Francesca intentó calmarse. «No me dejará caer», pensó y, en un cambio veloz, se tomó con ambas manos del brazo izquierdo. Kamal sintió fuego en los músculos y un dolor lacerante que le llegó hasta el cuello, pero no se permitió lamentarse: con la derecha libre, empuñó la pistola y disparó repetidas veces en dirección a Kalim, que se soltó de las rocas y cayó al abismo. Se le mitigó la quemazón del brazo izquierdo cuando volvió a equilibrar la carga con el derecho, pero debieron pasar algunos segundos antes de que hallase fuerzas para subirla.
—Apoya los pies en los salientes de roca y ayúdame a subirte —indicó.
Las plantas de los pies le sangraban, pero Francesca no se daba cuenta. Trepó con resolución mientras Kamal la tiraba hacia arriba. Una vez en seguro, cayó inconsciente sobre el pecho de su amante.
Aún tendido en la cornisa, con la vista fija en el cielo del atardecer, Kamal sentía los latidos frenéticos de su corazón; el resto del cuerpo le había desaparecido. «Tengo que levantarme», se dijo, y tanteó la cabeza de Francesca.
La llamó repetidas veces, pero la joven no respondió. «Tengo que levantarme», insistió, y trató de incorporarse. Acomodó a Francesca en su regazo y comprobó que aún respiraba.
Kamal no tenía control sobre sus piernas; el hombro izquierdo le ardía y un mareo le dificultaba el equilibrio. Sentado contra el risco, buscó calmarse: cerró los ojos y respiró profundamente. El sonido seco y abrupto de un disparo lo llevó a actuar con rapidez e, instintivamente, cubrió a Francesca con su cuerpo. Levantó la cabeza en el momento en que un hombre caía a un paso de distancia con un puñal en la mano. Se dio la vuelta, desorientado, y se encontró con Jacques Méchin, que aún sostenía la pistola humeante.
—Era Abu Bark —aseguró el francés.
La cabalgata desde Petra al campamento del ejército jordano resultó una pesadilla. Francesca ardía en fiebre y perdía la conciencia con frecuencia. Kamal deseaba evitar los movimientos bruscos, pero se veía obligado a galopar porque el tiempo apremiaba. Finalmente, el
jet
Lear voló a Riad con Kamal, Francesca y Jacques como únicos pasajeros. Los agentes saudíes permanecieron en Jordania y prestaron colaboración en el traslado de los terroristas supervivientes a Ammán, la capital del reino.
Al-Saud ocupó dos butacas y acomodó a Francesca en su regazo. Ella seguía inconsciente y respiraba con dificultad. La palidez de su rostro lo asustaba. Así como era, tan vulnerable e indefensa, había quedado expuesta al odio y a la intolerancia. Él la había expuesto. La rabia y la impotencia lo dominaban, y habría acabado con la vida de su hermano Saud de manera lenta y dolorosa de tenerlo enfrente.
La habían golpeado y torturado, era fácil entreverlo por los moretones en la cara, las muñecas marcadas por las sogas y la sangre reseca entre las grietas de los labios.
No podía dejar de mirarla a pesar de que temía descubrir otro signo de la violencia ejercida sobre ella. Sobre ella, su pequeña y dulce princesa. La palidez de sus mejillas se acentuaba, los círculos violáceos en torno a los ojos se volvían negros, la consunción de las facciones parecía la de un ser sin vida. Hacía un esfuerzo sobrehumano al respirar; ese silbido terminaría por enloquecerlo. Le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—Vamos, Kamal, toma un poco de café, te sentará bien —ofreció Jacques, y le alcanzó una taza.
—No me pasará por la garganta.
—No te desanimes ahora. Verás como pronto se recuperará.
—Estoy alarmado, amigo mío, cada vez respira peor. Es que está tan pálida, parece muerta —dijo, y la voz le tembló.
