Authors: Graham Brown
—Vamos —dijo—, necesitamos ponernos a cubierto.
Hawker los llevó a la parte de atrás de la plaza, a un lugar en que el liso suelo se encontraba con la irregular piedra natural de la pared. Se apretaron contra ésta, con Hawker a la derecha y Verhoven a la izquierda, y con la amplia extensión de la plaza por delante de ellos. Tácticamente era un buen lugar: nada podía ir hacia ellos por su espalda, solamente por los lados y por delante, y eso dejaría a un atacante expuesto a un tremendo fuego.
—¿Ves algo? —le preguntó Verhoven.
—Sólo agua.
Verhoven iba a volver a hablar, pero se quedó callado cuando a sus oídos llegó un sonido apagado, un sonido raspante, como el que produciría una piedra arrastrada sobre otra.
Danielle apagó el contador Geiger para poder escuchar bien.
—¿Qué ha sido eso? —susurró McCarter.
Nadie podía decírselo. Pero sus ojos fueron de un lado a otro buscando la fuente del sonido, y las luces de sus linternas se entrecruzaron en la oscuridad.
El sonido volvió: dos largas y lentas rozaduras, precedidas de un extraño clic apagado.
El grupo cayó en un absoluto silencio, con sus ojos esforzándose por ver en la oscuridad.
—¿Y si es Susan? —preguntó McCarter. Desde que habían entrado en la caverna habían tratado varias veces de ponerse en contacto con ella por radio, pero no lo habían logrado—. ¿Y si ha habido un derrumbe en la caverna, está atrapada, y está tratando de hacernos señales? A las víctimas de las avalanchas se las encuentra así a veces…
Hawker escuchó atentamente cuando se oyeron los sonidos de nuevo.
—No es ella —dijo.
—¿Está seguro? —dudó McCarter—. Porque…
—Los sonidos se superponen —afirmó el piloto—. Hay más de una fuente.
Desde la absoluta oscuridad el sonido les susurraba, bajo pero inconfundible: raspa, raspa.
—¿De dónde diablos viene? —preguntó Danielle, con sus ojos yendo de un lado a otro.
Era una buena pregunta; con la extraña acústica de la caverna, el sonido parecía llegar de todas partes a un tiempo: ras, ras, ras…
A la izquierda de Hawker, McCarter, Danielle y Singh se esforzaban por permanecer quietos. Los ignoró, escudriñando con cara hosca a su alrededor. Sabía que Verhoven estaría haciendo lo mismo y que, armados y con las espaldas pegadas a la pared, estaban en buena posición. Había algo allá que los estaba acechando, arrastrándose desde la orilla del lago o reptando desde las profundidades de la caverna; pero iba a tener que cruzar el terreno abierto antes de poder caer sobre ellos.
—Quédense pegados a la pared —susurró—. Pase lo que pase, quédense pegados a la pared y no se nos interpongan.
Ras, ras. El ruido era ahora más fuerte, sonaba, más cerca.
McCarter y Danielle se apretaron contra la piedra. El doctor Singh les imitó.
Hawker forzó la vista en la oscuridad, moviendo la luz cuando aquellos sonidos volvieron a estremecerle. Pero siguió sin ver nada. Al lado derecho, su lado, la plaza se extendía unos veinte metros antes de que la irregular pared de la cueva tomase su lugar. Más allá, la caverna se ensanchaba y un largo dedo del lago parecía extenderse hasta la formación rocosa de detrás. Aquella zona ofrecía la única buena cobertura frente a cualquier cosa que se les aproximase, y era difícil ver en la oscuridad, pero una observación constante no había mostrado nada.
—Es por tu lado, Pik.
Verhoven negó con la cabeza.
—No lo creo.
Ras, ras.
—Tiene que ser por ahí…
El sudafricano se irritó:
—¡Te digo que no hay nada por aquí!
El hueco sonido raspante les llegó de nuevo: más lento y apagado. Y luego sólo hubo silencio… que al poco les dio más miedo que los sonidos que lo habían precedido.
En aquel silencio que no acababa esperaron, atentos a cualquier señal de peligro. Pero ni vieron, ni oyeron nada: no hubo movimientos, ni rumores, únicamente el latido de sus corazones, el rítmico gotear del agua en la distancia y la irreal sensación de que el tiempo había llegado a su fin.
El suelo de piedra brillaba por la humedad y los pesados vapores de azufre flotaban en el aire, pero nada se movía en la caverna.
Hawker miró hacia la izquierda, para asegurarse de que Verhoven no había pasado nada por alto, y luego de nuevo a la derecha. ¿Qué demonios estaban olvidando?
Mientras esta pregunta corría por su mente, vio por el rabillo del ojo un minúsculo destello: era una mota de polvo que caía por el haz de luz de la linterna de Danielle, brillando incandescente mientras pasaba, como una minúscula estrella fugaz. Y sólo entonces se dio cuenta de su grave error… miró arriba.
—¡Muévete!
