—Aquí dejaremos la caballada —explicó el militar jordano— y continuaremos a pie hasta los riscos. Debemos llegar en media hora.
En ese punto de la misión, Amir, el beduino conocedor de la zona, se convirtió en pieza clave, y los guió con una certeza que evidenciaba su baquía. Al pie de las estribaciones aseguraron armas y cuchillos, y emprendieron la subida, en un principio, sin mayores esfuerzos gracias a la suave inclinación del macizo y a las sinuosidades que convertían al sendero en una escalera natural. A medida que avanzaban, sin embargo, la ladera se tornaba abrupta y peligrosa. En un punto cercano a la cima, que el beduino llamó «La tumba del león», un nicho prolijamente esculpido en la piedra de donde salían y entraban lagartijas de variados tamaños y colores, marcó la referencia que el guía buscaba: se hallaban a un paso de El-Deir. A partir de allí, la escalada se tornó casi vertical.
Alcanzaron un portillo que parecía una herida abierta en el risco y, a una seña del beduino, lo penetraron. Era un túnel de poca longitud luego del cual avistaron la fachada colosal, casi inverosímil del templo El-Deir. Antes de descender y cruzar el terreno abierto que los separaba del templo, el coronel jordano envió a dos de sus hombres a inspeccionar los alrededores, mientras ellos permanecían guarecidos en la parte final del túnel. Los agentes dieron la venia, y el resto del grupo salió del escondite y se aproximó a El-Deir. Kamal estimó que la fachada debía de medir alrededor de cincuenta metros de altura; lo sobrecogieron la imponencia de las columnas y la belleza de los frontispicios de estilo griego.
—Hasta aquí llego yo —manifestó el beduino al militar jordano—. Deben entrar por ese boquete —dijo, y señaló una hendidura a la izquierda de la fachada del templo— que los llevará a la parte central de Petra.
El boquete encerraba una escalera esculpida en el corazón de la montaña que los condujo nuevamente a la cima desde donde dominaron, esta vez, la parte central de la ciudad. El corazón de Kamal latía fuertemente seguro de que Francesca se encontraba en algún punto de ese pueblo fantasma.
Se repitió la acción de momentos antes: el coronel envió a los mismos hombres a reconocer la zona con la advertencia de que si no se habían topado con los terroristas en las cercanías de El-Deir, era probable que ocurriera en esta parte. «Si es que los terroristas se encuentran aquí», se desanimó Méchin, que sólo escuchaba al viento y veía reptiles multicolores. Al poco, regresaron los agentes jordanos.
—En un macizo de riscos, aproximadamente a quinientos metros al Este, avistamos a un hombre. Llevaba una metralleta y un cuchillo Bowie en el borceguí.
Se organizó la avanzada. El grupo se dividió en cuatro para asaltar al terrorista, que reaccionó cuando los agentes estaban encima de él.
—¿Dónde está el resto de la guardia? —lo increpó el coronel jordano, mientras otro le retorcía los brazos en la espalda.
—Estoy solo —aseguró, entre gemidos.
—Mientes —expresó el coronel, y le quitó el cuchillo del borceguí—. Te voy a destripar con tu propio cuchillo si no me dices dónde están tus compañeros de guardia. —Y ante la reticencia del hombre, el jordano le abrió un surco en la mejilla—. ¿Quieres que siga o prefieres decirme dónde están?
Cedió. Minutos después llamaba a su compañero desde un promontorio en el macizo. El guardia salió de su escondite, una gruta en la roca en la otra orilla del
uadi
y se sorprendió al columbrar la herida sangrante en la mejilla del otro. Le preguntó qué le había sucedido haciendo gestos con las manos. Por fin, le indicó que se acercaría a socorrerlo. No logró llegar: metros antes, un agente saudí lo sorprendió por detrás y lo degolló.
—¿Dónde está el resto de la guardia? —insistió el coronel.
