Authors: Graham Brown
—Póngale la mano encima —le dijo a McCarter.
Con algunas dudas, McCarter hizo lo que le pedía. No notó nada.
—Los animales muertos irradian calor —le explicó el sudafricano—. Cuando matas a uno, puedes notar el calor brotando por sus heridas. Pero no en esta cosa…
—¿Y qué significa eso?
—Quizá que es de sangre fría, aunque más fría de lo que nosotros conocemos.
—Eso explicaría por qué los sensores tienen problemas para detectarlos —intervino Danielle.
Verhoven señaló a la cola, cuya punta estaba dividida en dos, como un par de aguijones.
—¿No les recuerda nada?
Danielle asintió con la cabeza: el cadáver en el agua con los dos grandes agujeros en el pecho, heridas de algo que había entrado y salido.
Un momento más tarde Hawker se les unió. Dio una breve mirada al animal.
—Muy majo —comentó—. ¡Este viaje es tan divertido!
Miró a McCarter:
—No olvidemos para qué hemos entrado aquí abajo.
Estuvieron de acuerdo con él y, a pesar de su enorme sensación de asombro, siguieron adelante por el sendero que llevaba más allá de la plaza. Éste les condujo hacia la parte más profunda de la cueva, allí las paredes se estrechaban y volvían a ser lisas. Más trabajo con herramientas. Continuaron por un valle que se iba haciendo angosto, y que pronto se convirtió en un túnel, cuando el techo se hizo más bajo. Y ese túnel tallado en la roca llevaba a una puerta rectangular, aún más estrecha.
El hueco era de menos de metro veinte de alto y quizá cuarenta y cinco centímetros de ancho. Tuvieron que entrar, apretándose como pudieron para poder pasar. Tan pronto como llegaron al otro lado una voz, débil y rasposa, les llamó:
—¿Señor Kaufman?
McCarter le respondió:
—Somos nosotros y no Kaufman, Susan.
Ella salió de las sombras:
—¿Doctor McCarter?
—Sí, ¿estás bien?
Corrió hacia ellos y directamente a los brazos de McCarter que, algo azarado, la apretó en un abrazo de oso. Podía oír cómo le silbaban los bronquios y sacó el inhalador que había encontrado y había pensado en llevar consigo. Ella lo usó de inmediato.
—Escuché los disparos —dijo, con los ojos llenándosele de lágrimas—, pero no sabía si…
Se cortó a media frase, mirándoles a los rostros y deteniéndose en el de Hawker: parecía confusa.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Qué les ha pasado a los hombres de Kaufman?
—La mayor parte de ellos están muertos —le explicó McCarter—, Kaufman está arriba sujeto con sus propias cadenas. Te escuchamos por la radio… pero al parecer tú no nos podías escuchar a nosotros.
—No conseguía obtener ninguna respuesta —les dijo—. No estaba segura de usarla bien y creo que gasté la batería tratando de llamar.
Luego, pasó a explicarles el ataque y los detalles de su supervivencia:
—Cuando mataron al otro hombre, la radio fue deslizándose por el suelo hasta golpearme. La cogí y eché a correr —contó—. Llegué hasta aquí y encontré esta puerta. Resultó que no había salida, pero cuando intenté volver ya estaban aquí esas cosas, tratando de entrar. Rascaron e intentaron forzar la entrada durante horas, pero supongo que no cabían. Así que aquí me quedé.
—Eso está muy bien —dijo Hawker—, pero aún tenemos que volver por ese camino, para poder salir. Y cuanto antes nos vayamos… mejor.
Susan tomó a McCarter de la mano.
—Sí —dijo muy seria—, pero hay algo que deben ver antes…
Los llevó hacia más adentro en la cámara por un largo pasillo, pasando junto a una habitación abierta y vacía y luego otra. Eran habitaciones que habían sido excavadas en la roca, habitaciones de paredes lisas y verticales y lisos y planos suelos. Era otra muestra de trabajo bien hecho, similar a la plaza de fuera. De hecho, allá donde las pisadas de Susan habían apartado el polvo, el suelo brillaba como lujoso mármol. McCarter se agachó para examinarlo.
