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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (6 page)

BOOK: Lluvia negra
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McCarter se echó a reír. A su otro lado, el tercer hombre hizo lo mismo.

El título oficial de William Devers en el NRI era de experto en facilitar comunicaciones. Era lingüista, y haría de intérprete en el viaje. Aunque acababa de cumplir los treinta y cinco, Devers era un joven de grandes logros, lleno de orgullo, pis y vinagre, como acostumbraba a decir el padre de McCarter. Afirmaba ser un experto en los lenguajes nativos de Centro y Sudamérica. Y, tal como había informado a todo el mundo, también hablaba ruso, francés, alemán, español y latín, y era autor de un par de libros sobre lo que él llamaba la mutación del lenguaje. Aunque McCarter había evitado cuidadosamente preguntarle qué era eso.

Devers se inclinó, acercándose, y gritó para hacerse oír por encima del ruido:

—Esto es el NRI, chicos. Nosotros no hacemos las cosas como la gente normal. Tenemos que montar numeritos, sobre todo cuando estamos en el extranjero —examinó lo que le rodeaba—. Claro que, para ser honesto con vosotros, chicos, he de decir que este helicóptero es chatarra comparado con el último en que volé: era un Sikorski o algo así, nuevo de trinca. Aquel trasto tenía asientos de cuero, aire acondicionado y un bar perfectamente equipado.

Sus cejas subieron y bajaron y miró directamente a McCarter:

—NRI significa No Regresarás Intacto —se volvió hacia Polaski—. Tú deberías de saberlo.

Polaski negó con la cabeza:

—Ésta es la primera vez que me asignan un trabajo de campo.

El rostro de Devers se arrugó con la sospecha:

—Pensaba que llevabas cinco años con nosotros…

—Los llevo —le respondió Polaski—, pero trabajo en el STI, y nosotros no salimos mucho.

La expresión preocupada de Devers se hizo más acusada, y McCarter preguntó lo obvio:

—¿Qué es el STI?

—Prueba de sistemas e implementación —le respondió Devers, ganándole por la mano a Polaski, y luego mirándole con disgusto—. ¿Y qué demonios haces tú aquí?

—Estamos llevando a cabo las pruebas de campo de un nuevo protocolo de transmisión por satélite.

—Lo sabía —exclamó Devers—. ¡Eres un maldito pegote!

—¿Qué es eso de un pegote? —preguntó McCarter.

—Es un mal hábito que tenemos en el NRI: aprovechamos para probar un prototipo mientras nos dedicamos a una misión principal. Se supone que eso mantiene bajos los costes de investigación, pero lo que habitualmente hace es joder la operación principal.

—No es tan malo… —intervino Polaski.

—A mí no me lo cuentes —le cortó Devers—. Pasé el pasado verano en Siberia con el proyecto SEV.

Se volvió hacia McCarter y le explicó:

—Un Surface Effect Vehicle, es decir, un vehículo de efecto de superficie. Que es un tipo de
hovercraft
que se supone que reemplazará a los buenos camiones de toda la vida en los lugares con terreno malo o sin caminos. Como Siberia a mitad del verano, cuando la capa de hielo se funde.

—La capa de hielo de Siberia no se funde, es permanente —le corrigió McCarter.

—Bueno, pues algo se fundió —prosiguió Devers—. Y fuera lo que fuese esa jodida cosa que se fundió, se suponía que deberíamos haber pasado por encima con el SEV. Sólo que ese trasto de mierda no paraba de estropearse y de caer de morro al barro. En tres meses, acabamos nueve veces sentados en el techo esperando a que un camión de los tiempos de Kruschev viniera a rescatarnos. Os diré una cosa: causamos una gran impresión a los rusos. Nos llamaban los «ahí van», por aquello de ahí van ésos y luego iremos nosotros a buscarlos.

Polaski se rascó la calva.

—Sí, oí hablar de eso. Allí las cosas no fueron exactamente como estaban planeadas.

—Joder, no. ¿Cuál es el sistema de apoyo?

—Onda corta estándar.

Devers se tranquilizó un poco.

—Bueno, eso ya es mejor. Incluso yo puedo hacer funcionar una radio de las de siempre —se volvió hacia McCarter—. ¿Y qué hay de usted, profe?

McCarter asintió con la cabeza: sabía cómo hacer funcionar una radio.

