Lluvia negra (13 page)

Read Lluvia negra Online

Authors: Graham Brown

BOOK: Lluvia negra
12.17Mb size Format: txt, pdf, ePub


Chokawa
—musitó disgustado, la palabra con que los
nuree
designaban a la gente del pueblo
chollokwan
, aquella extraña tribu errante que, en ocasiones, se encontraba al borde de las tierras de su pueblo, atacando a cualquiera que entrase en lo que consideraban su territorio. Su tío temía a aquella gente, le decía que no se les acercase y les llamaba «los hombres de las sombras, los que controlan al Indele».

Por su parte, el joven no sentía ese mismo miedo, aunque se detuvo un instante ante aquel extraño lugar: ahora sabía, con toda seguridad, que había entrado en territorio
chollokwan
, y su propio nivel de aprensión aumentó. Por un momento pensó en dar la vuelta. Pero sus ojos se toparon de nuevo con la pista del tapir, y decidió seguir adelante.

Minutos más tarde pudo oír al animal, revolviendo entre los matorrales. Se detuvo, viéndolo finalmente por primera vez, rebuscando entre el sotobosque el tipo de vegetación que le gustaba. Alzó su lanza, tensó el cuerpo y lanzó el arma hacia delante.

La lanza voló certera, golpeando al animal en el costado. El tapir chilló del dolor al sentir el impacto y corrió hacia lo más espeso de la selva. El cazador
nuree
corrió tras él, con los árboles y los matorrales azotándole los costados. Siguió al animal fugitivo por el ruido que hacía, escuchando su laboriosa respiración, sus gruñidos y su cuerpo aplastando el follaje.

A pesar de la herida el tapir era rápido: temiendo por su vida, corría desesperadamente. Pero el cazador era igualmente rápido y le iba ganando terreno. Oyó un fuerte y súbito chillido delante, y supuso que el animal finalmente había caído, pero cuando llegó al punto sólo halló su lanza tirada en el suelo, manchada de sangre y rodeada de puñados de pelo oscuro; pero del tapir no había ni rastro.

Por un segundo se imaginó que se habría desprendido de la lanza agitándose y escapado, pero sus huellas simplemente se acababan. Era como si se hubiera desvanecido en el aire.

Tomó su arma, examinando la punta para asegurarse de que estaba intacta. Mientras lo hacía, sus orejas captaron un ligero roce que venía de los matorrales por delante de él. Se puso en tensión, forzando el oído. En el silencio escuchó el sonido de una respiración superficial. Con su lanza dispuesta, el cazador avanzó cuidadosamente hacia los matorrales, alzando el arma por encima de su cabeza y empujándola hacia abajo con toda su fuerza.

La punta tocó contra algo sólido y se desvió. El asta se hizo pedazos, sacudiéndole las manos. Una forma negra se lanzó contra él desde la hojarasca. Vio el destello de unas mandíbulas y unos dientes como dagas, olió el hedor de la carne putrefacta.

Fue lanzado hacia atrás por el impacto, con dos heridas cruzándole el pecho en un corte diagonal. Se estrelló de cara contra el suelo y trató de escapar a gatas, pero la cosa le clavó los dientes en las pantorrillas y estiró de él hacia atrás.

Chillando de dolor y resbalando sobre el suelo, el
nuree
se agarró a una gruesa raíz que salía de la tierra. La rodeó con sus manos, deteniendo por un momento el deslizamiento y estremeciéndose de angustia cuando su atacante tiró de él y su cuerpo se tensó en el aire como una cuerda estirada.

Aulló cuando los músculos de sus pantorrillas se rompieron, agitándose locamente por el ardiente dolor hasta que la cosa lo dejó caer de nuevo al suelo. Apretando los dientes, el cazador se arrastró hacia adelante, pero el respiro sólo duró un segundo, y arqueó la espalda agonizante cuando las dagas se hundieron de nuevo en sus piernas, esta vez en los fuertes músculos de detrás de sus caderas.

