Read Los caminantes Online

Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (25 page)

BOOK: Los caminantes
9.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Durante unos instantes nadie dijo nada. Era grande, más grande de lo que habían imaginado. El interior era espacioso, contaron con facilidad hasta seis pasajeros además del piloto. Jaime daba vueltas alrededor con una expresión extraña en el rostro. En ocasiones, pasaba la palma de la mano por su estructura, o se agachaba para mirar algún detalle.

—¿Cómo lo ves, chico? —preguntó Dozer.

—Es fantástico —dijo Jaime rápidamente—. Esta maravilla puede lograr fácilmente, no sé, digamos una velocidad máxima de unos 260 kilómetros por hora, y deberá darnos una autonomía de vuelo de seiscientos kilómetros, puede que más.

—Seiscientos kilómetros... coño... eso está muy bien. No me gustaría tener que parar a repostar en cualquier parte.

—¿Crees que podrás pilotarlo?

—Eso voy a ver ahora mismo —dijo, con una sonrisa que era mezcla de excitación y miedo.

—Quizá no funcione —dijo Susana mientras Jaime, paseando la mirada por todo el panel de instrumentos, se acomodaba en el asiento—. Quiero decir, si el helicóptero está bien, ¿por qué no lo usaron para salir de aquí? Cuando estuvimos aquí la última vez había bastantes cadáveres dentro de la comisaría.

—Quizá uno de esos chicos podridos que encontramos era precisamente el piloto —comentó José con una media sonrisa.

Susana gruñó.

—Sí, bien pudo ser eso.

Jaime estaba concentrado en los mandos. Miraba a su derecha y arriba, hacia los controles ubicados encima de su cabeza, y aún no se había atrevido ni a poner las manos sobre las palancas de control.

—Jaime... —dijo Dozer—. Si no estás seguro, déjalo en el momento que quieras. Recuerda que es sólo una primera aproximación, ¿vale? Podemos volver en cualquier momento, ya has visto lo fácil que ha sido.

—No, no... —dijo Jaime, cada vez más maravillado con el hecho de estar sentado a los mandos de un aparato como aquél.

—Deja hacer al chico, hombre... —dijo Uriguen—. El chico puede pilotar y hacer pompas de chicle con el culo, ¿eh, Jaime?

—Claro, estoy perfectamente —dijo—. Reconozco casi todos los instrumentos, creo que esto puede ir muy bien. Mira esto...

Dozer se asomó a la carlinga de cristal.

Jaime localizó entre sus pies un pequeño pedestal de instrumentos con un tacómetro de la velocidad del rotor.

—Mira... el indicador de la velocidad en el aire... altímetro, el indicador del flujo de combustible, el botón para el encendido, y esto de aquí mueve una bomba que inicia la corriente de combustible que va a los motores.

—Bueno, parece que hubieras nacido en uno de éstos —dijo Dozer sonriendo.

Como si hubiese sido la orden de despegue de la torre de control, Jaime pulsó algunos interruptores. Los indicadores se encendieron, algunas agujas comenzaron a marcar mediciones. El indicador de gasolina marcaba tres cuartos de depósito.

—Hasta tiene gasolina —dijo sin poder contener una pequeña carcajada. Accionó algunos controles más para empezar a bombear el combustible y activó el motor eléctrico conectado a un acumulador.

Entonces la máquina cobró vida. El rotor de cola comenzó a moverse lentamente con un fuerte zumbido, alcanzando rápidamente las cincuenta revoluciones por minuto. Jaime miró a Dozer, maravillado.

—Esto funciona... funciona de puta madre.

Prendió los arietes y el rotor se estabilizó, preparado para la puesta en marcha.

—Retiraos... voy a intentar levantarlo un poco.

