Authors: Graham Brown
Danielle sonrió.
—¿Y qué hizo usted?
—¿Qué infiernos podía hacer? —le contestó—. La verdad es que sonreí, y luego me estremecí. De todos modos, por ese tiempo yo ya estaba saliendo de aquel mundo: unos años antes mi país había pasado por todas esas transformaciones que ya conoce, y las cosas ya eran diferentes. El pelotón de la verdad venía a por mí, ¿comprende…?
Danielle asintió, recordando la historia de Sudáfrica tras el
apartheid
.
—¿Y qué le pasó a ese tal Roche?
—Unos años más tarde saltó de lo más alto de un rascacielos del centro de Johannesburgo —Verhoven alzó las cejas—. Fue un beso al asfalto desde veinte pisos de altura.
—¿Hawker?
Verhoven se encogió de hombros:
—Roche tenía un montón de enemigos —dijo—. Por ese entonces también él se había metido en el negocio. Pero era un descartador, que es como se llama a los que siempre buscan dejar atrás a unos cuantos de sus hombres, para que su parte de beneficios sea mayor. Así que tal vez no fuera Hawker… aunque, si lo fue, nos hizo un favor a los demás. —Verhoven miró hacia Hawker, en la distancia—: Lo único que sé con seguridad es que todos los que estuvieron involucrados en ese lío han muerto, de un modo u otro, pero siempre sangriento: muertos a disparos o enviados al infierno con una bomba. Cada uno de esos hijos de puta que Roche utilizó para traicionar a Hawker, o que participó en la paliza que le dieron, ha muerto.
Verhoven se volvió hacia Danielle.
—Así que, pensando lo que él piensa, supongo que tiene una bala en ese arma para mí —colocó una última bala en el cargador que estaba llenando—. Y, ¿quién sabe?, tal vez también yo tenga una para él…
El aire se llenó de silencio, con Danielle y Verhoven mirándose hasta que la radió graznó junto a ellos:
—¿Hay alguien despierto por ahí?
Danielle la cogió:
—Adelante, Hawker. ¿Qué hay?
—Cuerpos desaparecidos. Al parecer esas cosas han desenterrado a los hombres que enterramos. O sea que ya no podemos ponernos sus uniformes…
Danielle puso cara agria:
—De todos modos, eso no me hacía mucha ilusión…
—Ni a mí tampoco. Y parece que también se han llevado al animal que yo maté.
—Carroñeros, además de depredadores.
—Eso parece. Escucha, ya casi estamos en los árboles. Antes de entrar ahí, quiero estar seguro de que la zona está despejada.
Danielle comprobó una vez más la pantalla de su ordenador, que estaba empezando a perder definición.
—No hay nada en la pantalla —dijo—, aunque cada vez se ve peor…
Un doble clic le hizo saber que le había oído y, cuando de nuevo se volvió hacia Verhoven, comprendía mejor la ira de Hawker contra el sistema, contra las órdenes y contra aquellos que las daban.
—Cuando todo haya acabado, déjeme hablar con él —le dijo—. Déjeme intentar explicárselo. Es lo menos que les debo a él y a usted.
Al otro lado del claro, Hawker y McCarter entraron en la selva pluvial, pasando a través de la zona quemada, en donde los fuegos de los
chollokwan
lo habían abrasado todo, y tras ese espacio ennegrecido llegaron a la exuberante jungla verde que había a continuación.
—Explíqueme otra vez por qué hacemos esto… —pidió McCarter.
—Esas cosas no cesaban de llegar de esta dirección —le dijo Hawker—. Al final, su aproximación era predecible. Y algunas de ellas se quedaban un tiempo por aquí, después de salir del claro. Quiero saber el porqué.
—¿Por qué será que algo me dice que ya lo sabe…?
—No lo sé todo —insistió Hawker, examinando los troncos de varios árboles y luego entrando más adentro de la jungla—, pero tengo una teoría. Singh dijo que su cuerpos eran como los de los insectos: que tienen exoesqueletos, increíblemente duros, pero con unas junturas muy simples. Se llevaron el cadáver del que maté ayer, posiblemente para comérselo, y los animales depredadores no acostumbran a hacer eso. Un león puede que mate a su rival, pero no se come su cuerpo. Ni tampoco lo hacen los tigres, ni siquiera las hienas. Los tiburones pueden hacerlo… cuando están furiosos, cuando muerden cualquier cosa que se mueva… pero se sabe que se apartan de los tiburones que flotan muertos en la superficie, como si estuvieran malditos. Incluso fabrican una sustancia para ahuyentar a los tiburones con una enzima que se halla en los tiburones muertos, porque les provoca esa respuesta de huir.
Los ojos de Hawker iban de árbol en árbol y de ellos al suelo, buscando huellas.
