—¡Francesca! —se escandalizó Visconti.
—Es lo que creo.
—¿De veras te parece que ella... bueno... que tu madre se ha fijado en mí?
—Sólo un ciego no lo vería.
Francesca se embozó cuidadosamente antes de salir del periódico, afuera estaba helado. En la calle respiró el aire frío y comenzó su descenso por el bulevar. Se trataba de una jornada magnífica de invierno, con el cielo límpido y el sol muy tenue.
Kamal la vio desaparecer en la primera esquina y abandonó el automóvil aparcado a una cuadra de
El Principal.
—Permanezcan aquí —ordenó a Abenabó y a Káder, que ocupaban los asientos delanteros.
Había llegado al aeropuerto de Córdoba alrededor del mediodía. Después de esos meses lejos de ella, volver a verla en carne y hueso, no como la imagen etérea y difusa que se le presentaba cada noche de insomnio, le tensó el cuerpo de ansiedad y estuvo a punto de correr para alcanzarla, pero se reprimió; primero haría lo que debía.
De camino hacia el edificio del periódico, meditó por enésima vez acerca del paso que estaba a punto de dar. Había luchado por quitársela de la cabeza, Alá era testigo, pero la tenía arraigada en el corazón y le resultó imposible lograrlo. Intentó convincentes razonamientos —la seguridad de ella, la salvación del reino, el escándalo de un matrimonio con una católica, el descontento de la familia— y siempre regresó al punto de partida: su vida carecía de sentido sin ella.
Después de esos días en la finca de Jeddah, ya de vuelta en Riad, intentó refugiarse en el trabajo. Dedicó largas horas junto a sus tíos y a su hermano Faisal en el diseño minucioso del plan que derrocaría a Saud y a su séquito. Aceptaba cuanta invitación le extendían e intentaba llegar a su apartamento bien entrada la noche. No obstante, el silencio de la casa y los recuerdos de la tarde en que Francesca le anunció que estaba embarazada le quitaban el sueño y lo hacían pensar. Intentaba dormir, pero, al cerrar los ojos, veía los de ella. La imagen de Francesca lo perseguía sin tregua ni paz. Encendía el velador y tomaba del cajón de la mesa de luz su carta, que ya sabía de memoria. «¿Por qué me abandonaste, Kamal?».
Se merecía el padecimiento. Había demostrado debilidad permitiendo que su razón se anulase aquella noche, en la fiesta de Venezuela. Desde un principio había sabido que ella era objeto prohibido; no obstante, se dejó llevar por la pasión que se adueñaba de él con sólo mirarla. A causa de su egoísmo, la había expuesto inútilmente. Se llevaba las manos a la cabeza y reprimía un bramido de rabia al imaginarla en manos de los terroristas; se tapaba los oídos cuando le retumbaban en la cabeza sus alaridos al recibir los golpes y soportar las torturas. Por todo esto, él debía sufrir y no le bastaría la vida entera para expiar la culpa.
Al menos le quedaban los buenos recuerdos, y el amor también, pues no volvería a amar como amaba a Francesca De Gecco, una clase de sentimiento y entrega que se experimenta sólo una vez. Él lo había suprimido de su vida, ahora debía soportar con estoicismo lo demás. Pero un día pensó: ¿Soportar con estoicismo lo demás? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por Arabia? ¿Por el respeto y la obediencia que debía a los suyos? Máximas que en el pasado habían representado la médula de su educación se volvían fatuas al confrontarlas con el amor que sentía. Los cimientos de su formación se desmoronaban en tanto una nueva convicción tomaba el lugar de las otras y lo obligaba a sonreír: nada paliaba la vida sin Francesca, y se sabía capaz de enfrentarse al mundo entero por ella. Ya no le remordía la conciencia, sólo lo dominaba el deseo incontrolable de volver a verla. Sabía que se hallaba de nuevo en el punto de partida, arrebatado por la misma inconsciencia de la noche en Ginebra, que había marcado a fuego sus destinos. No le importaba nada ni nadie, ni siquiera la seguridad de ella. Por eso estaba allí, en Córdoba, una ciudad en los confines de Sudamérica que jamás imaginó conocer. Por ella había cruzado el Atlántico, para arrebatarla nuevamente de su mundo y llevársela con él.
Un cartel en la recepción indicaba que la oficina del señor Visconti se encontraba en el segundo piso. Subió las escaleras y llegó a una antesala, donde una mujer de unos treinta años le salió al encuentro. Nora supo de inmediato que aquel hombre era extranjero. No lo delataban sus ropas, de finísima confección, sino sus facciones tan poco comunes. El contraste de sus ojos verdes con la piel cobriza la dejó momentáneamente callada.
—Buenos días —la saludó Kamal en perfecto inglés.
—Buenos días —respondió Nora—. ¿Puedo ayudarle, señor?
—Estoy buscando al señor Visconti. ¿Está disponible en este momento?
—Por favor, siéntese aquí. Iré a ver si puede recibirle. ¿A quién debo anunciar?
—Por favor, dígale que el señor Al-Saud desea verle.
—Al-Saud, ¿correcto?
