Lo que dicen tus ojos (43 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Jacques Méchin sabía que lo encontraría en la finca de Jeddah. Kamal siempre buscaba refugio allí cuando necesitaba pensar. En tanto atravesaba el desierto en dirección al mar Rojo, repasaba los términos de la última conversación que había sostenido con Kamal.

—Voy a dejarla, Jacques.

—¿Por qué? ¿Es que ya no la amas?

—Bien sabes que sí.

—¿Entonces?

—Tenías razón. Su vida siempre correrá riesgos a mi lado; jamás será feliz, y yo no viviré en paz. No volveré a arriesgarla aunque separarme de ella sea como arrancarme un brazo. Además, en lo que me depara el futuro no hay sitio para Francesca.

—Te confieso que ya no sé si lo más sabio es que alejes a la muchacha de tu lado, como te aconsejé una vez. Estás cegado por la sed de venganza, la sospecha de que Saud maquinó un complot en contra de Francesca te ha trastornado, y pretendes ocupar el lugar del amor que sientes por ella con el odio que profesas por tu hermano.

—Bien sabes que no es una sospecha: Saud y Tariki me quieren fuera, soy el único capaz de suplantarlos. Ellos jugaron su partida e intentaron liquidarme. Ahora me toca jugar a mí y, tenlo por cierto, no fallaré. Será un trabajo limpio y eficaz.

—Y después de destruir a Saud, ¿qué te quedará?

—¿Después? No sé qué quedará, no me importa. Sólo sé que no viviré en paz hasta destruirlo. Y lo haré lentamente, en una agonía atormentada, lo destrozaré palmo a palmo, como él intentó hacerlo conmigo y con lo que más amo.

Pasado el mediodía, Jacques detuvo el automóvil frente a la finca de Jeddah. Sadún lo recibió sinceramente contento de verlo.

—¡Señor Méchin, sea bienvenido! El amo Kamal estará feliz de verlo. ¿Sabe? Me preocupa el amo Kamal. Lo noto muy desmejorado. Parco y callado, como siempre, pero su alma no está serena. Prácticamente no come. La luz de su recámara permanece encendida hasta muy tarde en las noches, y, una vez que la apaga, lo escucho dar vueltas en la habitación hasta casi el alba. A veces me asomo por mi ventana y lo veo fumando en el jardín, con la mirada perdida en el cielo. Fuma muchísimo, cuando siempre fue moderado. No lo creerá, pero rehusó la visita de su madre y de las muchachas. ¡Y usted sabe cómo le gusta recibirlas! Durante el día monta a Pegasus, ese semental loco que tiene, y se pierde por horas. A veces me preocupo, llega de noche, muy agitado. ¿Qué le está pasando a mi amo, señor Méchin? Nosotros pensamos que volveríamos a verlo después del casamiento con la muchacha argentina, pero ni señales de ella, y yo no me animo a preguntar.

—La muchacha argentina regresó a su país, Sadún. Ahora, llévame con Kamal, me urge verlo.

Lo encontró en su estudio, con el Corán en una mano y su
masbaha
en la otra. Al verlo en la puerta, Kamal le salió al encuentro y lo estrechó en un abrazo.

—¿Qué haces aquí? Sé que no te gusta Jeddah.

—Hace dos semanas que dejaste Riad y no he sabido nada de ti. Deseaba verte. Te echaba de menos

La respuesta sincera y tierna de aquel impertérrito francés sonó extraña a los oídos de Al-Saud y sonrió con picardía.

—Te has vuelto sentimental —dijo, y pidió al mayordomo—: Trae algo de beber y comer.

Hablaron de trivialidades y, pese al esfuerzo de Kamal por mostrar su mejor veta sarcástica y humorística, Méchin lo conocía demasiado para ignorar que sufría un profundo tormento. Lo encontró demacrado y más delgado; hacía días que no se afeitaba y necesitaba un corte de pelo.

—En realidad, he venido hasta aquí porque quiero saber cómo estás.

