hacia él, así que se deslizó al interior para apartarse de su línea de visión. Quedó apoyado contra la pared, enterrado en la sombras de la esquina.
Intentó concentrarse en el silencio que parecía dominar la enfermería; buscaba algún ruido que le ayudase a descubrir qué estaba pasando. Rogaba a Dios que aún hubiese tiempo, que Dozer y los demás siguieran vivos, y se obligó a dar pasos silenciosos hacia las habitaciones del fondo, con el rifle preparado. Los zombis eran una cosa, y un tipo armado con una pistola otra, pero el hecho de que pudiera encontrarse con ambos le inquietaba sobremanera: no se atrevió a llamarlos desde donde estaba por si alertaba a alguno de estos últimos.
Llegó hasta el corredor sumido en penumbras intentando tranquilizar su propia respiración, que se le antojaba aparatosa y descontrolada. La puerta de la izquierda estaba abierta y los corredores que se alejaban hacia el fondo y al despacho del doctor Rodríguez, vacíos y oscuros, por lo menos hasta donde podía ver. Peter probó el interruptor de la luz que tenía a mano, pero no funcionó.
Se asomó a la habitación con infinito cuidado, como el que abre una cesta esperando encontrar dentro una serpiente venenosa. Primero vio las camas, deshechas pero vacías, y sólo entonces reparó en una forma de aspecto humanoide que permanecía inmóvil cerca de la pared del fondo. Sus ojos blancuzcos, que resaltaban en medio de las penumbras, se mantenían fijos en el techo. Se escondió rápidamente tras el marco de la puerta.
“Bien”, se dijo, intentando mantener la serenidad, “ahí está...”. Se daba perfecta cuenta de que no iba a poder cruzar hasta el otro lado sin llamar la atención del zombi, así que levantó el fusil con cuidado de no hacer ruido y empezó a asomarlo por el marco.
Cuando casi lo tuvo a tiro, un ruido atronador y violento desgarró el silencio que le rodeaba. El marco de la puerta, a escasos centímetros de su cabeza, estalló como un grano de maíz en un microondas. El zombi que estaba en la habitación dejó escapar un ruido ronco y abominable. Peter se agachó instintivamente; ¡le estaban disparando! Giró la cabeza siguiendo la fuente del sonido y lo vio... con ojos blancos y grandes como huevos taladrándole la mirada. Era el sacerdote.
Peter se lanzó al interior de la habitación en un desesperado intento de salir de su línea de tiro. Cayó encima de la cama, donde intentó darse la vuelta como pudo. No fue demasiado rápido, no obstante, y el muerto viviente se lanzó sobre él como un perro que no ha comido en una semana, con los dientes grandes y horribles asomando en su boca congelada en un grito eterno. Peter le detuvo lanzando su mano hacia la cabeza mientras sujetaba su muñeca con la otra. El fusil se deslizó a un lado y quedó bajo su espalda, fuera de todo alcance.
El Padre Isidro apareció en el umbral. Su sonrisa perfecta destacaba contra sus facciones oscurecidas por la falta de luz. Le apuntaba con el cañón de su pistola.
“Dios, oh Dios...”. La mente de Peter era una vorágine de pensamientos contradictorios mientras luchaba por impedir que el zombi se le acercara. Buscaba su carne con una vehemencia animal.
—Éste —dijo el Padre Isidro, moviendo el cañón de su pistola arriba y abajo— es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados...
—¡NO! —chilló Peter, adivinando su próximo movimiento.
En el último momento, dejó que el zombi se inclinara sobre él, y el disparo le impactó directamente en la parte superior de la espalda, cerca de la nuca. Pero el muerto viviente pareció no notar nada.
El sacerdote dio unos pasos para buscar un ángulo mejor, sin dejar de apuntarle. Peter luchaba con todas sus fuerzas, empujando su cabeza ya con ambas manos; el contacto con la piel era blando y gomoso.
Entonces, el Padre Isidro soltó un chillido agudo y cayó al suelo, dejando caer el arma. Mientras pugnaba con el zombi, sintiéndose como un escarabajo que intenta darse la vuelta sin éxito, Peter intentaba mirar hacia abajo para ver qué había ocurrido; hasta sus oídos llegaban ruidos confusos que no podía identificar.
—¡Lo tengo! —dijo una voz debajo de la cama.
Entonces alguien tiró del zombi hacia atrás, alejándolo de él. Peter pestañeó varias veces, jadeante, intentando comprender. Era el doctor Rodríguez, que había cogido al espectro por el cuello, usando ambos brazos, y lo mantenía alejado de su cuerpo. El muerto se debatía con violencia, sacudiendo ambos brazos.
