Authors: Graham Brown
Por la expresión de su rostro, Devers había reconocido la palabra, pero no la traducía, lo que era una muy mala señal.
Danielle miró la pantalla del ordenador: había puntos por todas partes a su alrededor, demasiados para poderlos contar. Se volvió hacia Devers.
—Rostros blancos —le dijo él.
—¿Qué significa eso?
—Un rostro blanco es un espíritu. El que trae la muerte…
No mucho después, las voces empezaron a parecer una llamada a filas: uno tras otro, los
chollokwan
anunciaban estar presentes. Danielle calculó que serían unos cincuenta, luego unos setenta, después más.
A su lado, Hawker se puso en pie. Se adelantó hacia donde Verhoven estaba a punto de entregar el último fusil:
—Será mejor que ése me lo des a mí… —le dijo.
El sudafricano lo retuvo por un momento y luego lo colocó con fuerza en la mano extendida del piloto.
Danielle volvió a cruzar su mirada con Hawker, pero esta vez no halló ánimos en sus ojos: eran hoscos y fríos. Ya no parecía divertido.
A unos pasos de distancia Roemer miraba a través de unas gafas de visión nocturna:
—Hay un montón de ellos por ahí. Por lo menos cien, quizá más.
Verhoven se mostró en desacuerdo, mirando a la pantalla y sus múltiples puntos.
—Bastante menos. Desde luego menos de los que querrían hacernos creer… —le echó una mirada de aviso a Roemer.
—Tal vez —intervino Devers—, pero eso es una partida de guerra: esa gente se considera poseída por el espíritu de la muerte. Antes de iniciar una incursión, se cubren con pintura blanca, creen que eso los protege, pues si ya están muertos, no pueden morir.
Como en respuesta a lo que Devers había dicho, las voces se callaron de pronto. Danielle miró en derredor, pero nadie había cargado aún hacia el claro. Los bolos seguían ardiendo allá donde habían caído, e hilillos de humo flotaban a través del campamento. Pero el aire estaba quieto. Roemer se apartó del grupo y avanzó unos diez pasos por el claro. Estaba comprobando el perímetro con las gafas de visión nocturna y tenía que alejarse de la fogata para poder ver con ellas.
—Están por todas partes a nuestro alrededor —dijo—, en todas las jodidas direcciones. Van a venir a por nosotros. Están esperando a una señal, y vendrán…
Siguió observándolos con las gafas.
—Están prendiendo fuegos en la espesura…
Danielle vio la acción de la que estaba hablando: siluetas de pequeños fuegos allá donde empezaban los árboles. En pocos segundos pudo ver más de una docena de fuegos prendiendo en los árboles, mientras otros nuevos eran encendidos a lo largo del perímetro. El efecto era como si una mecha fuese ardiendo lentamente alrededor del claro, desde el lado oeste hacia el sur y luego hacia el este.
El sotobosque ardía con secos chasquidos, mientras los fuegos iban uniéndose unos a otros y las llamas iban recorriendo el lado este. Podía ver a simple vista la silueta de corredores con antorchas en las manos, marchando por delante de los fuegos y con las llamas siguiéndolos. No mucho después el claro entero quedó rodeado por una conflagración, que crecía con rapidez.
—¡Dios mío, nos van a quemar! —susurró Polaski—. ¡Nos van a quemar vivos!
Hawker trató de calmarlo:
—No hay nada que quemar aquí dentro.
Danielle suspiró: eso era cierto, el claro estaba vacío de cualquier cosa grande que pudiera arder… pero el humo sí que era un problema. Los fuegos que les rodeaban eran aceitosos, y el humo que producían espeso y pesado. Pronto se hizo difícil respirar.
El doctor Singh corrió a por su botiquín, a por los respiradores de papel que había en él. Le dio uno a Susan y los otros a Polaski, McCarter y los porteadores.
Roemer se quitó las gafas de visión nocturna.
—Ahora estamos ciegos. Han inutilizado las gafas.
—Eso no lo saben —le dijo Hawker.
—¡No podemos verlos!
—¡Ellos no lo saben!
Devers les interrumpió:
—Entiendo lo que están diciendo ahora. Las Muchas Muertes caminan en la noche, consumiendo la vida como lo hace el fuego. Fuego por fuego, vida por vida —gritó, para hacerse oír por encima del crepitar de las llamas—. No dejan de repetir eso: fuego por fuego, fuego contra la plaga.
En algunos lugares, las lenguas de las llamas se habían unido y alcanzado las proporciones de un auténtico infierno: subían por los árboles, creaban su propio viento, giraban en pequeños pero malignos vórtices, cual si fueran genios que diesen vueltas tras ser liberados de la prisión de sus botellas.
—El fuego es para nosotros —añadió Devers—. Nosotros somos la plaga.
