—¡No, mi hijo no! —rogó, y el llanto entrecortado prosiguió confundido en la recitación casi autómata del Padrenuestro.
—Ese engendro que lleva en su vientre —prosiguió Abu Bark— le costará unos millones extras al principito. —Se mantuvo absorto unos segundos en los ojos atormentados de ella—. Puta barata —prorrumpió—, pagará cada uno de los pecados a los que condujo a nuestro príncipe. Que alguien la desate y la lleve a mi habitación. Pediremos el rescate ahora mismo.
Dos hombres descolgaron a Francesca y, medio desvanecida, la arrastraron por los pasadizos hasta el cuarto de Abu Bark.
Kamal consultó la hora: las seis y media de la mañana. Había pasado la noche en vela en el sofá del despacho de Mauricio a la espera de la llamada pidiendo el rescate. Los especialistas que intentarían localizarlo y que grabarían la conversación, dormitaban en las sillas. Mauricio había ido a la cocina en busca de café. Jacques Méchin se hallaba desde la tarde anterior en el viejo palacio con Abdullah Al-Saud intentando sacar la verdad a Malik, sin mayores resultados. Ahmed Yamani acababa de irse: en pocas horas dejaría Riad rumbo a Ginebra, donde intentaría neutralizar el embargo petrolero propuesto por el ministro Tariki y el presidente de Venezuela, en cumplimiento del pacto sellado entre Kamal y el secretario de Estado del presidente Kennedy.
Kamal había olvidado esa importante asamblea de la OPEP. No le interesaba la OPEP ni el petróleo ni el secretario de Kennedy. ¡Qué le importaba Arabia misma cuando su Francesca se hallaba entre la vida y la muerte! Un escalofrío le recorrió la columna al barajar la posibilidad de no volver a verla. Enloquecería sin ella, su vida carecería de sentido. Aquella jovencita de veintiún años, la antítesis de cuanto había conocido y de cuanto él era, se le había metido en la sangre una noche cálida de verano y le había arrebatado la paz del espíritu. Se puso de pie violentamente y se llevó las manos a la cabeza.
Los especialistas despertaron con el sobresalto y volvieron a controlar el cableado telefónico y los aparatos. Al-Saud recorrió la habitación cabizbajo, con las manos a la espalda, mientras las cuentas de su
masbaha
se desgranaban frenéticamente entre sus dedos. Había subestimado la avaricia de Saud. «Y la sagacidad de Tariki», agregó, pues si, como suponía, todo aquello era obra de su hermano, el cerebro debía de ser su ministro del Petróleo, que tenía mucho que perder en caso de que Saud abdicara.
Mauricio entró en la habitación seguido de Sara, que traía una bandeja con café y medialunas. Los especialistas aceptaron gustosos la infusión espesa y aromática y engulleron de dos bocados las pastas. Dubois se acercó a Kamal y le extendió una taza.
—No, gracias —dijo, y se encaminó hacia la ventana.
—Vamos, toma el café —insistió Mauricio—. No lograrás nada actuando como un faquir. Hace un día que no comes, no bebes, no duermes. Necesitas estar despabilado y fuerte. No sabemos a qué nos enfrentamos.
Kamal tomó la taza y saboreó el primer trago, que pareció devolverle la sangre al cuerpo. Sonó el teléfono. Los especialistas encendieron la grabadora y la localizadora de llamadas, e indicaron a Mauricio y a Kamal que levantaran los tubos de los teléfonos al mismo tiempo.
—Hola-respondió Dubois—. ¿Quién habla?
—Quién habla es lo de menos —respondió una voz evidentemente distorsionada—. Este es un mensaje para el príncipe Kamal Al-Saud.
—Aquí Al-Saud. —Habló con una frialdad que no sentía.
—Tengo algo que usted está buscando, alteza.
—Quiero escucharla.
—No creo que esté en posición de exigir, alteza. Volver a ver con vida a su mujer y al hijo que lleva en el vientre le costará veinte millones de dólares, suma que usted mismo entregará cuando y donde le sea indicado. Deberá venir solo. Una persona a más de cincuenta kilómetros a la redonda y la muchacha muere.