La cosa estiró hacia atrás de nuevo, y esta vez se le soltaron las manos. Se deslizó hacia atrás, arañando el suelo, buscando desesperadamente otro asidero y gritando de miedo, mientras desaparecía entre la enmarañada espesura.

CAPÍTULO 13

La oscuridad llenaba el interior del laboratorio, sólo rota por los puntos de luz de los LED coloreados y el brillo de varios monitores de ordenador. La organización simétrica de la sala y el que hubiera sido construida expresamente hacía pensar en una instalación gubernamental de alto nivel, como el Centro Espacial Johnson de la NASA o las oscurecidas salas de Control de Tráfico Aéreo. Pero el laboratorio no era una instalación gubernamental, y los dos hombres que lo ocupaban no pertenecían a la burocracia federal. Nada tenían que ver las esferas oficiales, más allá de estar haciendo pruebas a unos objetos que anteriormente habían sido propiedad del Instituto Nacional de Investigaciones.

A medida que los datos iban apareciendo y que los números en las pantallas fueron cambiando lentamente, los dos hombres reaccionaron con expresiones opuestas. El primero, alto, de cabello negro carbón y a mediados de la cincuentena, mostró una sonrisa satisfecha: era una expresión de complacida confianza, acentuada por su postura, relajada y decidida, y por un caro traje hecho a medida.

Su nombre era Richard Alexander Kaufman. El laboratorio le pertenecía, al igual que el edificio de veinte pisos que lo rodeaba, con sus aerodinámicas líneas anguladas y su fachada de cristal azul zafiro.

Kaufman era el director y principal propietario de la Futrex Systems Inc., uno de los mayores contratistas privados de Defensa. Y, si bien la Futrex recibía miles de millones procedentes del presupuesto anual de Defensa, no fabricaba ni cañones, ni bombas, ni misiles. La Futrex creaba poder para los militares mediante el mundo virtual de los ceros y los unos: diseñaba sistemas para los ordenadores, redes de datos y programas hiperveloces, que se basaban en un tipo de arquitectura llamada «procesado masivo en paralelo». Los programas de la Futrex se usaban para diseñar y probar las plataformas de armas, unían los satélites y aviones de alerta avanzada a los barcos, los tanques y soldados en tierra. Era un chorro de datos, inquebrantable y en tiempo real, que los militares consideraban tan vital para la seguridad nacional, que en sus contratos le pagaban a Kaufman un jugoso extra, para que no usase esa arquitectura, diseñada por él, para ningún otro propósito. Como resultado, la Futrex no tenía ninguna presencia en el mundo civil y, como era de propiedad privada, no cotizaba en ningún mercado de valores. El resultado era algo muy raro en el moderno mundo industrial: una gran empresa, valorada en veinte mil millones de dólares, de la que prácticamente nadie había oído hablar.

Dos décadas de tal éxito le hubieran bastado a la mayoría de la gente, pero no a Richard Kaufman. Él quería estar en la siguiente ola del progreso, buscaba una posibilidad incondicional de éxito, una posibilidad de cambiar el mundo y, lo que quizá era lo más importante para él, una posibilidad de mostrarles a todos que justamente había hecho eso. Y, tal como estaban las cosas, tenía el dinero, el poder y los expertos para lograrlo. Lo único que necesitaba era hallar el camino justo por el que llegar a su objetivo, y llevaba buena parte de una década buscándolo.

Kaufman miró al hombre que tenía a su izquierda:

—¿Lo ves? —dijo ufano—. Los datos son correctos.

