En ese momento, otro individuo salió al balcón. Era un tipo alto, de cuerpo atlético, con una barba rala y de aspecto marroquí. Qué apropiado, pensó, mientras sus pequeños ojos brillaban con odio en las sombras que le ocultaban. Infames, impíos que pronto se someterían al Juicio Final. Lo juró entonces en el nombre del Señor, y lo juró sobre la pureza de su propia alma.
Pero no se precipitaría. Permaneció allí estudiando sus movimientos, su lenguaje corporal y sus maneras a medida que hablaban y señalaban al horizonte. Continuó impávido, sin atreverse a mover un solo músculo, hasta que ambos se retiraron al interior de la vivienda. Entonces soltó el aire de su pecho y respiró entrecortadamente. Los tenía.
En los días siguientes acechó como un depredador por los alrededores de la casa. Quería saber cuántos eran, quería saber dónde estaban exactamente. Esta vez estaba determinado a no fracasar. Trepó hasta el último piso del edificio contiguo y allí se acurrucó, camuflado por unas vetustas cortinas grises, a espiar por la ventana. Eran muy listos, antes del anochecer cerraban todos los batientes y apenas se asomaban al balcón. Sin embargo, en las pocas ocasiones en las que lo hacían, él ya estaba allí, y vio también a una de las chicas escondidas en la Plaza de la Merced. Entonces rechinó los dientes, arropado por el polvo denso y macilento de las viejas cortinas, y los odió tan profundamente que casi sufrió un desvanecimiento.
Una vez, mientras se encontraba cerca del portal, vio salir a dos hombres. El primero era el marroquí; el segundo, un hombre que cojeaba de una pierna. Se manejaban bien, corriendo y zigzagueando entre los zombis antes incluso de que éstos pudieran reaccionar. Los siguió desde la distancia, discretamente, ocultándose entre los resucitados. Los vio entrar en una tienda de ultramarinos, donde estuvieron pocos minutos, y salir de nuevo. Llevaban unas mochilas en la espalda.
Aquella misma tarde los vio salir de nuevo, correr hacia otra de las tiendas, y volver a salir. Y al día siguiente, y al otro.
Eran como pequeñas abejitas afanadas, enredando con algún plan desconocido. El padre Isidro entraba en las tiendas una vez ellos se habían ido, y revisaba los estantes. El polvo acumulado le permitía encontrar los huecos donde ellos habían tomado productos. Encontró que faltaban diversos enseres, sobre todo de uso cotidiano, y otros más extraños, como tubos de rejilla, herramientas, montones ingentes de pilas alcalinas y hasta botas de agua, de las de plástico resistente, pero no supo extraer un mensaje de toda aquella actividad.
Por fin, una de aquellas mañanas, vio al tullido desaparecer por una de las alcantarillas asistido por el marroquí, quien, en un momento de tensión, tuvo que descabezar a uno de los espectros usando su barra de hierro. Desde su escondite, varios metros más allá, pestañeó como si de repente hubiera comprendido el concepto de la tercera dimensión en el volumen de los objetos. ¡Las alcantarillas! En su vida había pensado en ellas, pero de repente consideró la posibilidad de que debajo de la ciudad, allí donde los resucitados nunca miran, se escondiesen los impíos. Qué deliciosa paradoja, pensó, dar caza a los pecadores en las alcantarillas tal y como ellos persiguieron a los cristianos en las cloacas de la antigua Roma. Pronunció la palabra de viva voz: venganza. Sabía, a través de palabras del apóstol Pablo, que sólo Dios tiene el derecho moral de una venganza justa, pero ¿acaso no era él su instrumento, su puño de castigo, el ejecutor de su juicio último?
Una vez el marroquí hubo vuelto a la seguridad de su cubil, el padre Isidro corrió hacia la tapa de la alcantarilla, la retiró y se deslizó dentro con la agilidad de un atleta. Estaba oscuro como boca de lobo, pero allá a lo lejos aún despuntaba la luminiscencia mortecina de la luz que portaba el impuro, menguando a medida que se alejaba.
