Llamó en voz alta, hacia las escaleras y hacia el agujero ominoso que bajaba hacia las cloacas, pero nadie le respondió. Su mente saltaba de una idea a otra, pero un cartel luminoso trazado con grandes letras fluorescentes de un color rojo de alarma parpadeaba en todas ellas.
Por fin, con la vista periférica divisó un movimiento indefinido en la otra habitación. Su corazón latía como una vieja bomba a punto de reventar. Se agachó, flexionando las rodillas, para recoger el fusil que se había quedado en medio del charco. Le temblaba la mano: la sangre estaba fría, y era pegajosa al tacto y hacía resbalar la culata metálica.
Entonces apareció una silueta, semioculta por las tinieblas de los neones que iluminaban el sótano. Era una mujer; el cabello lacio le caía a ambos lados del rostro, pero no podía identificar de quién se trataba.
—¿Hola? —preguntó, levantando ligeramente el fusil. Descubrió que sólo era capaz de emitir un débil hilo de voz, hecho que aun le asustó más.
La figura no le respondió.
—¿Quién... quién eres? Yo...
La figura dio un paso hacia él, y luego otro. La luz impersonal del neón empezó a retirar la oscuridad, e Iván pudo ver que su ropa estaba empapada en sangre. Dejó escapar un gemido de impresión.
—Por Dios, ¿qué...?
Pero no conseguía articular y poner orden en el maremágnum de sensaciones que le pasaban por la cabeza. Retrocedió dos pasos, intentando decidir si la persona que tenía delante necesitaba ayuda o, por el contrario, se trataba de uno de los caminantes.
—¡¿Quién eres?! —explotó, con lágrimas asomando en sus ojos grises.
Un par de pasos más, e Iván pudo al fin llevarse una mano a la boca, sobrecogido por el terror que tenía delante. Era Sandra, la dulce Sandra, Sandra con una expresión vacía en sus ojos, las venas de la cara hinchadas y una horrible herida cruzando su cuello bañado en sangre.
—Sandra... Sandra, por Dios... —murmuró.
Sandra avanzaba hacia él, muy despacio y con aire ausente. Parecía una niña que ha despertado en mitad de la noche y entra, medio dormida y bamboleante, en el cuarto de sus padres buscando consuelo. Iván se acercó por fin a ella, tomándola por los brazos.
—Sandra... ¿qué...? N-necesitas ayuda... por Dios... vamos arriba, Sandra, Sandra... vamos arriba.
Pero Sandra, que hasta ese momento ni siquiera le había mirado directamente, se encontró de repente con sus ojos. Iván descubrió que estaban velados por una neblina blanca, algo que había visto muchísimas veces en el pasado; y mientras Sandra se abalanzaba hacia él con la boca abierta, comprendió al fin, con un horror infinito, lo que estaba ocurriendo. Dejó de chillar cuando Sandra, dándole un ávido mordisco, le despedazó la nuez. Su corazón aún latía cuando, ya en el suelo, ella siguió abriéndose camino por la herida abierta.
Lentamente, recogida bajo el palio sombrío de un cielo preñado de ominosos nubarrones, la Comunidad comenzaba a despertar. El cielo rompió a llorar con un trueno desgarrador más o menos a la misma hora en la que Iván se despedía de la vida, haciendo retumbar los corredores acristalados que comenzaban a llenarse de actividad.
Casi todo el mundo subió a la azotea a ayudar a desplegar un gran número de barreños y cubos para recoger el regalo de la lluvia, entre ellos Isabel, que aquel día había comprendido que sus tareas en el huerto iban necesariamente a posponerse. Aunque aún tenían agua embotellada abundante y podían traer más de un gran número de comercios de alrededor, el agua era un bien muy preciado y se habían trazado planes para aprovechar las precipitaciones desde hacía tiempo.
Una vez hubieron distribuido los contenedores de plástico, Isabel se asomó a la cornisa para tener una visión de las amplias instalaciones deportivas bajo la lluvia. Amaba la lluvia, el olor a mojado, su refrescante y gélida caricia en la piel, tan parecida a una relajante ducha ahora ya prohibida. Cerró los ojos e inspiró el aire húmedo mientras la ropa se le pegaba a la piel, y permaneció así unos segundos, escuchando de fondo el singular repiqueteo de las gotas sobre los barreños de plástico, embriagada por el frío y la frescura que traía el aire.
Cuando finalmente abrió los ojos y miró hacia abajo con una sonrisa de amplia satisfacción, vio una forma oscura por entre la densa cortina de agua dirigiéndose hacia la entrada al complejo. Mantenían las puertas sólidamente cerradas con gruesas cadenas, ya que nunca encontraron la llave de las cerraduras y hacía tiempo que tuvieron que romperlas para poder abrirlas. No se usaban, de todas formas, porque al otro lado esperaba un confuso tropel de muertos vivientes.
Llovía tanto que toda la escena había perdido saturación y adquirido un matiz gris, como una película antigua. Intentó concentrarse en la forma en que caminaba, a buen paso, casi corriendo, “claro, para no mojarse”, pero desde esa distancia no pudo reconocer de quién se trataba.
