Lluvia negra (23 page)

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Authors: Graham Brown

BOOK: Lluvia negra
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Danielle apuntó su luz al suelo: estaba hecho con la misma piedra gris que el exterior, cortada y colocada en bloques precisos.

—Asombroso —dijo.

Cuando pasó al lado de McCarter y fue hacia la oscuridad de más allá, su pie dio contra algo y lo mandó rodando por el suelo. El objeto se detuvo cerca de la pared y allí lo hallaron los haces de las linternas: un cráneo, descolorido y desgastado por el paso del tiempo, y que ahora descansaba cerca de la base de un gran montón de otros similares. Había docenas de cráneos, quizá cincuenta o más, algunos intactos, otros aplastados o rotos.

Danielle se los quedó mirando mientras McCarter iba hacia el montón, dejaba su linterna en el suelo y tomaba uno entre las manos. Examinó los daños que tenía, luego lo cambió por otro.

—¿Qué me dice? —le preguntó ella.

—Todos muestran traumatismos —le contestó—. Daños por fuertes golpes o cortes de hojas afiladas, pero también hay otros tipos de señales…

Alzó otro cráneo y lo iluminó.

—Esto parecen marcas de colmillos. Y otros cráneos parecen dañados de dentro afuera, con las fisuras y los pedazos de hueso saliendo hacia el exterior. Nunca antes había visto algo así, y me hace preguntarme qué clase de rituales debían de practicar aquí.

—Mejor no pensemos en eso —dijo ella.

McCarter se irguió y los tres continuaron a través de una amplia puerta hacia una habitación aparentemente vacía. No obstante esa nueva estancia no estaba totalmente a oscuras: un delgado rayo de luz se filtraba desde algún punto en lo alto. Danielle forzó la vista para tratar de descubrir la fuente de esa luz, pero era difícil lograrlo. Entre el polvo, el haz de luz parecía una cortina.

—Una fisura en la estructura —aventuró McCarter.

—Ahora estamos en el lado norte —dijo Hawker.

Pasaron a través de la cortina de luz, volviendo a las tinieblas. Otra puerta los llevó hacia la izquierda, a través de una antesala, a una estancia rectangular, mucho más grande. Los haces de sus linternas atravesaron la neblina y la oscuridad y tocaron una plataforma centrada en el extremo más alejado. Parecía tener marcas en su parte frontal.

Danielle atravesó la habitación hasta llegar a la plataforma y se inclinó para examinarla. A todo lo largo de su superficie podían verse impactos de un objeto pesado, golpes repetidos que habían destruido o distorsionado mucho lo que originalmente había sido grabado en ella. Esquirlas de piedra yacían en la base de la plataforma, entre el polvo que levantaban con sus pasos.

—Parece vandalismo —comentó McCarter—. Me pregunto si los ladrones de tumbas habrán pasado por aquí…

Danielle tomó un puñado de polvo y fragmentos de piedra y los dejó caer por entre sus dedos de vuelta al montón. Y, mientras McCarter seguía examinando las estropeadas marcas, ella se irguió y estudió la plataforma: era de tres metros de ancho, con una leve depresión. Parecía ser algún tipo de altar, y si bien sus lados y parte delantera eran rectos, la línea trasera se curvaba hacia dentro, donde formaba parte del borde circular de un profundo pozo.

Colocó la linterna sobre el altar, se subió a él y miró dentro.

—Mirad esto —dijo.

McCarter subió junto a ella.

Dirigieron sus luces hacia el interior del pozo y los haces fueron parcialmente reflejados.

—Agua.

Hawker miró por encima del borde.

—¿Y para qué tendrían un pozo aquí dentro?

McCarter habló a desgana:

—Me temo que para hacer más sacrificios. Los antiguos mayas también tenían la mala costumbre de ahogar a la gente.

—No me gusta tener que decir esto —intervino Hawker—: pero no me molesta nada que hayan desaparecido…

En la oscuridad, era difícil juzgar la profundidad del pozo. Al menos eran treinta metros hasta la superficie del agua, calculó Danielle. Tomó una piedra pequeña y la soltó por encima del borde.

—Mil uno, mil dos, mil…

El chapoteo la interrumpió, pero fue lo que sucedió luego lo que les asombró: un momento después del impacto una brillante espuma fosfórica empezó a burbujear en la superficie, e instantáneamente el olor a azufre se hizo más penetrante.

—Parece… —dijo Danielle.

—… Ácido —McCarter acabó la frase por ella.

—¿Ácido? —se asombró Hawker.

McCarter se volvió hacia él.

—El azufre del aire tenía que salir de alguna parte. Parece que sale de ahí abajo. Los gases burbujean a través del agua como el anhídrido carbónico en una bebida gaseosa. El resultado parece ser un estanque de ácido sulfúrico diluido.

El rostro de Hawker se arrugó.

—Creo que ni siquiera deseo saber para qué lo usaban…

—Probablemente para deshacerse de los huesos —le explicó el profesor.