—Allí —dijo Susan, arrodillándose junto a un montón de cascotes y tierra.
Mientras McCarter se acercaba adonde estaba Susan, Danielle trabajaba con sus instrumentos. Miró la habitación: la pared más lejana y el techo se habían desplomado, pero aquel espacio mismo era un trabajo increíble. Tenían que estar cerca. Volvió a conectar el contador Geiger, que comenzó a sonar de inmediato, algo más deprisa que antes.
Hawker alzó una ceja.
—Aún es un nivel bajo —le aseguró ella.
—Haz el favor de avisarnos antes de que empecemos a brillar.
Ella sonrió y se apartó, acercándose a la pared caída. Habían lecturas positivas en un segundo instrumento y el contador Geiger sonó con más urgencia: había radiación en las piedras, o en algún lugar tras ellas.
Susan la llamó:
—Ahí —dijo, llamando a Danielle y los otros para que fueran adonde había llevado a McCarter.
Danielle se dio la vuelta y se acercó más. Una figura yacía allí, parcialmente oculta por los montones de rocas. En la gris oscuridad los huesos parecían los de un ser humano, pero cuando las luces convergieron sobre ellos quedó claro que no era así.
El cuerpo tenía la talla de un niño, tal vez midiera un metro veinte. Las piernas y la pelvis habían sido separadas del torso y la carne que en un tiempo habían sostenido hacía mucho que había sucumbido a la putrefacción. Sin embargo, lo que quedaba era lo bastante asombroso como para hacerles olvidar al animal que habían estado observando unos minutos antes.
McCarter se arrodilló junto a la figura. Tenía que tocarla para convencerse de que era real.
—¿Qué es esto?
Danielle sólo pudo susurrárselo:
—Esto es por lo que hemos venido aquí.
Nadie la oyó; estaban como hechizados por la visión que tenían ante ellos: otra forma de vida, aunque ahora muerta. Otro ser bípedo, casi humano en su forma.
Su cráneo tenía la forma de un amplio óvalo, ensanchándose por detrás y estrechándose en el mentón. Era grande en comparación con el cuerpo, desproporcionado como el de un niño o un bebé. En la parte superior de la cara había un par de grandes huecos vacíos, que debieron de contener unos ojos; y se veían unas prominencias óseas encima de esas cuencas y una frente que se inclinaba fuertemente hacia atrás. Otros cuatro orificios, inclinados hacia dentro indicaban dónde debió de estar la nariz, y una mandíbula simple, con dos anchos y planos dientes yacía suelta, junto a la cabeza.
En lugar de caja torácica, el cuerpo tenía dos anchas placas que se curvaban hacia fuera desde la clavícula, envolviendo al cuerpo y fundiéndose juntas al frente, cubriendo por completo la cavidad torácica con algo parecido al exoesqueleto del animal de fuera.
McCarter tocó el frágil cráneo, pasando la yema de su dedo por la lisa superficie. Le recordaba a un cangrejo de mar que había encontrado una vez, cuando era niño, varado en la playa.
—Cuando lo hallé estaba casi totalmente cubierto —les dijo Susan—. Retiré la mayor parte de los escombros. Eso me ayudó a pasar el tiempo.
—¿Qué es esto? —preguntó McCarter—. ¿Algún tipo de mutación?
Danielle negó con la cabeza.
—No —dijo—, me temo que no.
Danielle Laidlaw se quedó mirando el cuerpo un rato más. Era más de lo que había esperado. De hecho, había perdido las esperanzas de hallar algo, debido a que todos sus esfuerzos habían sido en vano y, sobre todo, por tener que estar recordándose constantemente a sí misma que tras las increíbles afirmaciones de Gibbs había una sólida evidencia científica: la radiación y el residuo de tritio en los cristales probaba que éstos habían sido empleados en una reacción nuclear, una reacción de fusión fría, y los cristales habían sido fabricados a propósito, originados de algún modo en un ambiente desprovisto de gravedad o en un campo magnético.
