Authors: Graham Brown
La irritación de Hawker se transformó en tristeza.
—¿Ni siquiera te molesta que haya muerto gente que confiaba en nosotros?
—También ha muerto gente a la que apreciaba. Irnos de aquí no va a devolverles la vida…
—Pero mantendría vivos a otros…
—Irnos ahora significaría que han muerto para nada. Acabaremos esto, para que su sacrificio tenga sentido.
Hawker estaba molesto.
—Estoy harto y asqueado de oír a gente que habla de hacer algo para honrar a los que han caído, cuando en realidad lo están haciendo por sus propias y egoístas razones.
Los ojos de ella se estrecharon y notó que cambiaba de táctica:
—¿Sabes una cosa, Hawker? Es un poco tarde para venirme con moralinas… sabías que esto era una posibilidad. Conoces este negocio.
—Sí conozco este negocio… pero, ¿qué me dices de ellos? —señaló a través del campamento—. ¿Conoce McCarter este negocio? ¿Y Polaski, o su hija, o Susan Briggs… conocían este jodido negocio? ¿Y qué hay de los porteadores, Takia y Segun? Tenían familias, tenían sus vidas…
—¡Yo no los quería aquí! —gritó ella—. Pero no tuve elección…
—No importa —dijo él, con un tono más controlado—. Ganamos anoche porque la gente de Kaufman se esperaba otro tipo distinto de ataque. Eso los convirtió en blancos fáciles. Pero no tendremos la misma suerte la próxima vez…
Ella miró al otro lado del campamento, donde estaba Kaufman enseñándoles a McCarter y Brazos las cosas que había traído su gente.
—Mira, lamento lo que ha pasado aquí. Lo lamento más de lo que puedes imaginar. Posiblemente no me creas, pero, para empezar, yo no quería tener nada que ver con esta maldita expedición. Sin embargo, en nuestro trabajo vas a donde te mandan y haces lo que te dicen que hagas. Y justo ahora tengo órdenes de llevar de vuelta lo que he venido a buscar aquí, sin importar el coste. Es un R.O.C., ¿recuerdas? Todo a por lo que hemos venido está al alcance de nuestra mano. Sólo tenemos que entrar ahí dentro y cogerlo.
—¿Coger el qué?
—No puedo decírtelo.
—Voy a verlo —le replicó, con los ojos desorbitados por lo que ella le estaba diciendo—: Si entramos ahí dentro y lo hallamos, todos lo vamos a ver.
—No sabréis lo que es —le dijo ella con calma—. Aunque lo veáis, no sabréis lo que es. Y no puedo decirte más que eso. Pero es importante, lo bastante importante como para arriesgar vidas para conseguirlo y, sí… lo bastante importante como para perderlas por lograrlo. Es así de crucial, aunque no puedas entenderlo. Podría ser el proyecto Manhattan del siglo XXI, y, maldita sea, no me voy a ir de aquí sin eso.
Hawker se llevó una mano a una sien y se frotó un dolor punzante.
—Haz lo que cojones quieras —dijo—. Realmente, ya no me importa. Pero si entras ahí dentro vas a hacerlo sin mí, y sin nadie más, si puedo evitarlo. No he pasado por todo este infierno para que al final desperdicien sus vidas sin más.
Los ojos de Danielle se estrecharon.
—Maldito seas, Hawker, no me hagas eso. No cometas ese error.
—El error fue venir aquí.
—No, el error es olvidarte de quién eres. Eres un instrumento de esta agencia, para eso es para lo que firmaste. Te guste o no, tu trabajo es ejecutar las órdenes, no darlas —le echó una mirada asesina—. ¿Te crees que no sé por qué te quemaste en tu carrera? Lo sé todo de tu numerito en África, puede que no tenga todos los detalles, pero sé lo bastante. Te apartaste de la gente que establece la política. Te olvidaste de cuál era tu lugar y te convertiste en alguien peligroso para ellos. Dices que no te buscan, pero eso es porque ya estás en prisión… sólo que no ves los barrotes. No puedes ir a ninguna parte, no puedes hacer nada sin que ellos lo sepan, sin que ellos lo aprueben. Y soy la única que puedo hacer que eso cambie.
Trató de no escucharla.
—Esta es tu única posibilidad —añadió—, la última que vas a tener. Ayúdame a llevar esto a buen puerto, y podrás volver a casa como un jodido héroe. La gente que antes te maldecía te cubrirá de alabanzas, y se empujarán los unos a los otros para poder acercarse a darte una palmada en la espalda, insistiendo en que siempre supieron que se había cometido un error en tu caso. ¿No es eso lo que quieres? Tú no quieres que te perdonen, lo que quieres es que reconozcan que tenías razón. Bueno, pues ésta es tu oportunidad, pero si ahora me dejas en la estacada, las cosas se pondrán para ti; mucho peor de lo que puedas imaginar, te lo prometo. Esta vez irán a por ti. Te acosarán.
