Bajó despacio por las estrechas escaleras. En el segundo piso le llegó el olor dulzón y penetrante de la podredumbre, olor a cloaca rancia, del que sube despacio por las cañerías podridas y descuidadas. Más adelante tendrían que hacer algo con eso.
Llegó al piso más bajo sin novedad. La puerta de entrada seguía clausurada con un pesado mueble de hierro que habían encontrado en la cocina de una de las casas. Estaba oxidado e inútil, pero debía pesar más de cien kilos y constituía una buena garantía de que la entrada no iba a traspasarse fácilmente. Pero si no había salido, ¿dónde estaba Moses?
En ese momento escuchó un ruido metálico en alguna parte detrás suya. Se volvió, inquieto, pero allí no había nada, excepto la puerta abierta que bajaba al garaje.
¡El garaje! Una sensación de ansiedad se apoderó de él. Todavía recordaba con claridad la noche en la que unos extraños sonidos les despertaron a altas horas de la madrugada. Se acercaron a la puerta, con un sudor pegajoso abriéndose camino en sus frentes ceñudas, y con la máxima prudencia, echaron un vistazo por la mirilla: había tres, quizá cuatro de aquellas cosas, arrastrando erráticamente los pies en la oscuridad. Les costó un enorme esfuerzo volver a dejar limpio de espectros todos los pisos y habitaciones, armados como iban únicamente con una resistente barra de cortina de hierro y un palo terminado en gancho de los aperos de la chimenea. En al menos un par de ocasiones estuvieron a punto de perder el control y dejarse atrapar por los muertos.
Cuando al fin llegaron al piso bajo, exhaustos y tensos de golpear, empujar y arrastrar durante horas, descubrieron con gran sorpresa que la barricada no había sido violentada: allí estaba el viejo mueble guardián, impasible, cerrando el acceso como todos los días anteriores. “¿Por dónde han entrado?”, se preguntaban los dos envueltos por las tinieblas del amanecer. Entonces, como salida de la nada, una mano descarnada y negra agarró al Cojo por el hombro. Pegó un grito, pero se desasió con un fuerte tirón. Moses se giró, sin poder dar crédito a sus ojos. Allí estaba, era uno de esos espectros; se había colado de alguna forma a su cuidadoso control. Lo derribaron con desmedida furia, golpeándole con saña incluso una vez que dejó de contraerse en el suelo. “¿De dónde ha salido?”. No lo sabían.
Por fin lo vieron en una esquina del portal, justo en el hueco entre la pequeña garita del portero y la pared. Medía escasamente un metro de ancho; una puerta que estaba tallada con las mismas filigranas de madera de la pared de forma que nunca la habían notado.
Abajo encontraron lo inesperado: un espacioso garaje con plazas grandes para al menos seis vehículos. La puerta corredera de metal se había desprendido del techo y yacía, ajada, en el suelo cubierto de polvo. En una esquina había una vieja furgoneta Volkswagen enterrada en el polvo del desuso de años y años. Y encontraron gran cantidad de muertos vivientes deambulando entre las sombras del garaje.
Se enfrentaron a ellos desde la angostura de la puerta de entrada, una pequeña escalera de sólo seis peldaños que les daba ventaja suficiente como para engancharlos con sus barras de hierro. Como solía suceder, al abatir al primer par de atacantes el resto empezó a inquietarse y a acometer sus ataques con cada vez más violencia. En uno de los envites, la barra con gancho del Cojo se quedó trabada en el cráneo de uno de los espectros y la perdió, se le escapó de las manos sudorosas y cansadas. Ese accidente puso las cosas un poco más complicadas, pero finalmente consiguieron dejar el garaje vacío.
Reparar la puerta lo suficiente como para asegurar que ningún otro espectro iba a sorprenderlos en el futuro les llevó un buen rato, y el sol estaba ya alto en el cielo cuando terminaron. Acordaron que todo aquel espacio extra inesperado no les servía a ningún propósito, y la puerta del portal se clausuró definitivamente. Unas semanas más tarde había sido olvidada.
—¿Mo? —preguntó con cautela. El diente pulsaba en dolorosas ondas con una persistencia enloquecedora. Empezaba a dolerle el oído, y una nube blanca le velaba.
—¡Aquí abajo! —dijo Moses, sin levantar mucho la voz.
—¿Qué coño haces?
Moses estaba junto a la furgoneta. Había abierto todas sus puertas, la parte de atrás y el capó, y examinaba el motor con interés.
—Bueno, ¿recuerdas lo que hablamos ayer?
—Pues... vagamente, tío. Hoy no me he levantado con muy buen pie.
—Todo aquello sobre coger un coche e intentar ir a otra parte... El Cojo le miró, miró la furgoneta, de un indefinido color desvaído detrás de primigenias capas de polvo y abandono, miró sus ruedas desinfladas y el óxido que había socavado todos sus bajos, y rió como una hiena enferma.
—¿Esto?
Moses le devolvió la mirada. Tenía ese brillo febril en los ojos que tan bien conocía.
