Los caminantes (37 page)

Read Los caminantes Online

Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Los caminantes
12.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al final de la jornada se sirvió sopa caliente y se dijeron también algunas palabras sobre los caídos. Y no sólo sobre ellos, sino sobre todas las personas que habían vivido antes de la infección y que aquel día habían sido devueltas al descanso eterno del que habían sido privadas. El discurso de Moses fue particularmente hermoso: habló con voz clara y serena y tuvo aun algunos recuerdos para su hermano caído, el Cojo, y para Mary, Roberto y todos los demás. Muchos rogaron por las almas de todos ellos.

La noche trajo un silencio tan inusual que resultó no sólo estremecedor, sino también insoportable.

XLII

El nuevo día trajo sol y cenizas. Una ligera brisa hacía corretear los restos aún humeantes de las piras de cadáveres que habían quemado el día anterior, y Aranda, asomado a uno de los balcones, pensó en el Holocausto nazi, y si el indescriptible horror que habían pasado ellos se pudo parecer en algo al que padecieron todos aquellos judíos y polacos en la Segunda Guerra Mundial. Se le ocurrió que no, que aquello tuvo que ser incluso peor.

Sobre las nueve y media, Moses y Aranda entraban en el despacho del doctor, quien ya se encontraba allí. El Padre Isidro les recibió con una mirada sombría y una extraña expresión de desdén en su rostro cadavérico y demacrado.

—Buenos días, doctor —saludó Aranda.

—Ah, hola, Juan. Hola, Moses.

—¿Ha dicho algo?

—Está tan callado como esa pared.

Aranda asintió, tomó una silla y se sentó delante del prisionero. Sin embargo, no dijo nada inmediatamente. Se tomó su tiempo para estudiarle, para mirar su sotana raída y manchada con lo que parecían ser restos de sangre y tierra. Su cara estaba también tiznada y sus cabellos ralos y sucios, dándoles un aspecto apelmazado. Un mechón blanco estaba pegado a su frente.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Aranda al fin. No hubo respuesta.

—Es usted un asesino —continuó Aranda—. Ha hecho más daño que esos muertos vivientes suyos.

El Padre Isidro sonrió.

—¿Cómo lo hace? No hubo respuesta.

—Los muertos no le atacan. ¿Por qué?

El Padre Isidro rumió sus palabras, aumentando paulatinamente su sonrisa. Una fila de dientes perfectos asomó tras sus delgados labios.

—Porque yo soy un hombre justo —dijo al fin.

—¿Qué quiere decir eso?

El Padre Isidro miró hacia algún punto indeterminado del techo y recitó, despacio:

—“Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres, que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder y has reinado. Las naciones se airaron y tu ira ha venido: el tiempo de juzgar a los muertos, de dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra”.

Aranda se recostó hacia atrás, soltando una exhalación.

—¿Es eso lo que cree?, ¿qué estamos ante el Apocalipsis como lo cuenta la Biblia?

—Inconsciente... Todavía lo duda —dijo, mirándole súbitamente a los ojos—. Pero no me extraña, la Biblia ya nos habla de ello: “Los hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aun así se arrepintieron de las obras de sus manos ni dejaron de adorar a los demonios. No se arrepintieron de sus homicidios, ni de sus hechicerías, ni de su fornicación, ni de sus robos”.

—¡Basta de eso! —explotó Aranda—. Aquí el único homicida es usted.

—¿Te atreves a juzgarme?, ¿tú, que huyes del Juicio Divino escondiéndote con estos hombres y mujeres? —Soltó una risa estridente y aguda que provocó una mueca de repulsa en el rostro de Juan.

—Es inaudito... —dijo el doctor, que había estado escuchando la conversación con una ceja levantada.

El Padre Isidro se volvió hacia él, iracundo.

—No os dejéis llamar Maestro —dijo, siseante—, porque un solo Maestro tenéis, y todos sois hermanos. Tampoco debéis haceros llamar Doctor, porque para vosotros Cristo es el Doctor único.