—¡Isabel! —llamó una voz desde la puerta de acceso al edificio. Isabel se volvió, pestañeando para despejar las gotas de lluvia que se le habían acumulado en las pestañas. Era Pablo, un hombre de poblada barba blanca que contaba ya cincuenta y tantas primaveras, y el encargado del pequeño huerto que intentaban sacar adelante todos los días. Con él pasaba gran parte del tiempo desde que había llegado al campamento. Le había cogido un gran afecto, y le gustaba todo de su trabajo; por ejemplo, el hermoso contraste de sus manos grandes y callosas cuando sujetaba con pulso firme las pequeñas hojas verdes de las plantas, o el tono suave y tranquilo de su voz cuando le hablaba a un esqueje que estaba trasplantando, “para quitarle el estrés”, decía.
Pablo la miraba ceñudo, haciéndole señas con la mano para que entrara, pero Isabel levantó el pulgar para indicarle que todo estaba bien. Ella estaba bien. Todo iba bien de nuevo.
—¡Ven, ven aquí! —llamó Isabel, levantando ambos brazos hacia el cielo—. ¡Es alucinante!
—¡Te vas a resfriar, criatura! —gritó Pablo, visiblemente preocupado.
—¡Qué va! —rió Isabel.
Entonces vislumbró movimiento cerca de la puerta. La figura de negro, “¿un hombre, una mujer?”, trasteaba con las cadenas. Y sólo entonces, cuando las cadenas cayeron al suelo con un amortiguado ruido metálico, comprendió qué era lo que estaba pasando.
Gritó tanto como pudo, hasta quedarse sin aire, y aun entonces su rostro mantuvo el rictus sobrecogedor del grito durante un buen rato. Pablo se acercó a ella corriendo, la sacudió por los hombros y la zarandeó intentando que volviese en sí, hasta que siguió su línea de visión, y también él se quedó petrificado: los zombis entraban en tropel en el recinto alambrado; estaban dentro.
Una estudiante de la Sorbona a la que el fin del mundo había sorprendido en Málaga, y un tipo anodino llamado Julián, que hablaba su idioma porque sus padres habían pasado la posguerra en Francia, escucharon el grito de Isabel y se congelaron en la escalera. Subieron, preocupados, hasta la azotea, y se encontraron con Pablo llevándose las manos a la cabeza y retrocediendo dos pasos mientras negaba compulsivamente. Michelle preguntó a Julián qué pasaba, pero él se encogió de hombros, visiblemente preocupado. Se acercaron a ellos y Pablo los encaró: estaba rojo como un pimiento chileno.
—¡ESTÁN DENTRO! ¡LOS ZOMBIS ESTÁN DENTRO! —les chilló, lanzando pequeños corpúsculos de saliva que se perdieron bajo la lluvia.
—Qu'est ce qu´il est en train de dire?... —preguntó Michelle, sobrecogida.
Julián se asomó a la cornisa y los vio, andando erráticos pero presurosos, y propagándose por las zonas deportivas como un tinte oscuro en un vaso de agua. Estaban a apenas cincuenta metros de la puerta principal de entrada del edificio que, por otro lado, siempre mantenían abierta.
—¡Las puertas! —gritó Julián, aterrorizado.
Un fenomenal trueno desgarró el cielo malagueño, imprimiendo a la escena un cariz aun más siniestro.
Dejaron a Isabel con Michelle y corrieron abajo, jadeando como si se hubieran expuesto a una agotadora sesión de ejercicio físico. Gritaban cosas como “¡alarma!”, “¡los zombis están dentro!”, pero sus advertencias llegaron a muy pocos oídos; casi todo el mundo se había ido ya al comedor, que estaba alejado de aquella zona, para disfrutar del desayuno.
Aunque tardaron apenas medio minuto en llegar a la recepción principal, descubrieron con un pánico casi visceral que los muertos estaban ya a apenas unos pasos de la entrada; los veían a través de los amplios ventanales que dominaban toda la pared exterior. Julián, más joven y atlético, pegó una rápida carrera hacia la doble puerta y no tardó en hacerla girar sobre sus goznes: las puertas se cerraron con un click apenas audible cuando los zombis más adelantados estaban ya levantando sus brazos hacia él.
—Por el amor de Dios... —musitó Pablo, reparando en los ventanales que cubrían toda la pared, desde el techo hasta el suelo.
—¡Son cristales gruesos! —exclamó Julián—. ¡Aguantarán un tiempo, pero hay que llamar a los demás!
Los zombis se arremolinaban detrás de la galería acristalada, arrancando sonidos sordos cuando sus cuerpos se agolpaban contra los vidrios. Los habían visto, y llamaban con palmas y puños y sus ojos fijos en el interior. Sus manos dejaban marcas de suciedad.
Incapaz de decidirse sobre qué hacer a continuación, Pablo reparó de pronto en un zombi de aspecto cadavérico y largos cabellos blancos que estaba de pie entre los otros, y que levantaba una mano hacia él. Portaba una pistola, y le miraba con una sonrisa despiadada.
—¿Qué...?
