A medio camino se dio cuenta de que la calle estaba cortada. Había una barrera de coches formando una hilera, la mayoría de policía. Un par de vehículos se encontraban boca abajo y arracimados sobre los otros coches, aparentemente colisionados: sus carrocerías se entremezclaban en un amasijo informe de metal. En el lado más alejado, la fachada de uno de los edificios se había desprendido después de un aparatoso incendio, a juzgar por las paredes negras y calcinadas. Los cascotes y vigas habían caído sobre la barrera de coches, formando una barrera infranqueable.
—¡Mierda! —soltó, confuso. A su alrededor, los muertos comenzaban a reaccionar.
—¡Por allí! —chilló Isabel.
Corrieron por el extremo más occidental de la Plaza de la Merced, entre los coches abandonados. Mary trotaba detrás, asida de la mano. La expresión de su rostro era ilegible. Por todas partes los muertos estaban reaccionando y aumentaban su ritmo, acelerando sus pasos para encaminarse hacia ellos. Uno de los zombis, ataviado con una camiseta ajada donde aún se leía
MORTALMENTE SEXY
se abalanzó hacia ellos con inesperada rapidez. Casi les atrapa. Roberto pudo golpear sus brazos extendidos en el último momento.
Al llegar a la esquina, doblaron a la derecha, enfilando por la calle Álamos. A dónde iban, ninguno parecía saberlo. Roberto sólo quería poner tierra de por medio, alejarse de aquel líder oscuro que comandaba las legiones de muertos vivientes con trasnochadas citas bíblicas. Contra los zombis normales todavía tenían alguna esperanza. Contra un ser inteligente, ninguna. Corrieron unos doscientos metros, esquivando los pocos zombis sin mucho esfuerzo. La mayoría venía detrás, en lenta pero constante persecución.
—¡N-n-no puedo MÁS! —explotó Isabel. Roberto la miró. Se agarraba el costado con una mano y su tez blanca, los cabellos adheridos a la frente por acción del sudor y sus ojos desorbitados denunciaban el terror que sentía en cada uno de sus poros. Mary jadeaba pesadamente, boqueando como un pez al que han dejado en la arena, pero parecía estar en mejor forma física que Isabel.
El mejicano miró alrededor. Había un par de zombis a apenas diez metros. Uno de ellos tenía clavado un cuchillo de cocina en la clavícula derecha. El mango de madera asomaba como el pináculo de un monumento a la demencia.
Pararon un momento, e Isabel se dobló sobre sus rodillas, tosiendo y jadeando como si intentara beberse todo el aire del mundo. Mary se sentó en el suelo tan pronto la dejaron libre, pero Roberto volvió a cogerla por las axilas, incorporándola de nuevo. Tenían que estar preparados para correr en cualquier momento.
Miró sus manos desnudas, sorprendido de su propia falta de previsión. ¿Por qué no había cogido algo, una barra de hierro, un palo de escoba, cualquier cosa? ¿En qué momento se le ocurrió salir a hacer footing por las calles de Málaga sin alguna manera de enfrentarse a los muertos vivientes?
—¿Estás mejor? —preguntó. Su propia voz le sonó estridente, como si le llegara del interior de una caja. Pero Isabel estaba hiperventilando: el control respiratorio había sido inexistente en toda la carrera y ahora su corazón bombeaba como uno de aquellos operarios en una película acelerada de los tiempos del cine mudo.
Los dos espectros estaban ya prácticamente encima. Roberto les salió al paso, cogió el mango del cuchillo de cocina y tiró con fuerza. Le sorprendió la facilidad con la que pudo extraerlo, sin apenas resistencia. El sonido fue acuoso, burbujeante. La hoja estaba cubierta de una podredumbre negruzca y una bofetada de un olor sofocante le cortó la respiración. Ya había encontrado ese olor antes, tenía esa peculiaridad asfixiante del olor a la broza de jardín que se deja en un montón y se descompone.
Entonces ajustó los dedos alrededor del mango, apretó con fuerza y clavó el cuchillo en mitad de la frente del espectro. Lo hizo con un grito aterrador, y continuó gritando unos segundos después de haberlo hecho. El espectro bizqueó, se agitó con un par de espasmos y se derrumbó sobre el suelo.
El segundo zombi pasó los pies por encima del primero, poniendo fuera de su alcance el cuchillo. Roberto le miró. Era alto, muy alto, y lo miraba desde arriba con ojos enloquecidos. No tenía labios, sus dientes estaban expuestos y, alrededor, la piel se había retraído formando una película negruzca llena de pliegues.
Roberto trastabilló, preso de una repentina oleada de pánico que le recorrió todo el cuerpo, naciendo cálida desde la boca del estómago. Como la adrenalina aún sacaba punta a sus centros nerviosos, sintió una pronunciada sensación de mareo. A lo lejos, una caterva de espectros venía avanzando desde la entrada de la calle. Sus gruñidos animales le llegaban como una promesa de muerte.