—Ya no quedan más —respondió con acento nervioso y la vista en el cuerpo exánime de su compañero—. No quedan más, lo juro.
—Guíanos hasta tu jefe. Y quítate de la cabeza la idea de dar aviso: antes de que alguien pueda siquiera reaccionar, te arranco la yugular. —Y le apoyó la punta del cuchillo en el cuello.
Francesca no había muerto. Lo supo al sentir la arena del piso en la mejilla. El olor a humedad de la celda se había intensificado y, junto con él, las náuseas. Posó la mano sobre la parte baja de su vientre, dura como piedra. La atacó una puntada profunda que le pareció eterna y que la obligó a ovillarse y a gemir. Se largó a llorar, consciente de que algo andaba mal con su bebé. Recordó la paliza de aquel siniestro hombre, lo que le había dicho, la llamada telefónica a Kamal, la voz desesperada de él. Las imágenes se sucedían con claridad ahora que el efecto de la droga había pasado.
Debía escapar de allí, no permitiría que dañaran a su hijo o a Kamal. Logró levantarse del suelo y estudiar el entorno. Aquello parecía una caverna, un hueco toscamente abierto en la roca viva y, aunque se encontraba segura de su cordura, le costaba creer que aquello estuviera sucediéndole.
De todas maneras, en ese momento de nada servía conocer los detalles ni las razones de aquella pesadilla. Sólo debía buscar el modo de huir. Escuchó voces y se asomó por el ventanuco de la puerta: dos hombres se aproximaban a paso rápido; uno era el que la había golpeado; el otro, alto y macizo, con un parche en el ojo izquierdo, la estremeció de pánico. Hablaban en árabe y, por el tono empleado, imaginó que discutían. «¡Que no entren aquí!», deseó en vano, porque se pararon frente a su puerta y la contemplaron entre las barras de la ventanilla. Francesca retrocedió.
—Está despierta-comentó Abu Bark—. Nos desharemos de ella ahora mismo; no es necesario que la llevemos al nuevo escondite.
Abrieron la puerta y la hallaron en un rincón, cerca del catre. Los sorprendió su actitud, similar a la de una fiera acechada. Sus ojos negros, fijos en ellos, parecían lanzar llamaradas de odio y furia. «No me entregaré sin luchar», amenazaban. Kalim la admiró por eso; no lloraba ni suplicaba. Desenvainó su cuchillo y se aproximó tratando de someterla con la mirada aviesa, como si deseara hipnotizarla. Francesca se replegó hasta que dio con la pared y buscó interponer el camastro entre ella y el hombre del parche.
—Ven aquí, niña —dijo Kalim.
Francesca se movió hacia el costado en dirección a la puerta abierta: si lograba alcanzar ese extremo de la celda no le resultaría difícil dejar por tierra al otro tipo y escapar. La sangre le fluía vertiginosamente en las venas y le insuflaba un vigor inusitado, había olvidado dolores y puntadas, y se encontraba dispuesta a enfrentar a un ejército para salvar a su bebé. Nadie osaría dañarla, ni a ella ni al hijo de Kamal. Kalim movió el cuchillo próximo a su rostro y la asustó. Jugaba con ella, la amilanaba para quitarle fuerzas y dominio de sí.
Se escuchó un griterío; luego, algunos disparos. Abu Bark se asomó al corredor y, antes de abandonar la celda corriendo, ordenó:
—Rápido, deshazte de ella.
Kalim volvió la vista a su presa y alzó una ceja con picardía.
—Parece que el destino me ha concedido los minutos que necesitaba para estar a solas contigo. —Y se pasó la lengua por los labios.
Aunque Francesca no le entendió una palabra, adivinó las intenciones del árabe sin dificultad.
Kamal había controlado su agitación sin interferir en el trabajo de los expertos. Pero después de haber atravesado oscuros laberintos guiados por el guardia, se desentendió del grupo comando, que intentaba reducir a los terroristas a la entrada de la caverna, y avanzó en busca de Francesca, convencido de que eso debía enfrentarlo solo.