Kamal abandonó la mueca de estudiada y ficticia serenidad y clavó su mirada en la de Méchin, quien, a pesar de los años y la confianza, temió la ira de Al-Saud. Kamal lo contempló de hito en hito, el gesto inmutable; no se había enojado ni incomodado, pero no le respondió. Se puso de pie y, tras alejarse un trecho, preguntó:

—¿La viste antes de que partiera?

—¿Por que quieres torturarte? ¿De qué te servirá saber de ella? Sólo conseguirás hacerte más daño.

—¿La viste? —insistió, con acento tranquilo pero firme.

—Sí, la vi.

—¿Cómo la encontraste?

—Estaba deshecha.

Kamal, de espaldas a Méchin, apretó el vaso y cerró los ojos. Si le hubiese propinado un puñetazo en la boca del estómago no le habría provocado tanto dolor como con aquella palabra.

—Te ama profundamente.

—¿Y por qué me lo dices así, con ese tono de reproche? —se alteró Kamal—. ¿No fuiste tú quien me aconsejó dejarla?

—Tal vez me equivoqué —aceptó Jacques, con la mirada desviada al suelo.

—Todos parecen haberse equivocado. Tú, mi madre, mi tío Abdullah, el pueblo árabe entero, el Corán. Pero fui yo quien más se equivocó, yo, que la aparté de mi lado, yo, que permití que invadieran mi vida. Ella confió en mí, se entregó a mí, sufrió por mí y yo la aparté de mi lado como si se tratase de algo indeseable. La hice sentir miserable, cuando en realidad no existe nada más importante que ella para mí.

Méchin se acercó y le extendió un sobre. Kamal, incómodo por su exabrupto, lo miró con sorpresa.

—¿Qué es esto?

—Una carta. Francesca me pidió que te la entregara la última vez que la vi. Fue hace una semana, antes de que partiera de regreso a la Argentina.

Bien sabía él que Francesca se había ido hacía una semana dejando Arabia y su mundo para siempre, dejando también un vacío en su interior al cual no sabía cómo enfrentarse. Francesca se había marchado, no volvería a verla. Sin ella la vida misma carecía de sentido; ni su venganza contra Saud ni su futuro como soberano le resultaban suficientes. Un silencio se formó a su alrededor y no escuchó cuando Jacques Méchin murmuró: «Lo siento mucho», y abandonó el estudio. Más tarde, en la soledad de su habitación, se atrevió a abrir el sobre.

Riad, 10 de mayo de 1962

Mi adorado Kamal:

Intento comenzar esta carta pero nada me viene a la mente excepto que te amo profundamente. No logro resignarme a esto que está sucediéndonos, no comprendo cómo nuestras vidas, que imaginé atadas para siempre, ven abiertos dos caminos tan distintos. Simplemente, no puedo creerlo.

¿Por qué me abandonaste, Kamal? No entiendo tu decisión. Sé que aún me amas. Cuando despierto por las mañanas, intento pensar que esto es un mal sueño. Tú entrarás por la puerta, me sonreirás como sólo tú sabes hacerlo, tus ojos chispearán de felicidad y luego me tomarás entre tus brazos para llevarme lejos.

Te extraño tanto. ¿Por qué insistes en mantener esta tortura? Añoro tus manos sobre mi piel, tu boca en la mía, las noches de luna llena en el desierto y nuestros cuerpos juntos sobre la arena. ¿Por qué me hiciste conocer el paraíso si ahora insistes en sumergirme en el peor de los infiernos?

Quiero ser sincera contigo, absolutamente libre, no deseo atar dentro de mí cosas que siento y que algún día me arrepentiré por no habértelas dicho. Me pregunto si estaré lográndolo. Fui feliz a tu lado, y me atormenta pensar que no podré volver a serlo. ¿Por qué debo pensar que te he perdido para siempre? No puedo resignarme, Kamal. Vuelve a mí. Sabes que te estoy esperando, sabes que te esperaré la vida entera.

