Lluvia negra (27 page)

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Authors: Graham Brown

BOOK: Lluvia negra
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—No hasta que sepa con quién trato.

Sven agitó la cabeza. Estudió el puente hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Estaba vacío. Miró de nuevo a Moore:

—Respuesta equivocada —dijo, sacando una delgada pistola de su chaqueta.

Le disparó dos veces, y Moore cayó hacia atrás contra la baranda y luego trastabilló hacia delante. Sven agarró la tambaleante figura y la empujó hacia atrás, apretándola contra la baranda y luego empujándola por encima.

Moore cayó de cabeza, con su chaquetón ondeando como una capa. Se hundió en la gélida agua negra y desapareció bajo la superficie.

Sven estuvo mirando unos momentos: sólo reapareció la bufanda naranja de Moore, flotando en la superficie y serpenteando en la corriente antes de perderse de vista bajo el puente.

Volvió a la calle mientras un Audi negro brillante se paraba junto a la acera. La puerta de atrás se abrió, el entró dentro y el coche aceleró.

Lejos de allí, Gibbs escuchaba por unos auriculares que ahora sólo le transmitían estática. Se volvió hacia el tablero de control, halló el interruptor del micrófono que llevaba puesto Moore y lo apagó.

Moore había desaparecido, Blundin había desaparecido y, en veinticuatro horas, todo el equipo del Amazonas habría desaparecido. Con ellos desaparecería toda la información de lo que había sido el proyecto Selva Pluvial del NRI.

CAPÍTULO 26

El rostro de Mark Polaski se había tornado ceniciento ante la noticia, un mensaje de Gibbs informándole de una tragedia: su hija había sido arrollada por un coche, mientras hacía
footing
. Había sido llevada al hospital con graves heridas en el cuello y en el cráneo, y no se esperaba que recuperase el conocimiento. Ya le habían comprado un billete a su nombre, en el vuelo directo de Manaos a Miami, en donde le esperaría un reactor privado. Si podía llegar a tiempo, el vuelo salía de Manaos a las 9.43 de la mañana.

Miró a Hawker:

—¿Cree que podemos llegar?

—Si salimos ya mismo… —le dijo el piloto.

Los otros le desearon lo mejor, mientras Polaski subía al Huey. Tanto Devers como McCarter le prometieron ir a verle cuando regresaran a Estados Unidos, sobre todo McCarter, quien de repente recordó sus propias pérdidas personales, allá en casa…

Polaski casi ni se enteró de lo que le decían: se quedó sentado en el asiento del copiloto, mirando sin ver el profundo y azulado cielo, mientras rebuscaba algo en su mochila.

Hawker le dejó en paz, repasando una versión corta de la lista de chequeo, apretando el botón de ignición y esperando a que las agujas subiesen. Cuando las palas del rotor empezaron a girar, el aparato dejó de pesar sobre los patines. Tan pronto como estuvo en el aire, el helicóptero giró hacia el este, bajó el morro y empezó a hacer camino, ganando cada vez más velocidad y altitud. Poco después el Huey color caqui marchaba a su velocidad de crucero, retumbando a mil quinientos metros de altura y casi doscientos kilómetros por hora. En tres horas y media cubriría lo que al grupo le había costado diez días hacer en barco y a pie. Dentro de la carlinga, Polaski permanecía en silencio, mientras que Hawker estaba ocupado con sus tareas de piloto, comprobando los instrumentos y vigilando, con sus ojos eligiendo una porción del cielo y examinándola por un instante para asegurarse que todo estaba despejado, para luego pasar a la siguiente, en una sucesión que se repetía constantemente. Vigilar el cielo es una precaución que se inculca a los pilotos desde el mismo día en que empiezan a volar, y Hawker lo llevaba a cabo por puro hábito, sin esperar encontrarse con ningún otro aparato. Pero, de todos modos, divisó algo: un pequeño punto negro apareció en el firmamento, en la posición de las dos relativa al Huey. Estaba inmóvil, como si fuera una mancha en el parabrisas, no mostraba ningún movimiento relativo, lo que era la señal inconfundible de que se acercaba en una trayectoria convergente.

Hawker ajustó algo su rumbo y puso al Huey en un ascenso suave.

El otro helicóptero continuó su camino. Poco después, Hawker pudo ver de qué tipo era: un Hughes 600, habitualmente llamado NOTAR, el acrónimo en inglés de «No Tail Rotor», es decir, sin rotor de cola, porque era un modelo que controlaba su dirección canalizando los gases de escape de su turbina, en lugar de mediante el rotor. Pero lo más extraño era que ese NOTAR en especial era totalmente negro, estaba desprovisto de cualquier tipo de marcas de identificación y llevaba un par de contenedores externos a ambos lados.

—¿Algo va mal? —preguntó Polaski, saliendo de su trance.

—No lleva marcas —le explicó Hawker.

—¿Y eso qué significa?

