Lo que dicen tus ojos (47 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Detuvo el automóvil frente al portón trasero de los Martínez Olazábal y mantuvo la mirada hacia delante. El silencio era insondable. Fredo quería romperlo, quería decirle todo lo que había atesorado a lo largo de los años, pero no acertaba con la locuacidad que siempre lo caracterizaba. Nuevamente, fue Antonina quien habló.

—Quizá debería confesarle su amor, tal vez el corazón de esa mujer se encuentre libre ahora y ella pueda amar otra vez.

—¿Usted cree?

—Claro que sí.

Alfredo volvió a mirarla y Antonina le sonrió. Se le anudó la garganta, emocionado ante la dulzura de ese rostro que tantas veces había añorado besar. Ella estiró el brazo y le corrió el jopo de la frente. Él cerró los ojos y respiró profundamente.

—Alfredo —susurró Antonina.

—Jamás —pronunció Fredo— creí que llegaría el día en que podría decirte que hace más de veinte años que te amo. Jamás creí que podría besarte.

Se inclinó sobre ella y la besó en los labios con la timidez de un joven inexperto.

Francesca acordó con su tío Fredo que seguiría yendo al periódico hasta terminar los asuntos pendientes para dedicarse después a completar los aspectos de su partida con Kamal, que le había concedido sólo diez días. Ante la sugerencia de Francesca de seguirlo semanas más tarde, Kamal se mostró inflexible.

—Debo regresar a París en diez días como máximo y no me iré sin ti. Y sobre este tema no hay nada más que decir. Cuentas con ese tiempo para arreglar tus cosas. No lleves ropa ni zapatos ni efectos personales. Te compraré allí cuanto necesites y más. Tantas cosas te compraré que no tendrás tiempo de usarlas.

Kamal acostumbraba a buscar a Francesca en el periódico al mediodía y llevarla a almorzar a su hotel, que contaba con el restaurante más reputado de la ciudad. Luego, ante las miradas condenatorias de los empleados, subían a la habitación para hacer el amor; ninguno, sin embargo, se atrevía a cuestionar las costumbres de ese extraño hombre que hablaba francés pero que tenía nombre de árabe; sus propinas eran las más suculentas que recibían.

Una tarde, mientras Francesca se vestía y Kamal permanecía aún en la cama, éste se refirió a Aldo Martínez Olazábal.

—¿Has vuelto a verlo?

—¿A quién? —preguntó Francesca, desprevenida.

—Al hijo del patrón de tu madre —expresó él, que no deseaba siquiera pronunciar su nombre.

—Sí —respondió, y siguió cambiándose.

Kamal dejó la cama y se encaminó hacia ella. La tomó por las muñecas y la contempló con severidad.

—¿Qué sucedió?

—Absolutamente nada.

—¿Trató de volver contigo, verdad?

—Sí, pero yo no pude aceptarlo.

De regreso del campo, Aldo se enteró por Sofía de que el árabe había venido a buscar a Francesca para llevársela a París. Las ilusiones que había alimentado durante esos días lejos de ella se hicieron añicos y quedó muy desanimado. No obstante, al día siguiente, cerca del mediodía, fue a buscarla al periódico. La encontró sola; Nora se hallaba en la oficina de Fredo.

—¿Es cierto que vas a casarte con él?

—Sí.

—¿Y nosotros?

—Hace mucho que vos y yo acabamos, Aldo.

—Pensé que existía una esperanza.

—Nunca la hubo. Aquel día... en fin... no quería lastimarte.

—Se comenta que es poderoso —expresó Aldo—, que tiene muchísimo dinero, que es mucho mayor que tú, que subes a su habitación, que te maneja como si vos fueras su... su...

Francesca hizo caso omiso del insulto y comprendió el dolor y el rencor de su antiguo amor. Aún lo quería; Aldo le inspiraba un cariño puro y genuino, y no consiguió enfadarse con él a pesar de su bajeza.