—Los títulos son palabras —dijo Rodríguez—; las palabras no importan, sino lo que las respalda. Yo soy médico. Curo a la gente. ¿Tiene algún problema con eso?

Aranda retomó el hilo de la conversación.

—¿Cómo se llama usted?

—Yo soy Abadón, el guardián del pozo.

—Y una mierda. ¿Cómo se llama usted?

—Yo soy Malak Hamavet.

El doctor Rodríguez soltó un pequeño gruñido.

—Malak Hamavet... es hebreo... —explicó—. Significa “Rey de la Muerte” o “Ángel de la Muerte”.

—Es usted muy ocurrente —continuó Aranda—. ¿Por qué los muertos no le atacan?

—Porque soy un hombre justo.

—¿Deben los hombres justos asesinar a los impíos? Por Dios, padre... ¿qué le pasó?

Los rasgos del rostro del Padre Isidro se endurecieron a medida que sus ojos se velaban por una ira apenas contenida.

—¡Dios vino a mí...! —gritó—. Él me llamó a su lado. Yo lo vi allí en Su gloria, rodeado de la inmaculada luz de la salvación eterna, y me dijo... que no era mi momento, que regresase... que tenía planes para mí. Y que Él me perdone, durante un tiempo no lo vi, no entendía... no supe lo que Él quería... hasta que un día lo comprendí al fin... Salí fuera, a encontrarme con su ejército para ser Juzgado, y... —empezó a llorar, sobrecogido por sus propias palabras—, y fui hallado inocente, fui nombrado uno de sus Salvos... y entonces Él me mandó una señal, un mensaje. Era una nota que traía el viento. ¡Y vino a mí! ¡Directamente a mis manos!, ¿entendéis? Y supe cuál era mi misión. ¡Oh, sí! Lo supe...

Aranda había entrecerrado los ojos como intentando descifrar sus palabras.

—¿Qué decía la nota? —preguntó. Moses, a su lado, cerró los puños inconscientemente.

De pronto, la expresión de beata revelación del cura desapareció. Volvió a emerger la mirada aviesa y torcida que conocían ya tan bien.

—La nota decía... —y añadió en tono de burla—: “Oooh, por favor... salvadnos... oooh, ooh... no tenemos agua... estamos aquí en la Plaza de la Merced...” —Rió de nuevo. Debajo de su risa había un sonido tenue, inquietante por lo débil, como el pitido de un asmático en plena crisis.

Moses sintió que la sangre le subía como un torrente a la cabeza. Aunque había considerado la posibilidad en el pasado, averiguar de forma tan inequívoca que las notas de Isabel habían servido para atraer aquel horror sobre ellos le pilló con la guardia baja. Apretó los dientes hasta que le dolieron las encías para evitar lanzarse sobre el cura. Aranda le miró brevemente con un rápido gesto de la cabeza; había comprendido también a qué notas se refería.

—¿Recibe una nota de petición de socorro, e interpreta que Dios le está pidiendo que intente matarlos? —preguntó Aranda—. Es usted un loco chiflado.

—Yo sé quién soy —espetó el sacerdote con voz fría—. Y también sé quiénes sois vosotros. Y sé lo que pasará... oh, sí...

Aranda permaneció unos cuantos segundos mirándole a los ojos.

—¿A cuánta gente ha matado?

Como toda respuesta, el sacerdote hizo un gesto vago con las cejas.

—¿A cuántos ha sacado de sus escondites y los ha lanzado contra su... particular ejército de resucitados del Señor? ¿Eh? ¿A cuántos? De nuevo el silencio.

—¿Por qué los muertos no le atacan? —preguntó una vez más, ya sin esperanza de recibir una respuesta.