Y, sin embargo, todos los estudios e investigaciones que había ordenado efectuar Gibbs llegaban a la conclusión de que algo así era matemáticamente imposible. Y, cuando se les había hecho considerarlo como una hipótesis, los expertos habían afirmado que cualquier nave llegada de otro mundo debería de haber sido no tripulada. Era la única explicación factible. Después de todo, el noventa por ciento de los vehículos lanzados al espacio desde la Tierra van sin tripulación, como por ejemplo todas las sondas planetarias y las enviadas al espacio profundo. Los vehículos no tripulados son más baratos, más fáciles de construir y, a menudo, más útiles. Parecía razonable pensar que otras especies inteligentes se enfrentasen a las mismas condicionantes económicas.
Durante todo ese tiempo, Gibbs había estado trabajando sobre la teoría de que una sonda llegada del espacio había caído allí y había sido saqueada por aquella gente proto-maya. La habían desmontado, había dicho, y algunas de sus piezas se habían convertido en los cristales de Martin. Para hacer un viaje así, una sonda habría necesitado de mucha energía, una energía limpia y eficiente, y la fusión fría parecía ser la fuente de esa energía. Y si fueran capaces de encontrarla y hallar esa fuente…
Danielle se dio la vuelta y su linterna pasó por sobre los montones de rocas caídas antes de posarse en la pared más lejana. Caminó hacia ella y el contador Geiger comenzó a sonar de nuevo.
—¿Hay algún otro pasadizo aquí abajo?
—Si lo hay, yo no lo he encontrado —le contestó Susan.
Miró a su alrededor: no vio nada que refutase aquello. Se quitó la mochila y sacó un ordenador portátil que había cargado con la información de los análisis del terreno, por ultrasonidos y electromagnéticos, que había hecho Kaufman. Buscó una representación tridimensional de la caverna.
La resolución era buena, pero como la pantalla era plana, en ciertos puntos resultaba difícil determinar las tres dimensiones. Manipulando la imagen de la pantalla, al cabo fue capaz de determinar su situación con relación a la del lago. Dio un giro total a la imagen para poder contemplarla desde el otro lado y luego aumentó la imagen con el zoom para ver con más detalle el punto donde se encontraban. No indicaba nada fuera de lo normal, sólo agua, espacio abierto como la habitación en que se hallaban y roca. Había otras cámaras en la caverna, pero eran irregulares, fracturadas y de formas naturales. Lo que andaban buscando estaría allí.
Danielle estudió de nuevo la cámara en la que se hallaban: era muy grande, a pesar de la parte hundida, pero estaba totalmente vacía, a excepción del cuerpo que habían hallado. Casi parecía haber sido saqueada. Bueno, no saqueada, que eso era un trabajo sucio; más bien parecía haber sido vaciada a propósito; limpiada e higienizada, tal como habría hecho ella si hubiera tenido oportunidad. Se preguntó si alguien habría llegado antes al lugar arqueológico, pero en seguida descartó tal posibilidad: no habrían dejado allí el cuerpo. Estudió los cuatro rincones de la habitación, yendo de uno a otro y comprobando sus instrumentos. Caminó de vuelta al estrecho pasillo y examinó la otra sala por la que habían pasado. Tampoco había nada allí, sólo un espacio cavernoso y vacío, de las dimensiones de un almacén, pero absolutamente vacío, igual que la habitación en la que se hallaban.
Alzó la cabeza y lo examinó todo otra vez, confiando desesperadamente en hallar una señal de que hubiese maquinaria, equipos o conducciones de cualquier tipo, pero ni siquiera se veían los restos de algo así. Alrededor suyo no había nada más que la lisa y pulimentada piedra. Tendió una mano y tocó la pared. No había nada que llevar a casa, ningún premio que lograr.
Con un fuerte suspiro bajó la pantalla, cerrando el portátil con un chasquido.
Se levantó lentamente: el grupo la estaba mirando. Se volvió hacia ellos:
—Tendríamos que pensar en irnos de aquí —les dijo—. Cuanto antes, mejor.
McCarter habló por el grupo; su mirada era dura.