Mientras Hawker miraba dentro del pozo, Danielle se volvió hacia McCarter y dijo en voz alta lo que pensaba:

—Agua amarga —musitó—. Desde luego, agua amarga…

CAPÍTULO 23

Esa noche, una llamada quejumbrosa resonó por el claro, alzándose y bajando de un modo ululante. Era un sonido hueco y estremecedor; un sonido que Pik Verhoven había estado esperando…

Danielle se volvió hacia la izquierda, que era donde estaba sentado Verhoven, con un tazón de café detenido ante sus labios. Ya antes él le había dicho que iba a pasar algo esa noche: había divisado movimientos entre los árboles horas después de que el templo hubiese sido abierto.
Voorloopers
, los había llamado: observadores.

Durante las horas siguientes, Hawker y él habían hecho una batida por los árboles, buscando nativos y esperando ahuyentarlos. Sólo habían hallado huellas de pasos, extrañas marcas en los árboles, como algún tipo de marcaciones de territorio, y rastros dejados por patas de sólo dos zarpas. Cerca de ellos habían hallado los cuerpos de dos animales muertos de un modo horrible, cubiertos de barro y con el mismo tipo de ampollas que habían visto en el cadáver del río.

—Más advertencias —le había explicado el sudafricano.

En respuesta a esto, Danielle había decidido no dormir de momento. Se había dedicado a hacer una serie de comprobaciones del círculo de detectores de movimiento que habían colocado en derredor del claro, asegurándose de que el ordenador portátil que mostraba la información de los aparatos estuviese muy a mano.

Por su parte, Verhoven había mandado a dos hombres a patrullar el claro con gafas de visión nocturna y se había traído a uno de los pastores alemanes, haciéndole sentarse a su lado junto a la mesa. El perro estaba alerta y se había colocado entre el sudafricano y la fuente de la llamada.

Verhoven le dio unas palmadas cariñosas al animal y miró a Danielle, cuyos detectores todavía no habían dado la alarma. Ella le ignoró, y se puso a trabajar con el portátil.

Cuando un segundo grito quejumbroso atravesó el aire nocturno, Verhoven dejó su tazón de café y tomó un radiotransmisor portátil.

—¿Qué veis?

—Nada por aquí —le llegó una respuesta; Danielle reconoció la voz de Roemer.

—Tampoco por aquí —llegó el segundo informe.

—Bueno, pues abrid bien los ojos, porque desde luego hay algo que no veis…

Danielle ya había escuchado bastante.

—Voy a despertar al campamento —pero no había necesidad: el fantasmal gemido ya lo había hecho. Los otros miembros del equipo estaban moviéndose, saliendo de las tiendas de campaña y dirigiéndose hacia la fogata, colocándose cerca de Verhoven y de ella.

Polaski fue uno de los primeros en acercarse:

—¿Qué es eso?

—Suena como un gato en celo —comentó Devers.

Los porteadores se agruparon, y les siguieron el doctor Singh, McCarter y Susan, con Hawker pisándoles los talones. Danielle se acercó a Devers:

—¿Son los
chollokwan
?

No le contestó de inmediato, al parecer sobresaltado por los ecos del grito.

—Claro que lo son —intervino Verhoven.

Ella deseaba confirmación:

—Vamos, ¿lo son o no?

—Creo que sí —dijo Devers—, suena como su lenguaje, pero…

Mientras Devers forzaba el oído para escuchar, Danielle cruzó una mirada con Hawker. Éste eligió un sitio junto a ella, frente al fuego, sentándose en una caja.

—Hora de ver si ese plan tuyo funciona…

El plan era muy simple: había una zona en el centro del campamento a la que se retirarían en caso de ataque. Esa zona estaba circundada por latas de humo y un grupo de trípodes que sostenían un par de docenas de potentes focos halógenos, como los usados en los campos de fútbol.

Si se enfrentaban a una incursión diurna, los botes de humo lanzarían espesas nubes de humo negro, que en unos segundos ocultarían el grupo a unos atacantes que cargasen contra ellos. Pero el humo no sería obstáculo para las miras infrarrojas que llevaban los rifles de Verhoven, cuyos hombres podrían disparar a voluntad desde su posición oculta.

Si el ataque se producía de noche, como el que ahora parecía inminente, los focos harían la misma función, cegando a cualquiera o cualquier cosa que fuera hacia ellos, mientras que el equipo del NRI prácticamente desaparecería en el oscuro vacío del centro, y podrían disparar desde allí si fuera necesario.

Danielle observó el claro. Por el momento estaban solos.

—¿Algo en la pantalla? —le preguntó Verhoven.

Ella miró el portátil.

—Aún nada —contestó—, deben de estar muy lejos…

La voz de Roemer les llegó por la radio:

—Ya los veo. Hay unos pocos, entre los árboles, al sur.

Mientras Roemer hablaba, el ordenador empezó a pitar débilmente. Aparecieron blancos señalados en la pantalla: puntitos rojos en un campo color gris, algunos al sur y unos pocos más al oeste.