—No lo sé —le contestó el piloto—, pero no puede ser nada bueno…

El NOTAR pasó por debajo de ellos, hacia un lado y dirigiéndose en dirección opuesta. Hawker no le quitó ojo, forzando el cuello y deslizando el Huey hacia la derecha, en un esfuerzo por no perderlo de vista. Justo antes de que se escapase a su visión se dio cuenta de algo más: el NOTAR se había inclinado en un giro. Estaba volviendo.

Allá en el campamento, Danielle regresó a donde estaba el Satlink, para informar a Gibbs de la partida de Polaski.

—¿Me confirma que ha partido? —le preguntó él.

—Afirmativo —dijo ella—. Hace cinco minutos.

Hubo una larga pausa y al cabo Gibbs dijo:

—Entendido. Volveré a contactar con usted a las diecinueve para ponerla al día. Gibbs, corto.

Danielle iba a cortar la conexión, pero su mano se detuvo ante el conmutador cuando recordó que tenía que hablarle a Gibbs de un problema en el sistema de defensa, el último de una larga lista de problemas electrónicos que habían estado padeciendo. Tomó sus notas y apretó el botón de transmisión.

No hubo respuesta. Lo apretó de nuevo:

—Stuart, ¿sigue al aparato?

Miró la pantalla: «Conexión terminada». Al parecer, Gibbs le había colgado.

Volvió a marcar el código de autorización, apretó el botón de inicio y esperó. No pasó nada y luego vio que en la pantalla decía: «Enlace no establecido. Inténtelo de nuevo».

Lo intentó de nuevo, sólo para recibir una respuesta aún más preocupante: «Autorización no válida. Acceso denegado».

Se le empezó a hacer un nudo en el estómago. Dejó ir un suspiro de frustración y miró alrededor en busca de ayuda, pero era Polaski el que estaba a cargo de las pruebas con el Satlink. Y Polaski se había ido…

Los ojos de Hawker volvieron a clavarse al frente. El NOTAR negro había continuado con su giro y pronto lograría colocarse detrás de ellos. En un esfuerzo por impedirlo, Hawker le dio al acelerador y dejó caer el morro. Cuando el Huey fue tomando velocidad volvió la mirada atrás buscando al otro helicóptero, pero no podía verlo por ninguna parte.

Polaski se giró en su asiento:

—¿Tenemos problemas?

—Puede que los tengamos.

Segundos más tarde, una ráfaga de balas trazadoras les sacó de dudas.

Hawker movió la barra de mando y se zambulló hacia la selva, que estaba a unos mil setecientos metros por debajo. El NOTAR les siguió y, a pesar de la velocidad que estaban logrando, les iba ganando terreno.

El NOTAR era dos generaciones más moderno que el Huey: era más pequeño, más ligero y más rápido. A la larga, Hawker no podía esperar ni ganarle en velocidad ni en capacidad de maniobra. Y puesto que ellos no tenían ningún arma, la situación parecía desesperada… era como si se te acercan en la calle unos hombres armados: si te piden algo se lo das, y si no te lo piden corres como si te persiguiese el diablo y esperas tener suerte. Mientras Hawker hacía virar al Huey violentamente hacia la izquierda y descendía en picado hacia el río, esperó tener suerte…

—¿Quiénes son? —gritó Polaski, para hacerse oír sobre el ruido.

Hawker no le contestó. El Huey aceleró con rapidez. La aguja de la velocidad en el aire giró por todo el arco amarillo y pasó la línea roja, una marca que los pilotos llaman «Vne», que significa: «Velocidad, nunca exceder». Y que era llamada así por una buena razón: pasada la Vne habían dudas sobre si se mantendría la cohesión estructural del casco del aparato. Y como para subrayar esas dudas, el viejo Huey empezó a estremecerse violentamente, tambaleándose y amenazando con hacerse pedazos. Aun así, cayeron hacia las copas de los árboles y finalmente equilibraron el vuelo, con el motor aullando y el aparato estremeciéndose por la tensión, cruzando después por sobre el techo vegetal, a 225 kilómetros por hora. Les llegaron ráfagas por la izquierda y Hawker se dirigió hacia ellas, consiguiendo así que los disparos del NOTAR pasasen de largo. Una masa de follaje más alta que las otras se alzó ante ellos y Hawker hizo subir al helicóptero, oyendo cómo los patines rozaban la hojarasca. Volvió a hacerlo bajar pasado el obstáculo, y siguió huyendo.

—¡Cuidado! —gritó Polaski.

El NOTAR pasó como un rayo por encima de ellos, cruzándoles desde la derecha y disparando. Un seco tintineo sonó dentro del helicóptero: era como cuando se pone una barra de acero contra el rápido giro de las paletas de un ventilador.

Los ojos de Polaski recorrieron la cabina buscando daños. Hawker miró los indicadores por lo mismo. Polaski vio que la luz del sol entraba por una docena de agujeros en el costado, Hawker comprobó que las agujas seguían donde debían estar y que todo funcionaba como tenía que funcionar. Aunque las balas les habían alcanzado, el helicóptero era, sobre todo, espacio vacío, y los proyectiles lo habían atravesado sin tocar nada vital.