Devers volvió a centrarse en Polaski:

—No te lo tomes a mal, pero ¿a quién cabreaste para que te metieran en este lío? Quiero decir que… ¿qué es eso de hacer una prueba de tipo beta en medio de la jungla?

—Me presenté voluntario —dijo orgullosamente el otro—. Sonaba a aventura. Mi única hija se acaba de ir a la universidad justo este otoño, y antes me hizo prometer que trataría de divertirme un poco más. Así que aquí estoy, dispuesto a pasármelo bien.

Devers se echó a reír:

—¿Divertirte? ¿Le llamas a esto pasártelo bien? —se volvió hacia McCarter—. ¿Qué es lo que piensa usted, profesor, se está divirtiendo?

El rostro de McCarter reflejaba gravedad. El helicóptero había iniciado un fuerte giro hacia la derecha, inclinándolo hacia la puerta de carga abierta. Se agarró a los raíles de su asiento con ambas manos, temiendo que su cinturón de seguridad cediese en cualquier momento y lo dejase caer hacia el portón.

—El vuelo es corto —logró decir—. Estoy seguro de que disfrutaremos más de las cosas una vez que entremos en la selva pluvial.

—Justo —dijo Devers—. Cuando nos suden las pelotas a cuarenta grados, y con esta humedad… ahí es donde empieza la diversión.

Devers se echó hacia atrás en su asiento, riéndose a carcajadas de su propio comentario.

McCarter se volvió hacia Polaski, que parecía mirarle esperando a que le reconfortase.

—No le escuche —le dijo—. Probablemente no haga más de treinta y siete grados ahí fuera… treinta y ocho o treinta y nueve como mucho.

Polaski sonrió: aunque Devers no lo estuviese, él estaba excitado por el viaje.

—¿Y qué me dice usted, profesor? ¿Va a haber un gran descubrimiento o algo así?

McCarter agitó la cabeza. En verdad, ni siquiera estaba seguro de qué era lo que estaban buscando. Los detalles a la llegada, le había prometido Danielle, pero lo cierto es que en aquel momento los detalles le habían parecido menos importantes que el salir de allí donde estaba. Una falsa sonrisa apareció en su rostro: un intento de ocultar la sensación de tristeza que crecía en su interior, una sensación de la que se había estado escondiendo.

—No me he ensuciado las manos en quince años —dijo—. Al menos no en una verdadera excavación. Y no quiero acabar de ese modo…

Polaski asintió con la cabeza, e incluso Devers pareció serio… por un momento.

—Eso lo puedo entender —dijo al cabo—, y si tantas ganas tiene, puede excavar también por mí.

McCarter se echó a reír, el helicóptero empezó a ir más lento, y los árboles dieron paso a un cuidado césped y a unos esculpidos jardines botánicos. Un tranquilo giro hacia la izquierda les mostró los edificios principales del hotel San Cristo, y un momento más tarde estaban tomando tierra en el helipuerto.

Mientras McCarter bajaba y empezaba a estirar las piernas, vio a una joven vestida con pantalones deportivos negros y una camisa caqui sin mangas, que caminaba hacia ellos desde el hotel. Tendió una mano.

—Bienvenidos a Brasil —dijo—. Soy Danielle Laidlaw.

CAPÍTULO 6

Ese atardecer, el equipo entero cenaba en uno de los comedores privados del hotel. El ambiente era agradable, la comida exquisita y la camaradería genuina. Por lo que Danielle podía ver, todo el mundo parecía estar pasándoselo bien… excepto el profesor McCarter.

Cuando la velada tocaba a su fin, el profesor prescindió del postre, dio las buenas noches y se dirigió hacia su habitación… con una parada en el camino, en el bar principal del hotel.

Ella lo siguió, y lo encontró apoyado en la pulimentada caoba, pidiendo un gin-tonic.

Se colocó en la barra, junto a él:

—¿Por qué no me deja pagar eso? Los precios son escandalosos, y el dólar ya no es lo que era.

La miró con una sonrisa de borrego, que traicionaba un cierto azoramiento, como cuando a un niño lo cazan con la mano metida en el bote de las galletas.

—Me daría vergüenza pedírselo —le contestó—. Pero, ¿qué es lo que hace una buena chica como usted en un lugar como éste?

Casi bastó para que ella se echara a reír.

