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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (6 page)

BOOK: Los caminantes
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Mientras sorbía, preocupado, su café, una señal acústica y unos indicadores luminosos encima del panel de control le avisaron de que, por fin, la transferencia se había efectuado. Su pantalla se activó con una miríada de iconos diferentes, indicándole que tenía el control.

El operario experimentó la transferencia como la caída por una montaña rusa. Su punto de estrés, como él lo llamaba, y que resultaba ser un lugar indeterminado entre el centro de su pecho y la boca del estómago, empezó a pulsar con una asfixiante sensación de quemazón. Pulsó de nuevo el botón de llamada de su supervisor, cuatro, cinco, nueve veces.

Sin embargo, desechó su angustia con un rápido movimiento de cabeza. Había varias cosas que debía hacer urgentemente; después podría mirarse el ombligo.

Antes de transferir el control, el ordenador había creado rutas válidas para los dos trenes circulando por la misma vía. En una situación de control manual, todas las situaciones naranja debían cancelarse; todos los estados, ponerse en “Stop” y resolverse uno por uno. Pulsó simultáneamente el botón de origen de ruta del tren que llegaba y el botón de destrucción de urgencia, y la ruta hacia el depósito se canceló. Estaba empezando a dar las nuevas órdenes cuando, de repente, el estado de la situación cambió a “Alerta”. Un marco de luces en rojo emergencia se encendieron al mismo tiempo a lo largo de todo el panel de información.

El operador pestañeó. Su boca se había secado instantáneamente. No entendía el rojo. No sabía qué pasaba. Por fin, lo vio claro: el tren situado en el andén se movía. Se movía por la vía en ruta de colisión directa con su tren. “Dios... Dios mío no Dios mío no no no...”. El jefe de circulación de la estación de Ronda había puesto la señal de salida de la estación en verde en el mismo momento en que él había destruido la ruta. Como la ruta de colisión no estaba creada, el software no le había avisado de que la última operación podía resultar en catástrofe.

Cogió el teléfono y marcó el código directo del jefe de estación que tenía en pantalla. Aún podía detenerlo, tenía que detenerlo. El tren todavía no había cogido velocidad. “Dios mío por favor, Dios mío... no lo permitas...”

Observó la pantalla. “¿Dígame?”, dijo el jefe de estación. Los pequeños rectángulos que conformaban los dos trenes se acercaban a gran velocidad. Uno había acelerado a velocidad suficiente, y el otro aún no había llegado a aminorar lo suficiente. Estaban apenas a un kilómetro de la estación. “¿Dígame?”.

—Yo... —dijo, sintiéndose la lengua como una esponja de baño.

En el gran tablero digital, los trenes confluyeron y se quedaron trabados, inmóviles. Un icono con una enorme señal de alerta apareció encima.

El operario colgó. Una lágrima resbalaba por sus mejillas, rojas y calientes.

El choque fue frontal, y tan violento que tres de los vagones quedaron literalmente reducidos a trozos de metal de un tamaño no superior a un pliego de papel. El estruendo del choque rompió numerosos cristales de los edificios circundantes. Éstos cayeron sobre la calle provocando varias víctimas mortales casi inmediatamente. Algunos pedazos de los trenes habían salido despedidos a una velocidad tal que los pasajeros que esperaban en el andén recibieron una lluvia inesperada de hierro retorcido. Un hombre vestido con ropa deportiva y una mochila recibió tanta metralla que cayó desparramado a lo largo de una hilera de sangre de varios metros de longitud. Unos metros más allá, una chica joven, que había permanecido impertérrita ante la súbita explosión de trozos que caían alrededor, se encontró sujetando la mano de su novio cuando pudo recuperarse. Sólo la mano. Otros tuvieron muertes mucho menos prosaicas, y fueron derribados en el acto, víctimas de los proyectiles.