Antes de terminar esta carta, quiero decirte que, si me alejas de ti por proteger mi propia vida, si lo haces por temor a que algo malo me suceda a causa de los tuyos, prefiero morir en sus manos en una agonía lenta, a saber que nunca te tendré a mi lado, porque hasta que eso suceda, viviré dichosa contigo y no destrozada como lo estoy. Déjame elegir a mí mi propio destino.

Te amo.

Tuya para siempre,

Francesca

PD. Quiero que conserves a Rex y que, cuando lo veas, recuerdes la tarde en el oasis.

Kamal se echó de espaldas en la cama con la carta sobre el pecho desnudo. El corazón le latía desbocado. Cálidas lágrimas le rodaban por las sienes.

—Francesca... —musitó—. Amor mío.

Capítulo Veinte

Francesca aceptó la propuesta de Marina y, antes de regresar a Córdoba, pasó unos días en Ginebra. Le haría bien la compañía de Marina, siempre conseguía levantarle el ánimo.

En efecto, le hizo bien, incluso cuando se desahogó con ella y le contó su amarga experiencia. Lloró entre sus brazos como no había podido hacerlo después de que Al-Saud la dejó. De todos modos, su alma continuó hecha pedazos. La aterraba pensar que en el futuro Kamal Al-Saud constituiría sólo un recuerdo, un nombre, una imagen que con el tiempo se desvanecería. No se resignaba. Le daba miedo volver a la rutina, le daba miedo sufrir. Se preguntaba cómo sobrellevaría la cotidianeidad y el aburrimiento cuando la vida junto a él le había parecido una eterna aventura. Cómo no verlo en cada hombre. Cómo no sentir sus besos en los de otros. Buscaría el aroma de su perfume y el sonido de su voz entre la multitud, viviría pendiente del timbre del teléfono y de la llegada del cartero. Pensaría en él día y noche, moriría de amor. «Nadie muere de amor», le había asegurado Kamal, pero ella bien sabía que ese dolor ensordecedor terminaría por matarla.

—Imagino que es muy triste esto que está pasándote —reconoció Marina—, pero al menos tú tienes la dicha de haber amado y de haber sido amada. Yo, en cambio, no sé qué es el amor.

Esas palabras sonaron en su cabeza durante días y, en cierto modo, lograron alejarla del estado de desesperación en el que había caído. Sólo quedaba la tristeza, que olvidaba de tanto en tanto con alguna ocurrencia de su amiga. Una tarde, mientras saboreaban un helado a orillas del lago Leman, Marina le preguntó si aún sentía algo por Aldo Martínez Olazábal y, aunque se tomó un tiempo para contestar, nunca existió viso de duda: no lo amaba.

—Después de haber conocido a Kamal Al-Saud, temo que no volveré a enamorarme de otro hombre.

—¿Y qué sucedería si, al regresar a Córdoba, Aldo quisiera volver a intentarlo contigo?

—Ni aunque Aldo enviudase volvería con él —respondió Francesca—. Y no lo digo por despecho o rabia; lo digo, simplemente, porque mi corazón pertenece a Kamal. Engañaría a cualquier otro hombre si decidiera comenzar una relación en este momento.

Tres semanas más tarde, Francesca aún se encontraba en Ginebra y con pocas ganas de regresar a Córdoba a pesar de los ruegos de su madre. Las vacaciones de Marina terminaban, y no tenía sentido permanecer allí.

Se despertaría temprano, tomaría una ducha, desayunaría y partiría junto a su tío hacia el periódico. Después de todo, retomar su vida en Córdoba no había resultado tan difícil como había esperado. El cariño de sus amigos, pero en especial el de su madre y el de su tío Fredo, habían operado maravillas en su alma herida. Sólo a Fredo le había confesado lo del secuestro y habían acordado que jamás se lo referirían a Antonina. Sofía se desilusionó al saber que el romance entre su amiga y el príncipe saudí había quedado en la nada, pero admitió que estaba feliz por tenerla otra vez cerca.

