Aquella mañana, el Escuadrón de la Muerte de Carranque avanzaba por las alcantarillas. Habían conseguido además un mapa de toda la estructura de túneles y cañerías de Málaga y gracias a él avanzaban a buen paso. A sus pies, un negro caudal de innombrables ingredientes discurría mansamente por una cuenca de cemento. No existía, a decir verdad, un riesgo excesivo; en todos los corredores de la periferia habían dispuesto cintas de plástico —adquiridas también en la comisaría— que cruzaban los túneles de lado a lado. De aquella manera si cualquiera de esos seres se aventuraba en las alcantarillas lo sabrían enseguida.
Por fin llegaron a la tapa de salida y procedieron como de costumbre: José salió rápidamente, pues era el más ágil y con más precisión en el tiro de los cuatro, y puso rodilla en tierra para cubrir a los que le sucedieron. Llovía bastante y la visibilidad no era muy buena, pero con rápidos movimientos controló todo el perímetro en unos segundos. Procuraban, sin embargo, no disparar en la calle a menos que fuese absolutamente necesario. Habían aprendido que el sonido de los disparos atraía la atención de los caminantes y, a corto plazo, la solución se convertía en parte del problema.
Sin embargo, aquel día los caminantes no eran muchos, y los que había estaban dispersos por la gran rotonda donde habían aparecido. Había varios alrededor, pero el que más le preocupaba era uno vestido con una especie de mono azul que estaba de espaldas a ellos: era enorme, casi tan grande como Dozer, y José sabía que ese tipo de zombis podían desarrollar, en ocasiones, una velocidad y una fuerza desproporcionada. Pensó en volarle la cabeza para evitar problemas, ahora que lo tenía a tiro, pero Uriguen le puso una mano en el hombro. Ya estaban todos fuera, era hora de moverse.
Corrieron agazapados hacia el portal del edificio. El cadáver de una mujer con un vestido raído de color marfil les miraba con una expresión extraña en su desvencijado rostro, como si no comprendiera lo que veía. José le apuntó brevemente, pero pronto la descartó como peligro potencial y siguió adelante. La lluvia les chorreaba por la frente y les caía en los ojos. Muy pronto alcanzaron el portal.
—Cerrado. ¡De puta madre! —dijo Dozer, contento, tras tironear brevemente de la puerta de doble hoja. Un portal cerrado significaba menos caminantes en el interior.
Uriguen golpeó el cristal con la culata del fusil, introdujo la mano e intentó abrir la puerta desde dentro, pero sin resultado.
—Eléctrica —anunció, apartándose de la puerta con un rápido movimiento. José y Susana apuntaban a los zombis que tenían alrededor. Cada vez eran más los que se volvían hacia ellos, intentando asimilar el concepto de que había nuevas presas al alcance de la mano. Entonces Dozer bajó el fusil y embistió la puerta con una violenta sacudida. El pestillo cedió al tremendo choque y la puerta se abrió.
Ese movimiento terminó por sacar a los zombis de su estado de perplejidad. El cadáver de mono azul que José había identificado se volvió de repente, como sacudido por una descarga, e inmediatamente comenzó a correr hacia ellos. El aire se llenó con los roncos gruñidos de los caminantes.
José ajustó su ángulo con un mínimo movimiento y disparó. El impacto le alcanzó, certero, en la cabeza. Hubo una fuerte sacudida, como si hubiera chocado contra un muro invisible. El disparo hizo volar trozos de cráneo en todas direcciones y lo derribó hacia atrás, haciéndolo caer sobre el asfalto con un sonido acuoso, como un chapoteo.
—¡Adentro! —llamó Susana desde el interior del portal.
José cruzó el umbral y la puerta se cerró tras él. Uriguen tenía ya el soldador de bolsillo en la mano. Empezó a trabajar en el quicio, bloqueando las bisagras. Era una operación que había llevado a cabo muchísimas veces, y tardó un minuto en tenerlo todo listo. Sin embargo, ese tiempo fue suficiente para permitir a un buen número de cadáveres anhelantes acercarse. Mientras la soldadura se llevaba a cabo, Dozer sujetaba la puerta con el peso de su cuerpo y Susana y José apuntaban hacia el interior del portal.