—Pero las hormigas sí que se comen entre ellas —prosiguió—. Y también lo hacen las cucarachas y todos los insectos del mundo. Se llevan los muertos de vuelta al nido y allí los despedazan, como se hace con un coche viejo para aprovechar sus piezas como recambios. Así que puede que el buen doctor tenga razón, que esas cosas sean como insectos. Y, si ése es el caso, tal vez sigan pistas marcadas con feromonas. Quizá vayan y vengan por éste sendero, porque una de ellas lo trazó y las otras lo siguen sin pensar. Entran y salen todas por el mismo sitio, como si fuera el único camino a casa, como hormigas que han hallado el camino al azucarero.
—Se necesita imaginación para pensar así —dijo McCarter, sonriendo.
Hawker pasó a la base de otro tremendo árbol.
—Bueno, si ése es el caso, quizá podamos tenderles una trampa… colocar algunos de los explosivos de Kaufman, y hacerlos estallar cuando aparezcan esos bastardos para su resopón nocturno. Y, si podemos hacer eso las bastantes veces, quizá se vayan a buscar unas presas más fáciles.
—Hay muchos condicionales en esa teoría…
—Sí, lo sé —dijo Hawker mientras examinaba la corteza grisácea de otro árbol—. El principal problema es que sólo aparecen intermitentemente en los escáneres, aunque no son invisibles, sólo de sangre fría… —se detuvo, porque había encontrado lo que buscaba—, y trepadores.
Los ojos de McCarter se fijaron en el árbol que estaba delante de Hawker: el enorme nogal brasileño debía de tener más de tres metros de grosor en su base y se alzaba hacia el cielo unos setenta metros o más, con sus ramas extendiéndose a través de tres capas de techo vegetal que albergaban nidos, orquídeas y diferentes especies de animales a distintos niveles: monos, perezosos y pájaros… aunque nada parecía estar ahora viviendo en él. Sus ramas tapaban el cielo con una tupida red de sombras entrelazadas y múltiples tonalidades de verde clorofila.
—Trepadores —repitió McCarter, mirando hacia arriba.
Hawker asintió.
—Cuando los vimos en la caverna estaban caminando por los techos. Y el que se llevó a Kaufman subió directo hacia el techo vegetal, en vertical. Pero nuestras defensas están montadas para buscar en la horizontal, al hombre que se acerca por el suelo. Los sensores de calor no los pueden captar en absoluto, y los sensores de movimiento tan sólo los captan cuando se dejan caer. Es por eso por lo que creímos que aparecían y desaparecían. Pero si pudiéramos recalibrar los sensores de movimiento y apuntarlos hacia arriba, hacia los árboles, con el ángulo correcto, entonces podríamos descubrirlos antes y hacer algo al respecto. Pero, para eso, tenemos que saber hasta dónde pueden subir.
Hawker señaló las profundas muescas que subían y bajaban por el tronco. Las muescas empezaban en un punto a un metro y medio del suelo y seguían rectas hacia arriba, profundas marcas de garras en la madera viva, que acababan desapareciendo entre la hojarasca que se espesaba.
—Deben de subir por el tronco como los operarios suben por un poste de teléfono cuando deben repararlo —dijo McCarter.
—Ajá —estuvo de acuerdo Hawker—, y nosotros tenemos que subir ahí, para ver hasta dónde llegan. Deme un empujón.
A McCarter no pareció gustarle nada la sugerencia, pero dejó apoyado su fusil y juntó las manos para alzar a Hawker hacia arriba. El piloto se agarró de la rama más baja y trepó.
Tan pronto como Hawker estuvo en el árbol, McCarter cogió el rifle y observó la zona que le rodeaba.
—¿Hasta dónde planea subir?
—Tan alto como ellos —le contestó Hawker.
Miró hacia arriba, mientras el piloto subía por las ramas.
—¿Y cuánto tiempo cree que le va a llevar eso?
—No estoy seguro.
McCarter estudió la jungla que le rodeaba: no estaba muy seguro de que le gustase la idea de estar sólo en medio de aquella selva, pero si aquellos bichos usaban los árboles para ir de un sitio a otro, tampoco estaba muy seguro de querer estar allá arriba.
—Sabía que ésta era una mala idea —musitó para sí—. No puedo creerme que estemos aquí…
—No debería pasarnos nada —dijo Hawker desde arriba—. Creo que esos seres son, sobre todo, nocturnos.
—Es esa parte del «sobre todo» la que me preocupa —le replicó McCarter, mirando nervioso a su alrededor—. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Cuando digo aquí, no me refiero a entre los árboles, con usted, justo ahora… me refiero a que estemos aquí en general. Deberíamos habernos ido cuando los
chollokwan
nos dieron su aviso. Deberíamos habernos ido tras los fuegos, cuando Devers quería que nos fuésemos.
Hawker hizo una pausa en su ascensión.
—Nos habríamos evitado un montón de problemas.
—Joder, sí… ¡vaya que sí! —exclamó McCarter—. Quiero decir: ¿en qué cojones estábamos pensando?
Agitó la cabeza.
—Bueno, sé en lo que estábamos pensando: somos la gente importante, tenemos las armas… nadie nos dice lo que tenemos que hacer.
Allá arriba, en el árbol, Hawker se echó a reír.
—¿Cree que estoy bromeando? —dijo el arqueólogo, mirando hacia arriba—. Pues no, hablo muy en serio.