También allí los pasadizos zigzagueaban, lúgubres y tenebrosos, apenas iluminados por antorchas empotradas en la piedra. Avanzó con incertidumbre, preguntándose si había elegido el camino correcto. Debió ocultarse en las sinuosidades de la pared y dejar pasar a otros terroristas, que alertados del fuego cruzado que se desarrollaba en el extremo opuesto de la caverna, corrían con las armas en las manos. Poco le importaban los terroristas, él sólo deseaba estrechar a su pequeña Francesca. Se negó a pensar en la posibilidad de que ya hubiera muerto y siguió adelante. Paradójicamente, fue la promesa que se hizo en vuelo hacia Jordania lo que lo tranquilizó y le permitió avanzar: o rescataba a Francesca con vida o no volvería a ver la luz del sol.
El cuchillo le molestaba ahora que se disponía a violarla. Kalim lo devolvió al cinto y avanzó con los brazos abiertos. Francesca se movió hacia uno y otro lado; por más que trataba de mantener la mente fría, la desesperación se apoderaba de ella con rapidez, consciente de que no escaparía del oso que tenía enfrente. Intentó evadirse hacia la puerta, pero el camisón se le enredó en las pantorrillas y cayó al piso. El árabe se le echó encima, la obligó a girarse y comenzó a manosearla y a besarla. Sintió el peso de un yunque sobre el pecho y, con el último aliento, gritó el nombre de Kamal.
Al príncipe se le agitó el corazón al escuchar a Francesca, y la llamó él también. Que siguiera gritando, le pidió, que lo guiara hasta ella, pero Kalim le tapó la boca y la levantó bruscamente, sujetándola por el cuello. El terrorista aguardó expectante, sopesando si contaba con tiempo para huir. La voz de ese hombre se escuchaba demasiado cerca. Un instante después, la figura imponente del príncipe Kamal se proyectó en la puerta.
—¡Suéltala! —ordenó, y lo apuntó con la pistola—. ¡Suéltala!
—¡Jamás! —pronunció Kalim.
—¡He dicho que la sueltes! ¡Hazlo o no podrán reconocer tu cadáver!
—¡Esta puta del demonio pagará caro sus atrevimientos! —vociferó el terrorista, y hundió levemente el puñal en el cuello de Francesca, provocándole un corte.
Kamal perdió la compostura al escuchar el alarido de Francesca y al ver el hilo de sangre que le escurría por el escote.
—Está bien, está bien —se apresuró a decir—. Pídeme lo que quieras, cualquier cosa, te la daré, pero no le hagas daño. Déjala —suplicó.
—Suelta el arma —ordenó.
Kamal arrojó la pistola a los pies de Francesca, que, a una indicación de su captor, la recogió del suelo y se la entregó. Kalim le apoyó el arma en la sien y le circundó torpemente el cuello con el brazo. La arrastró en dirección a la puerta y, al pasar cerca de Al-Saud, le asestó un culatazo en la frente. Kamal cayó de rodillas cubriéndose la cara. Francesca pegó un alarido e intentó quitarse los zunchos que le impedían arrojarse al lado de su amante herido. Fue un corto forcejeo: Kalim dejó caer la pistola y logró reducirla. Se la cargó sobre el hombro y abandonó la celda en dirección opuesta al lugar de donde provenía el fragor de las armas.
Kamal se incorporó lentamente y necesitó apoyarse en la pared; la habitación le daba vueltas, le zumbaban los oídos y un latido doloroso le martillaba la cabeza. Clavó la vista en un punto fijo y logró detener las vueltas vertiginosas, tomó una profunda bocanada de aire y controló el deseo de vomitar. «Está viva», pensó, y eso lo impulsó a lograr el equilibrio. Recogió la pistola y abandonó el lugar. Tambaleó un trecho y luego corrió guiado por la voz de Francesca, que le llegaba desde lejos y que poco después dejó de escucharse. A punto de caer en la desesperación y después de una pronunciada curva, avistó una luz al final del túnel.