—Pues ya está —dijo Danielle—. Encended las malditas luces y lanzadles algunas bengalas. No vamos a esperar más…
Verhoven sonrió y apretó un botón. El generador se puso en marcha y las luces se encendieron al momento. Un destello los cegó, cuando las nubes de humo blanco y gris se iluminaron como una neblina fantasmal. Lo cierto era que, ahora, la visibilidad era peor.
El sudafricano apretó otro botón y empezó a lanzar bengalas desde los contenedores previamente situados en la jungla. Dos bengalas se encendieron al norte y otras dos el oeste. Luego disparó más en el sur y el este, desde los contenedores que estaban tras los guerreros
chollokwan
.
Danielle esperaba que el sonido de las bengalas al ser lanzadas sobresaltase a los nativos. Y, mirando a la pantalla del portátil, vio agujeros en las líneas de los guerreros
chollokwan
, allá donde grupos de ellos se habían retirado… pero no lo estaban haciendo en masa y, poco después, las brechas en sus filas empezaron a cerrarse de nuevo. Se volvió hacia Verhoven, con los ojos ardiéndole por el humo.
—¿Y ahora qué?
Verhoven permaneció en silencio un momento, luego se volvió hacia Roemer y miró más allá de él, a Hawker:
—¿Qué te parece? ¿Van a venir?
Hawker negó con la cabeza. Señaló con el rifle hacia los altos fuegos al borde del claro:
—Si viniesen ahora serían siluetas recortadas contra las llamas. Un buen modo de hacer que te maten, aunque seas un cara blanca…
Verhoven se volvió hacia Danielle:
—Ya lo ve, saben que no es el momento. Seguiremos vigilando, pero no van a venir. Esta noche no.
Danielle suspiró, convencida de ello, porque Hawker y Verhoven estaban de acuerdo.
—Así que esto es una advertencia… supongo que ya no habrá otra más.
Devers tosió:
—Tienen fama de no dar ni una primera —dijo.
Durante el resto de la noche, el grupo contempló cómo las llamas ardían en círculo a su alrededor. Ocasionalmente se escuchaban nuevos cánticos, especialmente cuando las copas de los árboles estallaban en llamas, pero los
chollokwan
no intentaron en ningún momento entrar en el claro. Al irse aproximando el alba se fueron hundiendo en las profundidades de la jungla y desapareciendo.
Alrededor del claro, la selva siguió ardiendo. Pero aunque, para lo que era habitual en el Amazonas, la jungla estaba seca, no era el tipo de espesura reseca que puede arder hasta convertirse en un infierno incontrolable: las llamas no podían alcanzar la temperatura crítica precisa para que los fuegos se convirtiesen en autosostenibles, especialmente con las frías neblinas matutinas.
Y al ir aumentando la luz del día, los fuegos se fueron apagando. El humo y las cenizas fueron disminuyendo durante la mañana y a última hora de la tarde lo único que quedaba eran los restos, aún chisporroteantes, de árboles quemados y ennegrecidos, y la duda de qué podía ocurrir la noche siguiente.
Era una mañana tremendamente fría, en la ciudad de Washington: una mañana de cielo azul, sin nubes ni plumas de vapor en el horizonte. El sol se alzaba, brillante y bajo, pero a pesar de su cegador brillo, no dejaba de ser un compañero distante y despectivo, una simple vela encendida sobre el manto del mundo. Aquel día no se notaba ni una pizca de calor, ni en la luz del sol, ni en el aire, ni en los corazones de aquellos que, en pie, contemplaban cómo el NRI enterraba a uno de los suyos.
Stuart Gibbs había pronunciado la elegía, había sido breve por consideración a los allí reunidos, en un día como aquel. Ofreció sus condolencias personales y luego se apartó, contemplando cómo otros se adelantaban para consolar a la viuda de Matthew Blundin, el fallecido jefe de Seguridad del NRI.
Miró cómo hablaban con ella, la abrazaban y le daban la mano. Suponía cuáles eran sus palabras, palabras amables sin duda, palabras de pena por su pérdida y de alabanza por el trabajo que su marido había hecho. Nadie mencionaría que había sido hallado en los bajos fondos de la ciudad, muerto a tiros y robado, en una calle famosa por sus putas y vendedores de droga. Nadie le preguntaría si su adicción al alcohol y a trasnochar les había llevado a la separación y a que ella hubiese estado tramitando el divorcio, o si alguno de sus vicios podía haberle llevado a aquel final. Naturalmente aquellas cosas las pensarían, pero esos pensamientos no serían expresados en palabras, pues la muerte no sólo es la gran igualadora, sino que también borra las malas acciones. Los errores y malos hábitos de Blundin serían olvidados en esta despedida de su duelo, y su sapiencia e ingenio ensalzados y mitificados.
Gibbs contempló la procesión de los que daban el pésame, notándose incómodo y distraído, aplastando el periódico enrollado que llevaba en la mano de modo inconsciente y cada vez con más fuerza. Le estaban cayendo problemas por todas partes: el equipo que tenía en la selva pluvial había sido atacado por los nativos, la seguridad de su sistema de ordenadores había sido violada, le habían hecho
hackearse
a sí mismo, y su jefe de Seguridad, el único hombre en quien podría haber confiado para hallar al culpable, estaba muerto y enterrado, con la única guardia de honor de un esquelético bosque de árboles marrones sin hojas.
