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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (11 page)

BOOK: Los caminantes
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En las semanas que siguieron, Aranda llegó a ser muy popular en el campamento. Tenía un carisma especial, y caía bien a todo el mundo casi instantáneamente. Era tranquilo, sabía escuchar, y siempre tenía soluciones a los problemas que se iban presentando, no importaba de qué clase fueran: un problema inesperado con una tubería, mejoras en la administración y gestión de los alimentos, o un sistema de turnos optimizado. En poco tiempo, la frase “veamos qué dice Aranda de eso” estaba en boca de todos.

De las treinta personas que vivían en la Ciudad Deportiva, un reducido grupo se había especializado en el uso de las armas. Dozer y otros dos habían sido grandes aficionados a la caza y además eran buenos deportistas, así que ellos eran los que hacían las salidas a por suministros, cuando había que hacerlas. Eran extraordinariamente buenos. También se ocupaban de los indeseables que, con cierta periodicidad, pasaban junto al refugio, cuando el campamento aún era joven y no había tantos zombis. Un grupo de ellos, conduciendo motos de gran cilindrada, se plantaron cerca de la puerta principal haciendo girar las motos en círculos. Llevaban armas, y entre disparos al aire sugirieron a gritos que era mejor que algunas de las mujeres se fueran con ellos, para perpetuar la especie. Dozer y los otros hicieron varios disparos en rápida sucesión y absolutamente todas las armas cayeron al suelo, las manos que las sujetaban reducidas a muñones sanguinolentos. Se marcharon haciendo rugir sus motos, zigzagueando entre los muertos vivientes. Pero aquello fue cuando todavía se veían indeseables por las calles. Ya no había ninguno.

Susana formaba parte de ese grupo. Demostró tener un talento natural con el uso de las armas y una puntería fuera de lo común. Se entrenaba duro todos los días para mejorar su forma física, y había descubierto que hacerlo le fortalecía no sólo el cuerpo, sino que también reforzaba su entereza mental. Había cambiado sobremanera desde que abandonó su apartamento, hacía ya algunos meses, y se sentía orgullosa de ese cambio, de haber dejado atrás a una Susana temerosa e indecisa con la que ya no se identificaba.

Una mañana, Juan se encontraba en la pista de atletismo, sentado en una vieja silla de plástico a la que las inclemencias del tiempo habían ennegrecido. Estudiaba los movimientos de los espectros, agarrados con sus dedos huesudos a la verja metálica. Cuando se ponía a la vista, todas las miradas se concentraban en él. Si se acercaba lo suficiente, causaba un buen revuelo entre sus filas: sus ceños se fruncían, los dientes aparecían, y sus ojos blancuzcos parecían capaces de taladrarle. Pero si comenzaba a alejarse de nuevo hasta ponerse fuera de su campo de visión, perdían el interés en él y comenzaban a vagar. Era como si los zombis funcionasen con un programa muy básico, manejando solamente unas pocas variables. Algo podía estar ahí o no, pero no parecía que entraran en la consideración de “estar ahí pero escondido”, por ejemplo.

Una inesperada voz a su derecha hizo que rompiera el hilo de sus pensamientos y diera un respingo.

—¿Qué tal, joven? —preguntó Dozer.

—Coño... no te oí llegar —dijo Aranda, disculpándose.

—Ya lo veo —contestó, medio divertido. Aunque hacía frío, iba vestido con pantalones cortos y una camiseta sin mangas, un par de tallas por debajo de la que hubiera necesitado.

Dozer siguió la mirada de Aranda.

—Casi me he acostumbrado a ellos —dijo.

—¿En serio? —preguntó Aranda—. A mí aún me dan escalofríos. Hace un rato vi uno vestido con el uniforme del SAMUR. Llevaba un estetoscopio al cuello y un agujero del tamaño de una pelota de golf en la zona de la clavícula. Bueno, me pregunté cuál había sido su historia, cómo había acabado así. Quizá fue infectado por la misma persona a la que trató de ayudar. Quizá nunca tuvo una oportunidad.