Dozer pestañeó, inseguro, pero el chico parecía saber muy bien lo que hacía. Aranda había sido explícito en sus instrucciones: sólo familiarizarse con el aparato, prudencia máxima, nada de pruebas sin conocer exactamente lo que se estaba haciendo. Pero suponía que intentar levantarlo un poco podía incluirse en la directiva “familiarizarse con el aparato”. Hizo señas a los otros para que se apartaran del helicóptero.

Con una sonora exhalación, Jaime oprimió el botón de encendido e inmediatamente brotó una llama de los reactores, la cual desapareció al consumirse el exceso de combustible. A la luz del día, los reactores funcionaban sin que se notara fuego ni humo alguno en ellos. Las aspas comenzaron a rotar, al principio lentamente, pero pronto cogieron velocidad y no fueron sino un plato sinuoso de color gris perla. Dozer pensó que el sonido era exactamente el mismo al que le tenía acostumbrado el cine de Hollywood, pero nunca había imaginado que fuese tan fuerte. El viento que despedía era tan espectacular como inesperado. Sus camisas tremolaban como si fuesen a desgarrarse y salir despedidas.

Jaime cogió la palanca de control colectivo con ambas manos. No transmitía vibración alguna, y al tacto, se sentía firme y robusta. Por fin, tiró suavemente de ella y el aparato comenzó a ascender lentamente. La sensación de euforia fue increíble. Allí mismo tenía la otra palanca, la del control cíclico. Sabía que sólo tenía que empujarla para que aquella belleza blanco-azulada comenzara a desplazarse hacia delante. Se sentía invencible, como si pudiera pilotar a través de toda la ciudad y aterrizar en la torre manca de la mismísima catedral.

Dozer observó cómo el helicóptero ascendía medio metro. A medida que lo hacía, se le dispararon todas las alarmas. Miró a sus compañeros, y pudo ver en la mirada de Susana que al menos ella compartía su nerviosismo. “Mala cosa”, pensó.

Susana podía ver las señales; esa mujer les había salvado la vida más de una vez con su sexto sentido.

—¡Jaime!... ¡JAIME! ¡BÁJALO!

Se le veía absorto, mirando hacia delante y a las palancas de mando al mismo tiempo.

—¡NO TE ESCUCHA! —chilló Uriguen.

Dozer se movió un poco hacia delante, de forma que hubiera más posibilidades de que Jaime le viera con la vista periférica. Movía los brazos haciendo grandes aspavientos.

—¡BÁJALO, JAIME! ¡YA BASTA, BÁJALO!

El helicóptero se inclinó apenas perceptiblemente y se desplazó unos centímetros hacia delante describiendo un ligerísimo vaivén. Dozer se congeló, incapaz de decidir qué hacer a continuación. José avanzó unos pasos, como si tuviese en mente sujetar las aletas. Pero en ese momento, el helicóptero empezó a girar de cola hacia la izquierda: el pequeño rotor trasero se cernía lentamente sobre el equipo de Dozer.

—¡JAIMEEE! —chillaba éste, agitando los brazos más rápidamente a medida que la cabina desaparecía de su vista.

Susana se retiró al interior de las escaleras, pero José y Uriguen estaban más separados. José se tiró al suelo y puso sus manos sobre la nuca para dejar que el rotor pasara por encima de él, y Uriguen se apretó contra la pared, a la expectativa de lo que pasara después. La cola siguió su trayectoria cobrando cada vez más velocidad. Si seguía ese rumbo, calculó Dozer, ya no podría volver a aterrizar; las aletas pendían ya prácticamente fuera de la plataforma de aterrizaje.

Entonces el helicóptero giró con inesperada velocidad, descargando un poderoso coletazo contra Dozer, que fue arrojado al suelo con violencia y arrastrado varios metros. El aparato estaba fuera de control.