Francesca estaba descalza y los guijarros la lastimaban. La luz del sol le atormentaba los ojos luego de tantas horas de agobiante oscuridad. La martirizaba la puntada en el vientre, el brazo del terrorista le apretaba el cuello y le impedía respirar normalmente; quería gritar, que Kamal la escuchase y viniera en su ayuda. ¿Y si el golpe en la frente lo había matado? Trató de zafarse, pero sólo consiguió enfurecer al árabe, que le gritó al tiempo que le mostraba el precipicio a sus pies: caminaban por una cornisa ancha sólo metro y medio, y el abismo debajo de ellos parecía no tener fin. El vértigo le provocó un escalofrío y la obligó a aferrarse a su captor. Siguieron avanzando. Ahora Francesca lo hacía con docilidad.
—¡Suéltala! —se escuchó por detrás.
Kalim volteó con cuidado: Kamal se hallaba a pocos pasos con el cañón de la pistola en dirección a su cabeza. Tomó su cuchillo y lo apoyó sobre la mejilla de Francesca.
—Un paso más y la degüello —amenazó.
—¡Déjala libre y te daré lo que me pidas! —propuso Al-Saud, y devolvió el arma al cinto.
Avanzó con precaución y Kalim comenzó a moverse hacia atrás.
—Estoy dispuesto a hacerte una oferta muy generosa. Sabes que puedo darte mucho dinero. Entrégame a la muchacha y te convertiré en un hombre rico.
—¿Cree que soy un traidor al igual que usted?
—Déjala, no tienes salida. En segundos los soldados jordanos estarán por doquier y no tendrás escapatoria. Te ofrezco mi ayuda si liberas a la muchacha. Te daré lo que me pidas, el dinero que quieras. Podrás dejar Arabia e instalarte donde desees.
—Saud y usted, los dos son unos traidores. Traidores a su raza y al Corán. ¡Pagará por tanto descaro! ¡Y ella es el precio que debe pagar!
—¡Quédate donde estás! —imploró Kamal—. No sigas caminando.
Kalim pisó un guijarro y resbaló. Al-Saud se lanzó sobre ellos y cogió a Francesca de las manos, que osciló en el precipicio. Kalim terminó sujeto a un saliente de roca y se tomó unos instantes para recuperar el aliento. Trepó con dificultad y consiguió ponerse a salvo en la estrecha cornisa. Pegó la espalda a la pared sinuosa y miró con espanto el abismo que se abría debajo de él. Dio media vuelta, probando el terreno antes de apoyar el pie con seguridad, hasta sentir la aspereza de la roca sobre la mejilla. Se escupió las manos y comenzó la escalada.
Presa del pánico, Francesca gritaba y sacudía las piernas en un intento desesperado por apoyarlas en algo firme, y sólo conseguía dificultar aún más la comprometida posición de Kamal. Las axilas le quemaban y presentía que las manos se le separarían del cuerpo por las muñecas. La situación se tornó inmanejable cuando Kamal avistó a Kalim que trepaba ágilmente, acortando la distancia que lo separaba de Francesca a una velocidad que no le daría tiempo a ponerla a resguardo.
—¡Francesca, escúchame! —pidió—. ¡Concéntrate en lo que voy a decirte! No voy a dejarte caer, ¿entiendes? No voy a soltarte, pero debes liberarme el brazo derecho.
—¡No puedo, Kamal, no puedo soltarte! ¡Caeré!
—¡Escúchame, Francesca, no pierdas la calma! Debes aferrarte con ambas manos a mi brazo izquierdo y permanecer tan quieta y pegada a la roca como puedas. No te dejaré caer, ten confianza en mí.