—Exacto.
Nora entró en el despacho de Fredo y lo urgió a que cortase el teléfono.
—¡Está aquí el árabe!
—¿Quién?
—El árabe de Francesca.
—¿Al-Saud?
—El mismo.
—Que pase —dijo Fredo, y salió a recibirlo.
Kamal lo saludó en inglés y le extendió la mano. Fredo se dirigió a él en francés.
—Ruego me disculpe, señor Al-Saud, pero no hablo inglés.
—En ese caso —respondió Kamal—, hablaremos francés.
Fredo le señaló el sofá al costado de su escritorio. Él se sentó en una silla, frente a Kamal. Le pidió café a Nora y que no le pasara llamadas.
—Debo confesarle, señor Al-Saud —habló Fredo—, que usted es la última persona que pensaba encontrar aquí. La sorpresa ha sido inmensa.
—Entiendo, y le pido perdón por no haber pedido una cita previa. Pero acabo de llegar a Córdoba y me urgía verlo. Imaginará que he venido por Francesca.
—¿Ella ya lo ha visto?
—No. Antes necesitaba hablar con usted.
—¿Conmigo?
—Usted es para Francesca como un padre y yo me siento en la obligación de pedirle su mano y de asegurarle que, más allá de los eventos azarosos del pasado, la seguridad de Francesca está garantizada.
Fredo se acomodó en la silla y evitó mirarlo; ya había caído en la cuenta del poder que ostentaban esos ojos verdes. Entró Nora y sirvió el café. Antes de despedirla, Fredo se dirigió a ella para preguntarle si Francesca se encontraba en el edificio.
—No —indicó la secretaria—, fue al consulado italiano por una información. Volverá muy pronto —añadió rápidamente.
—Cuando llegue, no le digas que Al-Saud y yo estamos reunidos. Pero pedíle que se quede en su escritorio, que necesito hablar con ella.
—Sí, señor —respondió Nora, y abandonó el despacho.
Fredo levantó la vista y se topó con la mirada inabordable del árabe. Pocas veces le había ocurrido que un hombre le inspirara la admiración y el temor que Al-Saud le provocaba en ese instante.
—Sé a qué eventos azarosos se refiere —dijo tras una pausa—. Pero permítame advertirle que la madre de Francesca no está al tanto de lo ocurrido. Y así deberá permanecer. —Kamal asintió—. También supe lo del niño —añadió, con el gesto suavizado.
—Eso fue muy duro —admitió Kamal— para ambos, pero en especial para mí porque la culpa me agobiaba. Me agobia aún.
—Usted habla de que la seguridad de Francesca estará garantizada. No quisiera contradecirlo, señor, pero en el polvorín que se ha convertido su país y encontrándose usted en el ojo de la tormenta, estimo que Francesca sigue tan expuesta como en el pasado.
—No viviremos en Riad sino en París —manifestó Kamal, y Fredo levantó las cejas, sorprendido.
—Se comenta que su hermano, el actual rey, abdicará y que será usted quien ocupará su lugar.
—Mi hermano, el rey Saud, abdicará, como usted bien indica, pero no seré yo sino mi hermano Faisal quien tomará su lugar. Renuncié a ser rey antes de serlo —dijo, y sonrió.
—¿No contaba con el apoyo de su familia para serlo?
—Por el contrario. Toda mi familia, incluido Faisal, quieren que yo sea el rey.
—¿Entonces? —se impacientó Fredo.
—No puedo tener el reino y a Francesca al mismo tiempo. Y sin ella no puedo vivir.
Semejante confesión, de un hombre de su talla, lo dejó boquiabierto. Experimentó una absoluta certeza respecto del temperamento y de las intenciones de ese árabe que tanto recelo le había inspirado en un primer momento. De todos modos, aún no deseaba mostrarse conforme.
—Soy testigo de que el amor que se profesan es sincero, pero también entiendo que la educación que recibe una mujer occidental es inadmisible para un hombre con su formación.
—Comprendo sus aprehensiones —aseguró Kamal—. Yo soy un hombre bastante mayor que su sobrina, proveniente de una cultura y de una religión distinta a la de ustedes. Es lógico que dude de mí. Sepa que Francesca será una mujer libre en el sentido en que los occidentales entienden. No tendrá que profesar mi religión, aunque será la de nuestros hijos. Podrá vestir y comer lo que guste; ir adonde guste, frecuentar a quien guste. Yo confío en ella y eso me basta.
—Usted la quiere, ella lo quiere, las diferencias parecen salvadas —enumeró Fredo—. Sepa que le concedo su mano convencido de que usted está a su altura. Sólo espero que... En fin, sólo espero que sepa hacerla feliz. Señor Al-Saud —pronunció Fredo en tono de advertencia—, Francesca es lo que más quiero en esta vida. Ella es la hija que nunca tuve y por ella estoy dispuesto a cualquier cosa.
—Yo también —aseguró Kamal, y estrechó su mano con la de Fredo.
—¿Se casarán aquí? ¿Por qué rito lo harán? Antonina es tan católica...