En el interior de la cabina, Jaime notó el golpe contra Dozer. No entendía qué estaba pasando, bien fuera porque los mandos eran más sensitivos que los controles que había utilizado en su simulador, o porque había algo que éste no había contemplado y de lo que nada sabía. Atenazado por el nerviosismo, comprendió que de seguir así podría provocar que el helicóptero escorase hacia cualquier lado, y entonces las aspas podrían chocar contra el edificio, o aun peor, alcanzar al resto del grupo. Así que accionó los controles y obligó al helicóptero a elevarse hacia cielo abierto; seguramente allí podría acabar de entender las sutiles pero definitivas diferencias con el control del aparato.

—Dios mío... —susurró Dozer desde el suelo, sintiendo una quemazón in crescendo que nacía de las costillas. Miraba cómo el helicóptero iniciaba el ascenso.

José llegó corriendo a su lado, seguido de Uriguen y Susana.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Estoy a tomar por culo de estar bien —soltó Dozer, con la mano en el costado y sin perder de vista el helicóptero. José siguió su mirada: el aparato estaba describiendo una media circunferencia en el aire y empezaba a ladearse sobre un costado a gran velocidad. Entonces se enderezó sólo para comenzar a avanzar con el morro inclinado hacia abajo, alejándose cada vez más del edificio.

—Dozer... el chico... —dijo Susana.

—Lo controlará, ya lo verás... lo conseguirá.

Pero el helicóptero volaba como una libélula en medio de una nube de humo de hachís. Por un momento cayó con brusquedad hacia la calle, una avenida ancha con una rotonda en el centro. Luego remontó, girando peligrosamente sobre sí mismo, y por fin fue a dar de costado contra el edificio que se levantaba en el extremo opuesto de la avenida. El impacto fue terrible: el sonido de las aspas se trocó en una pesadilla mecánica que por fin se detuvo con un ruido quejumbroso y metálico. Se levantó una enorme polvareda y cayeron grandes cascotes contra la calle. Susana miraba con ambas manos tapándose la boca. Cuando por fin pudieron ver algo, se encontraron con la visión espantosa del aparato incrustado contra la fachada, con la cola asomando hacia fuera. La cabina había acabado dentro de una habitación, sepultada por escombros. Allí moría el viejo sueño de Aranda de sobrevolar la ciudad, buscando otros supervivientes, de aterrizar en los tejados de los centros comerciales para conseguir abastecimiento, de mudar fácilmente el campamento a otros destinos menos inhóspitos, lejos de la ciudad.

—Dios bendito... —dijo al fin Susana.

—No... no ha explotado... —dijo José, sin perder de vista el aparato siniestrado—. ¡Jaime puede estar vivo!

—Puede estar vivo... —repitió Uriguen.

Susana se asomó al borde de la plataforma. El espectáculo era pavoroso: los zombis se movían frenéticamente, aullaban y agitaban los brazos como depredadores a punto de abalanzarse sobre sus presas. El impacto les había despertado.

—Hay muchísimos. Más de lo habitual.

—No importa, tenemos que ir a por Jaime —dijo Uriguen.

—Y lo haremos.

—Joder que sí —dijo José.

—Yo no voy a poder, chicos —dijo Dozer—. Creo que me he roto un par de costillas. Duele un huevo. Pero si me acercáis al borde os cubriré desde aquí. Aún puedo disparar.

—Vale... —dijo Susana con aire de preocupación—. Entonces mejor que nos demos prisa; si está vivo el tiempo es esencial, podría necesitar ayuda médica.

Movieron a Dozer con todo el cuidado que les fue posible hacia el borde del helipuerto y le acercaron su fusil. Era una magnífica posición; desde allí podía cubrir toda la rotonda y el camino que debían seguir sus compañeros hasta llegar al edificio de enfrente. No intercambiaron muchas palabras más: salieron corriendo hacia el piso de abajo con una sombra de preocupación velando sus rostros.

XXVII

Perdieron la cuenta de cuánto tiempo habían estado avanzando a ciegas por los túneles. Habían perdido las linternas, pero sus ojos no tardaron en acostumbrarse a las penumbras que se rompían de tanto en cuando por las ocasionales pequeñas rejillas que comunicaban con la calle. Intentaron retroceder, volviendo por el mismo camino, hasta la casa refugio de la calle Beatas, pero pronto descubrieron que se habían perdido, porque recorrían galerías abovedadas que no reconocían.