Agarró a Danielle y la empujó a un lado, mientras una sombra caía desde el techo, que estaba a unos quince metros de altura. El animal dio en el suelo donde ella había estado, logrando rasgar de un zarpazo la parte trasera de su pantorrilla, a pesar de que Hawker estaba tirando de ella. El grupo se dispersó, con sus haces de luz bailando locamente en la oscuridad, mientras brillaban fauces y zarpas e hilillos de repugnante saliva volaban por el aire.
El animal se giró y se abalanzó contra el doctor Singh.
Una posta de la escopeta de Verhoven lo mandó rodando por el suelo.
—¡Cuidado! —gritó McCarter.
Una segunda bestia se había dejado caer tras del sudafricano. Mientras se lanzaba contra su espalda el cañón del arma de Hawker escupió relámpagos, y las ráfagas iluminaron la caverna con un efecto estroboscópico. Las balas alcanzaron al animal mientras volaba por el aire para caer sobre Verhoven.
Éste se derrumbó hacia delante, mientras el piloto disparaba de nuevo. El animal aulló y de nuevo saltó por el aire. Y cuando la luz de McCarter le dio justo en los ojos, la bestia siseó, escupiéndole, huyendo luego hacia la oscuridad, con un reguero de balas siguiéndola.
Los haces de luz se entrecruzaban en la oscuridad. Los sonidos de los animales correteando y siseando competían con los fuertes pasos de los hombres, los gritos de advertencia y el fuego de los disparos, y todo ello creaba ecos en la cámara.
Por ese entonces, Danielle ya se había arrastrado de nuevo hasta la pared. Sacó una bengala y la tiró en medio de la plaza. El magnesio ardiente les había cegado al principio, pero cuando la luz carmesí llenó la caverna, les mostró una forma deslizándose hacia el interior del lago, otro animal arrastrando su dañado cuerpo por sobre las losas de la plaza y un tercero todavía en el techo, escapando del escenario de la batalla, con sus garras asiéndose a las protuberancias de arriba y su espalda cara al lago.
—¡Hawker! —gritó Danielle, señalando al techo.
El piloto se dio la vuelta, apuntó al ser y disparó. Herido, aulló de dolor: era como el grito de un pájaro tropical, amplificado un millar de veces. Sus patas traseras perdieron su agarre y quedó colgando por un momento, mientras Hawker le disparaba de nuevo. Alcanzado por segunda vez, el animal cayó al lago, aullando en su agonía. Una cascada de trozos rotos del techo le siguió en su caída, y todo junto chocó con el agua con un tremendo chapoteo.
Ahora, Hawker entendía lo que había pasado: los animales habían salido del agua, habían subido por las paredes laterales y acechado a los humanos desde su posición invertida, arriba en el techo. El sonido que les había inquietado era el de las zarpas de los animales asiendo y soltando la piedra, y el rozar era el de sus duros cuerpos deslizándose por entre las estalactitas y otras protuberancias del techo. Observó su irregular superficie: las estalactitas y otras formaciones medio ocultaban profundas depresiones, y hacían imposible verlo todo con rapidez y por completo, desde una sola localización. Más allá, McCarter también estaba mirando hacia arriba, mientras que Danielle tiraba otra bengala.
Mientras los demás observaban el techo, Verhoven se puso en pie. Había caído sobre su mano herida y ésta palpitaba, causándole más dolor del que hubiera imaginado. La cinta americana que sujetaba la escopeta se había desprendido en parte, pero el sudafricano logró bombear otro cartucho, antes de arrancar su mano del arma con irritación. Observó la plaza y luego miró hacia el techo. No viendo señales de peligro, volvió su atención hacia la causa de su dolor: el animal herido que se agitaba espasmódicamente sobre un costado, tratando desesperadamente de arrastrarse hacia el lago. Verhoven caminó hasta él, maldiciendo mientras se peleaba para arrancarse lo que quedaba de cinta en su mano. Cuando llegó hasta el ser, apuntó cuidadosamente y luego le atravesó el cráneo con una posta brenekke. La cosa se derrumbo al suelo instantáneamente.
El sudafricano bajó el Mossberg con gran satisfacción. Los otros aún seguían controlando el techo. Él mismo dio otra mirada y luego mostró una sonrisita:
—Se han ido —gritó, con el orgullo de un conquistador en su voz—. Se han ido o están muertos, lo que prefiráis.
Verhoven había estado en más tiroteos de los que podía contar, y cada uno de ellos había tenido su propio ritmo; aquella batalla no era diferente: con un animal muerto y los otros huidos, heridos o muertos, de vuelta al lago… podía notar cómo el peligro se disipaba, desapareciendo como una tormenta que se lleva el viento. Dio una mirada final alrededor, a nivel del suelo y por arriba. Todo despejado. Volvió hacia Danielle y el doctor Singh.
—¿Están bien los dos?
Danielle estaba sentada, con el botiquín de primeros auxilios abierto a su lado, empapando antiséptico en el corte de su pantorrilla.
—Viviré —dijo, más enfadada que otra cosa.
—¿Y que hay de usted, doctor?
