—De una forma u otra, te quiero aquí, en Riad, tú elige el cargo a desempeñar y será tuyo. Ministro del Petróleo, quizá.
—Nombra a Ahmed Yamani ministro del Petróleo, sabes que vengo preparándolo desde hace años, él es tu hombre.
—Se que Ahmed está más que preparado, pero como dicen tío Abdullah y Jacques, no sólo cuentan el conocimiento y la inteligencia, sino el buen nombre y las relaciones. Y eso sólo tú lo tienes. Es a ti a quien respetan y temen las multinacionales y los peces gordos del
establishment.
El reino te necesita, Kamal. No podremos superar la crisis sin tu apoyo. Colabora con mi gobierno, te lo pido por la memoria de nuestro padre.
—Haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarte, hermano, pero no volveré a Riad.
—Sé que lo haces por Francesca —expresó Faisal, sin visos de resentimientos— y te entiendo.
Kamal colgó el auricular, apoyó los codos sobre su escritorio y se cubrió el rostro con ambas manos. Saud destronado, expulsado de la patria, denigrado frente al mundo. Había deseado que llegase ese momento, ¡por Alá que lo había esperado con ansias! Incluso había planeado una muerte lenta y dolorosa para que su hermano mayor expiara lo que Francesca había sufrido a manos de Abu Bark y de sus hombres, un tormento que vengara la pérdida de su primogénito. En ese momento que los hechos paliaban en cierto modo las amargas vivencias del pasado, no hallaba en su interior el odio acendrado de años atrás ni experimentaba el gozo por la revancha. Hacía tiempo que había borrado a Saud de sus afectos, hacía tiempo que no lo consideraba su hermano mayor, su recuerdo le resultaba inocuo y no le importaba si vivía o moría. «Debería mandarlo matar», se instó sin vehemencia. ¿Matarlo ahora que estaba indefenso como un niño? ¿Matarlo, para qué? ¿Para mancharse las manos con la sangre del hijo de su padre? Francesca estaba viva y le pertenecía, y jamás volvería a permitir que la arrancaran de su lado.
«El corazón se me está ablandando», masculló. Dejó la silla y se paseó con las manos a la espalda y la vista en el suelo. Pensó en Faisal como nuevo rey y se le mezclaron los sentimientos. El matrimonio con Francesca le había costado el trono. Aceptada por la familia, respetada incluso ahora que le había dado un hijo varón, seguía perteneciendo a un mundo ajeno y extraño y no la querían como esposa del soberano. «Francesca», dijo, y la sola mención de su nombre justificó todo cuanto había sacrificado por tenerla. Eran felices en París, él sumergido en sus negocios, ella dedicada al pequeño Shariar y a la casa. ¿Tenía derecho a romper la armonía y pedirle de regresar a Riad? Pero él añoraba la patria, extrañaba a su familia, le faltaba el desierto, cabalgar a orillas del mar Rojo, el oasis de su abuelo.
Se puso el saco y dejó la oficina. Indicó a Claudette que cancelara los compromisos de la tarde y partió hacia su hogar. Encontró a Francesca amamantando a su hijo sentada en el borde de la cama, y se quedó mudo, mirándola: el perfil parecía cincelado en alabastro blanco, el cabello recogido en la nuca revelaba un cuello delgado y esbelto; le hablaba al niño en castellano y sonreía.
—¿Vas a quedarte ahí parado toda la tarde? —habló ella, sin volverse.
—¿Cómo sabías que estaba en la puerta? —preguntó Kamal, y se acercó.
—Puedo sentirte —fue la respuesta.
Shariar soltó el pezón y movió la cabeza para enfrentar al sujeto que interrumpía el idilio con su madre. Kamal aprovechó y lo besó en la frente. Había sacado todo de él: el color cetrino, los rizos castaños del pelo, las facciones definidas, la boca carnosa, a excepción de los ojos, que eran los de la madre.
Francesca lo escuchó silenciosamente mientras Kamal le refería la conversación con Faisal. La tranquilidad de ella contrastaba con el nerviosismo de él. Lo notaba locuaz; él detallaba los hechos y las situaciones con una precisión que iba en contra de su naturaleza reservada.
—¿Y tú qué respondiste al ofrecimiento de Faisal?
—Que no volveré a Riad.
—¿Es por mi causa, verdad? —preguntó Francesca.
—Tú eres demasiado libre para vivir dentro de las limitaciones de mi pueblo. No lo soportarías.
—Sufro pensando que deseas vivir allá y que no lo haces por mí.
—¿Es que no entiendes que tú estás primero? Primero que yo, que Arabia, que el mundo entero. ¿Qué necesito hacer para que lo comprendas?