—¡Asegurada! —dijo al fin, cerrando la tapa del soldador y devolviéndolo a su cinturón de herramientas.
—Bien... —dijo Susana, abandonando la posición de fuego de cobertura. Miró a sus compañeros y, poniéndose bizca, parafraseó a la vidente de la famosa película—. Esta... casa... está limpia.
Todos rieron.
No encontraron ningún cadáver en las primeras plantas. Todas las casas estaban vacías, vacíos sus armarios y cajones: sus habitantes se habían largado de allí. En una de las viviendas encontraron un tremendo destrozo: muebles y electrodomésticos habían sido derribados, y todos los enseres se hallaban esparcidos por todas partes. Fotografías, libros, objetos de decoración... y también abundantes latas de alimentos. Algunos cartones de leche fermentados habían reventado dejando un rastro ya seco y verdusco. El parqué había sido arrancado, a trozos, con delirante devoción. En la pared, alguien había escrito un mensaje con enormes caracteres y tinta oscura y granulosa:
CARO DATA VERMIBUS
—¿Es... latín? —aventuró José, inclinando un poco la cabeza para leer bien las gigantescas letras.
—Es latín, claro, pero... —dijo Uriguen despacio, acercándose a la estremecedora grafía—. Caro data vermibus... lo he leído antes... vermibus... vermis... como el De Vermis Mysteriis, los misterios del gusano, aquel relato de Lovecraft... caro es carnis... desde luego... —De repente, una sombra cruzó su mirada—. Data... el participio de “dar”, traducido entonces como “Carne dada a los gusanos”. Es cadáver... ca-da-ver. La misma palabra en inglés... casi la misma en francés, alemán...
De repente, calló. Podían imaginar la angustiosa y densa demencia a la que se había entregado el propietario de aquel piso a medida que el mundo enloquecía a su alrededor. Salieron en silencio, sin hablar entre sí.
En el cuarto derecha encontraron el cadáver, en avanzado estado de descomposición, de una señora entrada en carnes que había muerto tocando el piano. Llevaba un camisón rosa y su pelo seco y mate estaba enmarañado en lo que parecían ser rulos. También había algunos en el suelo. Sus manos aún se asentaban sobre las teclas cubiertas de polvo. La piel era horrible, un cuero tirante y negruzco que dejaba entrever sus huesos. La habitación estaba impregnada de un olor dulzón penetrante que ninguno pudo aguantar mucho tiempo.
—Afuera con eso —dijo José, poniéndose su mascarilla en la boca. Eran mascarillas comunes, de uso anestésico, de las que abundan en los centros de salud y hospitales.
—Por ahí... —comentó Dozer, señalando la ventana del salón. Ésta daba a la entrada del portal. La abrieron de par en par y, no sin esfuerzo, tiraron el cadáver abajo. Se precipitó con vertiginosa rapidez y acabó aplastando a los zombis que se habían congregado junto a la entrada. Luego echaron una mezcla casera de Bacplus y Bacter 900, unos desinfectantes bactericidas en polvo, sobre el asiento y el piano.
En la quinta planta encontraron una visión poco común: las puertas del quinto D estaban bloqueadas con un gran sofá, una mesa de escritorio apilada encima y dos grandes tablas cruzando la puerta horizontalmente. Dentro, como habían temido, encontraron varios zombis. Los abatieron sin dificultad, y sus cadáveres fueron arrojados por el balcón. Se estrellaron allá abajo contra el suelo, sobre el cuerpo de la pianista.
—Vamos a descansar un poco —pidió José después de lanzar el último cuerpo. Como accionado por un resorte, Uriguen se colocó el fusil al hombro, dejándolo colgar del cinto.