Durante mucho tiempo, el padre Isidro fue siguiendo al Cojo desde la distancia. No fue difícil, porque el hombre iba dejando un rastro de cordel por donde pasaba. Cruzaron por oscuros túneles y estrechas tuberías, se arrastraron por inmundos recovecos y caminaron con prudencia, arrastrando los pies allí donde las aguas fecales eran altas.
Lo siguió todo el tiempo, silencioso y sibilino, como el Gollum de Tolkien tras el portador del Anillo en las minas de Moria. Llegados a un punto, el Cojo se detuvo, y pareció descansar junto a una pared de cemento que corría perpendicularmente al corredor que habían venido siguiendo. Luego, volvió a retomar el camino de vuelta.
El padre Isidro reculó por el túnel, con los grandes ojos blancuzcos fijos en la luz trémula que se acercaba. Por fin, dio con un resquicio en la pared de ladrillos y desapareció por él. Esperó, jadeante, a que el Cojo pasara de largo y esperó hasta verlo desaparecer en la distancia. No había duda, iba de vuelta. Entonces continuó por el túnel hasta el punto donde había descansado, y permaneció allí de pie, mirando alrededor.
¿Qué había hecho allí? ¿Qué buscaba? Miró y buscó, escudriñó la pared con sus manos, pero no encontró nada.
Había una leve luz que se filtraba por el pequeño hueco de la tapa de una alcantarilla, pero no era suficiente para ver bien, así que trepó los dos escalones en la pared e hizo saltar la tapa con un fuerte empellón. Entró la luz y una suave brisa de aire fresco, y cuando se acostumbró de nuevo a la claridad, la pared estéril e impasible de la fachada del Corte Inglés le saludó.
Y entonces comprendió, lo entendió perfectamente. No había nada de especial en aquel túnel. El túnel no era el objetivo, era el medio. Iban a escapar... a cruzar la ciudad por debajo.
Con los tibios rayos del sol iluminando su rostro cadavérico, el padre Isidro cerró los ojos, aspiró suavemente y comenzó a sonreír.
En mitad de la noche, el fuerte ruido de la lluvia cayendo sobre los tejados de la ciudad les despertó. Llovía tan abundantemente que no tardaron en formarse grandes caños de agua precipitándose desde las canaletas del tejado hasta el suelo. Allí, los zombis parecían no acusar el agua: vagaban erráticos como de costumbre.
—Esto no es bueno —dijo el Cojo, asomado tras el cristal de la ventana.
—Teníamos que haberlo hecho antes. ¡Estábamos preparados! —protestó Roberto.
—Si el agua inunda las alcantarillas, se acabó nuestro plan —continuó el Cojo.
En el cielo, el finísimo trazado de un relámpago quebró momentáneamente la oscuridad de la noche.
—Estáis llorando la muerte del pollo antes de que salga siquiera del huevo —dijo Moses, con las palmas de ambas manos apoyadas contra el cristal. Estaba frío, pero el tacto era agradable—. Mañana bajaremos ahí abajo y echaremos un vistazo. Si se puede hacer, se hará. Y si no se puede, esperaremos unos días. Llevamos semanas aquí, un poco más no va a hacernos daño. La gente de Carranque no va a desaparecer.
—¿Y si sí desaparecen? —preguntó Isabel.
—Si desaparecen, dejarán una nota. Y si desaparecen —dijo en tono lúgubre—, nos alegraremos de no haber podido llegar antes. Vamos a dormir.
Al día siguiente todo el mundo se levantó mucho antes del amanecer. El cielo parecía encapotado, pero la lluvia había cesado y el olor de la noche era embriagador, húmedo y limpio. Sólo entonces se dieron cuenta de lo mal que había olido toda la ciudad hasta ese momento.
