Authors: Graham Brown
Cuando la última de las bestias que cargaban cayó muerta, Hawker metió otro cargador en su fusil, lo puso en tiro automático y dirigió su fuego a la línea de los árboles. Los disparos segaron la espesura como una hoz, hiriendo a los
zipacnas
que se escondían allí, justo cuando el sonido de un primer trueno retumbaba en la distancia, con un ruido como de grandes peñascos que caen rodando.
El sol se había ocultado, el firmamento era de un gris que se ennegrecía. Por encima parpadeaban los relámpagos, mientras Hawker proseguía con su ataque, barriendo los árboles de izquierda a derecha y luego al revés. Disparaba y cargaba y volvía a disparar, con los casquillos vacíos de las balas volando a su alrededor, el arma humeando y las primeras gotas de lluvia cayendo al suelo.
Las notó en sus hombros y luego en su cogote: unas pocas gotas esporádicas, pesadas y frías, seguidas por una pausa aterradora. Y, luego, al fin cayó el torrente.
El trueno estremeció de nuevo el suelo, mientras los relámpagos destellaban en el cielo y la lluvia comenzaba a caer en cortinas de agua, golpeando la tierra con el ruido de un tren exprés. En unos segundos la tormenta se hizo más ruidosa que el tiroteo, el avasallador diluvio que llegaba de un frente situado a unos quince kilómetros de altura, allá en el cielo.
Ahora, los animales estaban ocultos, escondiéndose tras la línea de los árboles, cubriéndose del fuego de fusil y del viento cargado de gotas de lluvia. Liberando su sentimiento de culpa y su ira en el ataque, Hawker disparó absorto, incansable y sin pensar en nada más, hasta que el cerrojo del rifle se quedó abierto de golpe y se negó a moverse. Había disparado catorce cargadores, más de cuatrocientas balas. Pero ya no importaba: la lluvia llegaba a torrentes del cielo, inundando el terreno y barriendo el claro con enormes cortinas de agua.
Estudió el lindero de la selva. Todo lo que se podía ver se estaba moviendo: las ramas de los árboles y los arbustos se agitaban de un lado a otro con el viento, las hojas eran arrancadas y fustigadas por el aire cual confeti. Aquello parecía un auténtico huracán, y Hawker se hallaba en su mismo centro, manteniendo el equilibrio con dificultad, entrecerrando los ojos para protegerse de la tormenta y la lluvia que le golpeaban, consiguiendo ver a veces a los animales entre los árboles. Los muertos y los heridos se amontonaban por el suelo.
Una de las bestias salió arrastrándose de la jungla, herida y coja de una pata. Cayó convulsionándose. Otra cayó tras ella, con su cabeza angulosa apenas visible.
Mientras contemplaba la devastación, con su pecho jadeando por la adrenalina, sin darse cuenta de lo que hacía, Hawker bajó su arma.
El trueno estremeció el claro y, después, escuchó los gritos agudos de los
zipacna
, gritos desesperados.
Y sin embargo, a pesar de que el agua caía a mares, uno de los
zipacna
asomó la cabeza por entre los árboles, clavando su mirada en Hawker. Resopló, miró hacia arriba a la lluvia que caía y regresó al relativo refugio de la espesura. Unos pocos segundos después apareció otro. Como el primero, el animal empezó a retirarse, pero luego se detuvo, parpadeando y agitando la cabeza de lado a lado, como un caballo que trata de espantar a unas moscas. Las cortinas de agua caían en todas las direcciones; el animal gruñó amenazadoramente, pero en lugar de retirarse, avanzó, saliendo completamente de entre los árboles. Inclinó su cabeza triangular hacia el cielo y lanzó un aullido sonoro, desafiante.
Junto a él, salió otro bajo el cielo abierto, gruñendo y arañando el suelo, y agitando la cabeza como el primero. Algo más allá, un tercero se unió al grupo.
