—Abdel —se extrañó Kamal—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás con mi hermano en Grecia?
—Me encomendó una misión aquí, debí quedarme —dijo, y le clavó la mirada con intención—. ¿Podemos hablar, alteza?
—Ahora no —expresó Kamal, tratando de disfrazar la ansiedad por deshacerse del viejo guardaespaldas que de seguro le pediría un favor; dinero, probablemente; lo había hecho en el pasado.
—Tengo algo que decirle que va a interesarle, alteza. Es sobre la muchacha cristiana.
Kamal se quedó mirándolo. Su confusión duró sólo unos segundos. Hizo una seña con la cabeza y Abdel lo siguió al interior del edificio. Caminaron hacia la parte trasera donde se abría un jardín de pequeñas dimensiones.
—Habla-pronunció Kamal.
—La señorita De Gecco se encuentra oculta en el templo
Khazneh
de la ciudad de Petra, a cincuenta kilómetros al norte de Al Aqabah, en Jordania. La retiene el terrorista Abu Bark.
—¿Cómo lo sabes?
—El-Haddar y yo la entregamos a unos terroristas de Abu Bark en el límite con Jordania —pronunció, y le sostuvo la mirada con la seguridad de quien está haciendo lo correcto—. Lo siento, alteza, pero creí que era lo mejor para usted y para Arabia. No fue sino hasta después que me di cuenta del verdadero plan.
—¿Qué plan?
—Matarlo a usted.
—¿Mi hermano está detrás de todo esto, verdad?
Abdel se limitó a asentir.
—¿Cómo sé que no me mientes? ¿Cómo sé que esto no es parte del plan para eliminarme?
—No tiene forma de saberlo —admitió el guardaespaldas—. Tendrá que confiar en mí y recordar el cariño y devoción que yo sentí por su padre. Usted era su predilecto y eso es lo que cuenta en este momento. Ahora que ya le dije lo que sé, puede disponer de mí: encarcelarme o enviarme a la Plaza Carnicera para que me ejecuten, usted decide.
—Aguárdame aquí —se limitó a ordenar Kamal, y se encaminó hacia su apartamento.
Instintivamente sabía que el guardaespaldas no huiría.
—Entonces, esto es una trampa —expresó Abdullah.
Se hallaban en su despacho mientras aguardaban que Abenabó y Káder se deshicieran del cuerpo de Malik. Su sobrino Kamal acababa de detallarles la conversación con el secuestrador, las pocas palabras cruzadas con Francesca y la extraordinaria confesión de Abdel bin Samir.
—¡Es una trampa! —insistió, algo desencajado al cobrar medida de la situación.
—Bien poco les interesa la muchacha —prosiguió Méchin, hablando para sí, como quien trata de comprender lo sucedido—. Entonces, es a ti a quien quieren en realidad. Están enterados de tu oposición a la OPEP y de que mantienes contactos con el gobierno de Kennedy, por eso te quieren fuera.
—¡Te matarán! —gritó Abdullah, exasperado porque su sobrino parecía no dimensionar el significado de esas palabras—. Cuando lleves el rescate terminarán contigo. No permitiré que seas tú el que lo lleve.
—Pareces no comprender, tío —expresó Kamal, con parsimonia—. No tengo intenciones de esperar a que vuelvan a comunicarse ni a llevar ningún rescate. Ya lo he decidido: parto ahora mismo hacia Jordania. Iremos en mi
jet.
Llevaré algunos de tus hombres y armas.
—¿Que harás qué? —se pasmó Jacques, y Abdullah lo miró con ojos desorbitados, incapaz de replicar—. No tienes idea de lo que dices —se quejó Méchin—. Careces de un plan, esto es un arrebato que podría costarte caro. No sabemos ni siquiera si esa información es verdadera. Por otra parte, ¿qué sucederá si los secuestradores se ponen nuevamente en contacto y tú no te encuentras allí? Podría ser terrible para la vida de Francesca.