McCarter se notó agitado, hiperventilando, intoxicado como un niño que se ha comido cinco tabletas de chocolate de una tirada…
—Se lo digo como lo pienso —continuó—: Deberíamos de habernos largado ese mismo día. Tendríamos que haber puesto pies en polvorosa, escapando de aquí. Deberíamos haber vuelto a aquel hotel, haber pedido una buena botella de escocés y habernos ido al
spa
a pasar el día.
Hawker se burló:
—No me parece que usted sea uno de esos tipos de balneario…
—Tiene usted razón, no lo soy —dijo el investigador, reconociendo el fallo en su lógica—. ¡Al infierno el
spa
… me hubiera conformado con la botella de escocés! La cosa es que deberíamos de haberles dejado este sitio a los
chollokwan
, como ellos querían que hiciésemos.
—Me gustaría saber qué es lo que ven los
chollokwan
en este lugar —se preguntó Hawker.
McCarter pareció asombrado:
—¿Qué quiere decir?
Hawker se encogió de hombros, como si la cosa fuera obvia.
—Lo que quiero decir es: ¿por qué están tan enfadados con nosotros? Vale, lo entiendo: no deberíamos de estar aquí, estamos profanando este lugar con nuestra presencia, somos para ellos la plaga o lo que sea. Bueno, ¿y qué? Para empezar este lugar no es suyo, ¿verdad? Es un templo maya. Un templo que lleva tres mil años abandonado. Entonces, ¿por qué cojones les interesa?
—Bueno, probablemente es porque… —empezó a decir McCarter. Hizo una pausa, frotándose la frente y ordenando sus pensamientos—. Yo diría que se debe a…
Esta vez se quedó totalmente mudo: no tenía el menor sentido. No había ninguna razón para que los
chollokwan
mostrasen interés por el templo, ni para que les importase la intrusión del NRI. El templo era una estructura maya, de eso no había dudas, y no había indicación alguna de que los
chollokwan
lo hubieran adoptado como propia, no había rastro de su presencia en el claro ni parecía que hicieran uso del lugar. Incluso lo dejaban atrás varios meses seguidos durante sus correrías nómadas, algo que normalmente no se hace cuando uno tiene lugares sagrados que es preciso proteger con violencia contra los intrusos.
De hecho, cuanto más pensaba en ello menos sentido tenía: los dos grupos eran prácticamente opuestos. Los mayas tenían una civilización estructurada y rígida, incluso allí, en lo que probablemente era uno de sus primeros asentamientos. Construían cosas y otras las cambiaban, alteraban la faz de la naturaleza a su alrededor. Talaban la selva y la civilizaban.
Como todos los constructores, los mayas se pintaban a sí mismos en todos los lugares visibles: sus templos, sus ciudades y las estelas que tallaban, todo estaba pensado para recordarle al mundo quiénes eran y lo que habían hecho. Estaban muy al tanto del paso del tiempo y muy dedicados a perdurar como pueblo.
Pero los
chollokwan
eran diametralmente distintos: permanecían en un segundo plano, formando parte del mismo tejido de la naturaleza, como el jaguar, los árboles y las hormigas. Vivían únicamente el momento, sin cambiar nada y totalmente aislados. Aunque modificaban la naturaleza de pequeñas maneras, hacían poco por cambiarla; sólo dejaban tras de sí sus pisadas…
Finalmente alzó la vista hacia Hawker:
—No debería interesarles —dijo.
—Pero les interesa —le replicó el piloto.
—Sí —estuvo de acuerdo McCarter—, ciertamente les interesa mucho.
Mientras McCarter consideraba esto, Hawker reinició su escalada, tratando de alcanzar el punto en que los animales detenían su subida. Se afanó a un lado del árbol, y luego al otro, subiendo a pulso otra rama más y luego deteniéndose.
—Muy bonito —dijo, en un tono que significaba exactamente lo opuesto.
McCarter no podía ver qué inspiraba preocupación al piloto:
—¿Qué pasa? —preguntó
—Que hay algo aquí arriba —anunció Hawker con una cierta nota de repugnancia en su voz.
—¿Qué clase de algo? ¿Un algo que es una bestia?
—No —le respondió Hawker—. Parece un nido. Es sobre todo de barro y hojas.
—Bueno, ¿acaso no tienen que haber nidos por ahí arriba? —le comentó McCarter—. Quiero decir que hay un montón de animales…
—Hay una mano saliendo de él…
El rostro de McCarter se ensombreció.
—Oh, sí —dijo—. Eso no es bueno.
—Cuidado —advirtió Hawker—. Voy a ver si puedo tirarlo abajo…
McCarter se apartó de la base del árbol y fue a un punto desde el que podía ver mejor. El piloto estaba a unos veinticinco metros de altura, dándole patadas a un objeto ovalado hecho de barro. El nido estaba agarrado al árbol en el ángulo en «Y» entre el tronco central y una rama principal. No podía ver la mano que salía, pero la cosa era lo bastante grande como para poder contener a un hombre.