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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (33 page)

BOOK: Los caminantes
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Inquieta, se asomó al exterior. Su sobresalto fue tal que la novela resbaló de su mano y cayó al suelo. Había zombis ahí fuera, dentro del recinto, a apenas treinta metros. Avanzaban erráticamente por la zona situada entre los edificios y las pistas deportivas. Se llevó una mano a la boca, sobrecogida por una oleada de pánico como no la había experimentado en mucho tiempo, pero reaccionó con rapidez y se apartó de los ventanales, lejos de su vista.

Corrió entonces pasillo adentro y bajó los pocos peldaños que la separaban de la oficina donde el doctor Rodríguez se afanaba en analizar los resultados de sus investigaciones. Había llegado sobre las cinco de la mañana, incapaz de dormir más, y había estado intentando aislar el agente patógeno que había encontrado, pero sin mucho éxito.

—D-Doctor... —dijo. Su propia voz le sonó desconocida, más aguda y trémula de lo normal.

El doctor Rodríguez levantó la vista hacia ella, mirándola por encima de sus gafas. Carmen estaba blanca como una pared encalada y rápidamente supo que algo estaba mal, definitivamente mal.

—¿Qué ocurre, Carmen?

—Los... los... están aquí mismo...

El doctor Rodríguez pestañeó, intentando descifrar sus palabras.

—¿Qué...?

Pero entonces, una algarabía tremenda de cristales rotos llegó hasta sus oídos. Por la intensidad del ruido, estaba claro que se trataba de los ventanales de acceso a la enfermería.

—Jesús... —dijo el doctor Rodríguez, súbitamente lívido.

—Han entrado, doctor... —susurró Carmen.

—¿Son muchos?

—Muchos...

—Vamos... —dijo Rodríguez resueltamente—. Tenemos que empujar la cama de Jaime y llevarla donde está Dozer, sólo así podemos asegurar que podremos resistir un tiempo, hasta que alguien venga por nosotros.

Se pusieron rápidamente en marcha, confiando en que tuvieran aún un par de minutos hasta que los zombis llegaran hasta ellos. Jaime dormitaba todavía cuando llegaron; le habían dado codeína la noche anterior porque acusaba un fuerte dolor en el pecho. Cuando empezaron a empujar la cama fuera de la habitación, agradecieron que ésta tuviera ruedas; en pocos segundos llegaban junto a Dozer y cerraban la puerta doble tras ellos.

—¿Qué... ocurre? —preguntó Dozer.

—Carmen dice que los zombis han entrado. Hemos escuchado cómo rompían el cristal de la entrada, pueden llegar en cualquier momento...

Dozer pestañeó, intentando asimilar la información. En unos pocos segundos, su mente le proporcionó una fugaz composición con los rostros de casi todos los miembros de la Comunidad, oscurecidos por un tinte opaco de color rojo intenso. Al volver a hablar, descubrió que tenía la boca totalmente seca.

—Doctor, ¿no tiene algún arma aquí? Rodríguez negó con la cabeza.

—Bien, ése es un error que quizá paguemos caro... Tenemos que bloquear la puerta... —Miró alrededor. Había un pequeño armario con medicamentos, pero no parecía demasiado pesado; sin embargo, no tenían otra cosa más que eso y las propias camas, que para colmo de males estaban dotadas de ruedas—. ¿Pueden empujar ambas camas contra la puerta?

—Sí...

De repente, escucharon un ruido indeterminado tras la puerta. Carmen dio un pequeño salto sobre sus pies. Dozer se llevó un dedo a los labios, pidiéndoles a todos silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono de voz susurrante, tan bajo como pudo.

—Doctor, empujen las camas... pero despacio... si no saben que estamos aquí, ni siquiera se interesarán por la puerta.

El doctor y Carmen comenzaron a empujar la cama de Dozer con todo el cuidado que les fue posible, y se aseguraron que quedara bien pegada a la puerta doble. Luego, con la misma cautela, hicieron lo propio con la cama de Jaime.

—¿Se pueden trabar las ruedas?

El doctor se agachó, y descubrió con gratitud que las ruedas tenían un seguro para evitar su movimiento cuando no se deseaba. Accionó los seguros de todas las ruedas y se incorporó, levantando el pulgar.

—Bien... bien...

Se quedaron todos en silencio, mirando las puertas blancas y concentrados sólo en escuchar. A lo lejos se intuía un rumor incesante de agua cayendo, pero eso era todo; si había zombis ahí fuera, no podían asegurarlo. Carmen, sin apenas proponérselo, se acercó al doctor y se abrazó a su cintura. Temblaba como una hoja al viento.

XXXVI

En el edificio principal, José municionaba ya el segundo cargador. Las escaleras eran testimonio de una barbarie que había escapado ya de toda mesura: cuerpos sin vida se encontraban desparramados en todas las posturas, apilados en una amalgama monstruosa de brazos y piernas. Pero aun así continuaban llegando.

Habían bajado los colchones a media altura para que Susana pudiera abrir fuego sobre ellos. A partir de ese momento, tuvieron un poco más de respiro.

Aranda lo vio claro.