Como un horrendo muñeco mecánico, el zombi lanzó sus manos hacia su cuello. Fue tan rápido que ya notaba la presión horrible de sus dedos crispados antes incluso de que pudiera intentar desasirse. Se encontró a sí mismo inmovilizado, sintiendo que el aire ya no pasaba a sus pulmones, asomándose a aquellos ojos sin vida, iracundos, que le miraban con un odio tan descarnado que se le antojaban hipnóticos. Sin ser del todo consciente de ello, Roberto intentaba zafarse de las mortales tenazas, pero era inútil, su adversario tenía brazos de hierro y la determinación de una locomotora a plena potencia.
Sintió que se iba... Escuchaba gritos, gritos de mujer, pero cada vez eran más lejanos. Una bruma blanca enturbió su visión, suavizando los rasgos de su atacante. Veía su silueta, pero era gris, confusa, y detrás de ésta no había ya nada. Absolutamente nada.
Moses y el Cojo avanzaban a buen paso. Habían encontrado la calle inusualmente vacía, y avanzar por entre los edificios ya no era un camino tortuoso, lleno de situaciones peligrosas. La mayor parte del tiempo podían simplemente deslizarse entre las figuras erráticas sin recurrir a enfrentamientos, lo que era muy preferible; hacía ya tiempo que habían aprendido que las refriegas tenían una reacción lenta pero progresiva en todos los espectros a la vista, se excitaban y los atraían como un imán.
En muy poco tiempo habían llegado a la calle Álamos, que se extendía cuatrocientos metros hacia el este, donde se abría la Plaza de la Merced. Al mirar en esa dirección, se detuvieron en seco. Desde allí llegaba una horda de muertos vivientes como no la habían visto en mucho tiempo: un tumulto ingente de brazos y bocas hediondas que se movían al unísono como una ola de pesadilla.
—Jesús bendito... —musitó Moses, sin poder apartar la vista.
—Vámonos, vámonos, Mo... —dijo el Cojo, repentinamente ronco, dando pasos cortos hacia atrás.
Moses agarró al Cojo por el brazo. Señalaba con su brazo velludo.
El Cojo los vio también. A poca distancia, un hombre clavaba un cuchillo en el rostro de uno de los espectros. El zombi se sacudió brevemente y cayó desplomado al suelo convertido en un fardo inútil.
Un segundo espectro se apresuró a pasar por encima del cuerpo caído y se enfrentó al hombre, altivo y con los hombros henchidos, embravecido como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Detrás de ellos pudo ver dos chicas jóvenes.
Antes de que pudieran reaccionar, el espectro lanzó sus manos hacia el cuello del joven. El chico se combó hacia atrás. Movía las manos con grandes aspavientos.
Saliendo de su estupor, Moses corrió hacia ellos con su barra en ristre. El Cojo sentía una profunda sensación de peligro minándole el ánimo, pero trotó detrás de su amigo, acarreando su corta pierna. Por fin, aprovechando el ímpetu de la carrera, arremetió contra el atacante y lo derribó al suelo. El joven cayó hacia atrás y permaneció en el suelo describiendo un arco sobre su espalda, boqueando como un pez que, arrebatado al mar, yace en la arena sin aire.
Moses se levantó rápidamente. El espectro estaba despertando, esto lo veía en sus pupilas de un color blanco iridiscente. Era el umbral que los muertos parecían atravesar antes de convertirse en corredores, y eso no era algo que Moses quisiese ver. Parecía a punto de saltar, como accionado por un resorte. Su rostro empezaba a reflejar una furia concentrada, cruel, desmedida. Pero Moses no iba a esperar para verlo; levantó la barra por encima de su cabeza y la dejó caer con fuerza. La barra golpeó el cráneo del cadáver con un ominoso ruido sordo, como el que produce un cántaro de barro desquebrajándose. El espectro se sacudió con un espasmo final, y permaneció inmóvil, sus ojos sin pupila prendidos en el cielo plomizo.
El Cojo atendió al joven tendido en el suelo. Tenía horribles laceraciones en el cuello y respiraba con dificultad, pero sobreviviría.
—¡¿Estáis bien?! —gritó Moses a las dos chicas jóvenes que estaban detrás.
—S... sí... —dijo una de ellas. Les miraba con incredulidad, una sensación que Moses comprendía muy bien; sólo Dios sabía cuánto tiempo hacía que no veían otros seres humanos—. G-gracias... ¡gracias!
—¿De dónde...?, ¿de dónde coño venís? —preguntó Moses.
—Yo...
—Tenemos que movernos, Mo —interrumpió el Cojo, sin apartar la mirada de la masa de espectros que avanzaba hacia ellos por la calle.
—Sí... vale... ¿cómo está ese tío?
—Creo que bien... ¡Venga, arriba! —dijo, ayudando al joven a incorporarse. Les miraba con una extraña mueca en el rostro, entre gratitud y miedo.
—¿Podéis seguirnos? —preguntó Moses—. ¿Podéis correr?
—S... sí, sí... claro... —dijo Isabel, cogiendo a Mary firmemente de la mano. Roberto asintió con la cabeza, aún jadeando.
—Vámonos, entonces... —dijo el Cojo—. Si ven dónde nos escondemos nada les parará... son demasiados.