—No moveré un dedo sin tener la certeza de que aún está con vida.
Abu Bark hizo una seña y un hombre acercó a Francesca al aparato de telecomunicación.
—Kamal... —musitó Francesca, exánime.
—¡Francesca!
—Kamal, no vengas, te matarán...
Abu Bark le asestó un golpe y ella lanzó un chillido de animal herido antes de perder la conciencia.
—¡Bastardo, hijo de puta! ¡No la toque! ¡Lo destrozaré con mis propias manos! ¡No le haga daño! ¡Bastardo!
El silencio monótono de la línea indicó que la comunicación se había interrumpido. Los especialistas detuvieron la grabación y apagaron la rastreadora. Mauricio quitó de manos de Kamal el auricular y lo colgó.
—La estaba golpeando —expresó Al-Saud fuera de sí—. La estaba golpeando, ¡la golpeaba!
—¿Qué pasó con la llamada? —se dirigió Dubois a los especialistas—. ¿Pudieron rastrearla?
—Pese a que la llamada duró lo suficiente para ser localizada, no lo logramos. Evidentemente no usaron un teléfono común. Deben de haber utilizado algún aparato especial, una tecnología avanzada que impide localizar el origen de la llamada.
—¡Maldición! —explotó Kamal, y golpeó el escritorio—. Analicen la grabación, traten de obtener algo que nos dé una pista. —Acto seguido, abandonó el despacho rápidamente.
Francesca se rebulló en el piso de la celda y abrió los ojos. Una punzada, que le recorrió la mandíbula como una descarga eléctrica, la enfrentó nuevamente a aquella verdad que su raciocinio se negaba a aceptar: la habían secuestrado para pedir un rescate a Kamal. Hizo un esfuerzo por recordar: su dormitorio en la embajada, la carta que escribía a su madre, la manzanilla, las letras que se desdibujaban, la pluma que resbaló de sus manos, el descontrol de su propio cuerpo, imágenes que no le decían nada. Minutos, días u horas después, había despertado en esa especie de cueva. Intentó incorporarse para alcanzar el catre, pero el cuerpo entumecido se lo impidió. No sentía las piernas y un doloroso hormigueo le debilitaba los brazos. Se contrajo a causa de un espasmo en la parte baja del vientre y, aunque lo masajeó, no consiguió ablandarlo.
—Hijito mío —farfulló, y las lágrimas le anegaron los ojos.
La sed continuaba atormentándola, y bebió sus propias lágrimas, que no lograron calmar la brasa ardiente que le lastimaba la garganta. La boca le sabía a sangre, un gusto metálico que le daba náuseas. Moriría, y junto a ella, su hijo. Las fuerzas la abandonaban, podía sentir el frío que la envolvía. La oscuridad la circundaba pese a la lámpara que ardía a unos metros; una oscuridad interior que le helaba el alma y le quitaba las ganas de luchar. Un destello de optimismo, sin embargo, se mantenía encendido en su interior, y Francesca trataba de aferrarse a él con desesperación. Porque jamás se rendiría; con el último aliento defendería su vida y la de su hijo. Por Kamal.
Andel bin Samir le dijo a su compañero El-Haddar que no contara con él esa mañana: visitaría a su madre en las afueras de Riad. El-Haddar tomó el anuncio con indiferencia, conociendo la devoción que Abdel profesaba por la vieja señora. Siempre iba a visitarla cuando tenía que resolver un problema, cuando no hallaba paz. Y, justamente, desde la entrega de la muchacha cristiana el día anterior, lo notaba extraño, taciturno, incluso triste.
—Sí —aceptó El-Haddar—, ve con tu madre a ver si eso te anima.