—Sé lo que quieres decir. A veces olvidamos que alguna vez fueron personas, como tú o como yo.

—En fin —dijo, moviendo la mano en el aire—. Eso fue hace ya mucho tiempo.

Dozer lo observó, taciturno, con los ojos entrecerrados.

—Ése es el pensamiento correcto, ¿sabes?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir... que si vas metiendo esas ideas en la cabeza de los demás, especialmente en los de mi grupo, bueno... son ellos o nosotros, Aranda. Si tienes un podrido delante y dudas, aunque sea por un segundo, acabarás al otro lado de la verja con los ojos en blanco y el culo lleno de gusanos. No podemos andarnos con remilgos.

—No quería...

—Lo sé, créeme, lo sé —interrumpió Dozer—. Pero superar aquello fue una parte esencial del adiestramiento. Nos costó bastante andar y correr entre ellos disparándoles como si fuesen latas de Pepsi en una valla. —Bajó la cabeza, buscándose las manos—. A veces te encuentras con cosas que son difíciles de olvidar cuando vuelves a casa y te tumbas en la cama. Sencillamente no se van, no puedes dormir y olvidarlas, y no desaparecen cuando lavas tu cuerpo para quitarte toda la sangre después de una trifulca con esos zombis. No todas esas cosas parecen monstruos. A veces te encuentras un rostro, mirándote directamente a la cara, y por un segundo vislumbras la humanidad que perdieron. Casi dan pena. Y titubeas, ya lo creo que titubeas. Pero ésas son sus armas. Ésas son sus jodidas armas. Por eso acabaron con todo. Sencillamente... no podemos permitirnos recordar siquiera que todos esos cuerpos muertos fueron hombres y mujeres, amigos, esposos, gente corriente con hipotecas y planes para el verano.

Aranda se había vuelto para mirarle. Parecía abatido y más pequeño de lo habitual. Sus ojos encerraban un deje de tristeza y, por un instante, Aranda atisbó unos horizontes desconocidos en la personalidad de aquel hombretón, pozos de oscuridad que encerraba dentro de sí, que no compartía con nadie más. Pero en su cabeza se dibujó una imagen tan vivida que parecía refulgir en su rica variedad de tonos cromáticos. En ella aparecía Dozer, después de una de sus misiones en el exterior, sentado en una esquina de su habitación; los ojos ausentes clavados en sus botas manchadas de sangre, y derramando lágrimas por todos aquellos espectros.

—¿Lo entiendes? —dijo de repente Dozer, con el semblante serio.

—Sí que lo entiendo, Dozer. Lo siento.

—Oh, vamos, no es culpa tuya. —Volvió la cabeza hacia las hileras de espectros que rodeaban la Ciudad Deportiva—. Pero mientras sigamos poniéndoles motes, como podridos, zombis, mordedores o caminantes, más tardaremos en llamarles por su verdadero nombre. Son víctimas, Aranda. Gente muerta. Eso es lo que son. Aranda asintió, pensativo.

Una inesperada y fría ráfaga de viento sacó unas hojas secas de debajo de la vieja silla y las arrastró varios metros más allá. Detrás de la verja, como respondiendo al cambio de temperatura, uno de los muertos levantó la cabeza y pareció otear el cielo.

Aranda lo miró, y el espectro le devolvió la mirada. Fascinado por aquella actitud, permaneció unos instantes mirándole directamente a sus ojos acuosos y blancuzcos. Sintió un escalofrío. Algo en sus ojos parecía anunciar que ese viento era un viento de cambio.