Hawker se los quedó mirando incrédulo: ahora estaban quietos bajo la lluvia. ¡Bajo el aguacero! A pesar de que llovía a cántaros y arrolladoras cortinas de agua barrían el claro. Y, aunque estaba claro que esa agua les hacía daño, e incluso tal vez les producía quemaduras, en ningún caso los estaba matando.
Cuando Hawker comprendió al fin con terror lo que eso significaba, una larga maldición se escapó de sus labios. Con sus ojos clavados en la más grande de las bestias, dio un paso atrás y luego otro. Y, cuando el animal le miró, él se dio la vuelta y echó a correr.
Los
zipacna
cargaron.
Hawker corrió hacia el templo, deshaciéndose de su fusil para avanzar más rápido.
Dos de los
zipacna
le perseguían. El que iba en cabeza estaba a punto de alcanzarle y se preparaba ya para abalanzarse sobre él, cuando cayó súbitamente al suelo en plena carrera, pues una de sus patas derechas había sido arrancada por uno de los tremendos proyectiles del rifle Barret.
La segunda bestia saltó por encima del cuerpo de la que había sido derribada y continuó persiguiendo a Hawker.
Éste no miró atrás ni por un momento: corrió hasta el borde de la trinchera y saltó por encima justo cuando alguien apretaba el detonador de los explosivos. Las cargas estallaron simultáneamente, y todo el largo del foso se prendió en llamas.
La explosión atrapó a Hawker en el aire y lo lanzó hacia la defensa de barras metálicas en punta. Se retorció mientras caía, para evitar se empalado por ellas, y se golpeó contra una de lado. La barra le atravesó la camisa y le arañó las costillas, pero no llegó a clavársela. Sin embargo, quedó inmovilizado, como un insecto traspasado por un alfiler.
Mientras trataba de liberarse, escuchó el aullido resonante del
zipacna
. Se volvió hacia el muro de llamas y vio a la segunda bestia saltando sobre el fuego, dispuesta a lanzarse directamente contra él. Se aplastó contra el suelo, y el animal quedó empalado en las barras que le rodeaban. El monstruo se retorció agonizante y arrancó las estacas del suelo; después se alejó tambaleante y lanzó un grito que el piloto creyó que le iba a hacer estallar los tímpanos.
Justo mientras el animal gritaba su dolor, Hawker pudo ver que no estaba muerto, y en seguida se dio cuenta del peligro que corría: estaba demasiado cerca de la empinada pared del templo como para que el fusil Barret pudiera ayudarle: el ángulo era demasiado inclinado para aquella arma montada sobre un bípode. Allí no iba a tener fuego de cobertura.
El animal herido se volvió hacia él, con un trozo de barra de metro y medio aún clavado en su pecho. Rasgando su camisa, Hawker se libero de la barra que le retenía a él, pero ya era muy tarde: la bestia estaba alzando sus zarpas y enseñando sus fauces para atacarle. Saltó hacia él, pero la cabeza se le fue hacia un lado y su cráneo estalló, hecho pedazos por una ráfaga de disparos.
Se volvió y vio a Danielle, al pie de la escalinata, colocando otro cargador en su fusil.
—Ya estoy cansada de ver morir a mi gente —le gritó ella—. ¡Ahora salgamos de aquí a toda leche!
Disparó a través del claro, mientras otros
zipacna
iniciaban su desesperada carga, y luego se volvió y subió a la carrera los escalones hacia lo alto del templo.
Hawker la siguió, pero antes se detuvo un instante, para arrancar la barra en punta del pecho de la bestia muerta. Luego corrió tras Danielle hacia lo más alto. Para cuando llegó arriba, en el fragor de la batalla se mezclaba el estruendo de los disparos con los rayos, los truenos y la lluvia. Los
zipacna
estaban delante de ellos, indefensos en un campo de tiro sin cobertura posible, atrapados entre la jungla a la que no querían volver y el muro de llamas… que rápidamente se iban apagando. Al menos una cincuentena de animales vivos habían logrado llegar al claro, muchos de ellos heridos y cojeando. Pero su número descendía rápidamente a medida que el fuego de las armas automáticas se abatía sobre ellos desde arriba. Sin embargo, la masa del grupo seguía empujando hacia delante, y otros
zipacna
continuaban saliendo a la carrera de entre los árboles.