Abdel fue a su dormitorio, corroboró que la 45 estuviese cargada, la completó con el silenciador y se la colocó, junto a su yatagán, en el cinto. Como no usaría su automóvil —resultaba probable que los hombres de Abu Bark le siguieran los pasos por algunos días hasta corroborar su fidelidad— esperó al proveedor de los materiales para la construcción de la nueva piscina. Aguardó a que los bajaran de la camioneta y, mientras los estibaban en la galería, trepó en la parte trasera y se cubrió con un hule. Minutos después, escuchó la voz de El-Haddar que despedía al conductor. La camioneta se puso en marcha de inmediato. Abdel levantó el hule para corroborar la dirección que tomaban: iban hacia la parte vieja de la ciudad. A pocas cuadras del zoco, en un alto de la camioneta, se deslizó bajo el hule, dejó caer con sigilo la tapa del vehículo y se arrojó al empedrado. Caminó por las callejas menos concurridas e ingresó al mercado por la zona de los negocios de alfombras; buscaba uno en particular, aquel que servía de guarida al informante de Abu Bark, un tal Fadhir, con quien ellos, los días previos al secuestro, habían entrado en contacto para definir los detalles. Fadhir no les había dicho que ése era su escondite, pero, tras la primera entrevista, que se había desarrollado en un café vecino a la Plaza Carnicera, El-Haddar había tenido el acierto de seguirlo.
Al entrar en la pequeña tienda, dos hombres le salieron al encuentro y, con gestos serviles, lo invitaron a elegir entre las alfombras. Abdel descorrió la túnica para descubrir su pistola y les indicó que guardaran silencio. Instintivamente, los dos hombres retrocedieron. Uno intentó sacar un arma del cajón del escritorio, pero Abdel empuñó su 45 con agilidad y le pegó un tiro en la frente. El otro, un muchacho joven y delgado, se arrojó junto a su compañero y dirigió una mirada suplicante a Abdel. Este guardó el arma, tomó una correa de cortina que encontró sobre el mostrador y lo ató de pies y manos, incluso lo amordazó. Trabó la puerta y corrió el visillo. Volvió junto al hombre maniatado y, en cuclillas, le susurró la pregunta:
—¿Dónde se oculta Fadhir?
El muchacho, con un movimiento de cabeza, le indicó que se encontraba arriba. Abdel se dirigió al fondo de la tienda, pasó unos cortinados y cruzó un pequeño depósito hasta alcanzar la escalera caracol que conducía al ático, una escalera tan pequeña que apenas si cabía su cuerpo macizo. El ático era también un depósito; se hallaba repleto de alfombras enrolladas y apiladas. En el suelo, tendido sobre varios
kilims
de lana, Fadhir dormía profundamente con un revólver en la mano derecha. Abdel tomó su cuchillo y lo enterró en el hombro del terrorista, clavándolo a la montaña de
kilims.
El hombre despertó con un bramido y miró con ojos desorbitados a Abdel, quien, muy cerca de su rostro, le dijo:
—Ahora tú y yo vamos a hablar.
Kamal detuvo el Jaguar frente al palacio de su padre. Un guardia le abrió el portón y le dio paso. Saltó del automóvil y se precipitó en el interior, cruzó el patio principal en dirección al sótano, antiguamente el lugar de los calabozos, que por esos días servía como archivo y para guardar trastos viejos.
Escuchó los gritos de Malik, que se propagaron por el corredor del sótano como un eco lastimero: Abenabó y Káder estaban haciendo su trabajo. Apuró el paso en dirección al último calabozo y entró sin preámbulos. Malik, los brazos en cruz sujetos a las argollas de la pared, escupía sangre y dientes. Káder se sobaba los nudillos. Abdullah susurraba a Jacques Méchin, mientras Abenabó llenaba un vaso con agua y lo arrojaba a la cara del chófer para despabilarlo.
—Kamal —se sorprendió su tío, y le salió al encuentro—. ¿Alguna novedad?
—Los secuestradores se pusieron en contacto hace media hora.
—¿Rastrearon la llamada? —se impacientó Méchin.
—No. ¿Qué obtuvieron del interrogatorio? —apremió Kamal.
—Este tipo es de piedra —se quejó su tío—. Hace horas que lo tenemos aquí y hemos conseguido bien poco. Confesó tener contactos con la Yihad y que huía a Jordania cuando lo encontraron mis hombres, pero de eso ya estábamos casi seguros.
—Quizá la tengan en Jordania —conjeturó Jacques.