Desayunaron poco y se enfundaron en el equipo que habían ido consiguiendo poco a poco: botas de agua, guantes, y hasta unos improvisados protectores que les cubrían la boca y la nariz, en previsión del olor. Comprobaron las linternas, cargadas con pilas nuevas, y se ajustaron las pequeñas mochilas a las espaldas.
En un momento dado, mientras los demás echaban un ya rutinario vistazo a la calle para ver el número de zombis y su ubicación respecto al portal y la entrada de la alcantarilla, Moses se acercó a Isabel y le habló en un tono discreto.
—Quiero que eches un ojo a Mary. Estoy preocupado por si vuelve a... desconectarse. Las cosas pueden ponerse muy feas. Yo iré detrás vuestra todo el tiempo, si notas algo extraño, házmelo saber inmediatamente. Lo último que quiero es que se ponga a chillar ahí abajo, o que suelte su linterna y salga corriendo por algún túnel.
—Estará bien —contestó Isabel, moviendo la cabeza afirmativamente—. De verdad. Estuvimos hablando de esto la otra noche. Ha superado todo aquello.
—Me alegro.
Isabel sonrió, aunque tímidamente.
Unos minutos más tarde, el equipo bajaba por las escaleras hacia el portal. Ninguno decía gran cosa, lo que confería a la escena un tinte dramático que, en realidad, nadie deseaba. Moses se quedó rezagado unos instantes, echando un último vistazo a aquellas cuatro paredes que habían sido su refugio durante tanto tiempo. Le parecía que había sido ayer cuando el Cojo le dijo que los muertos estaban volviendo a la vida, pero aunque se esforzó, no encontró muchos recuerdos de la vida antes de la Infección. Se despidió en silencio, cerró la puerta y se reunió con el resto.
—Todos sabemos lo que hay que hacer —dijo Moses una vez que estuvieron reunidos en el portal—. Pero me gustaría que lo repasemos una vez más.
Miró a los ojos de todos, pero no obtuvo respuesta, así que continuó hablando:
—Vamos a retirar ese mueble para salir. Tan pronto la abertura lo permita, salimos todos juntos, en hilera. Josué irá primero, y Roberto en segundo lugar. —Iba señalando a todos uno por uno mientras los mencionaba—. Luego Mary, Isabel, y yo iré el último, cubriendo la retaguardia. La entrada a la alcantarilla que vamos a usar está a cien metros hacia la derecha. La tapa ya tiene un gancho puesto, así que retirarla es cosa de un segundo. Josué baja primero, por si hubiera sorpresas abajo, y nos avisa una vez que ha comprobado que todo está tranquilo. Mary salta en segundo lugar, y después Isabel. Isabel, no saltes inmediatamente... dale unos segundos para que le dé tiempo a retirarse.
—Ok —dijo Isabel.
—Es un salto pequeño pero siguen siendo dos metros, así que preparaos para la caída. Roberto y yo nos encargamos de daros cobertura mientras bajáis. Y por fin, Roberto salta... y yo le sigo. Y aunque nunca lo han hecho, confiemos que esas cosas no nos sigan esta vez. ¿Todo entendido?
Asintieron con enérgicos movimientos de la cabeza. Isabel expulsaba aire por la boca y cambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.
—Vamos allá.
Roberto y el Cojo se pusieron a un lado del pesado mueble de cocina y lo empujaron, no sin esfuerzo. Las patas de metal arrancaron groseros chirridos de las pétreas losas del suelo. Aunque era un sonido que todos habían oído muchas veces antes, en aquella ocasión consiguió despertar viejos temores que creían tener olvidados. Inconscientemente, Mary retrocedió dos pasos.
Por fin, cuando la luz clara y limpia de las primeras horas del día llenó la habitación, el Cojo les dedicó una rápida mirada y salió fuera.