Eric, el último de los mercenarios de Kaufman, manejaba el rifle Barret, disparando a los animales con brutal puntería: elegía su blanco y apretaba el gatillo, luego apuntaba el arma a otra bestia. Colocados a ambos lados, Danielle, McCarter, Bosch y Brazos barrían el terreno con sus fusiles de asalto, mientras que, tras ellos, Susan y el doctor Singh llenaban nuevos cargadores y Devers permanecía en pie, desarmado y lleno de pánico, gritando lo que él creía que eran valiosas indicaciones.
Un grupo de animales traspasó el foso, saltando por encima del moribundo fuego y corriendo hacia los escalones. Danielle y Bosch dispararon escalera abajo, haciendo pedazos a los animales antes de que hubieran subido la mitad de la escalera. Al mismo tiempo, McCarter lo hizo contra un par de animales que estaban escalando por una lisa pared que él había creído imposible de subir. Susan señaló a otro que lo intentaba por el lado sur, y Brazos le disparó hasta que cayó estremeciéndose e incapaz de alzarse.
Allá en el claro, más bestias chapoteaban en el barro, ahora más lentas, como un rebaño cansado pero que seguía avanzando, a pesar de que los humanos continuaban acribillando el terreno.
Hawker tomó un arma y vio que estaba descargada. Buscó otra, pero también estaba vacía. Miró a Susan, que negó con la cabeza: ya no había más cartuchos. Se volvió para gritar una advertencia, pero ya era demasiado tarde: los rifles se iban quedando silenciosos.
Primero uno, luego otro… hasta que sólo siguieron sonando los martillazos del calibre cincuenta. Y, cuando el eco del último estampido se perdió en la distancia, la voz del hombre moderno despareció del claro.
Con la lluvia siseando al golpear el cañón casi derretido del Barret, Eric se alzó y retrocedió para unirse al grupo.
Hawker lo preguntó de nuevo para estar seguro, pero ya no quedaba munición. Fue hasta el borde del techo del templo mientras un zigzag de luz rasgaba el oscuro cielo. En ese fugaz instante de luz purpúrea vio claramente el empapado barrizal: por todas partes yacían animales muertos, mientras que docenas más se agitaban y luchaban por levantarse, mortalmente heridos y agonizantes en el fango, con sus oleosas secreciones destruyendo sus propios cuerpos y ennegreciendo el suelo a su alrededor.
Pero otros aún se movían hacia el templo, quizá los últimos en llegar: bestias que habían escapado a la matanza por pura suerte. Aquellos supervivientes se movían a través del terreno a un paso mucho más lento, como si llevasen encima un enorme peso.
La lluvia les estaba haciendo daño. Aunque no los estaba matando del espectacular modo en que habían visto morir a la larva, les estaba causando un gran dolor. Tras un largo espacio de tiempo acabaría por aniquilarlos, pero Hawker dudaba que nadie en el templo viviera lo bastante como para verlo.
Cuando otro relámpago destelló de nuevo, contó a seis
zipacna
que seguían avanzando. Por mucho que lo pensase no se le ocurría cómo matar siquiera a uno. Comprobó su pistola: le quedaban tres proyectiles, y con toda probabilidad las balas de plomo blando se iban a aplastar contra el duro caparazón de las bestias, como si fueran balas de pintura de ésas con las que juegan algunos.
Mientras el primero de los
zipacna
se acercaba a la base del templo, Hawker apretó las mandíbulas y asió con más fuerza la barra metálica. Y gritó, sobre el viento y la lluvia:
—¡Prepárense!