El zombi disparó, y el cristal se vino abajo con un estrépito ensordecedor. Pablo se vio transportado atrás un par de pasos, sintiendo cómo el aire frío de la calle le alcanzaba la cara. Quiso decir algo, pero le fallaron las piernas y cayó al suelo; el disparo le había alcanzado en pleno abdomen. Escupió una buena cantidad de sangre que le había subido hasta la garganta, y se desvaneció.
Julián gritó; notaba su propio corazón repiqueteando en su cabeza. Los espectros invadieron la recepción a través del cristal roto, triunfantes y terribles. El que tenía más cerca parecía aquejado de alguna aberrante forma de Parkinson, ya que movía la cabeza continuamente, arriba y abajo, a un lado y a otro, como si buscara algo desesperadamente.
Julián hizo lo más sensato que cabía esperar, dadas las circunstancias; giró sobre sus pies y empezó a correr hacia el pasillo que comunicaba con el resto de las instalaciones. Sin embargo, el zombi de la pistola, que naturalmente vestía sotana y estaba tan vivo como él mismo, entró en el recinto y se tomó su tiempo para apuntar con cuidado. Su disparo resonó, fuerte y violento, levantando ominosos ecos por la amplia sala de la recepción. Julián cayó al suelo, viéndose arrastrado metro y medio por mor de la inercia. El disparo le había atravesado un pulmón y, al intentar levantarse de nuevo, descubrió que, sencillamente, ya no era capaz.
Como el Padre Isidro sabía muy bien, el disparo recorrió las filas de zombis como una orden de activación. Sus movimientos se aceleraron, sus bocas se abrieron revelando fauces descompuestas y terribles, y la recepción se llenó de gruñidos salvajes cargados de un odio bruto y puro que parecía provenir de una olvidada herencia ancestral. Y, como había hecho en tantas ocasiones, salió fuera de nuevo y comenzó a empujarlos hacia dentro, como uno de esos encargados en las estaciones de metro japonesas cuya labor es conseguir que entre la mayor cantidad posible de gente en el vagón.
Desde la oficina principal, Aranda escuchó el primer disparo, pero lejano y amortiguado. Frunció el entrecejo; definitivamente aquello no había sonado como un trueno, pero tampoco como los disparos de fusil a los que estaba tan acostumbrado, y que eran normales en las prácticas casi diarias en las pistas deportivas.
Se levantó de la silla con una sensación extraña. Había estado mascando el peligro como un perro viejo trata de digerir un hueso demasiado duro para sus desgastados dientes. Sin embargo, se esforzaba por no transmitir su preocupación, basada sobre todo en sensaciones, y aunque una angustiosa sensación de presión se había instalado en la boca de su estómago, se contuvo por no salir corriendo a mirar si todo estaba tranquilo.
En ese momento, Moses entró en la habitación.
—Hola... esto... buenos días... —dijo, dubitativo. Su rostro acusaba preocupación—. ¿Has escuchado eso?
Aquello le bastó. Corrió a la ventana, a mirar el exterior. Desde allí se tenía una buena y diáfana vista de las pistas; a cuántas reflexiones se había entregado desde ese mismo sitio ni lo sabía. Pero aquella mañana, la escena que se dibujaba ante sí constituyó un golpe tan contundente que casi sufre un desvanecimiento. Era la certeza inequívoca de que todo por lo que habían luchado se estaba destruyendo; sus miedos confirmados, trocados en una sola escena gris, inundada de lluvia fría, una lluvia que caía sobre una plétora de muertos vivientes que ahora deambulaban por lo que había llamado su hogar.
—Dios mío... han entrado —dijo fríamente, sin apenas inflexión en la voz.
Antes de que Moses pudiera responder, un segundo disparo resonó en la distancia; esta vez mucho más fuerte y preñado de un eco atronador.
Por unos segundos, una tormenta de ideas y sensaciones invadieron su mente. Le hubiera gustado accionar alguna alarma que pusiera a la Comunidad en estado de alerta, pero una oleada de impotencia le atenazó cuando descubrió que no habían pensado en instalar alguna. Tampoco habían pensado en proveerse con unos simples transmisores para avisar al Escuadrón de la Muerte. Habían sido demasiado soberbios; maldijo el loco momento en el que pensaron que estaban a salvo de la infección zombi.
—Vamos —dijo, súbitamente bañado de un sudor frío—, hay que dar la voz de alarma.
Pero Moses ya había girado sobre sus pies y salía corriendo por el pasillo.
Mientras tanto, los muertos se habían apoderado de la recepción y empezaban a extenderse por todas las salidas, dividiendo el edificio en dos. Uno de los cocineros, un hombre bastante grueso que había sobrevivido a los primeros días de la infección escondiéndose en un kiosco de prensa, salió al corredor principal alertado por los disparos. Los zombis le recibieron con una despiadada e irracional furia; recibió una dentellada cruel en mitad del cuello y montó una escena dantesca esparciendo sangre en todas direcciones a medida que intentaba huir. Su corazón le falló antes que la pérdida de sangre, y cayó al suelo, despatarrado y sobrecogido por dolorosos espasmos.