—Vos me conocés, Aldo —dijo, con dulzura—, sabés bien qué clase de persona soy. Sabés también que sólo me mueve el amor que siento por él. Si tiene mucho dinero o es poderoso me importa un pepino, como me importó un pepino cuando te amé a vos. Y sí, soy su mujer. Y no me avergüenzo de ello. Todo lo contrario.

—Perdóname —farfulló Aldo, sin mirarla a los ojos.

—Buenos días —tronó la voz de Al-Saud, y su mirada fulminó al muchacho.

—Kamal —dijo Francesca, y salió a su encuentro con bastante compostura—. Permíteme que te presente a un viejo amigo, Aldo Martínez Olazábal, hermano de Sofía.

Kamal avanzó en dirección de Aldo y le extendió la mano. El muchacho le respondió con gesto entre sorprendido e intimidado. La imagen de Al-Saud construida a lo largo del tiempo y alimentada con los celos no se asemejaba a la realidad. Al igual que Antonina, lo impresionaron su altura y elegancia, el modo simple con que se movía y hablaba, y la seguridad que transmitía. No resultaba absurdo que Francesca hubiera caído bajo su hechizo. Junto a ese hombre mayor y experimentado, se sintió un pelele. Consciente de su derrota, los felicitó por su boda y se marchó. Francesca miró con timidez a Kamal, que la acogió entre sus brazos y le besó la coronilla.

Esa noche, seguía apesadumbrada. Llamó a la puerta del dormitorio de Fredo. Lo encontró repantigado en su sillón predilecto, fumaba pipa y leía.

—¿Por qué esos ojos tristes?

Francesca se arrodilló junto al sillón y puso la cabeza sobre el regazo de su tío.

—¿Por qué tengo que ser tan feliz y Aldo tan infeliz? —preguntó—. Desearía que todos fueran felices como yo. Siento una gran culpa, tío: es por mi causa que Aldo fracasó en su matrimonio, es por mi causa que no encuentra paz.

—No digas eso. Estás siendo injusta con vos misma. ¿Acaso fuiste vos la que lo abandonó para casarse con otro? ¿Fue él quien debió escapar de Córdoba para olvidar? No sientas culpa, vos no tenés culpa de que Aldo se haya enamorado de vos y de que luego haya sido un cobarde y no haya defendido ese amor.

Se quedaron en silencio. Era cierto, no había sido ella la causante de la ruptura, ni la que había hablado de amor en primera instancia y, semanas más tarde, contraído matrimonio con otro; por fin, no había sido ella la que se había aferrado a una vida de lujos y opulencias, y desechado una de carencias y trabajo duro. Fredo tenía razón, ella no era culpable, pero sufría igualmente por Aldo.

—En realidad, tío, siento culpa porque, gracias a que la relación entre Aldo y yo fracasó, conocí el verdadero amor. Es como si hubiese sido necesario sacrificar a Aldo para que yo fuera feliz junto a Kamal.

—Ya te dije varias veces que en este mundo nada es casualidad. El Gran Arquitecto entrelaza las líneas de los destinos de modo que a veces no comprendemos su intención. Pero, tarde o temprano, lo terminamos sabiendo. Quizá algún día sepas por qué Aldo está sufriendo hoy. —Fredo cambió el tono solemne para instarla—: Sé libre, Francesca, viví el momento y no empañes esta felicidad pensando en alguien que es lo suficientemente adulto para encaminar su vida si lo desea, tal como hiciste vos.

Francesca lo besó en la frente y le deseó buenas noches.