Kamal se acercó a Malik que, pese a tener los ojos deformados por los golpes, los abrió dificultosamente y sonrió.
—Príncipe Kamal —dijo con ironía—, ¿aún no encuentra a su adorada Francesca?
Al-Saud le sostuvo la mirada, una mirada gélida que lo obligó a bajar la vista. Kamal se alejó en dirección a la mesa donde se hallaban las armas de sus guardaespaldas, tomó una Mágnum 9 milímetros y disparó a la mano izquierda de Malik.
Siguieron los alaridos del chófer y el desconcierto del resto. Malik, en completo estado de shock, se miraba el muñón sangrante y gritaba, balbuceaba incoherencias y lloraba. Al-Saud, sin embargo, permanecía hierático con el arma apuntando a la otra mano.
—Tienes la posibilidad de conservar la derecha si me dices quiénes tienen a Francesca y dónde la ocultan.
Malik continuaba lloriqueando y no lograba concentrarse. Abenabó lo sujetó por el mentón y le bañó el rostro para hacerlo reaccionar.
—¡Dónde y quiénes la tienen! —se encolerizó Kamal.
—¡No lo sé!
El chasquido del gatillo alteró a Malik, que palidecía a ojos vistas a causa de la profusa pérdida de sangre.
—¡Morirá si no lo ve un médico! —se alteró Jacques—. Y muerto no nos sirve.
—Tampoco me sirve ahora que está vivo —replicó Kamal.
Se acercó y apoyó el arma sobre la frente del chófer.
—¡Juro que no lo sé! Sólo puedo decir que está en manos de Abu Bark y de su gente. Ellos la tienen para pedir rescate.
—¡Dónde! —insistió Kamal.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! —se espantó—. ¡Lo juro por Alá!
—¡Por qué huías a Jordania!
—Porque en Al Aqabah, Abu Bark había instalado su cuartel general, pero no estoy seguro de que aún se encuentre allí. —Cada palabra le significaba un esfuerzo sobrehumano, la lengua se le pegaba al paladar y comenzaba a ver con dificultad—. Juro —balbuceó—, juro que no sé más. Quise ir con ellos, pero no aceptaron llevarme.
—Al Aqabah —repitió Jacques—, eso es al sur de Jordania. ¿En qué lugar exactamente de Al Aqabah?
—En el barrio de Melazía, en un viejo depósito del zoco. Juro que no sé más.
Kamal se alejó en dirección a la puerta y, antes de salir, se volvió, levantó el arma y disparó a la cabeza de Malik, que quedó colgado de las argollas con un agujero en la frente.
Abdel bin Samir ya había tomado una decisión: confesaría al príncipe Kamal lo que sabía acerca de la mujer cristiana. Hacía un rato que aguardaba dentro de un automóvil rentado frente a la puerta de su apartamento en el barrio Malaz. La amenaza de muerte que pesaba sobre el príncipe lo redimía del juramento de fidelidad hacia Saud Al-Saud. El rey Abdul Aziz había amado a Kamal y no habría dudado en elegirlo en circunstancias semejantes.
Desde un principio, aquel asunto de la mujer cristiana había olido mal. En su opinión y experiencia, existían otros métodos menos radicales para desembarazarse de una mujer molesta: sobornarla, amenazarla, incluso darle un buen susto contaban entre los más efectivos. Entregarla a un terrorista parecía ridículo y extemporáneo, retorcido e inverosímil. Abdel siempre había sospechado que, en realidad, el príncipe Kamal sería la verdadera víctima. Después del diálogo con Fadhir, sus sospechas se habían confirmado. No apartaba la vista del edificio de Kamal del barrio Malaz. Comenzaba a perder las esperanzas cuando divisó el conocido Jaguar verde del príncipe. Se retrepó en el asiento y aguardó a que lo estacionara. Lo vio descender del vehículo y caminar con premura hacia la entrada de su edificio. Abdel, completamente embozado, abandonó su automóvil rentado, miró en torno y lo siguió. No había nadie en la calle. Antes de que Kamal cerrara la puerta de ingreso, Abdel lo llamó con voz medida y se descubrió apenas el rostro.