«No es bastante —pensó—. Él se merecía más…»
Para la mayoría de los asistentes, la muerte del jefe de Seguridad sólo era una pequeña nota a pie de página en el libro de sus historias particulares. Incluso la reciente viuda de Blundin seguiría con su vida, tal como ya había empezado a hacer. Pero, para Stuart Gibbs y el NRI, el evento era de una gran importancia, uno de ésos que te cambian la existencia; y Gibbs no podía apartar esa idea de su mente, como tampoco podía evitar que le congelara el gélido aire invernal.
Al cabo de poco el grupo empezó a empequeñecer, y pronto incluso la viuda y los suyos se dieron la vuelta, para irse hacia el aparcamiento.
Gibbs se quedó unos veinte minutos más, de pie y solo, pensando en Blundin, en el proyecto Selva Pluvial y en las varias alternativas que ahora se abrían ante él. Y únicamente caminó hacia el aparcamiento, también él, cuando el hiriente aire comenzó incluso a traspasar su abrigo.
Para cuando llegó al lugar, su coche era el único que quedaba. Pero, mientras buscaba la llave, otro vehículo giró hacia él: un Mercedes plateado con los cristales de las ventanillas tintados.
Estudió el coche, esperando que pasara, pero éste se detuvo junto a él y el cristal de la ventanilla de la puerta de atrás descendió suavemente.
—¿Stuart Gibbs?
Gibbs dudó: casi no veía el interior del coche. Pero no había motivos para negar su identidad.
—¿Qué puedo hacer por usted?
Un hombre, de espeso cabello cano y un austero traje color gris oscuro, se inclinó hacia la ventanilla abierta.
—Me he dado cuenta de que tiene una rueda pinchada, y pensé que quizá necesitase que lo llevaran.
Gibbs miró el neumático. Una rueda trasera estaba deshinchada, y eso que era una Michelin nueva de trinca y que había estado perfecta una hora antes.
—Es cierto —dijo—. Pero haré que alguien venga a por mí.
—Tenemos que hablar —insistió el hombre—. He estado en el funeral con el senador Metzger del Comité de Vigilancia, y tengo alguna información sobre la muerte del señor Blundin que creo que debería conocer…
—¿Qué tipo de información?
—Del tipo que no puede ser pasada a la policía hasta que ha sido adecuadamente estudiada y filtrada.
Gibbs se le quedó mirando.
—Es un tema muy urgente —prosiguió el hombre—, así que, si usted no quiere escucharme, tendré que dársela al buen senador…
Gibbs miró fijamente al hombre del coche.
—¿Quién es usted?
La puerta se abrió y el hombre del traje gris se deslizó hacia el otro lado del asiento.
—Me llamo Kaufman —dijo—. Y mi empresa es uno de sus socios fundadores.
Sin decir palabra, Gibbs se adelantó y subió al coche. Éste empezó a moverse y el cristal tintado se alzó suavemente hasta quedar cerrado.
Gibbs miró dentro del coche: aparte de Kaufman sólo estaba el chófer.
—Es una pena que haya muerto un hombre como ése —dijo Kaufman, con sus ojos enfocados en el diario que Gibbs llevaba abierto por la página de la sección de necrológicas.
Gibbs bajó la vista al periódico y luego la alzó a Kaufman.
—Blundin era uno de mis mejores hombres, y además un buen amigo. Pero tenía sus propios problemas y supongo que, finalmente, le atraparon.
Kaufman asintió con la cabeza, con la faz sombría.
—Parece que siempre es así.
El tono de la voz de Kaufman molestó a Gibbs: parecía muy pagado de sí mismo y condescendiente.
—Será una gran satisfacción cazar a quien lo hizo —dijo—. Incluso aunque sea algún malhechor de poca monta…
—No es muy probable que haya sido un malhechor de poca monta —le replicó Kaufman—. No cuando a su hombre lo han matado a causa de su proyecto Selva Pluvial…
Gibbs se quedó helado: ni siquiera el senador Metzger sabía nada del proyecto Selva Pluvial.
—No estoy muy seguro de saber de qué está hablando…
—En estos momentos tiene a un grupo de gente trabajando en el Amazonas. Se encuentran al sur, y de algún modo están allí sin el conocimiento ni el consentimiento del consulado de Estados Unidos, y no digamos del gobierno de Brasil. ¿Le importaría decirme por qué?
—Tenemos gente en cincuenta países —le contestó Gibbs, tratando de mantener la compostura—. No les sigo la pista a todos. En cuanto a lo que se refiere a nuestro consulado y al gobierno brasileño, estoy seguro de que está usted equivocado. Pero, lo que es más importante, ¿qué tiene que ver todo esto con la muerte de Matt?