Hawker se dio cuenta de que el NOTAR trazaba un amplio arco, preparándose para hacer otra pasada de ametrallamiento. Sólo le quedaba un lugar al que ir.

Con el motor rugiendo y el casco estremeciéndose por la tensión a la que era sometido, se dirigió de nuevo hacia el río. El NOTAR les siguió, ganándoles terreno rápidamente.

Los árboles pasaban con rapidez bajo ellos, quedando atrás, justo cuando el helicóptero negro volvió a disparar. Hawker dejó caer el Huey hacia el agua y comenzó a seguir el curso del río. El NOTAR les pasó de largo, describió un amplio giro y luego regresó, colocándose tras ellos y volviendo a acercárseles rápidamente.

Ahora estaban casi a nivel del suelo, atronando a lo largo del río. Dos helicópteros corriendo por encima de la centelleante agua, zigzagueando y esquivándose, con las paletas de sus rotores sin dejar de girar, como si fuesen dos enormes libélulas en una disputa territorial. El ondulante curso del río le daba a Hawker una cierta cobertura, pero los árboles que se alineaban a lo largo de las orillas lo encerraban como las paredes de un desfiladero haciendo que sus maniobras fueran más predecibles para el otro piloto. Hawker se fue hacia la izquierda, pero pronto se quedó sin espacio a causa de los altos árboles. Se fue hacia la derecha, cruzando ante las ametralladoras destellantes del NOTAR, e hizo una mueca cuando la metralla atravesó la carlinga.

—¿Qué vamos a hacer? —gritó Polaski—. ¿Por qué nos atacan?

—No tengo ni idea —le contestó Hawker a las dos preguntas a la vez, mientras forzaba al helicóptero a dar otro giro.

Por un momento el río se ensanchó, dándoles más espacio, pero por delante se veía un tramo estrecho. Con el gas al máximo, el Huey corría hacia allí, apuntando al centro de una delgada isla boscosa a cuyos lados se partía el río. Giró en el último minuto, volando deprisa por el lado izquierdo de los altos árboles, mientras el NOTAR se iba por el derecho. Dos segundos para pasar la isla y Hawker se inclinó en seco hacia la derecha, girando hacia el NOTAR y tratando de empujarlo contra los árboles de la orilla del río.

Pero el NOTAR perdió velocidad y Hawker se vio obligado a subir por encima de la selva para no cruzar por delante de las ametralladoras que le aguardaban. Tiró hacia atrás de la palanca y el Huey pasó por encima de las copas de los árboles, rozándolas; estaban a salvo… pero sólo por un momento: el NOTAR fue tras ellos con sus armas destellando.

Las balas hicieron saltar jirones de la cola y corrieron hacia el motor. Un horrible gemido de metal que deformándose apagó todos los otros sonidos cuando se rompió algo dentro de la turbina. El helicóptero atronó, se estremeció violentamente y escapó a todo control.

Hawker intentó estabilizar el aparato, pero, habiendo perdido el sistema hidráulico, sus esfuerzos fueron en vano. Ahora, el aparato era poca cosa más que un proyectil, un objeto que sólo respondía a las leyes de la física. Apuntó el morro hacia abajo en un declinante arco balístico, girando hacia la derecha y arrastrando una oscura nube de humo.

La distancia entre el helicóptero y la jungla disminuyó rápidamente, y el Huey se estrelló contra la densa vegetación, partiendo troncos de árbol, lanzando trozos de rotor y plexiglás, y desapareciendo bajo la superficie de la selva como una piedra lanzada al océano.

CAPÍTULO 27

En el campamento base la mayoría del grupo se había puesto a trabajar de mala gana, extendiéndose por el claro para dedicarse a diversas tareas. Danielle y Verhoven siguieron en el centro de mando, hablando en privado de la súbita pérdida de las comunicaciones.

—¿Nos está interfiriendo alguien? —preguntó Verhoven.

Danielle no lo creía: estaba recibiendo una respuesta de la red. Y aunque la respuesta seguía indicando que su código de autorización no era válido, eso significaba que su llamada llegaba al otro lado, pero era rechazada. Lo más probable era que hubiese un fallo en el
software
, ya fuera de su parte o en Washington. Pero los programas pueden ser arreglados, lo que significaba que las comunicaciones podrían ser restauradas. No veía razón alguna para romper el silencio por radio.

—He hecho todo lo que se puede hacer desde nuestro lado —dijo—. Está programada una comprobación esta tarde, a las 17 horas. Se darán cuenta del problema y lo arreglarán desde su lado. Y si no pueden, nos llamarán por la radio, en la frecuencia adecuada, para darnos instrucciones; y así no tendremos que descubrir nuestra posición.

—Es lo que siempre digo sobre la jodida tecnología —exclamó el sudafricano—. La mitad de las veces no sirve de nada en campaña…

La voz de Verhoven se fue apagando mientras se volvía hacia el este. Danielle siguió su mirada y escuchó el sonido de un helicóptero que se aproximaba a baja altura por sobre los árboles. Hawker se había ido sólo una hora antes…

Verhoven se puso en pie:

—¡Maldita sea!

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