El hombre que tenía al lado parecía exasperado. Más joven, aunque ya próximo a la cuarentena, Norman Lang iba vestido al modo casual de los estudiosos universitarios: pantalón de pana y camisa de franela sin meter bajo el cinturón, todo cubierto ahora por una bata de laboratorio. Su escaso cabello estaba repeinado y su barbita de chivo cuidadosamente recortada. Lang era el principal científico de Kaufman en las áreas de inusual interés: el mago, jefe de su equipo de magos… por así decirlo. Pasaba su tiempo trabajando en las investigaciones a largo plazo, prácticamente se pasaba la vida en el oscuro laboratorio de Kaufman, tratando de tender puentes entre lo teórico y lo factible. Aún seguía luchando.

Lang se rascó la cabeza y luego se quitó las feas y negras gafas de montura de plástico, frotándose las marcas que le habían dejado en el puente de la nariz.

—No pueden ser correctos —dijo al fin, abriendo los ojos—. Es imposible. Los datos están en directa oposición a las leyes conocidas.

Kaufman había estado esperando esto; puso una mano sobre el hombro de Lang.

—Deja de preocuparte por lo conocido, y empieza a pensar en lo desconocido.

Lang volvió a ponerse las gafas.

—Lo desconocido —dijo—. ¿Quieres decir cosas como de dónde provienen estos cristales? ¿Te refieres a ese tipo de desconocimiento?

—Ya hemos pasado por esto antes —le advirtió Kaufman—. Ya te he dicho que hay ciertas preguntas que es mejor que no me hagas, y esa en particular…

Lang no pareció arredrarse.

—Mira, si deseas que avance con esto, tendrás que darme más información, empezando por de dónde provienen estas cosas…

Kaufman estudió a Lang. Quizá sí que necesitase algo más. Incluso si no lo necesitaba ahora, lo precisaría para dar el siguiente paso.

—Escúchame —le dijo a Lang—. Si tomamos ese camino ya no habrá vuelta atrás. ¿entiendes? Y si esta información saliese de aquí eso tendría consecuencias, tan considerables como rápidas. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

Lang dudó:

—¿Acaso estamos quebrantando alguna ley?

—Hasta este momento —le aseguró Kaufman—, tú no has quebrantado ninguna ley.

Lang estaba nervioso, miró hacia sus papeles y los colocó bien.

—¿Estás buscando lo que yo creo que estás buscando?

—Dímelo tú —replicó Kaufman—. ¿Qué es lo que te sugieren los datos?

—Que estás de nuevo tras la pista de la fusión. Que otra vez estás considerando la fusión como una posible fuente de energía, y que crees que esos cristales podrían llevarte en la dirección correcta.

La fusión como una posible fuente de energía… desde luego, eso es lo que se esperaba que fuera algún día. Después de todo, la fusión nuclear había dado la bomba de hidrógeno, y un tipo similar de reacción es lo que le daba energía al sol, en donde presiones inimaginables fusionaban miles de millones de toneladas de hidrógeno, cada minuto de cada día.

La teoría decía que si se pudiera controlar un proceso así, sin incinerar ciudades enteras, esa forma de fusión sería la fuente de energía del siglo XXI… la solución a un mundo que se ahogaba con los humos, que sudaba por el calentamiento global y que, según decían, estaba quedándose sin combustibles fósiles.

Este tipo de fusión tenía un nombre específico: fusión caliente. Con la fusión caliente lo que estaba al orden del día era la gran ciencia, los presupuestos enormes y las máquinas monstruosas, que consumían miles de veces más energía de la que era posible que jamás creasen. Se habían gastado miles de millones en los anteriores aparatos y miles de millones más iban a parar al siguiente intento, una tremenda construcción en el sur de Francia llamada ITER, a la que llamaban, un tanto engreídamente: «El Camino». Pero los avances eran lentos: ni siquiera su construcción estaría terminada antes del año 2016, e incluso entonces, si todo iba como estaba planeado, eso sólo llevaría a prototipos mayores y más caros.