XIII

El atardecer de la tercera semana del mes de febrero fue de un color rojo intenso. Casi parecía que el cielo se había incendiado por el oeste a medida que el sol desaparecía detrás de los edificios en la Plaza de la Merced. Desde su ventana, la chica observaba a los caminantes como tantos otros días. Uno de ellos, impecablemente enchaquetado, llevaba en la mano un maletín negro de ejecutivo. Estaba abierto y la tapa arrastraba por el suelo. Dentro aún se podían ver algunos documentos, sujetos por una cinta de seguridad. La chica se preguntó por qué, en el nombre del Cielo, aquella cosa se aferraba con tanto ahínco a algo tan inútil. Era como si una parte aún se obcecara por sujetarse a una vida que fue, pero que se perdió un aciago día. Se quedó mirando su corbata azul y la blanca camisa, y sintió pena por el pobre desdichado.

—Se ha acabado la última botella. La última botella... —dijo alguien entrando en la habitación.

—Pues tendremos que vivir de los zumos y los refrescos.

—También se han acabado los zumos. Sólo queda esa mierda de bebidas isotónicas.

—Ya serán mejores que beber Coca-Cola... —teorizó la chica.

—Pues no sabría decirte —dijo el joven, ajustando sus gafas sobre la nariz—. La Coca-Cola tiene varios ácidos que tienen un efecto descalcificante en los huesos, pero la bebida isotónica aun puede ser peor... Tiene vitaminas, pero están mezcladas con un agente químico muy peligroso. Lo desarrolló el Departamento de Defensa de los Estados Unidos durante los años 60 para estimular la moral de las tropas que luchaban en Vietnam. Actuaba como una droga alucinógena que calmaba el estrés de la guerra, ¿sabes?, pero sus efectos en el organismo fueron tan devastadores que fue retirado. —Hizo un gesto vago con la mano—. Alto índice de casos de migrañas, tumores cerebrales y problemas en el hígado en los soldados que la tomaron.

La chica rió con ganas la verborrea de su amigo.

—¿De dónde leches sacas todo eso?

El joven pareció un poco ofendido, y cruzó los brazos varias veces como si estuviese incómodo.

—Lo leí. Lo leí en un blog. Antes, cuando... cuando había Internet.

—Eres increíble, Arturo —dijo con una sonrisa.

Fue, en verdad, un momento extraño, de los que no abundaban desde hacía semanas. Resistían a la invasión de los muertos vivientes en uno de los emblemáticos edificios de la Plaza de la Merced. Eran seis, aunque John, un extranjero de cincuenta y dos años que había venido a Málaga a estudiar a Picasso, estaba realmente enfermo. Lo mordieron en la pierna y perdió mucha sangre. Desde entonces la infección se había ido extendiendo, y le provocaba sudores fríos, fuertes episodios de fiebre y periodos de coma.

Pero John aguantaba, gracias a Dios. Los otros eran todos gente joven, y quitando algún momento de histeria, lo llevaban bastante bien. Salir a la calle era algo del todo irrealizable debido al número de cadáveres que vagabundeaba constantemente por la plaza, pero habían aguantado gracias a un boquete que practicaron en el suelo de uno de los pisos de la primera planta, que les condujo, como habían previsto, al pequeño supermercado de abajo. Había numerosos alimentos en lata, cereales con fechas de caducidad muy alejadas en el tiempo, garrafas de agua y muchos otros productos que podían almacenar sin que se comprometiese su salubridad: chocolates, frutos secos, barras energéticas y demás.

—¿Cómo está John hoy? —preguntó la chica.

—Sigue igual... Seguimos necesitando medicamentos. Antibióticos. Lo ideal sería que lo viera un médico... —Miró hacia abajo, experimentado una gran impotencia.

—Quizá deberíamos hacer más de esas hojas...

—Tiramos quinientas —dijo él, pronunciando mucho cada golpe de voz.

Habían preparado quinientas cuartillas encabezadas con un visible titular: “ESTAMOS VIVOS”, y habían escrito su localización exacta, cuántos eran, y sus problemas más graves: la necesidad de encontrar un médico para John y la de la falta de agua. Esperaban que las hojas se esparcieran por todas partes, y que, en algún momento, alguien encontrara alguna.