Lo asaltaron nuevas dudas y comenzó a sentir desazón. Pero la actitud distendida y segura de Al-Saud lo tranquilizó.
—Podríamos casarnos aquí, en Córdoba, por el rito católico antes de partir hacia París. De todos modos, Francesca sabe que también tendremos que hacerlo por el islámico. Ella me aseguró que no tenía problema.
—Me alegro de que sea usted un hombre tan abierto y complaciente. Debo advertirle que mi sobrina es una joven llena de vitalidad a la que resulta difícil dominar. Es su libertad lo que Francesca más precia.
—Lo sé —respondió Kamal—. Por eso jamás la llevaría a vivir a Riad.
La contundencia de la respuesta satisfizo a Fredo, que se permitió relajar los músculos por primera vez. Sorbió el café casi frío.
—Quisiera tratar con usted un asunto más, señor Visconti —pronunció Kamal.
—Dígame —respondió Fredo.
—En caso de que algo me ocurriera la totalidad de mis bienes quedaría en poder de Francesca. Y le aseguro que no le alcanzarían los años que le restan de vida para gastarlos. Pero —añadió, y se inclinó hacia delante con gesto severo—, como los acontecimientos del futuro son imponderables, máxime en las circunstancias en que yo me encuentro, he decido abrir una cuenta en el Banco de Suiza, en la sucursal de Zurich, en donde depositaré diez millones de dólares a su nombre y al de Francesca.
—¡Señor Al-Saud! —exclamó Fredo—. Me toma usted por sorpresa. ¿Qué vislumbra en su futuro para tomar una medida de esta naturaleza? Me asusta, se lo confieso.
—Quizá —concedió Al-Saud— se trata de una medida innecesaria, pero lo hago para mi tranquilidad. Nadie jamás, a excepción de usted, conocerá la existencia de esos fondos. En caso de necesidad extrema, usted le informará a Francesca acerca de esa cuenta. Ella y, en caso de haberlos, nuestros hijos vivirán cómodamente sólo de los intereses que devengue el capital.
—Entonces, debo entender —expresó Fredo luego de una pausa— que Francesca no debe enterarse de esta conversación salvo en caso de «necesidad extrema», como usted ha dicho. —Al-Saud asintió—. ¿Cuál sería esa necesidad extrema?
—Que yo esté muerto o desaparecido —pronunció Kamal con aplomo— y que mi familia destituya a Francesca de sus derechos.
—Su familia no presta su consentimiento a este matrimonio, ¿verdad?
—No.
—¿Podrían atentar contra la vida de mi sobrina?
—Ya le dije que la seguridad de Francesca está garantizada. Confíe en mí.
—Confío en usted, señor Al-Saud. No confío en el entorno que lo rodea, plagado de intereses por los cuales hay quienes estarían dispuestos a matar.
—Mi vida dará un giro radical después de mi casamiento con su sobrina. No participaré en cuestiones de política y quedaré al margen del gobierno de mi país. Esto debería alejarnos a mí y Francesca del peligro. Mis enemigos, por tanto, perderán interés en mí y en los míos. De todos modos, cuidaré de ella como si supiera que en cualquier momento vendrán a robármela.
—Ya he dado mi consentimiento para su matrimonio con mi sobrina —manifestó Fredo—, no porque la sepa libre de peligro, sino porque será imposible mantenerla lejos de usted cuando se entere de que ha venido por ella. De todos modos —expresó, con benevolencia—, creo que usted la ama sinceramente y tratará de hacerla feliz. —Kamal asintió de nuevo, y Fredo continuó, más relajado—: Debo confesarle, señor Al-Saud, que su muestra de confianza me halaga. Depositar diez millones de dólares, toda una fortuna, a nombre de una persona que apenas conoce, es increíble.
—Lo conozco bien, señor Visconti. Muy bien —repitió, y no necesitó aclarar que lo había hecho investigar—. Sin embargo, es el amor y el respeto que Francesca siente por usted lo que me lleva a confiar en su discernimiento y sensatez. Sé que la quiere como si fuera su hija, usted mismo lo ha expresado momentos atrás, y sé también que jamás haría algo que la dañase.
—Daría mi vida por ella si fuera necesario —pronunció Fredo, con aire de advertencia.
—En eso —dijo Al-Saud— coincidimos.
—Debo advertirle que soy un neófito en cuestiones financieras. Desconozco las leyes de los mercados y sus comportamientos.
—No debe preocuparse en absoluto —lo tranquilizó Kamal—. El dinero permanecerá en la cuenta del banco donde empleados de confianza lo harán trabajar en inversiones que impliquen bajo riesgo. Por ejemplo, no quiero invertir en acciones, que son tan volátiles. Más bien en depósitos a plazo determinado y títulos de países confiables. Nada más. Por el momento, sólo le pediré que llene algunos papeles y me facilite cierta documentación que mi abogado se encargará de solicitarle en breve. Espero que esto no sea un inconveniente para usted.
—En absoluto —respondió Fredo y, por primera vez, sonrió abiertamente.
—Ese óleo —dijo Al-Saud, y señaló el cuadro detrás del escritorio— ¿es la famosa Villa Visconti, verdad?