Authors: Graham Brown
—Tiene protección.
—También la tenía Dixon. ¿Y dónde demonios está ahora? ¿Acaso ha reaparecido su equipo, todos ellos muy morenos y descansados, explicando anécdotas de unas vacaciones pasadas en alguna parte? No, están desaparecidos y probablemente muertos. Cortados en pedazos por esos nativos que tanto te preocupan o caídos en una emboscada de esos mismos hijos de puta que le dispararon a Danielle. Y ahora pretendes mandarla por el mismo camino… un camino por el que la gente va y no regresa. Prácticamente estás tirando su vida a la basura. —Moore apuntó a Gibbs con un dedo acusador—. Esta operación tuya tiene problemas, Stuart. Hay modos mejores de hacer esto, modos más inteligentes. Cuanto antes admitas…
—¡Basta! —Gibbs golpeó el escritorio con su mano; su rostro estaba colorado por la frustración—. No hay otro modo. Necesitamos eso que andamos buscando. Tu patria lo necesita. Es la clave hacia la independencia energética, lo necesitamos para estar al frente de la generación mundial de energía durante los próximos cien años. Esto significa cerrarle la puerta en las narices a la mayor vulnerabilidad de esta nación, la dependencia energética, y el poder ser capaces de decirle a Hugo Chávez, a los rusos y a la OPEP que se pueden ir al infierno y llevarse con ellos todos sus quebraderos de cabeza. —Muy irritado con Moore, Gibbs agitó la cabeza—. Es para esto para lo que os pagamos: para ir corriendo por ahí y recoger cosas que mantendrán a vuestro país por delante de la competencia. Y en este caso se trata de un agujero en el suelo, en lugar de un laboratorio o una fábrica de ideas en alguna parte. Y también resulta que es lo más grande, el proyecto Manhattan de nuestro tiempo. Y nada en el mundo va a hacer que deje que nos lo perdamos. Pero, claro, no podemos tener a un ejército correteando allí en el sur, ¿verdad?
—No, pero puedes mandarme de regreso, antes de que algo más vaya mal.
La mente de Gibbs no era de las que pueden ser cambiadas con argumentos o persuasión, y por puro orgullo aún se empecinaba más cuando le llevaban la contraria. Moore lo sabía, pero no había podido contenerse. Contempló cómo le cogía la carpeta a Blundin y la cerraba. La discusión había acabado.
—¿No quieres hacer esto por mí? —dijo—. Bien, no lo hagas… —Se inclinó hacia adelante, sus ojos hundidos y mejillas enjutas repentinamente amenazadores y malévolos. Era el Roedor poseído—. Pero no vas a regresar, y tu compañera sigue allí. Y estará en peligro, hasta que descubramos quién nos está pisando los talones.
Moore se negó a apartar la vista, pero no pudo decir nada: miró al director en medio de un silencio mortal y, al otro lado de la mesa y frente a él, volvió a ver la sonrisa desigual: las cartas estaban dadas.
El profesor Michael McCarter salió del ascensor de servicio llevando a su lado a Susan Briggs y William Devers. Entraron en un pasillo estrecho y en ángulo que llevaba por debajo del hotel hacia la sala de reuniones elegida. Por encima corrían cañerías agrupadas y conducciones eléctricas y el suelo era de sólido cemento sin adornos. Un lugar extraño, que dejó bastante sorprendido a McCarter. Y su sorpresa cambió a preocupación cuando pasaron al lado de un hombretón robusto con un pinganillo en la oreja y el bulto de un arma claramente visible bajo su cortavientos oscuro.
El hombre les hizo una seña para que doblasen una esquina, en dirección a su destino.
—Seguridad —dijo Devers—. Siempre los tenemos cuando trabajamos en el extranjero. ¿Recordáis el trabajo en Rusia del que os hablé? Pues siempre teníamos a un grupo de ex paracaidistas siguiéndonos. Olían a tigre y vodka, y la mayor parte de ellos no tenía dientes.
Susan se echó a reír:
—¡Vaya trola!
—Es verdad —aseguró Devers—. Supongo que en el Ejército Rojo no tenían atención dental.
Se dio la vuelta y estudió al hombre que habían dejado atrás.
—Habrá que ver cómo es esta gente.
McCarter miró por encima de su hombro.
—Al menos ése tiene dientes.
El pasillo acababa a la puerta del Salón A, el grupo entró, encontrándose con Danielle, acompañada por Mark Polaski y otro hombre: un médico llamado Gudra Singh, que iba a ir con ellos a la jungla.
Veterano de la Cruz Roja, donde había servido quince años, Singh había pasado mucho de ese tiempo en los puntos del globo con más problemas durante la última década y, más recientemente, en un Sudán desgarrado por la guerra. Sin embargo, insistía en que ahora estaba retirado y les había advertido que fueran cautos, ya que él consideraba aquel viaje como unas vacaciones, y no iba a llevar en su maletín más que tiritas y loción de calamina.