Francesca se inquietó sobre el regazo de Kamal, lanzó cortos gemidos y abrió los ojos.
—Mi amor —susurró Kamal, y la besó en la frente.
Francesca sonrió y las grietas de sus labios resquebrajados se abrieron; trató de pronunciar su nombre y soltó un sonido ronco incomprensible.
—Shhhhh, no hables, no debes fatigarte —insistió Kamal.
—Agua —pidió ella.
—¡Agua, rápido! —apremió.
Kamal le acercó el borde del vaso a los labios, y el agua, en parte, se le escurrió por las comisuras. El primer sorbo despertó en ella lo amargo de la bilis, y le provocó una arcada. Vomitó sobre sí y comenzó a sollozar. Kamal la limpió amorosamente y volvió a darle de beber. Esta vez el agua sabía a agua y no a hiel. Bebió otros tragos, que le acentuaron la languidez de tres días sin alimentos. Los revoltijos en el estómago volvieron y el bajo vientre se le tensó de nuevo.
Resultaba difícil controlarse viéndola sufrir. Kamal no sabía que hacer, ni qué decirle, ni qué darle para calmarle el dolor. Aquella situación lo desquiciaba. Tenía la pavorosa sensación de que Francesca perdía contacto con el mundo, que se le escapaba de las manos. Le hablaba, intentaba mantenerla despierta, trataba de reanimarla. Pero la muchacha cerró los ojos y cayó inconsciente de nuevo.
Desde la cabina del
jet
se ordenó por radio que una ambulancia los aguardara en la pista del aeropuerto de Riad. Al doctor Al-Zaki a su vez se le indicó que dispusiese su clínica para recibir a Francesca. A Kamal sólo le quedó rogar que la hora y media de vuelo no resultase fatal. Cuando aterrizaron en Riad, Francesca aún respiraba. Kamal la tomó en brazos, laxa y desmadejada, y descendió las escalerillas del avión. Abenabó y Káder los aguardaban con el Rolls Royce en marcha para escoltarlos hasta la clínica. Jacques cambió unas palabras con el piloto y se apresuró en dirección al automóvil, siguiendo alarmado el reguero carmesí que dejaba Kamal sobre la pista. El príncipe estaba herido y no lo había mencionado.
—¡Estás herido! —dijo el francés, y lo retuvo por el brazo.
Observó con espanto la mancha de sangre que se expandía sobre los pantalones color caqui de Al-Saud, y se la señaló. Pero Kamal supo de inmediato que no se trataba de él. A la altura de la entrepierna, el camisón de Francesca estaba empapado en sangre.
—¡Es Francesca! —se desesperó.
A Kamal no le importaba nada de sí, y sólo a la fuerza habían conseguido ponerle el brazo en cabestrillo y darle un calmante. Para él, Francesca era lo único que contaba.
Iba y venía por el corredor de la clínica de Al-Zaki fumando un cigarrillo tras otro. Jacques Méchin había desistido de serenarlo. Mauricio Dubois, arribado media hora atrás, no tenía ánimo para hablar. La vida de Francesca corría peligro. «Está perdiendo mucha sangre», había comentado una enfermera al abandonar la sala de operaciones.
Se presentaron Abdullah Al-Saud y Fadila, al tanto de cuanto había acontecido. Kamal abrazó a su madre y de inmediato se apartó con su tío a una sala privada.
—Quiero la más estricta seguridad en esta clínica —ordenó Kamal, y Abdullah asintió.
—Mandaré organizar una vigilancia para la muchacha —aseguró— y la aislaremos en esta parte de la clínica.
—Quiero tus mejores hombres, día y noche.
Abdullah indicó un sofá y tomaron asiento. Conversaron sobre los pasos a seguir y Kamal consiguió recobrar en parte la calma
—Todo lo que Abdel nos confesó era cierto, tío —expresó Kamal—. Mi hermano Saud y Tariki se mezclaron con un gusano como Abu Bark para eliminarme.