Ningún sacerdote consentiría en casar a una católica con un musulmán; eso no admitía ningún tipo de discusión. Por lo tanto, se iniciaron los trámites para la dispensa que tanta desazón causó a Antonina. Para ella, su hija viviría en concubinato y nada la convencería de lo contrario. Francesca se lo pidió vehementemente y Kamal accedió a casarse por lo civil en Córdoba, a pesar de que habría preferido hacerlo en París. La noche antes de la ceremonia, mientras cenaban en el departamento de Fredo, Kamal le entregó a Francesca el solitario engastado en un anillo de platino que le había comprado meses atrás en Tiffanny's. En la cara interna, rezaba en francés: «Para Francesca, mi amor. K.». Él le puso el anillo en la mano izquierda y Francesca hundió el rostro en su pecho para ocultar las lágrimas de emoción.

Acabada la ceremonia civil en una oficina oscura y poco acogedora, con Sofía y Nando como testigos, tuvo lugar una recepción íntima en el salón del Crillón. Francesca llevaba un traje sastre Chanel de seda en tonalidad marfil, muy entallado, que Kamal le había traído de París, con dos camelias en gasa de seda prendidas en la solapa. Se había dejado el cabello suelto que, espeso y brillante, le caía sobre la espalda en largas ondulaciones negras. A distancia, Kamal admiraba sus facciones, las curvas de su cuerpo que el traje Chanel destacaba: la plenitud de sus senos, la estrechez de su cintura, la redondez de su cadera, cada parte que él conocía como nadie. Era consciente de que estaba mirándola con la avidez de un hombre posesivo y tirano; sabía también que debía refrenar esa conducta propia de su naturaleza árabe y que la educación de Francesca, tarde o temprano, terminaría por condenar. ¿Cómo explicarle, sin embargo, que él había tenido muchas mujeres a lo largo de sus años y que jamás había experimentado esa apremiante necesidad de protección, de derecho sobre su vida y sus actos? ¿Cómo explicarle que aquello nada tenía que ver con sus orígenes sino con ella? Sí, con ella, que justificaba su vida y le daba sentido. Caminó con rapidez en dirección al otro sector del salón cuando la mano de un amigo de Alfredo Visconti se demoró más de lo debido en la cintura de su esposa. «Mi esposa», repitió para sí, y un cálido bienestar le sofrenó el impulso de aniquilar a quien osaba tocarla. Así operaba Francesca en él, como un bálsamo.

Entre los invitados contaban, además de Sofía y Nando, algunas compañeras de Francesca del Sagrado Corazón, algunos empleados del periódico, entre ellos, Nora, la secretaria de Fredo, los empleados del palacio Martínez Olazábal y varios amigos de Fredo, la mayoría periodistas y hombres relacionados con la política y la cultura, que encontraban muy estimulante la conversación de Al-Saud, este hombre que, pronto se dieron cuenta, pertenecía a dos mundos, el occidental y el oriental. Como Antonina había invitado a sus amigos del palacio Martínez Olazábal, jamás imaginó que sus patrones se rebajarían a participar del pequeño festejo en el Crillón. Sin embargo, cuando la señora Celia, el señor Esteban y Enriqueta se presentaron en el salón, echaron por tierra con sus suposiciones. A cada miembro de la familia Martínez Olazábal lo movían distintas razones para asistir; a Esteban, el cariño por Francesca; a Celia, la curiosidad que suscitaba en la sociedad la presencia de un hombre tan ajeno a la realidad cordobesa, y a Enriqueta, la posibilidad de ver y, quizá, de conversar con Alfredo Visconti, su amor secreto.

—¡Sofía! Tu madre acaba de llegar. Te verá con Nando.

—Me importa un comino —replicó la muchacha, y su aplomo tomó por sorpresa a Francesca—. Ya les anuncié que pienso casarme con él.

—¿Qué dijeron?

—No están de acuerdo, por supuesto. Mi madre amenazó con lo de siempre, con quitarme el apoyo económico. No me importa, Nando encontrará trabajo y saldremos adelante. Si es necesario, yo también trabajaré. Es hora de que deje de pensar en mi familia y forme la mía.