Hawker se dio la vuelta. Era imposible explicarle el estado de cosas que le había llevado a donde estaba, imposible explicarle que se había cargado su carrera y echado a perder su vida a pesar de saber perfectamente que lo estaba haciendo. ¿Cómo justificar la arrogancia de creer que su éxito llevaría a la Agencia a ver las cosas como las veía él, que era el modo opuesto a como las veían ellos… cómo explicar siquiera la estupidez de tal razonamiento?
Ella no podía imaginar la cantidad de veces que se había maldecido a sí mismo por las decisiones que había tomado, las muchas ocasiones en que había deseado haber cumplido las órdenes recibidas. Y ahora, ella le estaba ofreciendo la misma maldita elección: sigue nuestras órdenes, será mejor para ti.
—Hay gente muriendo ahí —dijo al fin—. Buena gente. Si entendieses algo, te darías cuenta de que es tu gente… nuestra gente.
—¡Joder, Hawker, no es por culpa nuestra! —le contestó ella—. De Devers y Kaufman, sí… la culpa es de ellos.
—Utilizamos a esa gente —gritó Hawker—. Tú mentiste y yo apoyé tu mentira. Y los trajimos aquí, sonriéndoles, hasta la mismísima puerta del infierno. Si no crees que tendremos que pagar por eso, entonces es que, tristemente, estás ciega.
Ella ni parpadeó.
—No voy a irme de aquí con las manos vacías.
Hawker la miró con el corazón lleno de tristeza. Podía darse cuenta de que el precio que deberían pagar iba haciéndose mayor para los dos.
—Desearás haberlo hecho antes de que esto acabe —le advirtió.
Ella miró al suelo y luego le miró brevemente a él, antes de darle la espalda y marcharse hacia el centro del campamento.
Hawker agitó la cabeza, dejando caer la pieza de equipo que había hallado y pateándola a través del claro, para dar salida a su frustración. Voló por los aires, cayó, rodó y se hizo pedazos. Por un momento se quedó mirando los restos rotos, como si tuvieran algún profundo significado.
Fue preciso que oyera unos gritos lejanos para que saliera de su ensimismamiento.
El profesor McCarter corría por el campamento, llevaba algo y hacía señas. El camino de McCarter le llevó primero hasta Danielle. Hablaron brevemente, antes de que él la tomara de la mano y la llevara hacia Hawker. Para cuando llegaron hasta él, McCarter estaba sin aliento.
—Tenemos que volver a entrar en el templo —dijo jadeando—. Y tenemos que hacerlo ahora.
Hawker agitó incrédulo la cabeza:
—Es como si todos hubierais contraído una enfermedad…
McCarter no perdió el tiempo en explicaciones. En lugar de eso, le tendió un objeto de brillante color naranja que llevaba en la mano: la radio FEB de Kaufman. Subió el volumen.
—¿Puede alguien oi…? Señor… fman, por favor, con… —era Susan Briggs, tratando de entrar en contacto con Kaufman con el transmisor de frecuencias extremadamente bajas.
—Está viva —dijo McCarter—. Podemos oír su transmisión, pero ella no puede oírnos a nosotros. No ha respondido a nuestras llamadas. Está en alguna parte de la caverna bajo el templo y, si Kaufman no se equivoca, esos animales están allí con ella. No podrá salir ella sola, hemos de ir a sacarla. Y hemos de ir ya.
Hawker miró de reojo a Danielle. Ambos sabían lo que aquello significaba: que, después de todo, ella iba a tener su oportunidad de explorar la caverna.
—Debes de tener siete vidas como los gatos —le dijo—. Pero trata de no olvidar en qué número estás.
Ella le devolvió una sonrisa: la misma sonrisa radiante y atractiva que le había dedicado cuando se habían conocido. Y, a pesar de lo que ahora sabía de ella, a pesar de todo lo que sentía, tuvo el mismo efecto. De algún modo, borró todo lo anterior.
En la oscuridad de la caverna, bajo el templo, Hawker se apartó de la orilla del lago y observó el agua clara que tenía frente a él. Una capa de suave y blanquecina roca, algún tipo de calcita, cubría el fondo a unos pocos palmos de la superficie. Mientras que, en algunos puntos de ese fondo, se veían grupos de unas esferas del tamaño de guisantes, las llamadas perlas de las cavernas. Y, a la luz de su linterna, todo relucía, como cubierto por una capa de laca líquida.
Dirigió la luz hacia el techo, que estaba a unos doce metros por encima. Allí se veían diferentes formaciones pétreas: enormes estalactitas que colgaban en grupos, como gigantescas dagas de piedra apuntadas hacia ellos, algunas de las cuales llegaban a los cinco metros de largo y un metro de grosor en su base. Abriéndose paso entre ellas se veía una hilera angulosa de puntas más pequeñas, como si fuera una interminable fila de dientes de tiburón, en una formación conocida como una línea de ribete, y más allá colgaba de un saliente una serie de delicados canutillos de piedra, las llamadas pajitas de refresco, cuyas puntas brillaban con la humedad.
—¡Vaya una caverna! —exclamó, y sus palabras tuvieron eco.
Tras él, McCarter, Danielle y Verhoven estaban llegando a la misma conclusión. Incluso el doctor Singh estaba asombrado, y eso que era su segunda visita.