—¡Hay que avanzar! —les gritaba, ayudando a los hombres que sujetaban los somieres, pero el estrépito de los fusiles en acción no permitía que su voz llegase hasta José. Por fin, pasó entre los brazos del hombre que estaba a su izquierda y pudo acercarse—. ¡José! ¡José! ¡Hay que avanzar!

—¡¿Qué?! —chilló José, inclinándose un poco para acercar la cabeza.

—¡Que tenemos que avanzar! ¡Nos quedaremos sin munición, José! —Hacía señas con la mano extendida indicando las escaleras hacia abajo.

José asintió con rapidez y realizó un gesto similar a Susana, que tenía siempre un ojo puesto en él. Susana levantó una mano en señal de que había captado el mensaje.

—¡Adelante, poco a poco, empujad! —gritó Aranda a los hombres que tenía a su lado. Entonces avanzaron todos a una, paso a paso, sujetando con fuerza los colchones y somieres. Costaba un gran esfuerzo, y al poco tiempo se encontraron con el problema añadido de tener que pasar por encima de los primeros cuerpos caídos. Uno de los hombres empezó a chillar mientras miraba al suelo: una alfombra dantesca como no la habían visto nunca. La sensación fue horrorosa: pisaban carne blanda, semidescompuesta, que a menudo cedía bajo su peso y se quebraba con un sonido viscoso; o se enfrentaban a la visión enloquecedora de una mano sacudida por espasmos residuales de un sistema nervioso que aún estaba estimulado por el agente patógeno que había provocado la infección zombi.

—¡No miréis abajo! —chillaba Aranda—. ¡Avanzad, AVANZAD! Pero no se enfrentaban sólo a las imágenes entrecortadas que les ofrecía el resplandor de los disparos, sino al olor: un olor intenso a podredumbre que les invadía completamente. Se les cerraba la glotis sin que pudiesen evitarlo, como si alguien hubiese vaciado todo el oxígeno del edificio. Uno de los hombres no pudo más y vomitó con violencia, contrayéndose por la fenomenal arcada.

—¡NO! —chilló Aranda.

El colchón cedió entonces por ese lado y se desestabilizó. Un par de brazos delgados y fibrosos de dedos largos y crispados aparecieron por encima de éste, forzándoles a bajarlo. Su cara estaba contraída por las innumerables arrugas que una expresión de descomunal furia dibujaba en ella.

Pero Susana no tardó en girar el fusil e impactarle en mitad de la cara. Cayó hacia atrás, empujado por la inercia del disparo, con el rostro tornado en una confusión aberrante de sangre y carne, y los brazos aún estirados y circundados de músculos en tensión.

Escalón a escalón, consiguieron avanzar hasta el recodo de la escalera, última fase antes del tramo de peldaños que les conduciría a la recepción. Allí, la luz del día, aunque gris y apagada, les permitía ver un poco lo que estaban haciendo, y gracias a ello los disparos volvieron a ser certeros. José, no obstante, acusaba sobremanera la falta de sueño; el fusil le pesaba más de la cuenta, y notaba los brazos temblorosos debido al esfuerzo. También sudaba demasiado, y le picaba la cara por efecto de las toxinas que no había liberado con el sueño, pero se concentraba en disparar y no fallar. Sabía que la supervivencia de al menos una veintena de personas dependía de él.

Blam. Blam.

Por fin, al caer desmañado hacia un lado, uno de los cuerpos reveló a su espalda la sala diáfana de la recepción.

—¡Vamos! —exclamaba Aranda, empujando los somieres un último tramo—. ¡Ahora!

A medida que entraban en la sala, se abrieron los flancos a izquierda y derecha, y José y Susana los tomaron con prontitud, abriendo fuego sobre los espectros que se arracimaban allí.

Continuamente, Aranda intentaba asomarse por encima de los somieres para mirar a su izquierda, hasta que por fin divisó lo que buscaba. Era la puerta que conducía al almacén donde guardaban los suministros: el resto de las armas, los frontales, las linternas, los chalecos de la policía... todo. Dando gracias al Señor por los pequeños favores, Aranda constató que estaba todavía cerrada.

—¡Hacia la derecha! ¡Al almacén, al almacén!

Susana tomó tierra con la rodilla para garantizar mejor precisión en sus disparos.

—¡José! ¡La puerta del almacén!

—¡Entendido!

Montaron un flanco de protección para permitir el paso del resto de los supervivientes, que avanzaron a sus espaldas. Fueron momentos muy intensos, que demandaban de los dos tiradores unos reflejos exacerbados. Todos los cristales de la pared estaban rotos, y los espectros irrumpían por ellos como un torrente.

Cuando el tramo que les separaba de la puerta del almacén estuvo expedito, Aranda se precipitó hacia ella con rapidez. Por un segundo le sobrevino la imagen de un rostro descompuesto precipitándose hacia él al abrir la puerta, pero no ocurrió nada de eso. El almacén estaba tan despoblado y oscuro como cabía esperarse.

—¡Uriguen, cabrón! —gritó José mientras seguía descargando contra los zombis.