—Qué enfermizo... —comentó Susana—. Imaginaos a esos tres encerrados en estas habitaciones tanto tiempo... —Los visualizó en continuo deambular, rebotando contra las paredes, en la oscuridad, dedicados a la tarea de esperar, esperar infinitamente la llegada de nada en concreto.
—Y que lo digas.
José curioseaba por la casa, seguido por Dozer. La mayor parte de los adornos y estanterías habían sido derribados al suelo. Adivinaron también dónde había muerto, al menos, uno de ellos: la cama más grande tenía grandes y oscuras manchas en las sábanas convertidas en un hatillo inmundo.
En otra de las habitaciones encontraron algo interesante. Era una caja rectangular con varios indicadores y diales, y a un lado descansaba un micrófono que parecía ser de los tiempos de cuando el charlestón era el último grito en París.
—Coño... —dijo Dozer, sorprendido al ver la caja—. Es... ¡es una emisora de radio! —Se acercó y comenzó a examinarla y hacer girar los diales—. Por lo que se ve es de onda media y larga. Es militar, eso seguro. Mira las cintas que tiene por detrás... debían usarse para llevarla como mochila, en campaña. No estoy muy seguro, pero este modelo podría ser de 1930, o 1934; vi uno similar en la escuela de transmisiones de Guadalajara. Qué fuerte... —dijo, vivamente interesado en el aparato—. ¡Una como ésta podrían haber utilizado los resistentes del Alcazar de Toledo durante la Guerra Civil Española!
—Una emisora de radio... —dijo Susana, que asomaba ahora por la puerta. Volvió a repetir arrastrando lentamente las palabras—: Una... emisora... de radio.
—Aaah, joder... —dijo Dozer, examinando la parte trasera—. Le falta la batería... ¿De cuánto debió ser, en aquella época?, ¿doce voltios?
—Pero una emisora de radio... —dijo Susana—. ¿Cómo no hemos pensado antes en eso?
Dozer y José la miraron, sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
—¡Una emisora! ¡De radio! ¡Podemos emitir, quizá alguien nos escuche!... Porque podemos, ¿no? —dijo de pronto, consciente de que no sabía nada de emisoras de radio, y sobre todo, dándose cuenta de que probablemente aquella antigualla había emitido su último código morse muchos, muchos años atrás.
—No lo sé —dijo Dozer, acariciando la lona que recubría el metal de la emisora con la palma extendida de la mano—. Esta belleza podría funcionar a 0,6 megahercios... probablemente. Digamos que, en ausencia de interferencias, el alcance de la onda terrestre de un transmisor de onda media, expresada en kilómetros, es igual a su longitud de onda en metros. Si tenemos suerte, y la emisora funciona a cien metros, podría tener una cobertura de hasta cien kilómetros.
—¡Cien kilómetros! —repitió José, impresionado.
—Llegaríamos a Estepona... y por el este hasta Motril, probablemente.
—Tenemos que probar. —Dozer estaba cada vez más entusiasmado.
—¿Podrás solucionar lo de la batería? —preguntó José.
—Creo que sí. Algo inventaremos...
—Nos la llevamos —dijo Susana con una gran sonrisa.
El Escuadrón regresó al campamento sin ninguna incidencia. Uriguen llevaba la radio a la espalda, en forma de macuto. Salieron, como de costumbre, por una ventana de la parte de atrás, ya que el portal estaba ahora infecto de caminantes intentando acceder. Desde allí llegaron a las alcantarillas, donde deshicieron el camino andado hasta el polideportivo.
Unos minutos más tarde, en la sala común del complejo, y en medio de cierta expectación, Uriguen colocaba la emisora de radio sobre la mesa. Aranda la examinó con manifiesto interés.
—¿Podemos emitir con esto y nos escucharán con cualquier aparato de radio convencional? —fue su primera pregunta.
—En toda la provincia —confirmó Dozer—. Eso seguro. No vamos a tener ninguna interferencia en absoluto... todo el espectro para nosotros.