De las doscientas personas que iban en el tren, sobrevivieron casi cuarenta. La mayoría había viajado en los vagones de cola. Muchos estaban heridos de gravedad y otros vivían aún, pero presos en aquella pesadilla metalúrgica. Algunos, sin embargo, pudieron valerse por sí mismos, y aun aturdidos hacían lo que les era posible por ayudar a los demás.

Las autoridades fueron muy veloces. En menos de cuatro minutos, ambulancias, bomberos y policía se encontraban en el lugar. También acudieron numerosos vecinos del pueblo, que llegaron alertados por el estruendo.

Nadie prestó atención cuando los primeros cadáveres volvieron a la vida. Había sangre y miembros amputados por doquier, y aquella visión, unida a los quejumbrosos lamentos apagados que poblaban la zona, ocultaron las enloquecedoras escenas en las que las víctimas se rebelaban contra sus salvadores y los cadáveres que eran retirados en bolsas desaparecían. Durante un tiempo al menos, nadie pudo distinguir el caminar arrastrado de los muertos vivientes del de los heridos que intentaban alejarse tambaleándose.

Un oscuro designio del destino quiso además que uno de los trenes llevara varios vagones de mercancías; y aunque la mayoría eran textiles, los de la cola contenían ácido sulfúrico e hidróxido sódico. Los vagones contenedores aguantaron notablemente bien el choque frontal, y aún resistieron los primeros diez minutos posteriores, pero finalmente se derramaron, se mezclaron y formaron un gran lago ácido que desprendió enormes nubes tóxicas. La nube se propagó, invisible, mecida por una suave brisa otoñal. Provocaba un molesto picor en la garganta que se volvía insoportable a los pocos segundos; luego traía una sensación de quemazón en el pecho, y en menos de dos minutos hacía arder los pulmones. Los que aspiraban aquel veneno acababan tosiendo sangre, incapaces de hacer otra cosa más que caer retorcidos al suelo. Luego sobrevenía el colapso respiratorio, bien por fallo del pulmón o por la falta de aire al hincharse la garganta y los ganglios.

En menos de media hora, el ochenta por ciento de la población de Ronda había sucumbido. Unas dos horas después, la mayoría volvían a caminar, indolentes a sus pulmones disfuncionales y sus heridas. Dieron buena cuenta de los pocos supervivientes que quedaban.

En La Indiana, una zona alejada unos cinco kilómetros de Ronda donde La Legión española tenía su cuartel general, la noticia fue recibida junto con la orden prioritaria y enérgica de prestar colaboración inmediata y completa. Se fletaron camiones con una dotación total de ochenta efectivos, todos dotados de máscaras y filtros antigás. Los trajes funcionaron, pero los legionarios no estaban preparados para enfrentarse a una horda de zombis y la operación de salvamento se convirtió en una masacre atroz. En el mismo instante en el que uno de los muertos vivientes arrancaba con aire distraído los últimos cincuenta centímetros de intestino de un joven legionario llamado Ramón González, el viento cambió de repente. Comenzó a soplar con ímpetu desde el este, esparciendo la nube tóxica. La muerte llegó al cuartel de la Legión, en forma de picor de garganta, unos cuatro minutos más tarde. Muchos de aquellos jóvenes sobrevivieron al veneno químico, y lograron escapar de las garras de sus compañeros cuando volvieron a abrir sus ojos una vez muertos; vivieron sus propias aventuras viajando hacia el norte intentando sobrevivir a la demencia que había dominado el mundo entero, pero aquél fue el fin del acuartelamiento de Ronda.

A las doce y veinte de la mañana de un jueves, el gobierno declaraba el Estado de Alarma en todo el territorio español, y daba cuenta al Congreso de los Diputados con una reseña recomendando el Estado de Sitio. Fue una formalidad sin mucha repercusión: para entonces, los conductos básicos de comunicación estaban ya seriamente dañados. La nación estaba fragmentada, y moría.