—¿Ella está bien? —preguntó Moses, señalando a Mary. La chica le parecía un poco retrasada; miraba con divertida fascinación un viejo cable de alumbrado público que cruzaba la calle.
—Sí, está... un poco... es que John... y... David...
Moses comprendió al instante y detuvo su discurso justo cuando comenzaba a balbucear.
Empezaron a correr por la calle, tomando el mismo camino de vuelta que habían recorrido momentos antes. Moses iba en último lugar, preocupado por la retaguardia. Sabía que de las grandes masas salían los corredores, y sabía también que difícilmente podrían protegerse todos ante algo así armados únicamente con una barra de hierro. Se explicaba también por qué había visto tan pocos espectros antes; por algún motivo se habían ido todos a la Plaza de la Merced.
—¡Por aquí! —decía el Cojo de tanto en cuando. En ocasiones tenía que derribar a algún zombi para asegurar el paso del grupo, mediante el simple procedimiento de imprimirle un buen empellón. La mayoría eran suficientemente torpes como para permitirles desaparecer de la escena antes de que pudieran incorporarse de nuevo. Por fin llegaron al portal y entraron todos, jadeando y resoplando, pero profundamente aliviados de haber podido escapar.
—Gracias, gracias, tíos... —decía Roberto, con lágrimas en los ojos y el labio inferior aquejado de un acusado temblor. Moses lo abrazó.
Unas horas más tarde, el grupo se encontraba apoltronado en los pequeños sofás que Moses y el Cojo tenían dispuestos en su piso. Mary daba pequeños sorbos a un vaso de agua que cogía entre las manos como si fuera un cuenco de sopa caliente, e Isabel y Roberto intentaban explicar todas las peripecias vividas últimamente. El Cojo aún sufría su dolor de muelas, pero, a indicación de Roberto, había conseguido aliviar considerablemente el dolor utilizando un diente de ajo que aún sobrevivía en la cocina.
—Cuéntame lo de ese tío otra vez —pidió Moses.
Isabel suspiró, pero no parecía molestarle. Cada vez que lo contaba añadía nuevos detalles, y Moses se dio cuenta de que, con cada revisión de la historia, parecía encontrarse un poco mejor. Cada vez era más fácil para ella ubicarse en un plano exterior a los acontecimientos, y relatarlos como si fueran un cuento viejo, ya superado. Hacía sólo unas horas que la había conocido, pero Isabel le había gustado desde el primer momento: hermosa y con una mirada directa y sincera.
—Es increíble... —dijo el Cojo—. Nunca había oído nada parecido...
—¿Cómo coño habrá hecho eso? —preguntó Moses.
—Os dais cuenta —dijo el Cojo— de lo que... quiero decir, si pudiéramos conseguir lo mismo que él... ser capaces de deambular por entre esos zombis... eso sería... eso sería definitivo...
—Un cura... —decía Moses, más para sí mismo que para los demás.
—Había algo en sus ojos que... —dijo Roberto, con la mirada perdida en algún punto indeterminado—, no sé, estaban enloquecidos, toda su... su cara, su rostro... enloquecido, completamente fuera de sí. Teníais que haberlo visto... tan delgado.
—¿Os acordáis de aquella vieja película, Poltergeist? —preguntó Isabel. Todos asintieron—. No la original, sino la segunda o tercera parte... salía un tío cadavérico de pelo blanco... pues nuestro cura es su puto hermano gemelo.
—Joder, sí... qué grima me daba ese tío —dijo el Cojo.
—Sea como fuere, loco o cuerdo, sacerdote o no, es un enemigo —soltó Moses, poniéndose de pie—. Por lo que decís de sus palabras, creo que él piensa que todo esto es el proverbial Día del Juicio Final, tal y como lo cuenta la Biblia, ya sabéis, donde todas las almas, los vivos y los difuntos, son invocados ante Él y sometidos a juicio.
—Joder... —dijo Roberto.
—Sí, joder. Se lo ha tomado a pies juntillas, y aunque no sabemos cómo hace su particular truquito, está usándolo para alimentar su enfermiza fantasía.
—Bueno... —interrumpió Isabel, acaparando todas las miradas—. Quiero decir, y si... o sea, todo esto de los muertos volviendo a la vida... no sé, ¿y si fuera verdad?
Moses sonrió con amabilidad.
—Bueno, Isabel... —dijo—, la parábola del Juicio Final es una de las más importantes del Evangelio. Habla del día final de la historia, de la sentencia definitiva de Dios sobre los seres humanos. Este texto aparece adornado con muchas leyendas y representaciones bastante... plásticas, pero no deja de ser una parábola.
—Lo sé, lo sé, pero... es todo tan surrealista...
—Sea como fuere, tenemos ahora un gran problema —dijo el marroquí—. ¿Cómo diríais que ese sacerdote os encontró? ¿Salíais a menudo?, ¿os asomabais a los balcones?
Roberto pestañeó, paseando la mirada entre Mary e Isabel.
—No salíamos nunca... teníamos ese supermercado justo bajo la casa, como os hemos dicho antes. Pero sí, usábamos las ventanas, claro... y la azotea. A Isabel le encantaba mirar por la ventana... se pasaba largas horas mirando la calle.