Aquellas palabras agobiaron a Abdullah. Ahora que podía sentarse a pensar, terminó de aprehender la magnitud del problema que deberían enfrentar. Se preguntó de qué modo se salvaría una situación tan delicada, de qué modo se salvaría el honor de Arabia y de la familia cuando el rey había actuado como un mafioso.
Jacques se asomó a la puerta y les avisó que el doctor Al-Zaki acababa de dejar la sala de operaciones.
—La paciente se encontraba encinta de algunas semanas —informó Al-Zaki—. Siento informarles que el embarazo se ha interrumpido. Cuando llegó aquí no había nada por hacer. Muestra signos de golpes en el bajo vientre. Lo más probable es que esto haya sido la causa del aborto. La pérdida del feto le ha significado una profusa hemorragia, que en su estado de deshidratación, resulta preocupante. Con todo, hemos tenido que practicarle un legrado para evitar una posible septicemia.
—¿Septicemia? —preguntó Mauricio.
—Se trata de una infección general grave producida por la penetración de gérmenes patógenos en la sangre. Si la infección entra en el torrente sanguíneo, es incontrolable y no existe nada que podamos hacer. Le estamos suministrando antibióticos fortísimos. En el término de veinticuatro horas debe desaparecer la fiebre para saber que hemos superado este riesgo.
Kamal observaba atónito al doctor Al-Zaki y no daba crédito a cuanto escuchaba ¿podía ser cierto que, después de todo, su adorada Francesca aún corriera peligro? Cerró los ojos y respiró profundamente para sofocar el acceso de rabia y llanto que lo asaltaba. Y cuando, en medio de esa tormenta de sentimientos, tomó conciencia de que su hijo, el hijo suyo y de la mujer que amaba por sobre cualquier cosa en el mundo, nunca nacería, golpeó la pared con el puño, enloquecido con la idea de que la habían torturado, ¡a ella, a quien nadie tenía derecho siquiera de rozar con un dedo!
Entre Jaques y Abdullah lograron reducirlo y lo obligaron a sentarse. Fadila se arrodilló a sus pies y lloró amargamente. Jacques lo sujetó por los hombros y le dijo palabras de consuelo. Kamal, sin embargo, continuaba poseído por el dolor.
—Cómo voy a decírselo —farfulló momentos después—. Estaba tan contenta con el niño.
Tenía miedo, una experiencia nueva y agobiante que lo abismaba en el desconcierto. Se preguntó con qué fuerzas arrostraría a Francesca y cómo soportaría su reacción; le temía a su llanto, temía verla sufrir, le temía a los reproches, a que lo odiara y lo culpara. Temía perderla. Fadila le tomó el rostro con ambas manos y lo besó en la frente.
—Es mi culpa —susurró Kamal.
—Nada de esto es culpa tuya, hijo mío.
—Sí, mi culpa. Ustedes me advirtieron que le haría daño si la ataba a mi suerte y yo no quise escucharlos.
—Es que la amas demasiado —justificó su madre.
—Tanto que daría mi vida para ahorrarle este dolor.
Kamal despertó y, con dificultad, cayó en la cuenta de que se hallaba en la clínica y que se había quedado dormido sobre el diván de la sala de espera. En el pasillo, silencioso y apenas iluminado, vio que los guardias de Abdullah continuaban atentos cerca de la habitación de Francesca. Lo saludaron con una inclinación de cabeza y lo dejaron pasar. Entró sigilosamente. La enfermera dormitaba en una silla. Completó el trecho que lo separaba de Francesca cuidándose de no hacer ruido, deseando un momento de paz, sin testigos ni intromisiones.
Permaneció largos minutos contemplándola de pie junto a la cabecera. Por fin, se arrodilló a su lado y le aferró la mano.
—¿Cómo permití que te hicieran esto, amor mío? —susurró—. Perdóname. Jamás debí dejarte sola. Perdóname, perdóname.