Saud murió cinco años más tarde en su isla del mar Egeo a causa de la misma enfermedad que lo había aquejado en los últimos tiempos de reinado. Saud moría, y Faisal inauguraba un período de bienestar económico y social basado en la austeridad y en el estricto cumplimiento de las normas del Corán. Resultó duro controlar las deterioradas finanzas, pero la estabilidad de los precios del petróleo y un régimen juicioso de pensiones consiguieron detener la caída y evitar la quiebra. Armonizados los ingresos con los egresos, Faisal enfocó su atención en el desarrollo interno del país, mientras Ahmed Yamani, en su rol de ministro del Petróleo, lo hizo en el ámbito externo, donde renovó la consideración y admiración que antes había suscitado el gran Abdul Aziz. La OPEP, a su criterio, aún carecía de hegemonía política, y sus propuestas y medidas sólo conseguían generar malestar y tirantez en el mercado petrolero. Como representante del reino saudí en el organismo, Yamani terminaba siempre por neutralizar las amenazas de embargo, única arma potente con la que contaba el cártel. El objetivo supremo consistía en lograr una mayor independencia en la extracción, refinamiento, transporte y distribución del oro negro, que continuaba en manos de empresas occidentales. «Desarrollar una tecnología propia», repetía Yamani a Faisal, que lo apoyaba incondicionalmente.
Kamal terminó por aceptar el cargo de embajador de Arabia Saudí en Francia. Su regreso al mundo de la política le cambió en parte el estilo de vida. Viajaba a menudo, trabajaba gran cantidad de horas al día, se reunía con las personalidades más destacadas del mundo político internacional, era convocado a seminarios y convenciones, le ofrecían cátedras en renombradas universidades estadounidenses y lo asediaban los periodistas, que soñaban con entrevistar al enigmático saudí y a su esposa sudamericana.
Nadie habría imaginado que el imponente hombre de la mirada de azor, que rara vez esbozaba una sonrisa, que no detenía su maquinal cerebro en ningún momento y que inspiraba temor y respeto, al trasponer la puerta de su casa, se tiraba en la alfombra del comedor a jugar con sus hijos, que se le subían en la espalda, lo despeinaban, le hurgaban los bolsillos y le hacían cosquillas. Y que luego, en la oscuridad y silencio de la noche, buscaba el calor de su esposa con la ansiedad de un adolescente. Para él, Francesca era el refugio de las tensiones y problemas del mundo externo, era su compañera y confidente. La amaba profundamente. Como siempre, amarla así era a lo único que temía, estaba expuesto en carne viva, dependía de ella como del aire, y solía desasosegarse cuando la idea de perderla, de que alguno se la quitase, le ocupaba los pensamientos.
Francesca vivía consagrada al cuidado de los hijos y de la casa; contaba con la ayuda de Sara y Kasem, que no habían hesitado en renunciar a la embajada argentina para trabajar bajo sus órdenes. Fieles en extremo, cuidaban de ella y de los niños como si se tratasen de tesoros de incalculable valor.
Tras el nacimiento del pequeño Shariar, Francesca dio a luz a Alamán. A diferencia de Shariar, que comenzaba a mostrar el parecido con el padre no sólo en los aspectos físicos, Alamán era un soñador romántico, y resultaba el más entusiasta a la hora de visitar al bisabuelo Harum en el desierto. No se cansaba de escuchar las leyendas de
Las mil y una noches.
Francesca lo protegía más que al resto porque advertía en él una fragilidad que, quizá, había heredado de ella. Alamán canalizaba su pasión por la naturaleza a través de una devoción ciega a los caballos, leía sobre el tema cuanto libro caía en sus manos y en ocasiones dejaba a su padre con la boca abierta cuando comentaba sobre la cría de los
muniqui.
En su décimo cumpleaños, Francesca le regaló a Rex, que perdía las mañas y los vicios sólo con el hijo de su patrona.
Cuando Alamán tenía tres años, nació el tercer hijo varón de los Al-Saud, el pequeño Eliah, el preferido de Jacques Méchin. Jacques siempre proclamaba: «Eliah será rey de Arabia Saudí. El más grande», agregaba, henchido de orgullo como si se tratase de su propia sangre. En Eliah, Jacques encontraba una réplica mejorada del fundador del reino. En su compleja personalidad, el pequeño de los Al-Saud sintetizaba la sagacidad, la inteligencia y una gran pasión por la vida. Méchin tomó a su cargo la educación del niño como lo había hecho tanto tiempo atrás con la de Kamal, haciendo caso omiso de sus casi ochenta años y de una persistente gota que lo postraba a menudo. Eliah entraba en su recámara y le levantaba el ánimo: era imponente, alto como el padre, de una belleza que quitaba el aliento; su sola presencia acallaba las voces e imponía respeto. Serio y circunspecto, con todo, distendía el ceño y sus labios esbozaban una sonrisa frente a su madre.
