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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (15 page)

BOOK: Los caminantes
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Peter soltó una carcajada, y por unos instantes rieron de buena gana. La risa se desvaneció, no obstante, y compartieron un rato de silencio, sumidos en ensoñaciones y recuerdos de un pasado que parecía tan remoto como irrecuperable.

—Es curioso... —dijo Peter de pronto—. Pasé la mayor parte de mi juventud como en una antesala, siempre esperando que pasase algo con mi vida, como si aún no hubiese empezado. ¿Conoces esa sensación?; como cuando te hablan de no sé qué sitio que es la leche, y un buen domingo organizas toda una excursión para ir allí, y recorres todo ese laaaargo camino esperando llegar al final, y cuando llegas... cuando llegas descubres que en realidad no era para tanto, y que en realidad, el camino en sí era lo que merecía la pena. Pero cuando descubres eso, ya es tarde, naturalmente. Pues, joder, eso es lo que yo siento que pasó con mi juventud.

Dozer, que había estado jugueteando con una vieja grapadora hasta ese momento, detectó el cambio en la inflexión de la voz y le miró con interés.

—Ahora tengo maravillosos recuerdos de aquella época, pero como te decía, cuando la viví no fui consciente de que era, de hecho, maravillosa. Recuerdo... recuerdo aquellos larguísimos veranos, las piedras romas y gastadas calentadas por el sol en la playa. ¿Y qué me dices del indescriptible olor a césped recién cortado?, o el embriagador aroma a Copertone que las extranjeras dejaban tras de sí cuando te cruzabas con ellas, o el olor a sal que se quedaba impregnado en aquellas colchonetas descoloridas que solía haber en Playamar. ¿Y la sensación impagable de tener todo el tiempo del mundo, sentir cada día que todo marchaba bien, y la paz de espíritu que daba el saber que nadie esperaba gran cosa de ti? Dios, qué bueno era todo aquello.

—Muchas de esas cosas no volverán ya, tío —dijo Dozer, a quien la evocación de todas aquellas sensaciones había dejado pensativo.

—A eso me refiero. Éste es el final, como decía la canción de Morrison. Y siento una profunda tristeza por no haberme dado cuenta de lo increíble que era la vida, cuando la vida me rodeaba.

Inmersos en aquellos lúgubres pensamientos, dejaron que el silencio bañara la estancia. La noche llegaba, y desdibujaba con rapidez las formas de los muebles a su alrededor.

La raza humana siempre había divagado sobre multitud de posibles amenazas, desde meteoritos gigantes con ciertas posibilidades de entrar en curso de colisión con la Tierra hasta la descongelación de los casquetes polares, pasando por la amenaza nuclear que tan en boga estuvo por los ochenta. Pero nunca pensaron que la humanidad se vería sometida por esa piedra filosofal que tanto ansiaba, el sueño loco y quimérico de vagar por la tierra atrapados en una horrible forma de vida eterna.

La llegada de la radio tuvo, además, un efecto de inyección moral en la Comunidad. Esa nueva esperanza anidó en los corazones de los supervivientes y durante días fue el tema de conversación preferido por todos. Buscaban cualquier excusa para desviarse de sus quehaceres y dejarse caer por la pequeña oficina. Preguntaban por el estado de la radio y sonreían cuando se les informaba de que la radio funcionaba bien, gracias, y que no, no hacía falta ningún sistema de refrigeración adicional, ni ningún soporte de madera aislante para asegurar que el pequeño trasto cogiera humedad o estática, como sugirió un carpintero llamado Diego que deseaba, a toda costa, contribuir a la noble empresa de propagar el mensaje. Una ingeniera de Siemens sugirió estudiar el mecanismo de la radio para construir un segundo aparato, preocupada por la posibilidad de que dejara de funcionar, dada su antigüedad.

Aranda decidió aprovechar el buen talante cooperativo de los supervivientes para poner sobre la mesa una idea que había estado barajando prácticamente desde que se instaló en el polideportivo. Lo vieron cuando, utilizando las alcantarillas, consiguieron llegar hasta la comisaría de policía que estaba más o menos a un kilómetro y medio hacia el sur. Era azul y blanco, espectacular, y arrancaba hermosos destellos al sol asentado sobre su plataforma en el tejado del edificio: un hermoso helicóptero de pequeño tamaño. Aranda lo expuso en una de las muchas reuniones de control que celebraban: quería volver allí e intentar pilotarlo.

—Es una locura, Juan —cortó uno de los asistentes—. Pilotar un helicóptero no es como probar a conducir un coche aun sin tener ni idea. Quizá puedas elevarte un poco, pero lo más normal es que derives rápidamente a un lado o a otro y te precipites hacia el asfalto que está cuatro pisos más abajo. Esa caída, cuando vas envuelto en una jaula de hierro con un rotor girando a gran velocidad sobre tu cabeza, sólo tiene un final posible.

Hubo varias voces mostrándose de acuerdo con esa opinión. La mayoría de las miradas se constituían en una clara negativa a la propuesta, pero Aranda continuó, impasible. Su voz de mando, un don natural del que nunca había sido consciente, devolvió el silencio a los asistentes.