IX

Era un 24 de octubre, y Juan Aranda se enfrentaba al fin del mundo. Tenía veinticinco años, aunque aparentaba ser mucho mayor. La brisa marina hacía tremolar sus cabellos largos y negros, llenos de bucles, y sus ojos grises miraban a algún punto indeterminado del horizonte. La playa se extendía a su alrededor, de arena fría y grisácea como el mismo océano. Las olas rompían bravías contra las rocas y los montones de cañas, y el olor a sal inundaba sus pulmones como un bálsamo tonificante. “Bendito aroma”, pensó, “qué lejos del hedor putrefacto del interior”. Inspiró largamente, sintiendo que se limpiaba. Las gaviotas planeaban en el cielo plomizo. Juan se preguntó si también ellas podrían verse afectadas, como todas las personas a su alrededor, pero por lo que podía ver, todas ellas se comportaban con normalidad.

Le gustaba la playa, porque nunca había muertos vivientes en la playa. Sentado en su pequeño vehículo, un Honda Foreman de 2005 con tracción a las cuatro ruedas, se preguntó por qué. En la playa avanzaban todavía más lentamente; la arena les hacía tropezar, pero aun así era extraño que nunca hubiese encontrado ninguno, ya que solían estar por todas partes: dentro de todos los edificios, en cada calle, en campo abierto. Entonces se acordó del caminante —así los llamaba— que había encontrado en la enorme cañería que traía las aguas fluviales al mar. Lo encontró una soleada mañana, hacía ya cuatro semanas, enganchado entre un montón de enmarañadas zarzas y arbustos espinosos. Se le había clavado una rama en la zona del bazo que lo mantenía firme en el sitio. Cuando Juan se asomó, la pobre cosa enseñó los dientes y estiró sus brazos como queriendo alcanzarlo; profería gruñidos animalescos y tironeaba, pugnando por avanzar. El cadáver era increíblemente delgado, y de su cráneo raspado sin piel colgaban algunos jirones de cabello blanco. Sus ojos eran dos diminutas canicas blancas, pero llenas de un odio primigenio. Juan lo observó unos instantes y luego se fue. Lo dejó allí, abriendo y cerrando sus dedos crispados en un fútil intento por capturarlo.

Movido por una mórbida curiosidad, Juan arrancó el motor del Foreman y dio la vuelta para echar un vistazo a la tubería de nuevo. ¿Cómo habría afectado el tiempo a aquel cadáver huesudo? Una vez hubo recorrido los cien metros que le separaban del sumidero, se sobresaltó: allí estaba todavía la infeliz criatura, todavía firmemente clavada a la rama, con los punzantes arbustos retorcidos alrededor de su torso y brazos. Miraba hacia arriba, con los ojos abiertos; su boca revelaba un pozo hediondo de tejido necrótico y negruzco. Constituía una escultura horrible, tan hierática e inmóvil como espeluznante.

Impresionado por la visión, Juan apagó el motor del quad y se bajó. Se acercó lentamente, absorto en los abominables detalles. A sus oídos llegaba, lejano, el rumor del mar. Escuchaba también su propia respiración, envuelta en un zumbido apenas audible que impregnaba toda la escena. Bizqueó. Algo en su interior, un instinto primitivo largamente olvidado, parecía avisarle de algo, pero seguía acercándose despacio.

Vete. De aquí.

Observó sus piernas, dobladas en un ángulo imposible. La tela de sus raídos pantalones estaba enganchada aquí y allá por las espinas de las zarzas. Uno de sus pies era apenas un muñón de color parduzco.

Lárgate. Pronto. Ahora.