—Creo que todos nos merecemos una larga explicación. Pero quizá no sea ni el momento ni el lugar…
Ella se dio cuenta de que la estaban juzgando con dureza.
—Quizá éste sea el mejor momento —le dijo—. Puede ser la única posibilidad que tengamos.
Dándoles una versión resumida, Danielle les explicó cómo los cristales de Martin habían sido examinados por el NRI, a petición de un ayudante de cuidador del Museo de Historia Natural, y como eso había llevado al descubrimiento del residuo de tritio y otros subproductos radioactivos en las inclusiones. Les explicó que un análisis estructural había demostrado que los cristales se habían formado de un modo que no podía ser reproducido en un ambiente gravitatorio. Los únicos cristales con el mismo tipo de absoluta simetría eran aquellos que había creado la NASA en el Skylab a mediados de los setenta y a bordo de los transbordadores espaciales en misiones realizadas en los noventa. Les explicó cuál era la composición química de los cristales y cómo ésta indicaba que habían sido usados en una reacción nuclear sostenida de baja energía: la fusión fría.
—Pensaba que había quedado demostrado que la fusión fría era un timo —dijo McCarter.
—La mayoría de la gente piensa eso —admitió ella—, pero recientemente se ha trabajado lo suficiente como para poder refutar tal afirmación. Al menos ante aquellos que están dispuestos a escuchar. El NRI ha estado involucrado en estudios que demuestran que la fusión fría podría ser una realidad sostenible, y cuando esos cristales cayeron en nuestras manos, empezamos a buscar su fuente. Eso nos trajo aquí.
Querían saber más.
—Los datos de los cristales de Martin nos revelaron un material que es exacto al que, teóricamente, sería óptimo para fabricar un reactor de fusión fría. Eso, junto con el resto de información, nos llevó a creer que los cristales provenían de un vehículo espacial de algún tipo, uno que necesitaba de una energía fiable para un viaje tremendamente largo. Nuestra mejor suposición era que aquellos predecesores de los mayas habrían encontrado una sonda caída del espacio y le habían arrancado algunas piezas para usarlas en sus ceremonias. Después, cuando ellos abandonaron la escena, las piezas habrían llegado a poder de los
chollokwan
y, de éstos, a Blackjack Martin. Nuestro objetivo era recuperar la parte principal de ese vehículo. Entonces, podríamos deconstruirlo, hacerle ingeniería inversa, y avanzar varias generaciones de golpe.
Danielle se detuvo, vio que la estaban mirando de un modo extraño.
—Veamos… yo no puedo explicar cómo llegó esto aquí, pero puedo explicar una simple posibilidad, una que se basa en cuestiones muy simples, nada de principios relativistas, ni de agujeros de gusano o algo tan exótico. No, en simple física lineal. En 1988, la sonda Voyager de la NASA salió de nuestro sistema solar. Actualmente está a unos doscientos noventa mil millones de kilómetros del sol, y sigue transmitiendo. Un nuevo tipo de propulsión, que la NASA ya ha probado, podría cubrir esa distancia en la décima parte de tiempo: se llama NEXIS, acrónimo de
Nuclear Electric Xenon Ion System
, o sea, sistema nuclear—eléctrico de iones de xenon. Funciona a base de acelerar electromagnéticamente iones cargados, y no a base de crear químicamente impulso, en un motor cohete. Es extremadamente eficiente y muy potente, durante largos períodos de tiempo. Con la segunda o tercera generación de ese sistema podríamos hacer en seis meses lo que al Voyager le ha costado dos décadas. Y después de eso se habla de usar métodos de propulsión aún más rápidos, como utilizar los vientos solares, explosiones termonucleares controladas como empuje inicial… cosas que incrementarían la velocidad de la nave otras veinte veces más. Con un sistema como ése, podríamos llegar a la estrella más cercana en un periodo relativamente corto de tiempo: tres o cuatro siglos como mucho. Y este templo ha estado aquí levantado unos treinta… hagan las cuentas. No hay nada raro en todo esto: lo único que se necesita es tiempo y energía, una energía limpia y de poca masa. La fusión fría es la respuesta.