—Un helicóptero solucionará, de manera definitiva, nuestro problema principal: la maniobrabilidad. Llevamos meses limpiando los edificios circundantes, con la esperanza de poder aumentar el perímetro de la comunidad, pero cada vez que nuestro equipo sale a la calle, constituye un riesgo demasiado evidente como para que podamos resistirnos a la idea de que, algún día... sufriremos una baja.

De nuevo, unos murmullos apagados recorrieron la sala. Aranda dejó que se extinguieran por sí solos antes de proseguir.

—Hay un buen número de soluciones disponibles en esta ciudad que podrían hacer nuestro trabajo más fácil, más seguro. Pensemos en... ametralladoras, lanzallamas... todas esas cosas están disponibles si podemos pensar cuidadosamente en las posibilidades, pero intentar llegar hasta ellas se nos antoja imposible. Las autopistas están colapsadas, las calles inundadas de caminantes. Pensemos también en... —barrió la sala con la mirada— otros supervivientes. Qué fácil... qué sencillo sería dejarse ver desde el cielo, sobrevolar la ciudad, toda la Costa del Sol, las innumerables urbanizaciones que se extienden por todas partes buscando otros núcleos de resistencia. Gente que, como nosotros, han conseguido crear núcleos fortificados y esperan que alguien dé un paso para terminar con el sitio que los caminantes imponen sobre ellos. Por todo esto quisiera, en primer lugar, preguntar a la sala si alguien tiene alguna idea sobre cómo pilotar un helicóptero.

Hubo un silencio repentino. Las cabezas se volvían, buscando alguna reacción entre sus compañeros. Algunos negaban con la cabeza, y aunque el discurso de Aranda había hecho que muchos se replanteasen la situación, todos entendían que sus gestos eran de reprobación, no de respuesta.

Por fin, un chico joven de aspecto delicado, que había estado dedicándose exclusivamente a las tareas de mantenimiento de la piscina, levantó una mano.

—¿Jaime? —preguntó Aranda. Todas las cabezas se volvieron.

—El helicóptero tiene tres mandos diferentes —dijo despacio tras unos segundos—. El cíclico, que controla la inclinación a izquierda y derecha, y el cabeceo; permite inclinar el morro arriba y abajo, variando el plano de rotación del rotor principal. El colectivo controla la potencia, el ángulo de las palas del rotor principal, para subir y bajar. Los pedales controlan el giro a derecha e izquierda variando el ángulo de las palas del rotor de cola. —Dudó un momento—. Existe también el mando del motor, que generalmente es automático, aunque algunos son manuales.

Jaime calló, e incapaz de sostener la mirada de Aranda por más tiempo, bajó la cabeza, concentrándose en juguetear con sus manos. La sala se llenó con un rumor producido por numerosos comentarios en voz baja.

—Jaime... —preguntó Aranda, escrutando su juvenil rostro. ¿Cuántos años debía tener, diecinueve, veintidós?—. ¿Has pilotado alguna vez un helicóptero?

—E-en realidad no. Aranda pestañeó, perplejo.

—¿Cómo sabes esas cosas? —preguntó.

Jaime jugó de nuevo con sus propias manos antes de responder.

—Bueno..., yo... lo aprendí en un... simulador de vuelo.

—¡RIDÍCULO! —chilló alguien inmediatamente, y la sala entera se entregó a un griterío de opiniones entremezcladas como no lo había conocido antes. Un par de chicas abandonaron la reunión dando grandes pasos hacia las dobles puertas de salida. Aranda tuvo que rogar silencio durante casi un minuto antes de recobrar el control, pero por fin pudo volver a dirigirse a Jaime.

—Jaime... ¿qué tipo de simulador de vuelo era ése?

Durante unos instantes, que a Aranda le parecieron eternos, Jaime no contestó. Su rostro estaba encendido por la tensión a la que se le había sometido, por sentirse foco de la atención de todos. Miró vagamente a su alrededor. Allí estaban todos. Todos los demás. Los conocía a todos ellos. Allí estaba Peter... Elena... Ramón... Ramón le miraba ceñudo, nunca le había visto así, pero aunque no se le ocurría ninguna razón por la que pudiera estar enfadado con él, sin embargo así era.

—Yo... —empezó a decir, sintiendo la lengua rasposa—. No era... quiero decir, era un simulador de verdad. Era el mismo que usan en las academias de vuelo... Usan ese tipo de software para ahorrar combustible y evitar riesgos innecesarios con aparatos de verdad. Normalmente, cuando tienes al menos cuarenta horas de vuelo en simulador puedes... puedes pasar a la cabina de uno de verdad. Bueno..., ese software se usa en cabinas simuladas donde los mandos y los asientos son totalmente realistas... y no miras una pantalla, sino que toda la carlinga es una pantalla en sí misma, así la sensación de inmersión es completa. Pero yo utilizaba una versión pirata de ese software, el FLYIT, y... estaba adaptada para funcionar con un mando de consola tradicional, y una pantalla estándar de PC, así que no sabría... no sabría decir si podría pilotar un helicóptero o no. Oh, y hay otra cosa... —añadió con rapidez—, los helicópteros que usaban la Guardia Civil o la Policía Nacional son los EC135, creo recordar, y FLYIT sólo emulaba los Bell, Robinson, Enstrom y algún otro. Así que...