—No quiere entenderlo, ¿verdad? —respondió el Padre Isidro—. Lo sabría si hubiera escuchado las palabras del Señor antes de que fuese demasiado tarde. Pero estabais todos... ¡todos!... tan ocupados con vuestras fortunas personales, vuestra decadencia espiritual, ocultando el concepto mismo del pecado en aras de la prosperidad social, que olvidasteis que Él estaba vigilando. No me haga empezar... la droga, la desigualdad fiscal, la hipocresía... Ahora el Señor se ha cansado... empezará un mundo nuevo, llevándose a los Justos, separando la cizaña del heno. ¡Es demasiado tarde para todos! ¡El perdón de Dios ha acabado! ¡La...

Pero Aranda se levantó de la silla y le dejó parloteando, entregado a su incesante verborrea. Se acercó a Moses y al doctor.

—Salgamos un momento.

Una vez estuvieron fuera del laboratorio del doctor, Aranda soltó un profundo y pesaroso suspiro.

—¿Qué pensáis? —preguntó.

—Que está como una puta cabra —soltó Moses, negando con la cabeza—. Casi me da pena. Necesita una bañera de Prozac y un electro-shock en su jodida cabeza de lunático.

—Y sin embargo... —dijo Rodríguez, reflexivo—, es interesante algo que ha dicho.

—¿Qué?

—Lo de que Dios le llamó a su lado y todo eso. En fin, trabajaba en el Hospital como médico forense, y comía todos los días con otros médicos. Las experiencias cercanas a la muerte están muy documentadas, las recogemos como ECMs. Son interesantes. Salvando cierto grado de variabilidad intercultural, los ECM presentan bastantes patrones comunes como la experiencia extracorporal, el pasaje a través del reino de la oscuridad hacia una zona iluminada por una luz brillante y el encuentro con seres “celestiales”. Si alguna vez he oído un relato sobre ECMs, y creedme, he oído muchos, el de este hombre es sin duda uno de ellos.

Aranda pestañeó.

—¿Está de coña, doctor?

—En absoluto. El Instituto Gallup hizo un estudio, que estaba a su vez basado en un análisis anterior emitido por otro grupo de investigadores de menos renombre. Se determinó que, de cada cien personas que han estado clínicamente muertas, el cuarenta por ciento han tenido experiencias similares a la ECM prototípica que les acabo de describir.

—¿A dónde quiere llegar?

—No entraré en si realmente pasó algo o no. No me parece el momento ni el lugar para semejantes conjeturas. Lo que quiero decir es que nuestro cura pudo realmente haber tenido esa experiencia... que él, por sus circunstancias personales, identificó como religiosa. Lo que nos lleva a identificar una premisa obvia: que el padre estuvo, en algún momento, clínicamente muerto.

—Vale... —dijo Aranda despacio—. Creo... creo que ahora sé lo que quiere decir.

—¿Que es una especie... de zombi? —preguntó Moses, confuso.

—Bueno, yo no diría eso. Pero si estuvo clínicamente muerto durante... no sé, puede que un minuto o un minuto y pico... es posible que el agente patógeno que he identificado en todos los caminantes que hemos analizado se hiciera con el control de su organismo. Al menos en parte. Pero no me explico cómo pudo sobrevivir a eso... el virus del que hablamos es extraordinariamente agresivo. Sabemos que está en el aire, por todas partes, y que infecta a todos los seres humanos que fallecen, tomando el control de todas las palancas, por así decirlo, haciendo que vuelvan al estado de semivida prolongada que conocemos tan bien. Pero no sé... ¿cómo consiguió controlarlo? Una vez que el agente se instala en la sangre, el proceso es imparable. —Reflexionó por unos instantes antes de continuar—. Me gustaría examinarlo. Analizar su sangre, su tejido celular... todo lo que me sea posible.

—Doctor —dijo Aranda despacio—. Francamente, no veía el momento.