—Espero llegar a Francesca antes de que Abu Bark vuelva a ponerse en contacto conmigo.
—No harás nada de eso —se empecinó Abdullah—. No permitiré que el próximo rey de Arabia sacrifique su vida.
—Nada que digas me hará cambiar de opinión.
Méchin no intentó contradecirle, bien conocía lo tozudo que podía ser en ocasiones. Abdullah, en cambio, no se resignaba.
—¡No lo permitiré!
—No sé cómo pretendes impedirme que haga lo que estoy decidido a hacer —se plantó Kamal, y a punto de refutar, Abdullah se calló a pedido de Méchin.
—¿Por qué no dejas que sean los hombres de tu tío quienes se encarguen de sacar a Francesca de allí? Ellos son profesionales preparados.
—Yo también —replicó Kamal—. ¿O te olvidas de que, al regresar a Arabia, pasé cinco años en la Escuela Militar de Riad?
Nada lo disuadiría. Tanto Abdullah como Méchin habían aceptado que resultaba vano polemizar.
—Quiero hablar con Abdel —manifestó el secretario de Inteligencia—. ¿Dónde lo tienes?
—Lo mandé encerrar en un calabozo, como medida preventiva, más por su protección que por miedo a que escape. Desde que traicionó a un terrorista como Abu Bark, su vida no vale dos centavos.
—Bien —dijo Abdullah—. Haré que lo traigan y, sobre la base de su información, diseñaremos un plan.
Abdel no levantó la vista mientras lo interrogaban. Al final, se animó a dirigirse a Kamal:
—Usted no debería presentarse en público, alteza. Los hombres de Abu Bark lo siguen a todas partes. Probablemente nos hayan visto conversar en la puerta de su casa.
Kamal permaneció en silencio, con la mirada perdida. Un momento después, expresó:
—Jacques, llama a mi cuñada Zora y a mi hermana Fátima. Diles que se presenten en el viejo palacio usando los tacos más altos que tengan y que traigan dos
abaayas
extras.
Abu Bark se encontraba en su recámara meditando la conveniencia de contactar esa misma tarde con el príncipe Kamal. Uno de sus colaboradores consultaba telefónicamente el saldo de su cuenta en Zurich, mientras otro, también telefónicamente, concretaba una cita con un famoso mercader de armas belga. Abu Bark se movió bruscamente cuando Bandar entró en la recámara sin llamar; parecía preocupado.
—¿Qué ocurre? —preguntó, y se quitó los lentes de mal modo.
—Katem acaba de ponerse en contacto. Hace unas horas, alguien abordó al príncipe Kamal en la puerta de su casa.
Abu Bark se puso de pie y miró fijamente a su subalterno. Podía tratarse de un hecho sin importancia como de uno de extrema gravedad. Los traidores nunca faltaban cuando había tanto dinero en juego.
—¿Pudieron determinar de quién se trataba?
—Iba completamente embozado —explicó el hombre.
—¿Qué más sabes?
—Entraron en el edificio y conversaron por algunos minutos. Después salieron, se subieron al automóvil del príncipe Kamal y se dirigieron al viejo palacio del rey Abdul Aziz. Hasta el momento, no los vieron salir.
—Quizá lo hicieron por la parte trasera —sugirió Abu Bark.
—Todas las entradas se hallan custodiadas. Hubo poco movimiento de entradas y salidas: un par de mujeres, que, según averiguaron, se trataba de la cuñada y la hermana del príncipe, y unos proveedores de artículos de librería. Nadie más. Los proveedores dejaron las cajas y salieron con las manos vacías. Las mujeres también abandonaron el palacio una hora más tarde.