—¿Qué...? —musitó Peter, sin comprender.
—¡SUÉLTAME, PERRO HIJO DE SATANÁS! —bramó el sacerdote detrás suya.
Peter se giró, asomándose por el borde de la cama. Allí estaba Dozer; tenía al párroco debajo de su cuerpo y le sujetaba los brazos con sus manos grandes y fuertes.
—¡Ayúdame con éste! —pidió entonces el doctor.
—¿Qué cojones...? —decía Peter, aún sin comprender. Su mente intentaba encajar las piezas del puzzle que se le había presentado cuando Carmen asomó por el otro extremo de la cama, y por fin entendió...
—¡Joder! —exclamó. Cogió el fusil y se puso enfrente del doctor—. Vale... ¡lánzalo allí!
El doctor empujó al zombi contra el fondo de la sala, y Peter le disparó antes de que pudiera incluso volverse. El impacto fue impecable: su cabeza se redujo a un muñón anguloso y quedó tendido de espaldas en el suelo.
En unos minutos, tuvieron al párroco atado de pies y manos y descansaban todos de la experiencia sufrida. Habían vuelto a subir a Jaime encima de la cama, pero Dozer había preferido quedarse de pie, apoyado contra el colchón; aseguraba que sentía menos presión en el pecho. Mientras tanto, Peter, que había sido informado de los dos espectros que se habían perdido por el corredor hacía ya un rato, se mantenía alerta vigilando el umbral fusil en mano.
—Perdona que no te ayudásemos antes, Pí —dijo Dozer—. Es que no sabíamos qué pasaba...
—No hay problema... —respondió Peter, sonriendo—. Si no hubieseis estado ahí abajo, ese cabrón me habría hecho un agujero nuevo.
—Joder que sí...
El párroco les miraba, sin decir palabra. Carmen, que había estado estudiándolo en todo momento, tenía la piel de gallina. Había algo en su semblante sereno y sus ojos perversos que le olía francamente mal. El Padre Isidro la miró. En sus pupilas bailaban los fuegos fatuos de la locura.
Los héroes de la jornada en aquel aciago y lluvioso día resultaron ser dos chicos jóvenes que habían llevado sus vidas de una forma bastante anónima dentro de la Comunidad. Hacían sus tareas pero, por lo general, preferían pasar su tiempo aislados, bien paseando por las pistas o recluidos en sus habitaciones.
Mientras todos luchaban en recepción intentando expulsar a los zombis del edificio, ellos se preguntaron qué pasaría si el grupo de combate caía. Estarían atrapados como ratones en su madriguera; aunque se encerrasen tras alguna de las puertas, sería sólo cuestión de tiempo que éstas acabasen venciendo ante los envites de los muertos vivientes.
Buscando una ruta de escape alternativa, los chicos consiguieron encaramarse al alféizar de la ventana. Desde allí, se sirvieron de una gruesa cañería para subir hasta el pequeño tejado a dos aguas. Hubo más de un momento de tensión porque la lluvia caía abundante y hacía que las superficies fueran resbaladizas y peligrosas, pero pronto se encontraron arriba, enfrentados a unas espectaculares vistas de las instalaciones tristemente invadidas por los caminantes.
Desde allí había varias rutas que tomar. Primero pensaron que podrían saltar de un módulo a otro hasta llegar al edificio de la enfermería. Habían hecho ciertas migas con Jaime, y desde luego sabían que Dozer estaba también allí, recuperándose de su costilla rota; podrían al menos saber si estaban bien y a salvo. Pero entonces, el más joven de los dos, asomado por el borde de la cornisa, divisó la interminable fila de espectros que entraban por las puertas de Carranque y describía una hilera hasta la recepción. Era como una columna de hormigas, que se agitaban afanosas y tercas en conseguir su objetivo.
—Tengo una idea —dijo el chico a su amigo. En sus ojos brillaba la chispa de la genialidad.
Cuando escuchó el plan, su amigo asintió con rapidez y contundencia. Volvieron sobre sus pasos, y volvieron a entrar en el edificio a través de la ventana; para entonces ya estaban completamente empapados. Fueron derechos a la pequeña oficina ubicada al principio del pasillo distribuidor, donde habían acumulado gran variedad de productos como bolsas de patatas y frutos secos, pero también una buena cantidad de botellas de alcohol, sobre todo whisky. No bebían mucho, sobre todo porque cada uno tenía responsabilidades que atender cada día y había que mantenerse sobrio y útil, pero de vez en cuando se permitían alguna pequeña reunión social, y entonces el whisky era un bien muy aplaudido.