De repente, el cadáver se sacudió con un espasmo brutal. Juan dio un respingo y cayó hacia atrás, sobre la arena fría. El cadáver giró la cabeza; de su garganta brotaba un estertor arrastrado y ronco. Juan chilló, incapaz de retirar la mirada de las manos que intentaban apresarle. Su mente intentó tranquilizarle: “Está atrapado. Qué susto, joder, qué susto, hijo de puta, grandísimo hijo de puta, pero está arrapado, atrapado como la última vez”. Sin embargo, las ramas eran ahora viejas, y estaban completamente secas; ya no poseían la flexibilidad de otrora. Con ojos desorbitados, Juan observó cómo el cadáver se desasía de sus ataduras. Las zarzas se quebraban, las ramas se partían, y la rama que tenía clavada en el bazo se liberó con un sonido acuoso. Sus dientes eran cinceles negruzcos; su boca, una ventosa inmunda. Ya venía a por él.

Juan chilló con toda la intensidad que le permitía el pánico que experimentaba. El cadáver se debatía con tanta violencia que se encontraba literalmente bloqueado. Por fin, consiguió retroceder, ayudándose de sus piernas y brazos para recular. El cadáver de cabellos blancos se servía de sus brazos para arrastrarse por el suelo, ganando terreno con una velocidad pasmosa. Parecía obvio que sus piernas ya no podían sustentarle. Por su parte, en su huida, Juan chocó contra algo y gritó de nuevo con mucha intensidad: era el quad.

Por fin pudo incorporarse dando un gran brinco: trepó al asiento del quad e intentó arrancarlo rápidamente sin perder de vista al cadáver.

—¡HIJO DE PUTA! —gritaba, mientras hacía girar la llave de contacto, todavía sin éxito. El cadáver seguía avanzando. Su boca se abría y cerraba como la de un pez imposible—. ¡QUE TE FOLLEN, MAMÓN, QUE TE JODAN!

Por fin consiguió girar la llave y meter la marcha correctamente, y el maravilloso sonido del motor le llenó de alegría. Aceleró apresuradamente a la par que el horrible cadáver lanzaba una mano hacia el vehículo, y éste salió con una fuerza endiablada hacia delante. Juan reía mientras el Foreman evolucionaba con un rugido por la arena de la playa.

—¡CABRÓN ASQUEROSO DE MIERDA! ¡QUE TE JODAN, CABRÓN, CABRÓN MÁS QUE CABRÓN!

Miró hacia atrás, henchido de alivio y respirando aceleradamente. Dedicó una última mirada al cadáver, quien se ayudaba de los brazos para levantar el torso hacia él: los dientes apretados y los ojos blancos, pequeños y redondos como pequeñas canicas.

Una vez que hubo puesto suficiente playa entre él y el cadáver, dejó que el quad entrara de nuevo en letargo. “Tranquilízate, corazón”, pensó, llevándose una mano al pecho. Juan había pasado un auténtico calvario desde que empezó todo. Había enterrado a sus hermanos y había dejado a sus padres convertidos en caminantes en algún lugar del Rincón de la Victoria, pero nunca se había llevado un susto tan grande como aquél. ¿Cómo era posible?, se preguntaba, enfadado consigo mismo por no haber pensado en ese asunto antes. ¿Qué demonios les sostenía? Habían pasado por lo menos tres meses desde que los muertos comenzaron a caminar por la faz de la Tierra, y todavía aguantaban. De alguna forma, siempre había pensado que los caminantes se alimentaban unos de otros, pues no en pocas ocasiones se había encontrado cadáveres parcialmente devorados, con el torso hueco o la cabeza desparramada por la acera de alguna calle. Sin embargo, aquel cadáver no había podido alimentarse de forma alguna en aquel túnel. Seguramente la falta de alimento era lo que había provocado que entrara en una especie de coma hasta que él se acercó, y sin embargo, había vuelto a la vida de nuevo. ¿Cuánto tiempo podía aguantar una persona sin alimentarse antes de desfallecer por la falta de nutrientes y de agua? No mucho más de una semana, suponía. ¿Por qué esas cosas eran diferentes?, ¿sus organismos no necesitaban aminoácidos y ácidos grasos esenciales como los vivos?

BOOK: Los caminantes
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