—¿Dónde nos equivocamos? —preguntó Moses, más para sí mismo que dirigiéndose a Isabel.

—No importa... tenemos que seguir... ¡escucha!

Y Moses, con la mirada ausente, se concentró en ello. Efectivamente, aunque distantes, los inquietantes sonidos de los aullidos histéricos de los muertos les llegaban en ominosos ecos desde algún punto indeterminado detrás de ellos.

—Cambiemos de dirección... quizá eso les despiste —musitó Moses, que aún respiraba con dificultad.

Tomó de nuevo a Isabel de la mano y se deslizó por una abertura estrecha en la pared más meridional. Desde allí accedieron a un pasaje angosto, de techo bajo, donde sus jadeos reverberaban en todas direcciones, multiplicando la sensación claustrofóbica que experimentaban.

Avanzaron así durante un rato, tomando una ruta en una dirección, e inesperadamente cambiando por un nuevo ramal que se abría a izquierda o derecha hacia un destino nuevo. En cierta ocasión descendieron por unas escaleras largas y estrechas, donde el aire era cálido y sofocante, solamente para volver a subir unos metros después. Luego recorrieron un complejo laberinto de galerías estrechas donde la podredumbre llegaba a cotas insoportables. Por fin, Isabel le apretó la mano con fuerza, y cuando Moses se giró para mirarla, percibió en las penumbras que estaba total y completamente derrotada.

Se dejó caer en el suelo, a su lado. Respiraban desbocadamente, pero más allá sólo se escuchaba el rumor del agua corriendo, en alguna parte, y no había ya rastro de los aullidos de los muertos. Se sintieron a salvo, al menos por el momento.

—Dios mío... —dijo Moses de repente, al recordar la última mirada del Cojo, con el cadáver de Mary entre sus brazos.

—Cómo... —empezó Isabel, pero se detuvo por unos instantes, intentando regular su respiración—. ¿Cómo pudo pasar?

Moses también se tomó unos segundos antes de responder.

—Yo... no lo sé.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—No lo sé.

En alguna parte, una cañería que goteaba marcaba un soniquete repetitivo y monocorde.

—Ese... hijo de puta... —dijo Isabel, marcando cada golpe de voz con un énfasis especial— ha matado a Mary... a Roberto... a Josué... y también a Arturo...

—Lo pagará. Te juro que lo pagará.

—¡¿Cómo?! —explotó Isabel de repente—. ¿Cómo va a pagarlo?

—No lo sé.

Y de forma repentina, Isabel rompió a llorar; un torrente de sollozos que cogió a Moses por sorpresa. Inmediatamente, la abrazó, y la sostuvo con fuerza entre sus brazos, sus cabezas juntas, sintiendo que un vacío tan profundo como las simas abisales del océano se había instalado en sus corazones. Permanecieron así varios minutos, llorando en silencio. Moses le pasaba una mano por la cabeza, acariciándola. Deseaba tanto poder mitigar su dolor que los dientes le rechinaban. Sentía impotencia, dolor y cólera a partes iguales, y se descubría saltando de una sensación a otra en intervalos de tiempo demasiado pequeños como para ser soportable. Pero por debajo de esas sensaciones encontradas sentía un enorme vacío, como si un bulldozer de tamaño industrial hubiera socavado los cimientos más profundos de su alma.

BOOK: Los caminantes
9.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Goddess Inheritance by Aimée Carter
Epiphany by Ashley Suzanne
The Twisted Cross by Mack Maloney
Little House In The Big Woods by Wilder, Laura Ingalls
Dirt Road Home by Watt Key
What The Heart Desires by Erica Storm
Princess for Hire by Lindsey Leavitt