—¡Ya casi estoy! —le respondió Uriguen, que entraba en el almacén a recoger su fusil. Aranda había cogido algunos más y los distribuía entre los otros supervivientes; ya no importaba si sabían disparar o no, cualquier ayuda resultaría inestimable.

—Dios mío... vamos a conseguirlo... —decía uno de los hombres con lágrimas en los ojos mientras observaba cómo era derribado un espectro tras otro.

Pero entonces, Susana cayó hacia atrás, como si le hubieran propinado un fenomenal empujón. Su espalda golpeó contra el suelo, y el fusil cayó a un lado, rebotó sobre la culata y quedó tendido, inerte e inútil.

—¡SUSANA! —gritó José. Un coro de exclamaciones de sorpresa y miedo se extendió entre el resto del grupo que esperaba detrás y distribuido entre las escaleras y el almacén.

José avanzó lateralmente hacia Susana, sin dejar de disparar. Su mirada cambiaba constantemente entre ella y los atacantes. También Aranda corrió hacia ella. Mientras lo harían, Susana hizo un amago de incorporarse, pero se rindió casi inmediatamente, llevándose una mano al pecho.

Aranda llegó primero, arrodillándose a su lado sin saber qué le ocurría. Pero cuando le cogió de la mano fue del todo evidente: una aparatosa mancha de sangre teñía la zona de la clavícula izquierda.

Juan la miró, sin comprender, pero cuando ella le devolvió la mirada y le apretó la mano, lo comprendió todo. Le habían disparado, y sabía muy bien quién había sido. Se giró, con el rostro rojo de rabia, buscando entre los zombis y más allá de ellos.

—¡¿Qué ha pasado?! —preguntó José.

Otro hombre se acercó a Susana y pasó la mano por debajo de su cuerpo, tanteando con cuidado. Por fin, exhaló un suspiro de alivio.

—Tiene orificio de salida, gracias a Dios. ¡Hay que taponar la herida!

Para entonces, Uriguen se había apostado ya junto a José y estaba disparando con toda la rapidez que le era posible. Otros tres hombres hacían lo mismo, pero sus disparos eran erráticos y demasiado espaciados como para resultar de ayuda.

Mientras Susana era atendida, Juan se puso de pie, buscando frenético al sacerdote entre las filas de los muertos vivientes. Moses, que lo había visto todo desde su posición en la escalera, también había adivinado que el cura había disparado contra Susana y buscaba su rostro con desesperación. Sentía que el tiempo se agotaba. Si el cura conseguía eliminar también a José, la situación se comprometería terriblemente. “Dónde estás, hijo de puta”, se repetía mentalmente. Se erguía cuanto le era posible, por encima de la horripilante amalgama de cadáveres, tratando de ver el fondo de la sala. Un pequeño reloj mental marcaba el paso del tiempo con redobles de campana. El segundero tenía forma de guadaña.

XXXVII

La sala de enfermería era una tumba, lúgubre y silenciosa. La luz se había ido, pero no estaban totalmente a oscuras; la claridad se esparcía por un pequeño ventanuco que se abría en la pared, cerca del techo.

Nadie decía nada. Jaime aún dormía plácidamente, respirando con regularidad. Carmen se concentraba en esa rítmica cadencia para intentar no pensar en su situación actual. De vez en cuando, se escuchaba un ruido tras la puerta, aunque nunca eran capaces de determinar de qué se trataba.

Mientras esperaban, el doctor Rodríguez se embarcaba en sombríos pensamientos. Por un lado se preguntaba cómo estarían los demás, si estarían también amenazados o habrían controlado la situación. Tenía gran fe en que así fuera; ya había visto a los chicos en acción y resultaban todo un espectáculo para la vista. Por otro lado, no podía parar de pensar en la cacería nocturna: ¿Habrían conseguido capturar al misterioso sacerdote? ¿Habían conseguido volver siquiera? ¿Estaría relacionado eso con el hecho de que ahora había zombis dentro del recinto? ¿Se trataba de un ataque del sacerdote? Cuánto ansiaba analizar su sangre, su tejido celular, todos sus secretos. Si conseguían ser ignorados por los zombis, ése sería el fin de la época de terror que estaban atravesando. No necesitarían esconderse. Podrían limpiar la ciudad entera, con algo de tiempo. Recuperar el mundo entero.

Otra parte de su mente se preocupaba por su improvisado laboratorio. Tenía allí los viales con varias cepas que había podido extraer por propagación en cultivos de tejidos de los cadáveres examinados. Si se perdían, tardaría al menos una semana en extraerlos de nuevo.

Entonces, un súbito golpe contra la puerta le arrancó de su hilo de pensamiento. Fue un golpe fuerte, que hizo temblar la hoja entre las jambas. Incapaz de controlarse por más tiempo, Carmen soltó un grito. Dozer la miró con ojos despavoridos; era como si acabara de enarbolar una bandera roja indicando su posición. En ese mismo instante, Jaime abrió los ojos, todavía mecido por una modorra infinita; dijo algo ininteligible y volvió a cerrar los párpados muy despacio, dejándose vencer de nuevo por la somnolencia.

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