Tal y como se había previsto, abandonaron el portal en fila y a buena velocidad, dirigiéndose siempre derechos hacia la entrada a las cloacas. Los espectros se volvían a medida que ellos pasaban corriendo a su lado, levantando las manos. A juzgar por sus movimientos erráticos, parecían sorprendidos, como si hubieran montado guardia durante largo tiempo sólo para descubrir que el enemigo no llegaba de ninguna parte; estaba ya entre ellos.
Tras derribar de un fuerte empujón a un espectro que se interponía en su camino, el grupo llegó finalmente a la entrada. El Cojo se agachó y tiró del gancho, retirando la tapa con facilidad. Uno a uno fueron deslizándose por el agujero mientras Roberto y Moses mantenían un ojo en los espectros, que se acercaban cada vez más.
—Ya casi están aquí... —dijo Roberto, pendiente de un muerto viviente que se acercaba dando tumbos como si estuviese a punto de caerse a cada paso.
—Ya están... —dijo Moses mirando por encima del hombro cómo Isabel desaparecía por el hueco—. ¡Ya están! ¡Adentro, vamos!
Roberto se agachó y se perdió por fin en la oscuridad del pozo. Pero inesperadamente, el espectro acortó los cuatro últimos pasos lanzándose hacia delante con un rápido movimiento y agarrando a Moses de la manga, haciéndole encorvarse. El zombi quedó medio tendido en el suelo.
Moses tiró varias veces con toda la fuerza de la que fue capaz, pero no fue suficiente: la zarpa que le sujetaba se cerraba como una tenaza prodigiosa. El espectro le miraba desde el suelo, iracundo, abriendo y cerrando sus mandíbulas en rítmicos y frenéticos movimientos, como si fuera un muñeco mecánico al que hubieran dado cuerda.
—¡MO! —llamó la angustiada voz del Cojo desde el agujero. Moses miró alrededor. Había cinco o seis zombis que no tardarían en llegar hasta él. Avanzaban deprisa, trotando como posesos, con sus miradas vacías puestas en él. Tan deprisa, de hecho, que en unos pocos segundos los tendría encima. Sin dejar de intentar librarse de la garra del espectro, enumeró sus posibilidades y tomó una repentina decisión: apretó el brazo contra su cuerpo y se lanzó por el hueco de la alcantarilla.
El espectro fue arrastrado medio metro a medida que Moses se precipitaba por el agujero; su brazo hizo un ruido monstruoso al quebrarse al menos por tres sitios diferentes. Sin embargo, la tenaza no se soltó, y Moses se balanceó fuera de control, golpeándose la cabeza con el borde del asfalto. El brazo quedó doblado en un ángulo de 90 grados perfecto, y la posición de la muñeca también resultaba irreal comparada con el resto del cuerpo, como un muñeco mal ensamblado. Nada de ello parecía afectar al muerto viviente.
—¡Tirad de él! —dijo el Cojo desde la alcantarilla.
Moses sintió cómo tironeaban de sus piernas, así que se aferró con ambas manos al brazo descoyuntado e hizo un esfuerzo por trepar, para oponer más fuerza hacia abajo. Por fin, entre crujidos, la mano del zombi cedió y Moses cayó pesadamente entre el resto del grupo.
—¡¿Estás bien?! —preguntó el Cojo, chillando a escasos centímetros de su cara.
—S... Sí, sí —dijo Moses, con el brazo aún dolorido. Miró arriba, y en el agujero de la alcantarilla vio muertos vivientes asomando, con los ojos abiertos de par en par, frenéticos. Se daban empujones y codazos para poder mirar por la abertura.
—Vámonos... ¡vámonos ya! —espetó Roberto—. Terminarán por colarse por el hueco... ¡vámonos!
Contra todo pronóstico, se sintieron más aliviados a medida que avanzaban por los túneles, alejándose de las inquietantes y estridentes voces de los espectros. No fue hasta un rato después, cuando el silencio cayó sobre ellos, que Moses comprobó que Mary sollozaba.