Francesca no regresó al palacio Martínez Olazábal, no lo habría hecho aunque Aldo y su esposa no hubieran vivido allí. Para ella, esa etapa de su vida había quedado atrás. Era tiempo de alentar la idea de la independencia, y había comenzado por buscar un apartamento que alquilar.

—No estoy de acuerdo en que alquiles —opinó Fredo, mientras caminaban hacia el periódico como cada mañana—. Es dinero echado al cesto de la basura. Sabés que mi casa es tu casa y que podés quedarte allí todo el tiempo que desees. Además, el día que muera, ese departamento será tuyo. A tu madre no le gustará en absoluto la idea de que te marches a vivir sola. La escandalizarás.

—No lograrás convencerme con esos argumentos —aseguró Francesca—. Hace tiempo que le perdí el miedo a mi madre. Estoy viviendo con vos hasta conseguir algo decente para mudarme. No quiero entrometerme en tu intimidad, tío. No me convencerás. En poco tiempo me mudaré.

—Si estás tan decidida —retomó Fredo—, entonces ¿por qué no buscas un departamento para comprar?

—Porque no tengo el dinero suficiente para hacerlo.

—Yo te lo daré.

—No puedo aceptar.

—¿Por qué no podés aceptar? —se fastidió Fredo—. Voy a darte ese dinero porque sos lo más importante para mí. Deseo que tengas lo mejor, Francesca. No me niegues ese placer.

—Está bien —dijo ella con simpleza, y entrelazó su brazo al de su tío.

Se esforzaba por mantener el ánimo en alto y mirar la vida con nuevos ojos; a menudo se decía que era de necios vivir para recordar y una energía pasajera le insuflaba ganas de pensar en el futuro; hasta que cualquier insignificancia la hacía volver al pasado y la abismaba en su dolor. La consolaba la idea de que el tiempo curaría la herida. Pero el tiempo transcurría lentamente y a ella un minuto le parecía una hora, y cada segundo lo dedicaba a él. En ocasiones, la pena daba paso a la rabia y al resentimiento, y lo habría abofeteado de tenerlo enfrente. Para ella, su abandono no tenía otra explicación: era el precio que pagaba por el trono de Arabia; no existía razón para engañarse, siempre lo había sabido: Kamal Al-Saud amaba, por encima de todo, a su pueblo. Invariablemente la rabia terminaba por ceder, entonces el recuerdo de sus besos ardientes y el frenesí de sus manos desvergonzadas le confundían los sentimientos y las sensaciones, y se rebullía en la cama sin conciliar el sueño.

Se sentía a gusto en el periódico y disfrutaba de su trabajo. La promesa de su tío seguía en pie y pronto publicaría su primer artículo. Fredo le había pedido que desarrollara una columna sobre la OPEP y hacía días que se dedicaba a investigar y a escribir a máquina. Cerca del mediodía, recordó que almorzaría con Sofía en Dixie, un lugar de moda donde servían además buena comida. Se puso el abrigo y corrió por el bulevar Chacabuco pues estaba llegando tarde.

—Discúlpame —dijo, casi sin aliento—. Siento llegar tarde.

—No te preocupes. Hace poco que llegué —argumentó Sofía—. Pidamos pronto que estoy famélica.

Sofía indicó al mozo los platos y las bebidas con la jovialidad y el entusiasmo que la habían caracterizado antes de su trágico embarazo. Francesca la contemplaba con una sonrisa en los labios, feliz de verla tan recuperada. Sofía era su esperanza. En un acto impensado, le tomó la mano a través de la mesa y se la apretó. Sofía la miró con desconcierto y le devolvió una sonrisa.

—Te veo feliz —manifestó Francesca—. Y me hace feliz —agregó.

—Estoy feliz —aseguró Sofía—. He vuelto a verme con Nando. —Francesca se quedó mirándola—. ¡Ha vuelto por mí! —exclamó con acento medido; se le habían llenado los ojos de lágrimas y le temblaban los labios—. Me ha dicho que aún me ama, que no puede vivir sin mí. Que trató de hacerlo, pero que no lo consiguió. ¡Oh, Francesca, soy tan feliz!

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