Celia se dijo: «¡Qué hombre tan fascinante!», cuando Al-Saud se inclinó y le rozó apenas la mano con un beso; le sonrió de una manera seductora mostrándole una dentadura blanca y perfecta en contraste con su piel oscura. Los ojos verdes la hipnotizaron y, por un momento, se permitió mirarlo con la franqueza que siempre mantenía a raya. Se dirigió a ella en un francés exquisito, sin acentos ni errores, y se desempeñó con una galantería que hablaba de una educación europea. Tras la primera impresión, Celia sintió envidia, y, en un acto de inusual honestidad, admitió que, por una noche con ese hombre, musulmán o lo que fuera, mandaría al demonio los principios y preceptos que regían su vida. La dejó boquiabierta el anillo de compromiso que Francesca le mostró a regañadientes, y dedujo que habría costado una pequeña fortuna. En silencio, admiró el traje sastre que lucía; momentos más tarde, al descubrir en los botones de la chaqueta las dos C entrelazadas símbolo de Chanel, sólo pudo ufanarse de su ojo bien entrenado.

Enriqueta, mientras tanto, se acercó a Fredo y lo saludó tímidamente. Él la trató con la condescendencia a la que la tenía acostumbrada, la misma que usaba con su hermana Sofía y con las demás amigas de Francesca. Para él, ella era una criatura. Se dijo que si no se comportaba como una mujer decidida y osada, Fredo la vería como una niña toda la vida. Sus ojos no lo abandonaban; lo miraba conversar, reír, saludar, le estudiaba las facciones, los gestos y ademanes. Así notó un intercambio de miradas entre él y Antonina que la dejó estupefacta. Él hizo el gesto de besarla y enseguida sus labios dibujaron la frase: «Te amo». Antonina bajó la vista, ruborizada. Enriqueta se desmoralizó. Pese a que había decidido no beber esa noche, al pasar un camarero con una bandeja, tomó una copa de champán y buscó refugio en el baño.

Kamal echó un vistazo a su alrededor y se dijo que la recepción marchaba de acuerdo con sus expectativas; incluso para él la velada había pasado agradablemente junto a los amigos de Fredo. Francesca parecía contenta y distendida, y ni siquiera ante la presencia de los patrones de su madre perdió el ánimo. Hizo girar la alianza de oro en su dedo y cayó en la cuenta de su significado: Francesca era suya y podía reclamarla, allí, frente a todos, y llevársela sin que nadie pudiera objetar. La buscó con la mirada y la encontró conversando con Sofía y Nando. ¡Qué feliz se la veía! Y qué hermosa. Sintió deseos de ella y se preguntó qué esperaban para marcharse los pocos invitados que quedaban.

—Francesca —dijo, interrumpiéndola—, creo que deberíamos irnos a descansar. Mañana partimos muy temprano hacia París.

—¡Oh, sí, claro! —interpuso Sofía—. Deben irse. Nosotros también deberíamos hacerlo.

—No, no —expresó Kamal—, ustedes sigan disfrutando de la velada.

Francesca se despidió de los pocos invitados que quedaban. Su madre y Fredo los acompañaron hasta el pie de la escalera.


Mamma
,
non piangere, ti prego
—rogó la muchacha cuando Antonina comenzó a sollozar—.
Pensi che sono felice. Ci vediamo domani
—dijo, y la despidió casualmente, como si al día siguiente no fuera a partir hacia Europa.

En la habitación, se sentó en el borde de la cama, se deshizo de los zapatos y se echó hacia atrás, con los brazos en cruz. Soltó un suspiró y sonrió, satisfecha. Kamal, que se quitaba el chaqué, la contemplaba con las comisuras apenas sesgadas en un gesto lascivo. Se desnudó por completo y se arrodilló frente a ella, que aún permanecía recostada y vestida, con los ojos cerrados. Kamal se inclinó y le habló cerca de la boca.

—Háblame en italiano —le ordenó—. Me he excitado al oírte hablar en italiano.

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