Authors: Graham Brown
—Es muy sencillo —le contestó el hombre—: lo mataron por lo que sabía. Estaba investigando su fuga de datos, y eso hizo que alguien se pusiera muy nervioso. Pero eso usted ya se lo imaginaba, ¿no?
Gibbs miró al hombre que tenía enfrente, notando que perdía el control sobre sí mismo. Aquel hombre era vil.
—Sea lo que sea lo que me quiera decir, dígamelo ya, de una jodida vez.
Kaufman suspiró.
—Empecemos con el proyecto —dijo—. Su gente está buscando allí las ruinas de una antigua ciudad maya. Una ciudad que puede que sea el lugar de origen de unos artefactos muy especiales. Hace ocho semanas perdió usted a otro equipo que intentaba lograr lo mismo. De hecho, aún se está preguntando qué es lo que les pasó a aquellos hombres. Y ésa es otra respuesta que yo le puedo dar, si es que quiere escucharme…
Gibbs le mostró una mirada vacía, y luego regresó, como casualmente, a su diario, concentrándose en la página que tenía delante, como si pudiera permitirse ignorar a Kaufman y su pregunta. Pero su mente daba vueltas y ya no veía las letras y las palabras, sino sólo formas en movimiento, en blanco y negro.
—¿Cuento con su atención? —le preguntó Kaufman.
Gibbs ya no podía seguir aparentando: dobló el periódico cuidadosamente, y lo dejó a un lado.
—Como probablemente ya ha supuesto —prosiguió Kaufman—, yo soy su competencia: tengo sus datos, tengo sus cristales y, si no fuera por unos pocos incidentes desafortunados, ya tendría el premio que usted andaba buscando. En otras circunstancias, éste podría ser uno de sus peores momentos; pero tiene usted suerte, es una oportunidad para usted: la mejor y última oportunidad que va a tener para dejar todo esto atrás.
Gibbs notó que estaba recuperando el equilibrio.
—El NRI no necesita su ayuda…
—El Instituto no, amigo mío: usted. Tengo la intención de ayudarle.
—¿Ayudarme en qué?
A pesar de la precisa pregunta de Gibbs, el hombre que tenía al lado seguía mostrándose molestamente obtuso.
—¿Cuánto tiempo lleva con esto…? —le preguntó—. Por lo menos dos años. Tal vez más. Se ha endeudado usted, se ha puesto en peligro y ha arriesgado todo lo que tiene con tal de conseguir esa cosa. Y, si no me equivoco, ahora se está dando cuenta de que hallar eso tras lo que anda no va a acabar con sus problemas…
—No sé de qué me está hablando —dijo Gibbs.
Kaufman no se alteró:
—He llegado a darme cuenta de que ha movido todo este asunto por su propia cuenta y riesgo. Ha usado usted los medios y el personal del NRI, pero es su operación privada. Tengo que admitirlo: ha sido una jugada audaz. Pero que le coloca en una mala posición, ahora que se ha topado con problemas. La simple recuperación que usted planeó se ha visto embrollada por todo tipo de cuestiones y retrasos. Se está usted quedando sin dinero, o casi. Y tampoco le queda mucho tiempo, porque la gente está empezando a hacer preguntas… preguntas que usted no puede responder.
Gibbs tenía las mandíbulas apretadas; trató de relajarse.
—Quizá tenga usted suerte —le dijo Kaufman, ofreciéndole una esperanza—. Quizá encuentre usted lo que anda buscando y pueda desaparecer con ello, antes de que todo se le derrumbe encima. Pero, entonces… ¿qué? No puede ir con esa cosa al NRI o, puestos ya a ello, a ninguna otra organización estatal de Estados Unidos… pues no sólo querrían saber de dónde ha salido, sino que además, y para empezar, exigirían saber qué demonios hace en su posesión. Entonces, ¿qué le queda? Desarrollarlo por usted mismo… ¿con qué medios? Está usted casi arruinado y prácticamente solo. E incluso aunque no lo estuviera, no podría obtener los recursos para jugar a un juego como ése… o, de lo contrario, no habría estado utilizando fraudulentamente los recursos del NRI. Así que va a tener que venderlo. La pregunta es a quién… ¿a los que lo desarrollarían o a los que lo destruirían?
Gibbs permaneció en silencio, como era su proverbial derecho.
—Supongamos que escoja usted a los que lo desarrollarían —siguió Kaufman—. La mejor apuesta está en los gobiernos nacionales, pero… ¿cuáles? No puede usted dirigirse al suyo propio, eso lo hemos dejado claro, así que… ¿adónde iría? ¿A los japoneses? ¡Seguro! ¿Por qué no? Prácticamente importan toda su energía, están tecnológicamente avanzados y cada año gastan millones en este tipo de investigaciones. Pero en ese mundo de usted son su principal rival, el equivalente económico de los rusos en la guerra fría y, aunque sea usted un ladrón, no es un traidor. De modo que la Unión Europea, los rusos y los chinos también quedan fuera, al menos hasta que haya agotado usted todas sus otras opciones. Y eso sólo le deja a los que lo destruirían…
—¿Los que lo destruirían? —repitió secamente Gibbs.