—Una caverna sulfurosa —dijo McCarter, moviendo alrededor su linterna—. La mayoría de las cavernas se forman en la piedra caliza, pero hay algunas que lo hacen en la roca por los efectos del ácido sulfúrico. Por ejemplo, la de Lechugilla en Nuevo México. Eso podría explicar el agua en el fondo del pozo, y también esta agua.
Hawker estudió el agua con su luz. Verhoven y él habían visto varias veces la grabación de Lang y habían escuchado grandes chapoteos. Sabían que el peligro llegaba del agua, aunque no estaban seguros de dónde exactamente. La zona inmediata parecía estar despejada.
—¿Por dónde vamos? —preguntó Hawker.
El doctor Singh señaló:
—Hay un sendero a la derecha, lleva al otro lado.
Hawker encajó su linterna al cañón de su fusil. Los otros le imitaron, excepto Verhoven, que llevaba un tipo diferente de arma: una escopeta de repetición, una Mossberg tomada del arsenal de Kaufman. Su mano derecha accionaba el gatillo, la hinchada izquierda estaba sujeta con cinta americana a la corredera de bombeo, lo bastante apretada como para poderla usar para recargar.
Siguieron las indicaciones de Singh y fueron por el sendero, caminando en fila india y vigilando el agua por si había señales de peligro. Hawker iba en cabeza, seguido de cerca por Danielle, que llevaba una pequeña mochila con el equipo, además de un contador Geiger portátil que llevaba sujeto a la pierna y hacía un pequeño ruido a cada paso que daba.
—Sólo es una precaución —había explicado—. Los cristales de Martin mostraban señales de contaminación radioactiva. Al igual que el terreno, arriba.
—Gracias por decírnoslo ahora.
—No te preocupes, es todo de muy baja intensidad. Tendríamos que estar aquí años para que nos afectase.
Hawker había lanzado un gruñido:
—Que es algo que sabemos que no vamos a hacer…
Siguieron el tosco camino hasta la presa. Los siete estanques y la piedra plana de la plaza estaban detrás.
—Aquí es donde estaba el hombre quemado —explicó el doctor Singh—. Los estanques son de ácido.
Señaló a la plaza.
—A los otros parece que los mataron allí.
Hawker estuvo de acuerdo:
—Las últimas imágenes de la grabación eran de ese lugar —luego le preguntó a Verhoven—: ¿Estás preparado?
El sudafricano asintió.
—Ya sabes que esos cartuchos no hacen mucho cuando llegan a una profundidad de metro veinte o metro y medio…
—Ajá —aceptó Hawker—. Pero serán una jodida llamada de despertador, si es que hay algo dormido allá abajo.
Verhoven asintió con un gesto.
—Te cubriré las espaldas.
Hawker fue hacia la presa y subió a ella sin dejar de vigilar el lago; luego le dio la espalda. Verhoven tomó posición al final de la estructura, preparado y dispuesto por si algo iba a por Hawker desde el lago a sus espaldas. El piloto se acercó al primer estanque, disparó dos rápidas ráfagas dentro y luego se echó atrás, esperando alguna reacción. El sonido de los disparos retumbó por la caverna y volvió a ellos en ecos desde la oscuridad, en oleadas recesivas… pero no pasó nada. Uno comprobado, quedaban seis.
Hawker fue hacia los otros estanques y repitió el procedimiento hasta que hubo hecho la prueba con todo el conjunto. Al parecer los estanques estaban vacíos.
Se subió a la presa e hizo una rápida inspección de los alrededores. Satisfecho, les dijo que todo estaba despejado.
—Una extraña formación —dijo McCarter—. Siete estanques. Es curioso: Siete Cavernas, Siete Cañones.
Danielle estuvo de acuerdo:
—Y «El Lugar del Agua Amarga» —añadió—. Dígame otra vez dónde estaban los otros —le pidió a Singh.
—Ya no estaban —le explicó el doctor—, pero por los restos de sangre, parece que a un hombre lo mataron allí. Y al otro en aquella dirección.
Señaló a un punto en la parte más alejada de la plaza.
Hawker apuntó con su linterna hacia allí, a la parte lejana de la caverna. Con el lago en su parte frontal, la plaza se extendía unos sesenta metros, con parte trasera acabando justo en la pared de piedra de la caverna. En el lado más cercano a ellos se hallaban la presa y los estanques, además de más caverna abierta. En el lado más lejano la pista rota del sendero parecía continuar hacia una parte más profunda. Hawker se imaginó que ése era el camino que debían seguir.
Dirigió el haz de luz por encima de la plaza, hacia el sendero por el que acababan de llegar. Se detuvo: unas olitas se estaban formando lentamente en la superficie del lago, una superficie que momentos antes había sido plana como un cristal. Sus ojos fueron de un lado a otro, mientras enfocaba la luz hacia las profundidades de la caverna y luego hacia el agua de nuevo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Danielle.
—Algo ha movido el agua —le contestó—. Entrando o saliendo de ella.
Las manchas resecas de sangre en las losas mostraban que dos de las víctimas habían sido atacadas en la parte abierta de la plaza. Ése no era un buen sitio en el que detenerse…