Abu Bark despidió al subalterno y volvió a recostarse entre los cojines. Cerró los ojos y meditó. A lo largo de su vida había aprendido muchas lecciones, pero dos habían sido de gran utilidad: la primera, no existían las coincidencias; la segunda, siempre debía confiar en su instinto. No le gustaba el encuentro del príncipe Al-Saud con un hombre que no quería mostrar su rostro. Se puso de pie y llamó por radio a su segundo en el mando, Kalim Melim Vandor. Kalim era palestino y odiaba a los judíos más que el propio Abu Bark. De contextura alta y maciza, el aspecto malévolo se lo confería un parche en el ojo izquierdo, perdido en la Franja de Gaza tiempo atrás a causa de la esquirla de una granada.
—Kalim —expresó, con firmeza—, debemos abandonar Petra dentro de las próximas horas. —El terrorista lo contempló con una mueca de confusión, y Abu Bark se impacientó—: Existe la posibilidad de que el príncipe Al-Saud ya conozca nuestra ubicación.
—¿Qué haremos con la muchacha argentina? ¿La llevaremos con nosotros?
—Nos desharemos de ella-decidió Abu Bark—. Ya no la necesitamos. Primero organiza a los hombres que enseguida nos encargaremos de ella.
Kamal y Méchin terminaron de quitarse las
abaayas
de Fátima y Zora y se acomodaron en las butacas del
jet
Lear. Minutos después, el avión despegó. Volaban rumbo a Jordania junto a la élite de agentes de la Secretaría de Inteligencia. Méchin miró de reojo a Kamal y pensó: «Lo mantiene en pie la adrenalina. No entiendo cómo resiste, hace más de un día que no come ni bebe ni duerme». Kamal, sin embargo, lucía despabilado, pletórico de energía.
Antes de que Kamal, Méchin y sus hombres dejaran Riad, Abdullah había telefoneado a su par en el Reino Hachemita de Jordania, cuñado del rey Hussein II, con el cual mantenía un trato casi amistoso. Enterado de la posible existencia de facciones terroristas antisemitas en sus dominios, el rey Hussein ordenó prestar colaboración al reino saudí para exterminarlos. No amaba a los judíos, pero la situación de por sí delicada con Israel se complicaría inútilmente si salía a la luz que el famoso Abu Bark se ocultaba en su país.
El jet
aterrizó en una pista privada al sur de Jordania. A Kamal y a su grupo lo aguardaban diez hombres del ejército del rey Hussein. Mientras se sucedían las presentaciones, los agentes saudíes descargaban las armas de la bodega del Lear: fusiles máuser, metralletas británicas Sterling y rifles Fal. El jefe jordano les señaló la entrada a una tienda de campaña, donde encaró sin rodeos al agente saudí a cargo de la misión y al príncipe Al-Saud.
—¿Qué nivel de probabilidad existe de encontrar a Abu Bark en Petra? Me refiero, ¿hasta qué punto es fiable la fuente que reveló este dato?
—No podemos saberlo —aceptó Kamal, sin inmutarse ante el gesto del militar—. Pero existen otras circunstancias y datos que nos hacen pensar que la información acerca de Petra es cierta. Es con lo único con lo que contamos. Debemos correr el riesgo.
—En el depósito del barrio de Melazía en Al Aqabah no se encontró a nadie, aunque me aseguran que al menos una veintena de personas habitó ese lugar días atrás. Hallaron restos de comida, colchones, ropa, publicaciones recientes. Nada que pueda ayudarnos.
—De todos modos —dijo el agente saudí—, podríamos inferir que en Petra nos enfrentaremos a una veintena de hombres.
—Es un supuesto muy arriesgado —interpuso el jordano—. Lo cierto es que no sabemos con cuántos hombres nos enfrentaremos.
—O si nos enfrentaremos con hombre alguno —añadió Méchin, pesimista desde un principio y con poca confianza en la extemporánea confesión de Abdel.
—Según me informaron ésta es una operación de rescate —manifestó el militar jordano, y Kamal asintió.
—Se trata de un miembro de la embajada argentina —explicó el agente saudí, mientras le pasaba algunas fotografías de Francesca—, una mujer de veintiún años secuestrada hace dos días por gente de Abu Bark. Queda poco tiempo antes de que se dé aviso a las autoridades de su país y se desencadene el escándalo. La operación no puede fallar, debemos recuperarla con vida.