—Bueno, sólo quería saber qué tenemos aquí, pero creo que el motor no está mal. La batería está muerta, y haría falta bastante trabajo, pero no sería la primera vez que desmonto un motor y lo vuelvo a montar. Al menos aquí podríamos trabajar tranquilos. Si encontramos algunas cosas, podríamos ponerla en marcha en unas semanas. Podríamos poner unas coberturas a las ruedas, fortificar las ventanas...
—¿Como el Equipo A? —preguntó el Cojo, todavía riéndose. El dolor era tan exquisito que, en el buffer de su mente, imaginaba el diente derritiendo la encía e incrustándose en el hueso.
—Puede funcionar. Puede funcionar.
—Pues va a tener que esperar... tengo un problema.
—¿Qué pasa?
—El diente. Éste de aquí —dijo tocándose la mejilla—. Me duele tanto que preferiría una noche de sexo con un negrata cabrón de ciento cincuenta kilos.
Moses pestañeó. Su amigo tenía los ojos acuosos y enrojecidos, ahora que lo miraba bien.
—No me jodas...
—Sí. Me va a estallar la puta cabeza.
Moses consideró unos instantes las opciones que tenían; de alguna forma, siempre había pensado que una situación así se produciría tarde o temprano. Su mente evocó algunos reportajes que había visto en el National Geographic: Encontrada la momia de Nefertiti... Recientes estudios parecen coincidir con la teoría de que la joven reina egipcia murió a la edad de veintitrés años de una caries.
—Eso es... una putada, tío.
—Dímelo a mí. Es como si estuvieran perforándome la encía con unas tijeras de uñas.
—No me veo sacándote ese diente... pero podríamos ir a por unos antibióticos, algo para el dolor... y rezar porque remita.
—Lo que sea... en serio, me abro camino a hostias si hace falta, pero que deje de dolerme...
Moses se incorporó con determinación, como quien toma una decisión importante que no admite disyuntivas, y cerró el capó.
—Vale. Vamos a una farmacia. Hay que moverse rápidamente antes de que te dé una infección, fiebre, o ambas cosas.
El Cojo asintió. La perspectiva de recorrer un kilómetro por calles atestadas de muertos vivientes se le antojó prometedora comparada con la idea de sobrevivir enterrado en aquel dolor profundo y tenaz.
Roberto buscaba con su mirada, frenético, algún punto a su alrededor que le diera la clave con la solución a su acuciante problema. Isabel, mientras tanto, descargaba su peso contra la puerta de metal, en anticipación al momento en el que los zombis llegaran hasta ellos. Tan sólo Mary parecía ausente de la situación, concentrada en frotar sus manos hasta el paroxismo nervioso.
—¡R-Roberto! —llamó Isabel, escuchando la voz de aquel extraño hombre acercándose, detrás de la puerta.
—¡Lo sé!
—¡ROBERTO!
—¡LO SÉ, COÑO, LO SÉ!
Pero allí no había nada que pudiera usar.
Corrió entonces hacia la cornisa y echó un vistazo abajo. La fachada se extendía, fría y solemne, a sus pies. Demasiada altura, nunca conseguirían sobrevivir a una caída como ésa. Corrió a otro de los lados, de nuevo sin suerte.
La puerta metálica se estremeció con una contundente sacudida. Isabel lo miraba, expectante. Mary se llevó las manos a los oídos y cerró los ojos, como queriendo evadirse a algún mundo privado interior.
Roberto corrió hacia el otro extremo, se detuvo en seco junto al borde de la cornisa y miró. Unos geranios y unas lozanas gitanillas crecían en bulliciosa prosperidad en un balcón situado a unos escasos dos metros y medio. Unas raídas cortinas se asomaban perezosas, estremecidas por la ligera brisa de la mañana. El balcón era estrecho, pero suficiente, sí, para saltar hasta él. Roberto experimentó una cálida sensación de euforia, como si estuviera contemplando las mismísimas puertas del cielo.
Corrió de nuevo hacia Isabel, lanzándose sobre la puerta de metal para ofrecer resistencia.
—¡Isabel, hay un balcón allí, tienes que saltar con Mary!
—¿Q-qué?
Los golpes en la puerta cada vez eran más contundentes.
—¡VAMOS!
Isabel tomó a Mary de la mano y, torpemente, corrieron hacia la cornisa que indicaba el mejicano. Roberto vio cómo se asomaba y le indicaba algo a Mary, pero ésta la miraba como se mira un antiguo episodio de reposición que se ha visto ya innumerables veces. Isabel intentó tironear de ella, pero sin resultado.
A través de la puerta, le llegó la voz apagada pero enervante de aquel hombre que, inexplicablemente, caminaba junto a los muertos.
—¡Y el primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra...!
—¡ISABEL, SALTA!
Pero no saltaban. No podía tampoco empujar a Mary, era demasiado peligroso; había una alta probabilidad de que se precipitase al abismo. Roberto comprendió que Isabel no iba a dar ese paso, no después de ver cómo David perdía la vida en una circunstancia similar.
—¡... y la tercera parte de los árboles se quemó, y toda la hierba verde fue arrasada!