—¿Funciona? —preguntó un hombre con una poblada barba pelirroja.
—Es lo que tenemos que averiguar. Por lo pronto, le falta la batería. Quiero decir, completamente. Podría intentar algún apaño para enchufarla a uno de nuestros generadores... —dijo pensativamente—, pero podría quemarla de forma irremediable. Recuerdo que había unas baterías recargables de 1,2 amperios... eran especiales para conectar equipos de electro-medicina, microcámaras, receptores y cosas así...
—De las de 500 gramos —dijo José—. Las conozco.
—Eso es. Si pudiéramos echarle el guante a una de ésas... Susana amartilló su fusil con un firme movimiento.
—Nenas, coged vuestros bolsos... ¡vamos de compras!
Al día siguiente, el interruptor de encendido de la emisora prestaba todo un nuevo caudal de vida al aparato por obra y gracia de la nueva batería. Dozer estaba encantado con el dispositivo. Habían grabado un mensaje indicando dónde estaban, cuántos eran, y muchos otros datos como la sugerencia del acceso por las alcantarillas. Lo transmitían ininterrumpidamente.
—¿Crees que alguien lo escuchará? —preguntó Peter, un hombre de pelo rojizo y el rostro surcado por una miríada de arrugas. Estaban en la pequeña oficina donde habían instalado la emisora. La luz crepuscular del atardecer se filtraba, tenue, por una pequeña ventana.
—Seguro —dijo Dozer. Intentaba, sin mucho éxito, abrir una de esas bolas de plástico cargadas de pastillas de chicle—. Bien, mira... imagina que has sobrevivido y estás escondido, en tu casa, en una oficina, donde sea... vas resistiendo pero ya no hay agua, la comida termina agotándose y no puedes salir a comprar precisamente. Así que esperas que alguien te rescate; ¿qué harías? No hay electricidad, Internet no funciona, no hay ninguna emisión de televisión. Pero los aparatos de radio son otra cosa. Hay toneladas de pilas por todas partes, y muchos de esos transistores, sobre todo los viejos, aguantan semanas enteras con un par de las gordas.
—Sí, suena como un buen plan.
Dozer miró por la ventana. Las nubes se desgranaban en tonalidades rosas y azules, teñidas por los últimos rayos del sol.
—Estoy... estoy seguro de que hay más gente.
—Será fantástico encontrar más gente... —dijo Peter, un poco incómodo por el deje de amargura que registró en la voz de Dozer.
—Cuando todo se fue a tomar por culo, ¿sabes?, acabábamos de comprar una barbacoa... Nunca había tenido una barbacoa antes.
Sé que eso deja mi hombría en entredicho —dijo con una sonrisa—, pero es cierto. Compré una grande, de ésas que requieren obra para instalarla. Cuando la estaba metiendo en la furgoneta, un tipo se paró y se ofreció a ayudarme, así que acepté, y cuando terminamos, el tipo me felicitó por la compra. Eso me gustó, ¿sabes a qué me refiero?, o sea, ¿cuántas veces encuentras a alguien así? Pues cuando llegué a casa, otro tío me ve bajando la barbacoa, se acerca con una sonrisa y me dice “¿cuándo es la barbacoa?”. Y se queda allí un rato hablando de ese modelo y del que él tiene en el jardín de sus suegros. Pues escucha... llego a casa, le pregunto a mi vecino que si me puede ayudar a hacer el encofrado para montar la barbacoa y me dice que por supuesto... aparece con latas de cerveza. Es verano, hace buen tiempo y pasamos algunas horas charlando sobre las especificaciones de la barbacoa mientras hacemos el trabajo. Cuando terminamos, su mujer viene a buscarlo, ve mis discos al pasar por el salón y descubrimos que es una fan de El Último de la Fila, como yo. En serio... me sentí como si, de repente, hubiera ingresado en una especie de club que ni siquiera sabía que existía.