Tan pronto hubo añadido esa aclaración, volvió a bajar la cabeza; sus mejillas estaban tan rojas que parecía haber pasado todo el día tumbado bajo el sol de agosto.

Otra vez el murmullo de los comentarios llenó la sala. Pero Aranda notó el cambio: las expresiones en las caras ya no eran de manifiesto rechazo; comenzaban a aceptar la posibilidad. En las dos horas siguientes acordaron estudiar el tema con la debida calma y minuciosidad. Muchos de los miembros de la pequeña comunidad de Carranque aún estaban en contra de intentar siquiera pilotar el helicóptero, pero Aranda estaba satisfecho: había plantado su semilla, y vaya si estaba creciendo rápido y fuerte.

XVIII

Los días siguientes a la caída de David por el callejón no fueron fáciles. Un velo oscuro y ominoso, denso como la niebla fría en un prado escocés, parecía haberse tejido en la casa. No hablaron mucho entre ellos. Isabel permanecía todo el día en su cuarto, no bajaba a comer ni subía arriba a esperar a que su caballero andante apareciese en su caballo blanco. John tuvo unas pesadillas delirantes; soñaba que el suelo, que se había vuelto de tierra negra y seca, se abría para tragárselo. Mary, quien pasaba con él la mayor parte del tiempo, le puso paños húmedos e intentó consolarlo, pero estaba empeorando a ojos vista, y en los escasos periodos de lucidez que ofreció aquellos días ni siquiera se atrevieron a contarle lo de la muerte de David.

Roberto, el quinto superviviente, se concentraba en cocinar y limpiar. Decía que eso le ayudaba a seguir cuerdo, y le dejaban hacer. Aún era capaz de recordar el olor a humo que dominaba la cocina de su abuela. Las paredes, elaboradas con delgadas ramas, dejaban entrar los suaves rayos del sol mientras el humo del fogón de barro se mezclaba con una suave danza aromatizada con el olor del café y las tortitas recién cocidas. La memoria del caldo de pollo siempre le traía veladas sonrisas.

Una tarde, sin embargo, Arturo llevó a Roberto a la azotea para hablar con él en privado.

—Me preocupa John... —dijo.

—Lo sé...

—No, no lo entiendes... Roberto le miró con curiosidad.

—¿Qué pasa si... muere? —soltó Arturo sin muchas ceremonias.

—¿Qué pasa si muere? —repitió Roberto en voz baja, como para sí. Por fin, levantó la vista hacia su amigo, con los ojos abiertos de par en par—. Si muere... ¡si muere se...! —Se llevó ambas manos a la cara, tapándose la boca para no tener que decirlo.

Arturo asintió.

—Si muere... —dijo despacio—, volverá...

Roberto anduvo un rato de un lado a otro, con las manos en la cintura a modo de jarra y mirando el suelo.

—Es como esas putas películas...

—Sí.

—¡Está con Mary!

—Sí.

—¿Cuánto tardan en...?

No lo sé. Pero creo que es bastante rápido.

—Tenemos que sacarla de allí.

—No la vas a convencer... y no creo que hablarle de lo que podría ocurrir en caso de que John muera sea lo que necesita dadas las circunstancias.

Roberto le miró, como si no comprendiera. Tenía las venas del cuello hinchadas.

—¿Y qué hacemos? —preguntó, subiendo el tono—. ¿Esperamos a que John muera, se convierta en un zombi de mierda, y le arranque a Mary la cabeza sin que nadie se dé cuenta, eh? ¿Y qué pasará cuando Isabel o tú o yo nos los encontremos a los dos en el pasillo, bloqueando el paso con sus ojos en blanco?, ¿les abrimos la puerta para que se vayan, eh? ¡Qué, dime! ¿Les damos en la cabeza con una puta lata de Fanta?

Arturo lo tranquilizó, poniendo ambas manos en sus hombros.

—Sólo digo que John no puede estar solo con una única persona en la habitación. Está mucho peor. Está amarillo. Ayer limpié su bacina, y sus heces son líquidas... fluorescentes y espumosas. Creo que se va, Rober.

Roberto pestañeó.

—¿Y qué hacemos si muere? —preguntó de pronto, de nuevo invadido por esa sensación de presión en el pecho que ya conocía tan bien.

Arturo carraspeó. Estaba visiblemente incómodo.

—Pensé en dejarlo encerrado, pero no sé si esas puertas interiores aguantarán mucho. Hay que... darle en la cabeza. Un golpe contundente, ¿entiendes? No conozco ninguna otra cosa que funcione con... cuando... —Se calló de pronto.

—Pero tío... —dijo Roberto, con las manos de nuevo en ambas sienes—, ¿qué dices, tío?

—Escucha, hay que hacerlo. Métetelo en la cabeza. Piensa en ello mientras estás allí... porque hay que hacerlo.

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