En realidad ni siquiera los más optimistas pensaban que pudiera haber un sistema que funcionase antes de cinco décadas, y según los más realistas se tardaría el doble; por lo que lo más probable era que la fuente de energía del siglo XXI no llegase hasta algún momento de inicios del XXII. Y esa fecha era demasiado lejana para Richard Kaufman. Su objetivo era otro tipo de fusión, mucho más controvertido: la fusión fría… un concepto más reducido, pero que había quedado permanentemente manchado por el escándalo de su nacimiento.

—Por tu respuesta —dijo Kaufman—, supongo que esos cristales parecen aptos para un aparato de ese tipo, ¿cierto?

—Sí —le contestó Lang—, eso es exactamente lo que te estoy diciendo. No sé de quién los habrás conseguido, pero ese alguien ha estado experimentando con la fusión fría.

—¿Estás seguro? —inquirió Kaufman.

—Tan seguro como se pueda estar. El elemento primario de la inclusión es el paladio. Casi todos los experimentos con la fusión fría que han tenido éxito han empleado paladio. Incluso Fleishman y Pons usaron paladio, antes de ser quemados en la hoguera como herejes.

Fleishman y Pons eran los investigadores que habían descubierto la fusión fría. Habían recibido parabienes por un tiempo, antes de que los partidarios de la fusión caliente atacasen sus experimentos, pobremente construidos, y destruyesen implacablemente su reputación. Desde entonces, la sola idea había sido evitada, tratada como un engaño y un timo; las revistas científicas se negaban a publicar artículos sobre el tema y las principales universidades prohibían a sus miembros trabajar en ese campo: de hecho, el expresar interés por ese tema era considerado como el toque a difuntos para la carrera del interesado.

—Paladio —repitió Kaufman arqueando una ceja—. Interesante, pero eso no prueba nada.

—No —aceptó Lang—, pero esto sí.

Tomó de un montón una impresión de ordenador y se la entregó a Kaufman:

—Indicaciones de trasmutación metálica en la inclusión: trazas de plata y de cobre en la punta. Y… —hizo una pausa—: un mensurable residuo de tritio gaseoso, atrapado.

Kaufman estudió el documento, impresionado por la magnitud del momento. El tritio era el elemento que, concretamente, habían estado buscando: un producto radioactivo de desecho que sólo podía producirse durante una reacción nuclear de algún tipo. Las otras propiedades de la inclusión eran poco comunes y muy extrañas, aunque casi podrían ser explicadas… de no haber sido por la presencia del tritio. El cristal tenía que haber sido utilizado en una reacción que liberaba energía en forma nuclear, y su persistencia sólo podía significar que la reacción había sido algún tipo de fusión fría.

Kaufman alzó la página:

—¿Estás seguro?

—Totalmente —afirmó Lang, y luego añadió—. Entonces… ¿volvemos a estar en camino?

Hacía varios años que Kaufman había subido a Lang a bordo, poco después de que hubiera sido puesto en la lista negra de la ciencia oficial por haber intentado publicar datos falsos sobre un experimento de fusión fría realizado por él. Kaufman le había permitido repetir los experimentos, esta vez con estrictos controles sobre ellos y, en buena parte, Lang había tenido éxito. Pero por aquel entonces su trabajo era demasiado teórico, así que Kaufman había terminado con el experimento, y eso era algo que Lang jamás había acabado de digerir del todo. Desde entonces, le había utilizado para todos los esfuerzos a largo plazo de su empresa, para todas las investigaciones que podían traer la siguiente ola de la ciencia… pero, hasta que no había sabido que el NRI trabajaba en la fusión fría, no había vuelto a tocar aquel tema.

Other books

The Royal Wizard by Alianne Donnelly
The Charmingly Clever Cousin by Suzanne Williams
The Purple Haze by Gary Richardson
Blood Water by Dean Vincent Carter
04 Once Upon a Thriller by Carolyn Keene
Havoc - v4 by Jack Du Brul
An Emperor for the Legion by Harry Turtledove