—Parece que me he librado de lo peor —dijo Singh, usando el antiséptico en unos cortes en su antebrazo, y mostrando un moretón en la cabeza, allí donde se había dado contra el suelo, mientras trataba de evitar que le alcanzaran las garras.
Algo más allá, Hawker y McCarter estaban examinando sistemáticamente el techo.
—Déjenlo ya —les gritó Verhoven—: Acabarán haciéndose daño en el cuello si lo tienen mucho rato inclinado como si fueran unos jodidos pelícanos.
McCarter hizo una pausa en su búsqueda, miró un par de rápidas veces más y luego bajó el fusil y fue hacia los otros. Pero, un poco más lejos, Hawker siguió comprobando la parte más profunda de la caverna, atisbando en las sombras de entre los candelabros de piedra.
Verhoven se echó a reír:
—Paranoico —comentó.
Se volvió hacia el doctor Singh, asiéndole el brazo herido y girándoselo para verlo mejor.
—Es una buena herida de guerra. Le dejará una bonita cicatriz.
Y, mientras Singh apartaba el brazo, el sudafricano rió de nuevo, más animado de lo que nadie lo había visto antes.
Caminó hacia los otros, McCarter se detuvo para echar un vistazo de cerca al animal que Verhoven había matado. Yacía de costado, muerto, pero aún se le estremecían ciertas partes. Oscuros fluidos brotaban de sus heridas y un extraño y penetrante olor escapaba de su cuerpo. Era un hedor que a McCarter le recordaba el de las verduras podridas. De cerca, el olor era lo bastante intenso como para anular el de azufre de la caverna.
El animal era más pequeño que el que se había llevado a Larsen, tal vez tenía la mitad de su tamaño. Era delgaducho y de patas largas, como si fuera un ejemplar joven. Calculó que pesaría unos noventa kilos, aunque había parecido mucho más grande cuando caía sobre ellos.
Examinó lo que quedaba de su cabeza, muy dañada por el disparo de escopeta que lo había matado, un impacto que hubiera hecho pedazos un cráneo humano. La cabeza era grande para el tamaño del animal, y muy angulada, casi con forma de cuña, estrechándose mucho en la frente. El ojo que le quedaba no tenía párpado, y brillaba bajo algún tipo de gel, como si fuera una piedra pulimentada y húmeda. Era negro del morro a la cola, con franjas de un negro algo menos oscuro, que parecían piel de otra textura. Y esa piel era resbaladiza, por efecto de algún tipo de aceite que parecía estar segregando por millones de diminutos poros.
Su cuerpo era todo ángulos, como si estuviera hecho con planchas superpuestas. Las patas era gruesas, pero sus junturas eran simples y quedaban expuestas, como las bisagras de una puerta, con una muesca en la parte de arriba y otra en la de abajo, y podía verse ternilla allá donde se doblaban, como los cables bajo su aislamiento. El cuello, muy estrecho, casi parecía el de un insecto y tras él habían hileras de cabellos, tiesos y recios como cerdas, que crecían en una «V» convergente.
Era un ser de aspecto diabólico, pensó McCarter, con todo el equipamiento propio de un predador: visión estereoscópica, un cuerpo fuerte y liso, zarpas que parecían hojas de acero dobladas… Su boca colgaba abierta y mostraba unas poderosas y muy musculosas fauces, con dientes que eran como gruesos clavos afilados. De hecho, no se parecía a nada que hubiese visto antes.
McCarter alzó la vista hacia el techo por el que se habían arrastrado las bestias. Y le vino a la mente la imagen de aquella vieja pintura maya: humanos alzándose erectos sobre el suelo, totalmente desconocedores de que los xibalbanos estaban colocados directamente bajo ellos, caminando invertidos con sus patas puestas en la parte inferior de la superficie de la tierra. Se estremeció, mientras los otros iban hacia él.
Como él, todos se quedaron boquiabiertos ante la cosa. Singh parecía especialmente interesado en los orificios de entrada de los disparos de las macizas postas de Verhoven: como en el cristal de una ventana que ha sido atravesado por un balón, las heridas habían tomado la forma de largas fisuras que salían de los agujeros.
Con el cañón de su rifle Singh empujó el cuerpo y hurgó en él. Era rígido. Lo golpeó y casi sonaba a hueco.
—Un exoesqueleto —dijo—. Tiene los huesos por fuera.
Verhoven y Danielle se acercaron.
—Los animales grandes no son así —les explicó el doctor—. Sólo los insectos y los crustáceos.
—Entonces es un jodido
gogga
—dijo asqueado Verhoven, usando la palabra del argot sudafricano para los bichos que se arrastran por el suelo.
McCarter tocó a Verhoven y señaló a una ancha mancha púrpura en su guerrera, allí donde le había golpeado el animal.
—Es algún tipo de secreción —dijo el doctor—. Tiene todo el cuerpo cubierto por ella.
Verhoven se quitó la guerrera de uniforme y la tiró, luego se inclinó más sobre el cuerpo del ser.