—Los que más tienen que ganar si esta próxima revolución nunca tiene lugar: la industria nuclear, las grandes petroleras, los países de la OPEC. —El tono de Kaufman se tornó pragmático—: Si yo fuera usted, la industria nuclear sería mi primera elección, aunque no se trate exactamente de un grupo monolítico. Quizá incluso un día puedan llegar a utilizarlo, cuando haya terminado la vida útil de sus trillones de dólares en inversiones de capital. Aunque lo más probable es que prefieran seguir construyendo esas enormes, caras y sucias centrales de energía, en lugar de otras pequeñas, más baratas y limpias… hay en ello más responsabilidad, más prestigio y, desde luego, más dinero. Eso sí, le pagarían a usted generosamente por lo que les ofreciese. Como también haría la gran industria petrolera: la OPEC y las Siete Hermanas, o lo que queda de ellas. Le cubrirían a usted de petrodólares para mantener esta cosa archivada. O quizá prefiriesen enterrarle a usted físicamente… tal vez ambas cosas. Como mínimo es algo por lo que debería estar preocupado el resto de su vida; porque lo tendrían controlado lo que le quede de vida.
Le miró directamente a los ojos.
—Es una cosa terrible, esa —le dijo—: vivir controlado.
Gibbs escuchaba los razonamientos de Kaufman con una tremenda sensación de
déjà vu
: había hecho esos mismos razonamientos él mismo al menos un millar de veces.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —le preguntó con amargura—. En otras palabras… ¿a dónde quiere llegar?
Finalmente, Kaufman le complació:
—Lo que usted espera encontrar allí… lo que ambos esperamos encontrar allí, es el inicio de una nueva revolución, una que dejará a la revolución industrial y la de la informática convertidas en simples puntitos en la línea del tiempo. La revolución industrial mejoró las vidas del veinte por ciento de la población mundial, sobre todo de los que vivían en Europa y América del Norte. En otras zonas, condenó a amplias masas de gente, antes feliz, a una vida en la más abyecta de las miserias: prácticamente son esclavos que trabajan la tierra en busca de sus recursos naturales, que se llevan otros, mientras que sus propias tierras acaban despojadas y polucionadas. La revolución informática ha hecho lo mismo, aunque en una escala menor: las vidas de un veinte por ciento han mejorado, mientras que otros se han quedado sin empleo, marginados e innecesarios para las actuales necesidades de la sociedad. Los países pobres caen por el precipicio de la falta de información y sus poblaciones van quedando cada vez más atrás, mientras malgastan sus míseros ingresos sólo para tratar de mantener las luces encendidas.
—La verdad es que no me metí en esto por los pobres —reconoció Gibbs.
Kaufman se recostó en el asiento.
—Entonces, véndaselo a los destructores. El mundo seguirá como ahora: bombeando petróleo, paleando carbón y acumulando los residuos nucleares a toneladas. Las guerras continuarán. Tendremos más desastres como el de Irak. Irán será el siguiente… y la totalidad de la península Arábiga, cuando la casa real saudí se desplome bajo el peso de su propia corrupción. Estados Unidos caerá en la bancarrota peleando guerras en el desierto, mientras Europa y Asia lo ven venir y se hacen con los despojos. La pobreza y polución de la era del petróleo continuarán, y usted se pasará el resto de su vida atisbando por encima de su hombro, preguntándose cuándo llegará esa bala por la espalda.
Gibbs apartó la vista de Kaufman, mirando por la ventanilla al mundo que pasaba deprisa. Demasiado deprisa, se dijo, igual que ese momento. Eso le dejaba desequilibrado y como mareado. No estaba acostumbrado a otra cosa que no fuese el estar al completo control.
—Me pinta usted un futuro muy negro —dijo.
—Ése es sólo un posible futuro —le explicó Kaufman—. Pero desde otro punto de vista, puede usted contemplar esta reunión como lo que realmente es: un camino para poder salir de todo este lío. Puede entregarme ese hallazgo a mí, y verlo desarrollado en todo su potencial. Tengo millones reservados para desarrollar esta tecnología y acceso a muchos billones más, si preciso de ellos. Tengo ejércitos de ingenieros, amigos poderosos en el Capitolio y entre los militares. Y tengo tiempo, que es un lujo del que usted ya no dispone. —Kaufman se inclinó hacia él—: Lo que hay ahí es la clave para igualar las cosas, para nivelar el tremendo desequilibrio entre el primer y tercer mundo, para estabilizar un planeta que se ha convertido en peligrosamente inestable.
—¡Santo cielo! —exclamó Gibbs—: Usted es una especie de cruzado. ¿Acaso piensa regalarlo?
—No —le contestó Kaufman—. Pienso hacerme con una fortuna que hará parecer al señor Gates y al señor Buffet simples parados que cobran el subsidio de desempleo. Pero, con los beneficios y la influencia que eso me dará, iluminaré el mundo de los pobres. Y cuando el planeta entero tenga acceso a una energía barata y limpia, volverá a este orbe una sensación de equilibrio que hace siglos que se desconoce.
