Lluvia negra (53 page)

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Authors: Graham Brown

BOOK: Lluvia negra
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—Es una pena que todo se perdiese —habló Hawker—. Con tantos conocimientos como debieron tener…

—No sé —le replicó McCarter—. Sólo puedo suponer que debió de haber una tremenda barrera en sus comunicaciones. Además de eso, tenéis que imaginar lo primitiva que, en comparación con ellos, era esa gente. Para los visitantes debían ser más o menos como niños. —McCarter se explicó—: Imagínate a un chico de cinco años que no sabe nada sobre los aeroplanos, pero que ve tu helicóptero y desea saber cómo vuela. ¿Podrías explicarle cómo funciona un motor a reacción, la aerodinámica o la física del empuje y la ascensión? Probablemente no. E imagínate además que el niño no habla tu idioma, o a lo sumo tan sólo unas palabras… ¿qué es lo que harías? Tal vez pudieses señalar el rotor, y con unos movimientos de las manos explicarle que gira y que entonces el aparato se eleva, pero eso sería lo máximo. Quizá con el tiempo pudieseis aprender unas cuantas palabras más de vuestros respectivos idiomas, pero no las bastantes como para tener una conversación compleja. La observación y la demostración son siempre los primeros niveles de la comunicación, y posiblemente en este caso también serían los límites de su relación.

Hawker asintió con la cabeza, y McCarter prosiguió:

—Tal vez llegaran a desarrollar un nivel superior de conversación —aceptó—, pero me imagino que se limitaría a unos pocos elegidos: los sacerdotes y los reyes. Entrarían en el templo a una audiencia y saldrían preparados para predecir un eclipse o una tormenta… algo que hacían los mayas de Yucatán, siglos más tarde: tras el derramamiento de sangre de un sacrificio entraban en los templos y hablaban con los espíritus. Y salían para transmitir los mensajes al pueblo, que les aguardaba en las escalinatas. De algún modo estaban reflejando lo que, probablemente, pasó antes aquí.

—Me pregunto qué es lo que debió ir mal —comentó Danielle.

McCarter hizo un mohín con los labios.

—La presencia de los
zipacna
sugiere que esa relación no era lo que se dice benévola. Y si la historia real se desarrolló según lo narrado por las leyendas, probablemente debió de haber algún tipo de alzamiento, quizá combinado con alguna tormenta inesperada que mató a muchos de los seres cuando estaban fuera del templo. Esa es una escena que pasó a sus historias como el fin de los seres de madera: «Huyeron a las cavernas, pero estas estaban cerradas y selladas» —citó McCarter—. O quizá el pueblo mató a esos seres que se habían hecho los dueños de la ciudad, esperando tener así paz y libertad, y sólo consiguieron atraer sobre ellos las tropelías incontroladas de los
zipacna
. Como les pasó a los héroes gemelos, que sometieron a Siete Aras, pero entonces tuvieron que enfrentarse al problema que era
Zipacna
. Quizá tiraron un gran tronco por el agujero del pozo, como se cuenta que hicieron Los Cuatrocientos Muchachos, y descubrieron que
Zipacna
aún podía pasar esquivándolo. En cualquier caso, llegados a un cierto punto aquellos antecesores de los mayas decidieron que ya era más que suficiente, de modo que sellaron el templo y abandonaron el lugar, llevándose con ellos cuanto pudieron y huyendo a las montañas. Avanzaron sin mirar nunca atrás, hasta hacerse un nuevo hogar a miles de kilómetros de distancia, en Centroamérica.

Recordó la descripción de cómo mayas quiche se llevaron con ellos la esencia de sus dioses en forma de piedras especiales, piedras que contenían al dios del fuego. Pensó en la que estaba dentro de la mochila de Danielle y se preguntó qué sería lo que ese artefacto les diría.

—Los guerreros se quedaron atrás, para proteger al grupo que huía —añadió—, para asegurar su fuga y para mantener el templo cerrado. Y a lo largo de los siguientes tres mil años se convirtieron en lo que hoy en día llamamos los
chollokwan
, que han vivido durante mil generaciones con ese único objetivo en mente…

Mientras hablaba, McCarter se preguntó cómo se podía tener un único objetivo durante tanto tiempo; pero, claro, con el paso del tiempo se había convertido en una religión
per se
, mientras que todas las otras creencias de los mayas se habían olvidado. Pero lo que más le asombraba era cómo los fugitivos habían sentado las bases de una nueva religión, habían ido creciendo hasta ser un imperio y creado una cultura que se había extendido y luego había desaparecido. Y todo ello habiendo olvidado la fuente de sus orígenes, una fuente que todavía existía.

El viaje río abajo continuaba lentamente, con las negras aguas del Negro llevándoles inexorablemente a Manaos. Las verdes orillas del río se fueron alejando cuando éste se ensanchó y empezaron a darse cuenta de que había negras columnas de humo en varios puntos en el horizonte.