El sollozo le ahogó las palabras y sus lágrimas mojaron la mano de Francesca. Le costó levantar la vista nuevamente, acobardado de enfrentar los indicios del tormento. Tenía un corte no muy profundo en la mandíbula y otro en el cuello, el que le había hecho Kalim. Los labios secos y agrietados denunciaban la deshidratación de la que había hablado Al-Zaki. Se imponía como castigo ese análisis profundo y detallado, y a medida que descubría una nueva marca o un nuevo cardenal, la culpa se le confundía con el resentimiento y la ira.
Francesca lanzó gemidos de dolor. Kamal esperó en vano a que abriera los ojos. Los lamentos cesaron y Francesca volvió a quedarse tan quieta como al principio. Respiraba acompasada y regularmente. Sin embargo, al apoyarle los labios sobre la frente, Kamal se inquietó pues aún tenía fiebre. Pensó en el bebé y las imágenes de cuanto pudo ser lo atormentaron.
—¡Alá, ten compasión y aleja de mí este trago tan amargo!
Se puso de pie y abandonó la recámara, asustando a los guardias que lo vieron salir de la clínica como despavorido. Montó en su Jaguar y se alejó a toda velocidad. Las lágrimas no le permitían ver claramente, la angustia no lo dejaba pensar. Estaba destrozado. Frenó el automóvil a las puertas de la mezquita más antigua de Riad, y el chirrido de las gomas retumbó en la soledad de la calle. Mantuvo los brazos extendidos sobre el volante, con la mirada fija en la vieja construcción. Un instante después se encaminó hacia el interior del templo. Eran pasadas las cuatro y media, pronto comenzaría la primera oración. Se quitó los zapatos a la entrada y avanzó hacia el centro.
—¡Perdón, Alá, grandísimo y todopoderoso dios de Arabia, perdón! —exclamó con pasión—. Ya he pagado mi culpa, mi conciencia que me tortura y mi hijo muerto. Perdóname por haber puesto mis ojos en la mujer que no debía. Sé que estoy pagando mi error. Pero apiádate de ella, que no es culpable de nada. Apiádate Tú, Alá, infinitamente misericordioso, sálvala, te lo ruego.
Cayó de rodillas sobre la alfombra con los brazos extendidos al cielo, y rompió a llorar amargamente. Allí quedó tendido, hasta que media hora más tarde la voz monocorde del almuédano lo devolvió a la realidad. «Dios es grande; no hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta. Venid a orar». El templo se llenó de hombres que se quitaban las sandalias, practicaban las abluciones y se acomodaban en hileras sobre la alfombra, en dirección a La Meca. Al unísono, repitieron sus oraciones de rodillas, con el pecho pegado en el suelo, mientras el almocrí leía las sunnas del Corán. Media hora después, dejaron el templo en el mismo silencio y sumisión en que habían entrado. Kamal siguió a la masa, se calzó y subió al automóvil. Decidió ir a su casa antes de regresar a la clínica: hacía días que no tomaba un baño ni comía algo decente, comenzaba a oler mal y se sentía marcado y débil. Al llegar a su apartamento, mandó preparar la bañera. No obstante el primer contacto con el agua caliente, que le estremeció los músculos y le erizó la piel, segundos después consiguió relajarse. Se vistió con ropas limpias y fragantes, y aceptó una taza de café negro bien cargado como a él le gustaba, y, aunque había variedad de dulces y confituras, no probó bocado.
En la clínica se encontró con que Francesca había despertado, con la frente fresca y el pulso regular, aunque muy mareada y un poco perdida. Se asomó en la habitación cuando el doctor Al-Zaki y dos enfermeras la revisaban. El médico ponía su atención en el reflejo de las pupilas a la luz, una enfermera le tomaba la presión y otra cambiaba el tubo de suero. Fadila permanecía callada junto a Mauricio y a Jacques.