Danielle caminó hacia la entrada, le hizo una seña al hombre que vigilaba al otro lado del pasillo y cerró la puerta. Se volvió para interrumpir sus charlas:
—Lamento el sitio: no quería hacer esto en una gran sala de reuniones y ésta era la única sala pequeña disponible… y ahora entiendo el porqué.
McCarter eligió un lugar al frente y el centro, como sus mejores estudiantes. El cambio de rol le divertía.
Cuando los otros se hubieron sentado, Danielle bajó las luces y apretó un mando remoto. La imagen de un templo maya apareció en la pantalla que tenían delante.
—Estamos a punto de embarcarnos en una gran aventura —empezó diciendo—. Como algunos de ustedes ya saben, vamos a buscar una rama de la cultura maya que ciertos estudiosos creen que pudo haber existido en el Amazonas. Pero el decir sólo esto es quedarse muy cortos, nuestro objetivo es mucho más ambicioso: estamos buscando el lugar que los mayas consideraban como la tierra de su propio génesis, su Jardín del Edén… Una ciudad llamada
Tulum Zuyua
.
Susan Briggs se volvió hacia McCarter, cuando se dio cuenta de lo que aquello sugería.
—De eso nada —murmuró—. Eso es totalmente enfermizo…
McCarter asintió con la cabeza.
—Muy, esto… enfermizo —dijo, suponiendo que, para ella, enfermizo quería decir bueno.
Danielle apretó el mando y apareció la fotografía de un mural de colorines. El mural representaba a un hombre con ropa nativa caminando temeroso bajo un cielo de medianoche. Se dirigió al profesor McCarter:
—No dude en corregirme si digo algo equivocado.
Él asintió, esperando tener que hacerlo mucho.
—Según las leyendas mayas, hubo una era antes de la primera alba del Sol, un tiempo en el que el mundo era oscuro, iluminado únicamente por un resplandor grisáceo que venía del borde del horizonte. En la oscuridad de ese mundo de antes del alba, los dioses mayas crearon a los primeros humanos y luego los convocaron a un lugar de nombre
Tulum Zuyua
, en donde le entregaron a cada tribu un dios que sería su patrón. Los mayas quiche, que son los protagonistas de esta historia, recibieron como dios a Tohil, el creador del fuego. Y, en un mundo de oscuridad, este regalo los colocaba en una situación privilegiada, pues sólo ellos tenían el poder de crear luz y calor.
»Seguros en éste conocimiento, los antepasados de la tribu quiche partieron de
Tulum Zuyua
, en busca de un lugar que poder llamar suyo. Y según cuenta la leyenda, salieron de la ciudad llevando con ellos a su dios patrón, con su espíritu contenido dentro de una piedra especial. Tras un periplo que los llevó por tierra y mar, al fin se aposentaron en América Central, en lo que hoy es Guatemala, Belice y México, y jamás regresaron a
Tulum Zuyua
.
De nuevo apretó el mando y apareció una nueva foto: una ruina maya, en alguna parte de la América Central.
—Son muchos en el mundo académico los que consideran que
Tulum Zuyua
es sólo un mito —explicó—. Y que tenemos tantas posibilidades de hallarla como de localizar la Atlántida o el mismo Jardín del Edén. Y la mayoría de los expertos creen que, si fuese un lugar real, se hallaría enterrada bajo algún otro lugar maya, del mismo modo que el viejo San Francisco está enterrado bajo la ciudad actual. Pero nosotros pensamos que vamos a hallar esa gran ciudad aquí, en el Amazonas, a miles de kilómetros de donde a nadie se le haya ocurrido siquiera buscar.
Danielle apretó el botón para pasar a la siguiente imagen. El sonriente rostro del profesor Stanley Morrison llenó la pantalla.
McCarter casi se echó a reír: era la foto favorita de Morrison para la prensa, tras un estiramiento de la piel e inyecciones de Botox, con su sonrisa de presentador de concursos de la televisión firmemente asentada en su rostro. La foto tenía, por lo menos, diez años.
—El trabajo del doctor Morrison sugiere que la cultura maya podría ser mucho más antigua de lo que se cree normalmente. No les agobiaré con los detalles, pero les diré que, según su teoría, algunas ramas del pueblo maya existieron aquí, en Sudamérica, así como en otros lugares.
McCarter luchó contra los deseos de hacer una cuchufleta. Para Morrison todo el mundo era maya, desde los esquimales a los que cabalgaban sobre las olas en las islas de la Polinesia. Descendientes de los mayas por todas partes, conquistando el globo… para él posiblemente incluso lo fueran los primeros europeos.
—Ahora bien —siguió Danielle con un gesto de cabeza en dirección a McCarter—, buena parte del trabajo de Morrison es muy controvertido. Y su teoría no ofrece ni una simple suposición respecto a la localización de
Tulum Zuyua
. Sin embargo, basándonos en ciertos hallazgos recientes y en algunos que han estado olvidados durante casi un siglo, creemos que nosotros sí que podemos localizarla.