El humo venía de las plantaciones que se alineaban a lo largo del río. Con la estación de las lluvias a punto de acabar, los encargados de las plantaciones estaban quemando el crecido follaje para preparar los campos para el sembrado. El segado y quemado marcaba el inicio de cada nueva temporada de plantación. No mucho después llegaron a las zonas limítrofes del mismo Manaos, y se les ofreció una vista que la mayoría de ellos había creído que jamás volvería a disfrutar.

Durante la última parte del viaje, Danielle se había sentido impulsada a colocarse en la proa de la barcaza. Ya casi estaban en casa, y había empezado a preguntarse qué la esperaría allí. Una hora antes de su llegada, el capitán del buque fue a buscarla.

—Ustedes son estadounidenses, ¿no?

Danielle asintió con la cabeza.

—Bueno, pues alguien los está buscando —le dijo el marino—. Temían que se hubiesen perdido…

—¿Quién nos está buscando? —le preguntó ella, suspicaz.

—Está en el muelle, es otro estadounidense. Nos ha llamado por radio: está buscando a un grupo perdido, en el que hay una chica guapa de cabello oscuro que se llama Danielle. Ésa es usted, ¿no?

—Sí —admitió—, supongo que soy yo. ¿Sabe quién es ese otro estadounidense?

El capitán negó con un gesto.

—Un amigo suyo —le contestó, contento como lo debe de estar el mensajero que trae buenas noticias—. Dice que les han buscado por todas partes, mirando en todos los barcos que llegan de río arriba. Ése sí que es un buen amigo, seguro.

Hawker se le acercó cuando el capitán se alejó.

—¿Qué era todo eso?

Ella le miró sin el menor entusiasmo.

—Tenemos a un amigo que nos está esperando en el muelle.

Hawker frunció el entrecejo.

—Pensaba que nos habíamos quedado sin amigos —dijo.

—Así es.

Una hora más tarde se acercaron a un atestado embarcadero de madera, bastante cercano al punto donde habían disparado a Danielle y Hawker. Tras algunas maniobras para evitar a botes más pequeños, la barcaza se acercó lo bastante como para que Danielle pudiese ver a tres hombres que destacaban entre las gentes locales que llenaban el embarcadero. Dos de ellos llevaban gafas oscuras y chaquetas deportivas, a pesar del ardiente calor, y el tercero vestía una camisa de lino con el cuello abierto y llevaba un brazo en cabestrillo. Lo reconoció al momento:

—¡Arnold!

Él le sonrió desde el puerto.

—Dichosos los ojos que te ven —bromeó.

El barco atracó en el embarcadero y Danielle saltó a tierra. Le dio un abrazo, teniendo cuidado con el brazo.

—Me dijeron que habías muerto.

—Bueno, sí. Como ya te he dicho en otras ocasiones, jamás confundas la versión oficial de lo sucedido con la verdad. No quería que nadie interfiriese en mis esfuerzos por localizarte.

—¿Qué pasó? —le preguntó mirándole al brazo.

—Me lo fracturé al caer, fue lo único que no pudieron impedir las veinticuatro capas de Kevlar del chaleco blindado.

Moore le explicó cómo Gibbs le había traicionado, y cómo había sobrevivido a la bala y a la caída, aunque se rompió el brazo al chocar contra el puente y casi muere congelado mientras se agarraba a una de las pilastras, bajo el agua. No había sospechado de Gibbs, pero como creía que iba a encontrarse con el hombre que había matado a Blundin, había preferido no correr riesgos.

Cuando él terminó, Danielle le contó una versión abreviada de los acontecimientos en el claro, mientras los otros empezaban a bajar a tierra.

Susan Briggs bajó la primera, llevando de la correa a los dos pastores alemanes supervivientes. Bosch y el doctor Singh fueron los siguientes, arrastrando a un desorientado Devers, al que Singh había mantenido sedado para impedir que escapara. Tras ellos, McCarter ayudó a Brazos a bajar la pasarela, ya que este último aún cojeaba, y finalmente apareció Hawker junto al superviviente del grupo de mercenarios de Kaufman.

Los guardaespaldas de Moore se movieron hacia el mercenario, pero Hawker los detuvo:

—Este hombre se marchará libre.

—Se viene con nosotros —le dijo Moore—. Tiene información.

Hawker señaló a Devers:

—Sáquesela a él.

—Él no me dirá lo que yo quiero saber —le explicó el agente.

Hawker no cedió terreno:

—Pues se lo inventa.

Moore suspiró sonoramente y ambos hombres se miraron a los ojos. Pero Hawker no se iba a desdecir: de no ser por la puntería de aquel hombre con el fusil Barret, él estaría muerto.

—Déjalo irse —intervino Danielle con firmeza—. No estaría bien. No después de todo lo que nos pasó allí.

Moore resopló, exasperado.

—Muy bien —dijo y sonrió, al parecer aprobando el cambio que había notado en ella. Se volvió hacia el mercenario—: Es usted libre para irse, joven. Hoy le han hecho un buen regalo: le han devuelto su vida… úsela con sabiduría.