Algo en el tono frenético de aquella cita bíblica le puso en marcha. Se descubrió a sí mismo corriendo hacia las chicas, abandonando la puerta de metal que se abrió de par en par casi inmediatamente. Un tropel de espectros irrumpieron en la terraza; los primeros caían al suelo y eran pisoteados por los que venían detrás.
Roberto llegó hasta sus compañeras, las rodeó con el brazo y se colocó en la cornisa.
—¡Escuchad, vamos a saltar al balcón de abajo!
Isabel intentó retroceder; le miraba con ojos presos del pánico.
Mary miraba hacia atrás, con el labio temblando de nuevo. Sus ojos se paseaban enloquecidos por entre los recién llegados.
—¡Agarraos!, ¡YA!
Pero antes de que nadie pudiera reaccionar, Roberto saltó. Intentó mantener la verticalidad mientras apretaba a las dos chicas contra su cuerpo. La cosa salió bien: aterrizaron en el suelo de la terraza, pasando por entre los geranios y cayendo de rodillas, derribando dos viejos maceteros.
Roberto se incorporó y miró rápidamente hacia el interior de la casa. No sabía dónde habían aterrizado, ni si estaban realmente a salvo por el momento. Ante él se abría una habitación donde presidía una enorme cama de matrimonio. En las paredes colgaban numerosos retratos de algunas conocidas folclóricas. Los muebles eran oscuros y vetustos. Miró la puerta de la habitación: estaba abierta y a través de ella se veía un largo pasillo. No reconocía nada de todo aquello; nunca había estado en aquella casa. Bendito fuese el Señor por los pequeños favores: habían aterrizado en el bloque de al lado.
—Vamos... tenemos que seguir —dijo Roberto, mirando a las chicas. Mary parecía atravesar algún episodio nervioso: su pecho se agitaba con rapidez y sus ojos bailaban incesantes.
Tiraron de ella, cogiéndola de los hombros y la cintura. La casa resultó estar vacía, y la ausencia de olor les indicaba muy a las claras que no iban a tener sorpresas desagradables.
En poco tiempo habían llegado al portal. Isabel detuvo a Roberto, cogiéndolo por el brazo.
—¡Espera!, ¿qué... qué vamos a hacer?
—Tenemos que salir fuera.
—¿¡Qué!? —dijo Isabel con un inesperado tono agudo.
—Escúchame... —dijo Roberto, tajante. Su mirada tenía una fuerza y una convicción que Isabel no supo reconocer. No la había visto nunca antes—. Ese tío está en nuestro bloque, ¿vale? No sé cómo lo ha hecho, quién es o qué es... pero por algún motivo los zombis no van a por él. Es cuestión de tiempo que vuelva a arengar a los zombis contra nosotros. Averiguará por dónde hemos escapado, bajará abajo y los hará entrar en este edificio también. No podemos quedarnos...
—¡NO!
—¡ESCÚCHAME! Son lentos, sabes que lo son... la mayoría lo son. Podemos alejarnos, irnos a algún otro lado. Si corremos y lo hacemos bien, podemos alejarnos bastante, y encontrar algún otro sitio. ¿Te acuerdas cuando decíamos que podíamos intentar irnos al teatro Cervantes? No está lejos. Justo enfrente hay una comisaría de policía... quizá incluso haya alguien allí...
—Estás loco... —dijo Isabel con los ojos anegados en lágrimas. Lloraba, sobre todo, porque sabía que Roberto tenía razón. Quedarse allí era un suicidio, pero salir a la calle era como tirarse desde un segundo piso: había alguna posibilidad de salir ileso.
—Sólo sígueme... sígueme, Isa... sígueme.
Roberto cogió a Mary de la mano, y apretó fuerte. Ella le miró, pestañeando. La estudió por un momento, intentando sopesar en pocos segundos si ella soportaría un viaje como el que estaban a punto de emprender. Esperaba que funcionase; tenía que funcionar, dado que no podían hacer ninguna otra cosa. Mirando sus ojos apagados, se dijo a sí mismo que, probablemente, Mary estaba tan suficientemente retraída en sí misma que no distinguiría entre aquello y un paseo por unos grandes almacenes.
Tiró de su mano hacia la puerta, sin apartar la vista de sus ojos. Ella le siguió, dócil. Isabel venía detrás, tapándose la boca con ambas manos. Llegaron a la puerta y Roberto la abrió con cuidado infinito. Al otro lado, los muertos vivientes vagaban sin rumbo, unos hacia un lado, otros hacia el lado opuesto, sin orden ni concierto. Se volvió hacia a las chicas, dedicándoles una última mirada, cogió la mano de Mary con fuerza, aspiró hondo y salió al exterior.
No quiso perder ni un segundo en echar un vistazo o tratar de calcular una ruta entre los zombis; simplemente echó a correr hacia la derecha, rumbo a la zona del Teatro Cervantes. La sensación de euforia fue instantánea: un calor intenso en la zona del pecho y las sienes. Casi podía sentir el corazón bombeando como loco a plena potencia.