Tras él, los otros cogieron diversos objetos para usarlos como porras; barras de metal como la del piloto, o los fusiles que habían vaciado.
Uno de los
zipacna
ya había llegado a la escalinata, y un momento más tarde lo hizo otro; pero unos escalones más arriba, los dos animales se detuvieron. Y las bestias del claro también se pararon, con sus cabezas vueltas hacia la jungla.
—¿A qué están esperando? —gritó Danielle.
Los animales seguían quietos, observando con prevención la jungla, con sus colas alzadas moviéndose de acá para allá y sus cabezas extrañamente inclinadas.
Un momento más tarde uno de los pastores alemanes empezó a aullar y poco después les llegó otro sonido, apenas audible por encima de la tormenta, una resonancia que se acercaba por la espesura, fluyendo inexorablemente hacia ellos.
Gritando de un modo demencial, los
chollokwan
salieron a la carrera de la línea de los árboles, llegando desde todas las direcciones hacia el claro, aullando y rabiando, cargando con lanzas y hachas alzadas por encima de sus cabezas.
Rodearon a los
zipacna
del claro, haciéndolos desaparecer en medio de la multitud que formaban, cubriéndolos como las hormigas cubren un fruto caído.
Presas del pánico, las bestias de la escalera se dieron la vuelta y subieron al ataque.
Una de las dos estaba herida y no podía subir los escalones con celeridad, pero la otra corrió hacia arriba, huyendo hacia la seguridad que tendría dentro del templo. Cuando llegó a la parte alta, Hawker le disparó las últimas balas de su pistola y blandió la barra metálica con la otra mano.
El animal saltó a la izquierda al notar el aguijonazo de las balas de la pistola y, cuando la barra metálica le dio con estrépito en el lomo, giró su cabeza hacia el costado y hacia arriba, como un toro dando una cornada, y lanzó a Hawker volando por encima de la plataforma y haciéndole caer por las escaleras.
Más allá, en la azotea del templo, los otros supervivientes del equipo del NRI estaban atrapados contra el agujero de entrada al interior del edificio. Danielle le lanzó su rifle a la bestia y le dio en la cabeza, distrayéndola lo suficiente como para que uno de los guerreros
chollokwan
que habían llegado al techo pudiera saltar sobre su lomo, blandiendo su hacha de piedra.
El
zipacna
lanzó por los aires al guerrero y luego fue a por él, agarrándolo con sus fauces y zarandeándolo, pero ya otros nativos caían sobre la bestia, sin mostrar miedo ninguno.
Uno de ellos fue a por sus piernas con un hacha, pero fue aplastado bajo una ensangrentada zarpa. Otro trató de pincharle un ojo, pero la bestia giró la cabeza, apartándola, y lo fustigó con la cola, decapitándolo. Un tercero golpeó con su hacha la coraza del animal y tanto el hueso como la piedra de su arma se partieron.
El
zipacna
se tambaleó hacia un lado, luego se dio la vuelta y clavó sus fauces en el cuello del guerrero, lanzándolo de un empellón fuera del techo del templo.
Durante un segundo quedó libre, pero entonces una nueva oleada de guerreros
chollokwan
se lanzó contra él. Uno de los nativos le hizo sangre, clavando una lanza en su costado y hallando la unión entre los hombros y la placa del pecho. El dolor hizo caer a la bestia, que aullaba de ira, y por un instante pareció recuperar toda la fuerza y la velocidad que le había ido quitando la lluvia. Le dio un zurriagazo mortal al hombre en la cara y el pecho. Cerró sus fauces sobre otro guerrero y le clavó las garras a un tercero. Su cola lanzaba latigazos como si fuera una hoja de sable voladora, y con ella hirió a otro
chollokwan
, que cayó hacia atrás aferrando el abdomen, sajado por la bestia.