El rubio miró a Moore, luego a Danielle y por fin a Hawker. Parecía dudar.

—Lárgate de aquí —le dijo el piloto—. Vete a casa, si puedes.

Con pasos inseguros, el que fuera mercenario empezó a caminar por el embarcadero, mirando hacia atrás varias veces, antes de cobrar ánimos y desaparecer entre la multitud.

Moore se volvió hacia Hawker:

—Hablando de volver a casa —dijo—. Tengo entendido que hizo usted un trato. Y, aunque la expedición ha fracasado, usted parece haber cumplido con su parte del acuerdo, trayéndolos de vuelta a casa. No crea que no apreciamos esto. No obstante, en nuestra actual situación, parece que hemos perdido la capacidad de cumplir el trato. Nuestro director de Operaciones, un hombre con el que ambos estábamos muy relacionados, ha desaparecido y se le está investigando por una serie de cargos, entre otros apropiación indebida, falsificación de documentos y asesinato. A la señorita Laidlaw, aquí presente, se la ha dado por desaparecida y se la considera también sospechosa. En cuanto a mí… bueno, como ya he dicho, oficialmente estoy muerto. —Moore agitó la cabeza—: En cualquier caso, estamos en deuda con usted. Y si no acabamos también en prisión, haremos lo que podamos para ayudarle.

Hawker conocía esa situación, así que se volvió hacia Danielle:

—Siempre podrías quedarte aquí —le dijo—. Conozco al propietario de un club nocturno que seguro que te contrataría para algún tipo de trabajo.

Ella le sonrió, era una propuesta tentadora.

—Quizá la próxima vez —le dijo—. Primero tengo algunas cosas que enderezar…

CAPÍTULO 53

Los cálidamente iluminados pasillos del edificio federal Harry Hopkins exudaban un tranquilo encanto, cubiertos como estaban con madera de cerezo veteada y latón pulimentado, siguiendo el glamuroso estilo de la década de los años veinte. El profesor Michael McCarter esperaba, tras haber acabado su declaración a puerta cerrada ante un comité del Senado. Los tres senadores del comité le habían interrogado, educada pero directamente, durante casi cinco horas. Sin embargo, habían evitado presionarle para que diese cualquier tipo de detalle significativo, lo que al principio agradeció, pero acabó por resultarle extraño. Sólo en los estadios finales de la audiencia se le ocurrió que esa actitud era deliberada: no querían que se produjese una divulgación total de lo que había sucedido en la selva.

Cuando acabó de declarar, a McCarter le hicieron jurar que guardaría el secreto, citando la Ley de Prevención del Espionaje de 1949, le dieron profusamente las gracias por su cooperación y le mandaron retirarse. Desde entonces había aguardado en el vestíbulo, leyendo su periódico y esperando pacientemente que acabase su declaración otro de los testigos.

Cuando estaban ya a punto de sonar las cinco, se abrieron las puertas de la sala de audiencias. Una brillante luz inundó el vestíbulo, al tiempo que salían los participantes en la declaración. Entre ellos divisó a Danielle Laidlaw.

Ella había sido la última en testificar, y había ofrecido su propia perspectiva de los acontecimientos. Para su sorpresa, los senadores no habían considerado que las acciones del NRI fueran censurables en absoluto, a pesar de que violaban las leyes brasileñas, estadounidenses e internacionales, al menos de quince modos diferentes.

Uno de los senadores había incluso alabado a Danielle, por ser tan audaz en pro de su país. Tal como iban las cosas, el único problema para el Comité parecía ser Stuart Gibbs, y su búsqueda particular de la tecnología. El interrogatorio se había centrado rápidamente en ese punto y, en ausencia de Gibbs, la culpa había recaído pesadamente sobre él… como tenía que ser. Y como tanto Arnold Moore como ella habían ignorado sus acciones ilegales, fueron exculpados, e incluso en ocasiones alabados.

Ahora, una vez que habían testificado todos y que las transcripciones de sus declaraciones iban camino de ser selladas, habían comenzado a correr los rumores: parecía ser que el NRI iba a sobrevivir, y en general se esperaba que Arnold Moore fuera promocionado al puesto de director, aunque nada de ello hubiera sido puesto aún en negro sobre blanco.

Danielle agitó la cabeza: «Estas cosas sólo pasan en Washington», se dijo…

Una voz la llamó y cuando miró vio a McCarter. Sonrió.

—¿Qué hace un buen chico como tú en un lugar como éste?

—¿Quién dice que yo sea un buen chico? —le contestó, riendo de su chiste privado.

—Yo —insistió ella.

—Me dijeron que podía charlar contigo cuando salieses, siempre que no hablásemos específicamente de nuestro testimonio —miró a la sala de audiencias, cuyas puertas estaban siendo cerradas—. ¿Has terminado ahí dentro? ¿O tienes que volver?

—Hemos terminado —le contestó ella—. Yo era la última en testificar y, según parece, hemos hecho un buen papel.

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