Verhoven tomó la radio:

—Retiraos. No es bueno estar separados si va a haber pelea —con mucha calma se descolgó el fusil que llevaba al hombro y dijo—: Va a ser una noche interesante.

Sonaba más molesto que preocupado, como un hombre que finalmente tiene que hacer una tarea que ha estado retrasando demasiado.

—Que cojan las demás armas —ordenó Danielle.

Verhoven le tiró una llave a Brazos:

—Deprisa, vamos.

Los fusiles estaban en una larga caja, cerca de la tienda de Verhoven, pero como precaución adicional la caja estaba cerrada. Sólo le llevaría a Brazos un minuto el abrirla y tomar las armas de dentro.

Mientras se apresuraba, de nuevo les llegaron las voces, más fuertes ahora, el canto conjunto de varios nativos.

—Esto no es bueno —dijo Polaski—. No creo que esto pueda ser bueno…

—¿Qué dicen? —preguntó Danielle.

—Es difícil saberlo —le contestó Devers. Las voces subieron en intensidad, luego se apagaron, para ser de nuevo reemplazadas por el bajo y rítmico canturreo—. Es algún tipo de canción, realmente no es…

Una segunda voz nativa interrumpió a Devers, sobresaliendo por encima del coro con un grito desde el borde oeste que fue rápidamente contestado por otro desde el este, luego por uno desde el norte y finalmente por otro desde el sur.

Danielle se volvió en cada dirección, buscando el origen de los gritos mientras éstos se apagaban, para ser reemplazados de nuevo por el bajo y rítmico canto.

—No es fácil —insistió Devers—. Su lenguaje no es como el nuestro, no es completamente lineal.

Se esforzó por escuchar.

—Están invocando a los espíritus —dijo—. Les suplican que limpien la selva de la plaga, de la infección que nosotros hemos traído. O quizá nosotros seamos la plaga, la infección… en cualquier caso, parece que somos el problema.

Verhoven se echó a reír.

—¡Claro que lo somos! —corrió el cerrojo de su rifle y dio un paso adelante—. Bueno, será mejor que vengan con algo más que espíritus, si es que quieren acabar con nosotros.

Mientras el canto se alzaba de nuevo, Danielle tuvo la clara impresión de que la situación estaba escapando a todo control. Temía que los
chollokwan
fueran a atacarles, probablemente en masa, y también tenía la impresión de que Verhoven deseaba que lo hicieran… sólo para poder demostrar lo que él era capaz de hacer.

Miró a Hawker. No parecía preocupado, casi se le veía divertido. Movió la cabeza con calma, con sus ojos sugiriéndole que no iba a haber problemas, que todo eran bravatas… que tanto Verhoven como los nativos estaban compitiendo en un juego de ver quién era el más macho…

Volvió a mirar hacia los árboles, esperando que el piloto tuviera razón y, justo entonces, cesó el canto.

—¿Y ahora qué…?

Los hombres de Verhoven se habían reunido con el grupo y su jefe les ordenó que se abriesen en abanico a unos metros por delante del grupo, cada uno de ellos cubriendo una dirección cardinal, con el resto de los miembros de la expedición apiñados entre los centinelas.

Danielle temía que cuatro hombres no fueran a ser suficientes.

—¿Dónde demonios está Brazos? —trató de ver en la oscuridad, buscando al robusto porteador. No podía verle, y se preguntó qué le podía estar retrasando tanto—. ¿No deberíamos encender las luces?

—Todavía no —le contestó Verhoven.

Nuevos gritos surgieron de entre los árboles, mientras crecía la acumulación de puntos rojos en la pantalla y el pitido de la alarma proseguía incesante.

—¡Cuidado! —gritó Roemer.

Todo el mundo se agachó, mientras un proyectil con fuego trazaba un arco en el oscuro cielo, yendo hacia ellos. Cayó corto, rebotando y deslizándose de un modo raro por el suelo: era algún tipo de arma, como un bolo, cuyos extremos ardían. La hierba seca a su alrededor se prendió, justo cuando nuevas llamas caían desde el cielo.

—¡Todo el mundo cuerpo a tierra! —gritó Verhoven.

Los trazos de fuego cruzaban el cielo en extrañas trayectorias sinuosas: dos bolas de fuego girando una alrededor de la otra, unidas por un trozo de cuerda. Chocaban contra el suelo desparramando chispas. Diez. Luego veinte, después más, una tras otra en grupos, llegando desde todas direcciones.

El doctor Singh empezó a patear tierra hacia las llamas que tenía más cerca. McCarter se le unió, pero lo cierto es que las marchitas hierbas del claro ardían en un momento, convirtiéndose en seguida en cenizas y sin representar un auténtico peligro.

Justo entonces regresó Brazos, llevando torpemente cuatro fusiles y una caja de cargadores llenos.

—Páselos —le ordenó Danielle.

Las voces que cantaban a su alrededor habían iniciado una nueva melodía, más oscura y siniestra, serpenteando alrededor del claro, mientras una voz tras otra repetía una única e idéntica palabra.

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