Cuando le dijeron que su tercer hijo era varón, Kamal perdió las esperanzas de la tan anhelada niña. Por eso, cuando Yasmín llegó a su vida una tarde calurosa de finales de julio, le robó el corazón. Era su princesa, su Francesca en miniatura, con esos bucles color azabache que le pendían en la espalda, la piel blanca y un par de ojos negros que parecían ocuparle todo el rostro. En las fiestas familiares, Yasmín cantaba, bailaba y recitaba; se mostraba como pavo real; era coqueta y presumida, le gustaba zambullirse en el vestidor de su madre y arrastrar sus vestidos por la casa y caminar con tacones altos; le robaba el maquillaje y se pasaba horas frente al espejo llenándose de sombra y rimel los ojos. Su padre siempre la alentaba, le permitía cualquier cosa; no soportaba verla llorar, y por años debieron dormir con la luz del pasillo encendida porque Yasmín le temía a la oscuridad. Él veía en Yasmín a Francesca de pequeña, la que había sufrido la muerte prematura del padre, el desprecio de la patrona de su madre, la carencia de dinero y de una familia. Él ponía el mundo a los pies de su hija como si, al hacerlo, lo pusiese a los pies de su adorada Francesca.
La Villa Visconti se convirtió en un refugio para Al-Saud y, cuando las responsabilidades lo agobiaban, organizaba una escapada de tres o cuatro días junto a Francesca. Durante las vacaciones de verano, la familia en pleno se trasladaba a la Villa donde se reunían con los abuelos de la Argentina, como los chicos llamaban a Fredo y a Antonina. Aquella misma noche, después de que Francesca le preguntó si estaba enamorado de su madre, Alfredo se envolvió en su salto de cama y llamó a la puerta de Antonina. La encontró encantadora con el pelo suelto, el camisón y las pantuflas. Se contemplaron bajo el dintel antes de que Fredo la tomara entre sus brazos y la besara apasionadamente. Antonina se le entregó sin oponer resistencia, como si lo hubiese estado esperando desde hacía tiempo. Durmieron juntos, y Alfredo creyó tocar el cielo con las manos cuando la hizo suya. Contrajeron matrimonio de regreso a Córdoba, y vivieron en el caótico apartamento de la calle Olmos hasta marzo de 1976, cuando se produjo el golpe militar. Entonces, Alfredo vendió el apartamento de la calle Olmos, renunció a
El Principal
y se marchó junto a su esposa a pasar los últimos años de su vida donde la había comenzado: en la Villa Visconti.
Faisal murió a los setenta y cinco años a manos de un terrorista que lo apuñaló al ingreso de una mezquita. El pueblo entero lloró su muerte y miles de personas se congregaron en las calles de Riad para unirse al cortejo fúnebre al cual asistían grandes personalidades del mundo.
Después de la muerte de Faisal, Kamal se retiró definitivamente del ámbito político, sin atender a las súplicas de su hermano Jalid, el nuevo rey, que le imprecó que se quedase. Pero Kamal estaba cansado y la muerte de su hermano lo había devastado. Francesca y él cerraron la casa de París y se retiraron a la finca de Jeddah, donde se establecieron definitivamente en contra del deseo de sus hijos. Ellos no podían entender lo que ese lugar significa para ellos.
Sadún, el mayordomo, demasiado viejo para encargarse de las cuestiones de la casa, delegó el mando en su sobrino Yaluf, que se desempeñaba diestramente. Las caballerizas seguían siendo esplendorosas y el sitio predilecto de Kamal. La fama de sus sementales y caballos de carrera no había menguado, y compradores de todo el mundo se acercaban para concretar negocios millonarios. Pero hace tiempo que Kamal ha confiado en sus hijos el manejo de los negocios y de las finanzas familiares. Él sólo quiere estar con Francesca.
Después de tantos años, han vuelto a reencontrarse en la soledad del suelo árabe. Pasean del brazo bajo las palmeras del camino, se bañan en la piscina del caballo alado, se mojan los pies a orillas del mar Rojo, cenan en el jardín al lado de la fuente con nenúfares y se admiran como la primera vez del encanto de la luna y del cielo estrellado. A cada momento, Kamal la observa y piensa: «Ya estoy arrugado como una nuez y aún la tengo a mi lado. ¡Alá sea loado por ello!».
Florencia Bonelli
(Córdoba, Argentina, 1971) se licenció en Contabilidad y trabajó en este campo basta que, a finales de los años noventa, decidió volcarse de lleno a su vocación: escribir novelas románticas. Su primer libro,
Bodas de Odio
, se publicó en noviembre de 1999.