Mientras Kaufman hablaba, Gibbs se preguntó dónde se cruzaban la avaricia y la nobleza de aquel hombre, si tal vez estaba mintiendo o si simplemente estaba loco. Seguramente era una combinación de las cuatro cosas, decidió finalmente.
—Está usted loco, ¿se da cuenta?
—Lo que es una locura es apropiarse de fondos de su propia agencia —le devolvió la invectiva Kaufman—. Lo que es una locura es contratar a un grupo de mercenarios ya quemados para que busquen por las orillas del río y, tras su desaparición, mandar a un grupo de civiles que muy probablemente correrán el mismo destino.
Agitó la cabeza.
—Lo que es una locura es el sitio que usted ocupa en el mundo en este preciso instante. Y lo que le estoy ofreciendo es la posibilidad de recuperar la cordura.
Kaufman había acertado de pleno en el blanco: había descrito casi con total exactitud cada ángulo del problema y cada uno de sus miedos. Gibbs era un ambicioso, pero no era un traidor, y no se imaginaba a sí mismo ni politiqueando, ni vendiendo secretos al mejor postor. El moldear el futuro no era su gran preocupación: éste llegaría de todos modos. Pero los destructores, como los había llamado Kaufman no eran fuerzas con las que tontear, y no tenía deseos de pasar oculto el resto de sus días. Decidió dar un mordisco, al menos para probar lo que había en el plato.
—¿Y qué hay en todo eso para mí?
Kaufman le complació:
—Para empezar recibirá de inmediato una reposición de los fondos de su agencia, que usted o los que le apoyan han empleado irregularmente. Eso le quitará cualquier presión de encima, pues aparecerán esos fondos del NRI que podrían haber sido dados por desaparecidos. En segundo lugar, usted recibirá un millón de dólares, una vez se encuentren y autentifiquen los artefactos. Y, finalmente, tendrá usted un empleo en la Futrex, con un salario de seis cifras y una pequeña comisión sobre todos los beneficios netos —Kaufman se encogió de hombros—. Puede que su parte sólo sea un pequeño redondeo en la cifra final de los balances, pero en unos pocos años ganará más de lo que ganaría en diez vidas en el NRI. Cuanto más ganemos, más ganará usted. Esto debería de garantizarnos su total cooperación.
Stuart Gibbs lo consideró en silencio, rumiando la oferta y notando un cambio en el comportamiento del hombre del traje gris.
—¿Y si me niego?
—Entonces sucederá una de dos cosas: o bien su grupo en la selva será eliminado antes de que tengan la posibilidad de traerle lo que usted quiere, o bien las autoridades a las que ello concierna, empezando por el senador Metzger, serán informadas de sus actividades.
Gibbs se echó a reír. Kaufman no metería en esto a las autoridades, pasara lo que pasase.
—Mi gente está bien protegida.
—Sí —aceptó Kaufman—. Sé quién la protege y cómo. Y le aseguro que cuento con la potencia de fuego necesaria para acabar con ella. Incluso tengo a uno de los míos en su campamento. Más tarde o más temprano mi gente recibirá una señal de esa persona, y entonces se habrá acabado su posibilidad de negociar.
Gibbs siguió contemplando la oferta: serían unos diez millones de dólares en total, una vez dicho y hecho todo. Y, en ese tiempo, esa tecnología valdría quinientos mil millones, más que todo el petróleo de Alaska o el oro de Sudáfrica… ¡y le estaba pidiendo que se la entregase a cambio de una limosna!
Le echó una mirada asesina a Kaufman, molesto por la arrogancia del hombre. Y, sin embargo, en medio de su irritación, su mal humor empezó a disiparse. Podía ver la oferta como lo que realmente era: un trato entre ladrones, aunque la división del botín fuera totalmente desproporcionada en sus partes. Así es como son las cosas, pensó. Los ricos se benefician de los pobres: pagan solamente un centavo y lo venden por un dólar, pero los pobres siempre les quedan agradecidos por los centavos.
Lanzó una contraoferta:
—¿Por qué no dejar que mi gente termine con la recuperación? Sea lo que sea que obtengan, usted tendría la primera opción.
Kaufman negó con la cabeza:
—Lo haremos a mi manera.
Gibbs había esperado esa respuesta. De todos modos apretó los dientes.
—¿Y qué hay de mi gente?
—Bueno —le dijo Kaufman—. No volverán a casa, si es eso lo que quiere saber.
Gibbs se quedó en silencio.
—He visto su lista de personal —añadió Kaufman—. Y en su mayor parte no les echarán a faltar.
Mientras Gibbs escuchaba, su rostro se fue poniendo serio, casi enfadado, pero no triste. De hecho, tampoco él había planeado traer al equipo de vuelta a casa… no sin que sufriera un accidente en algún punto del camino: un avión que se estrella, una explosión… Pero ahora, y nada menos que a causa de Kaufman, uno de ellos ya estaba aquí.