El militar jordano no quiso seguir indagando más allá de las dudas que le suscitaba la misión. Ante todo lo inquietaba que un miembro de la dinastía saudí estuviera haciéndose cargo. ¿Por qué tantas molestias por una argentina? Calló, acostumbrado a obedecer, y la orden de su superior había sido: «Hagan desaparecer a Abu Bark y a su gente». Que hubiera una mujer en medio no cambiaba el objetivo. Se acercó a una mesa y extendió el mapa de Petra.
—Petra es un descubrimiento arqueológico que permanece oculto para la gran mayoría. Es una ciudad-fuerte, protegida por las montañas, simulada en medio de la roca. Como pueden ver, se emplaza en un valle entre los riscos, lo que le permite permanecer a resguardo. La entrada de más fácil acceso es la conocida como el camino del
Siq
—informó a continuación, y señaló un punto al sudoeste del mapa—, un laberinto cavado en la roca viva que lleva directamente al corazón de la ciudad frente al templo más importante conocido como
Khazneh,
situado aquí. En estas circunstancias, es imposible acceder por el
Siq,
quedaríamos expuesto al ataque de los terroristas en caso de que se hallasen apostados de guardia en el techo del
Khazneh.
Nos verían sin dificultad, y sería una trampa mortal pues no tendríamos cómo protegernos.
—¿Cuál es la mejor vía de acceso entonces? —se impacientó Kamal.
El jordano salió de la carpa y reapareció segundos más tarde acompañado de un beduino.
—La tribu de Amir ha vivido por siglos en esta parte del reino y es de las pocas que conoce Petra. Asegura que puede guiarnos al interior de la ciudad por otro camino más arriesgado, por cierto, pues debemos escalar los riscos.
—Mejor —intervino el agente saudí—. Si como usted indicó, Petra se encuentra en un valle, desde esa ubicación tendremos una visión estratégica del lugar.
—Accederemos por el Este —prosiguió el militar—, por la zona de El-Deir, un templo parecido al
Khazneh.
Desde allí avanzaremos bordeando la ciudad desde las alturas. Si es cierto que Abu Bark se encuentra en Petra, debe de tener gente custodiándola. En esa posición, nuestro objetivo será capturar a algún guardia que nos conduzca a él. Petra es famosa por sus escondites y laberintos bajo tierra; sin alguien que nos indique el camino, no encontraremos jamás a Abu Bark y a la muchacha. No nos quedan muchas horas de sol. Debemos comenzar a movernos. Usted, alteza, puede aguardarnos aquí en el campamento junto a su amigo.
—Coronel, no tengo intención de permanecer aquí sino de formar parte de la misión. Y no perdamos tiempo discutiendo sobre este punto, es inútil —concluyó, y se calzó el cuchillo y su Mágnum en el cinto.
El jordano se cuadró y abandonó la tienda a paso rápido.
—Yo también iré contigo —anunció Méchin.
—No —dijo Kamal.
—Has sido mi responsabilidad desde que eras un niño. No pretendo abandonarte en uno de los momentos más peligrosos de tu vida. Además, soy un hombre ágil y joven todavía, ¿o te olvidas que alguna vez fui de los mejores soldados de tu padre?
Montaron a caballo hasta las inmediaciones de Petra; no usarían
los jeeps
para evitar el ruido de los motores. Se trataba de un grupo de veinte hombres fuertemente armados, que conducían a sus caballos en silencio, escudriñando el entorno con desconfianza. Kamal se sentía mejor, al menos estaba haciendo algo. Las eternas horas en el despacho de Mauricio lo habían debilitado. En ese momento, mientras el caballo aceleraba el galope y se ponía al frente del grupo, él vibraba de emoción. «La recuperaré con vida o esto será lo último que haga», se juró. Siguieron cabalgando hasta alcanzar el oasis Al-Matarra, que tomaba su nombre del
uadi
que lo recorría.