—Prepararé más. Si mañana hace viento, las tiraré desde el tejado otra vez. Estoy convencida de que alguien... en alguna parte... dará con una de ellas.

—Está todo muerto, Isa.

—Si nosotros estamos aguantando, tiene que haber más. Arturo pensó unos instantes. No compartía su ilusión, pero concluyó que no le vendría mal estar ocupada.

La clave de la convivencia, como tan bien había vaticinado Isabel, era mantenerse ocupados. Los tres pisos que usaban no eran demasiado grandes, pero suficientes como para que todos tuvieran su espacio. Intentaban mantenerlo todo limpio y ordenado, quizá en clara contraposición al hediondo caos que reinaba en la calle.

—¿Algo nuevo? —preguntó Arturo, señalando hacia la ventana.

—La verdad... no.

Miraron ambos hacia el exterior. A Arturo no le gustaba nada hacerlo: era como mirar a un abismo negro de desesperanza, y como decía Nietzsche, si miras al abismo, el abismo devuelve siempre la mirada.

—No sé qué esperaba... —continuó Isabel—. Quizá un grupo de gente subidos en un tanque, uno grande que pudiera abrirse camino, aplastar todas esas cosas y llegar hasta aquí... —Dejó escapar una tímida risa, consciente de que semejante cosa nunca ocurriría.

—Un tanque... eso estaría bien —dijo Arturo, apartando por fin la mirada de la ventana—. A veces me pregunto qué les pasó a los militares... nunca vimos ninguno. ¿Tú viste alguno?

—No... —contestó Isabel, dándose cuenta de que nunca había pensado en la cuestión.

—Vi policías, guardia civiles... pero militares... ¿Teníamos acaso militares en Málaga? —preguntó despacio, un poco incómodo por confesar su ignorancia en el tema.

—No lo sé.

—Antes estaba el Campamento Benítez, pero se lo llevaron... ¿No era allí donde está ahora el centro comercial Plaza Mayor?

—Más o menos, creo que sí.

—Más nos hubiera valido tener militares.

—¿Qué era lo más cercano entonces: la base de Rota, San Fernando, los legionarios...? ¿Dónde estaban, en Ceuta?

—La verdad, no tengo ni idea. Supongo que ahora da igual.

—¿Crees que será igual en otros países? A lo mejor en algunas partes han conseguido controlarlo...

—Es posible. Quizá los ingleses; tienen un buen ejército profesional, muy disciplinado.

—¿Y los americanos? Arturo rió.

—¿No recuerdas lo de Nueva Orleans?, ¿la inundación aquella? Toda aquella gente estaba muriendo en sus casas, sin recibir ayuda. Tardaron tanto en reaccionar que el agua desbordada empezaba a constituir un grave peligro para la salud, por la infección y todo eso, ya sabes... agua, sol, cuerpos en descomposición. Una ecuación que no falla. ¿Y dónde estaba en aquel momento toda la grandilocuente parafernalia americana? —Rió de nuevo—. Ni idea, francamente. Increíble. Todos estos años hemos tenido a Hollywood vendiéndonos la idea de que ellos serían siempre los que salvarían el mundo en todos los casos de invasiones extraterrestres y demás, y cuando pasa algo en su propia casa, no funciona.

—Es verdad... —dijo Isabel, reconsiderando la idea.

—En definitiva, creo que debe estar todo igual. Acuérdate de la rapidez con la que se fue todo a pique.

Isabel asintió, cabizbaja.

Hubo unos instantes de silencio, que resultaron algo incómodos para ambos. No solían hablar de las malas noticias excepto cuando era absolutamente necesario, pues habían aprendido la importancia de mantener la moral alta. Sin embargo, el cauce de la conversación había conseguido bajarles los ánimos. Arturo sacudió la cabeza.

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