XLIII

El doctor Rodríguez se mantenía encerrado en su pequeño laboratorio tanto tiempo como le era posible. Pidió que le llevaran la comida allí mismo, y se acostaba tarde y se levantaba temprano. Aranda pasaba largas horas acompañándole, aunque percibió que cuando se trataba de hacer pruebas y análisis, el doctor prefería trabajar en silencio. El sacerdote fue movido de nuevo a una de las habitaciones adyacentes; de vez en cuanto se regalaba con exaltados discursos llenos de ominosas citas del Apocalipsis, o se entregaba a la tarea de profetizar horribles desastres para todos los que se escondían en el campamento.

Cada vez que volvía, Aranda le preguntaba si había novedades, pero el doctor protestaba en voz baja con algunos gruñidos ininteligibles, y luego declaraba que no quería equivocarse y rogaba paciencia.

Susana se encontraba ya sorprendentemente mejor. Después de un largo y reparador sueño, aceptó una invitación a jugar a las cartas y pasó una tarde agradable en compañía de José, Uriguen y Dozer. El corpulento Dozer también se encontraba mucho mejor, y aunque durante la partida, tendido sobre la cama, estuvo inclinándose sobre un costado y el otro, no acusó dolor.

Aranda intentó también hablar en varias ocasiones con el párroco. Nunca obtuvo nada, ni siquiera su nombre real. A aquellas alturas, sus apasionados delirios le inspiraban más compasión que otra cosa.

Moses, por su lado, pasaba casi todo su tiempo con Isabel.

—Me siento como... una especie de ángel de la muerte —le dijo ella mientras compartían un atardecer cuajado de tonos anaranjados y rosas.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Moses.

—No sé, Mo... Primero fue la casa de la Plaza de la Merced... luego, nosotros... tu casa de calle Beatas... ahora aquí también.

—Isabel... —dijo Moses, pasándole una mano por encima del hombro—, tú no tienes la culpa de nada de eso. El hombre que ha provocado todos esos desastres está ahí dentro, con el doctor.

—Pensé en ir a verlo...

—No quieres verlo. No quieras verlo. Es un pobre hombre demente que ha perdido el juicio. ¿Y sabes qué es lo más curioso? Si de verdad el doctor puede descubrir la razón por la que los muertos vivientes le ignoran, entonces podremos decir que quizá Dios sí le señaló a él entre todos los hombres... pero como suele ocurrir, malinterpretamos sus designios, y lo que pudo ser un vehículo para la salvación de todos los que habíamos sobrevivido, casi se convierte en la hoja de la guillotina.

Isabel reflexionó sobre sus palabras.

—¿Qué harán con el sacerdote cuando terminen de... examinarle?

—Encerrarlo. Como a cualquier criminal. Lo mantendremos encerrado en alguna parte. Podrá salir a pasear y en Navidad tendrá una comida especial. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Isabel asintió.

—¿Crees en Dios, Mo?

—Sí que creo. Él me ayudó a salir de la vida que llevaba. Antes... bueno... era un poco diferente de como soy ahora. Bebía mucho, vivía encerrado en mí mismo, para mí mismo. Hace poco me enfadé con él... ya sabes, cuando me arrebató a Josué. Dios, cómo quería a ese hombre. Y me enfadé con Él por permitir que todo esto sucediera... han muerto tantos, Isabel. Tantos. Pero ahora... pienso de manera diferente. Escuché a ese pobre loco hablar, escuché su historia, y ahora estoy convencido de que Él nos ha traído a ese hombre, que guarda la solución a todos nuestros problemas. De que lo conseguiremos. Que Él aprieta, pero no ahoga, y como decía mi madre, que siempre que cierra una puerta, abre una ventana.

Other books

A Hundred Pieces of Me by Lucy Dillon
City of Shadows by Pippa DaCosta
La guerra del fin del mundo by Mario Vargas Llosa
Valaquez Bride by Donna Vitek
Always on My Mind by Susan May Warren
Sun Dance by Iain R. Thomson
Mistress of the Vatican by Eleanor Herman
The Oasis by Mary McCarthy