La siguiente foto mostraba una piedra gris, desgastada por el tiempo, surcada por unas marcas y una cinta métrica delante.
—Este artefacto llegó al NRI hace once meses, aunque fue recuperado en alguna parte del Amazonas al menos dos años antes.
Otro clic y otra foto: una imagen de la piedra desde un ángulo distinto. McCarter forzó la vista para tratar de distinguir los detalles.
—Como pueden ver —dijo Danielle—, la superficie de la piedra está extremadamente desgastada y la mayoría de las marcas son casi invisibles. Pero mediante un cierto tipo de análisis asistido por ordenador, llamado relieve de microdensidad, fuimos capaces de reconstruir algunas de las tramas, y los resultados son realmente sorprendentes.
La siguiente diapositiva mostraba la misma piedra, con un perfil generado por ordenador encima.
—Estos trazos sólo se corresponden con un único sistema de escritura conocido: los jeroglíficos mayas. Y estos dos glifos son bien conocidos. Uno es el nombre de una persona, Jaguar Quitze, que fue uno de los cuatro humanos mayas originales. El otro, que sólo fue parcialmente reconstruido, creemos que representa a Venus, el lucero del alba.
McCarter estudió los trazos formados por el perfil dibujado por el ordenador. Eran claramente mayas en su estilo, pero la piedra de debajo estaba tan desgastada que se preguntó cómo podían haber sacado algo de ella. Quizá todo fuesen suposiciones bienintencionadas.
Mientras McCarter consideraba esto, Danielle siguió explicando más de la teoría del NRI:
—Ocho meses de trabajos nos han permitido encontrar diversos objetos que parecen confirmar la existencia del sistema de escritura maya dentro de los confines del Amazonas, pero ninguno de ellos ofrece una prueba tan definitiva como la única piedra que no hemos encontrado…
La siguiente imagen era diferente a las otras: una copia escaneada de una vieja fotografía color sepia, que incluso tenía una esquina doblada y decoloraciones marrones a lo largo de los bordes.
La foto mostraba a dos hombres junto a una gran piedra rectangular. Uno de ellos tenía los brazos cruzados al pecho y un pie sobre la piedra, el otro estaba en cuclillas a un lado, señalando algo de la cara de la piedra. La imagen recordaba a un par de pescadores posando junto a una captura notable.
—Esta foto fue tomada en 1926, en el curso de la primera expedición al Amazonas de Blackjack Henry Martin. Ese explorador salió de Manaos en abril de ese año y no regresó hasta marzo de 1927, cuando finalmente fue echado de la jungla no por las tribus nativas, los animales salvajes ni las nubes de insectos, sino por dos meses de torrenciales lluvias estacionales.
»Martin, como puede que algunos sepan, era una especie de famosillo de la época: un aventurero rico y, según él mismo se definía, un buscador de tesoros, que recorría el mundo en busca de artículos raros y valiosos, sobre todos aquellos que merecerían salir en los noticiarios cinematográficos.
»Y si bien no tenía ninguna educación oficial, Martin hizo la crónica de sus aventuras de un modo casi profesional, y antes de dejar atrás esta piedra, tomó esta fotografía, la midió e hizo un calco de la superficie. Desafortunadamente, ese calco fue destruido o perdido tres semanas más tarde, cuando se hundió el bote que llevaba buena parte de su equipo. Sólo se salvó el film de la expedición, que iba en latas estancas, que subieron por sí solas a la superficie unos minutos después del accidente. Como resultado, esta imagen es ahora lo único que tenemos de lo que Martin llamó la Gran Piedra de la Colina.
McCarter suspiró: ya lo había visto con anterioridad en su carrera, descubrimientos que se perdían tras haber sido hechos, artefactos recuperados tras estar un millar de años sobre el terreno, sólo para extraviarse o ser destruidos en accidentes. Le dijo a Danielle lo que estaba pensando:
—He llegado a darme cuenta de que algunas cosas ocultas poseen un deseo, casi se diría que de ser pensante, de seguir permaneciendo del mismo modo.
—Estoy totalmente de acuerdo —aceptó ella—, pero en este caso esta fotografía sobrevivió, y nos ha dado nuestra siguiente pista.
Apretó el botón y apareció la siguiente diapositiva.
—Usando otro tipo de modelado por ordenador, uno que examina los ángulos de la fuente de luz y la densidad del sombreado, fuimos capaces de potenciar esta imagen, especialmente esta parte.
Usó un puntero láser para indicar partes específicas de la foto, y luego avanzó a la siguiente imagen: una vista ampliada y enmarcada de la Gran Piedra de la Colina, con el perfil de un nuevo glifo escrito encima.
Mientras lo estudiaba, McCarter lo reconoció, sintiéndose como si le hubiera alcanzado un rayo. Había visto aquel glifo muchas veces; durante una estancia de dos años en Yucatán lo había visto, lo había tocado y había reseguido su perfil una y otra vez.
—Siete Cavernas —susurró en voz alta—. Siete Cañones.