—¿Y quién dice que soy una buena chica?

—Un rumor malvado.

—Ya veo —dijo, pensando que si la conociese mejor…—. La verdad es que he venido a tomar el último trago de la noche, a veces es el único modo en que consigo dormirme. Y algo me dice que a usted le pasa lo mismo…

McCarter suspiró.

—Es que aún me estoy acostumbrando a estar solo —admitió.

Ella asintió con la cabeza. Durante los últimos cinco años, McCarter había sido un hombre con una gran crisis: su mujer había estado entrando y saliendo de hospitales, luchando con el cáncer, hasta finalmente perder. Podía notar el vacío que causaba una pérdida así, las preguntas que se hacía. Al enterarse de aquello, Moore le había sugerido que buscasen a otro para ocupar su lugar, pero Danielle sabía bastante de aquello por lo que McCarter estaba pasando y creía que, una vez se hubiera reconciliado con la vida podría implicarse en el proyecto con mucha más dedicación de lo que lo haría cualquier otro estudioso. Estaba segura de que sería beneficioso para él, y desde luego beneficioso para ellos. Y por eso, aunque inicialmente McCarter había rechazado sus ofertas, Danielle había convencido a Moore de que tenían que probar de nuevo. Esta vez lo había hecho ella misma, y allí estaba el científico.

—Sé lo de su mujer —le dijo finalmente—. Lo siento mucho.

Él pareció sorprendido y algo molesto.

—Comprobamos los historiales de todo el mundo —le explicó—. Tenemos que hacerlo. Y si le sirve de algo, le diré que sé cómo se siente…

Le lanzó aquella mirada, ésa que decía que había oído aquellas mismas palabras de tanta gente… y que la mayoría no tenía ni idea.

—¿Lo sabe?

—Mi padre murió cuando yo tenía veinte años —le explicó—: cáncer de pulmón, por fumar dos paquetes al día. Estuvo enfermo un año y medio antes de morir, y mi madre no sabía enfrentarse a aquella situación, así que dejé la universidad para volver a casa y ayudar.

El rostro de McCarter se ablandó.

—Lo siento —dijo—. No quería… ¿estaban muy unidos?

Ésa sí que era una pregunta, pensó ella. Una que se había hecho un millar de veces.

—Sí y no. Lo estábamos más cuando yo era pequeña. Creo que él quería tener chicos, pero se tuvo que conformar sólo conmigo. Así que, cuando tenía diez años, yo ya sabía cómo lanzar una espiral y batear una pelota rápida. En mi duodécimo cumpleaños los dos juntos cambiamos el aceite de nuestro coche. Pero cuando cumplí los quince, ya no pudo seguir haciendo ver que yo era un chico: ya usaba maquillaje y me teñía el cabello. Ya no hicimos muchas más cosas juntos después de eso. Al menos hasta que volví, para cuidar de él.

McCarter asintió con la cabeza.

—Bueno, estoy seguro de que eso lo apreció.

—La verdad es que me consideró una fracasada por dejar que su enfermedad me afectase de aquel modo: el perderme la beca, el saltarme un año de clases. Eso le hacía ponerse furioso, sobre todo porque estaba demasiado enfermo como para poder obligarme a volver a la universidad.

Mientras hablaba, sintió de nuevo como la punzada de aquel día volvía a atravesarla. Para su padre, fracasado era lo peor que se le podía decir a alguien. Y si el fallar ya era malo, el abandonar era una auténtica desgracia. Siempre había sido lo más hiriente que él decía.

—Probablemente sólo…

—Tenía un montón de ira mal dirigida —le explicó ella—. Pero tenía derecho a estar airado, aunque enfocase esa ira en la dirección equivocada. Y usted y yo tenemos derecho a estar tristes… y también a seguir adelante.

McCarter dio un trago a su bebida.

—¿Sabe? Un consejero me dijo que lo aceptase. Que aceptase el envejecer, que aceptase el morir… incuso que lo abrazase, eso me dijo. A mí aquello me parecieron un montón de memeces derrotistas. Así que dije: que se vayan todos al infierno, pero aún así sigo teniendo esa sensación de no tener ya ningún objetivo. Usted es joven, tiene diferentes objetivos y motivaciones, pero cuando llegue a mi edad, se dará cuenta de que uno lo hace todo en la vida por la gente a la que ama. Por su esposa y sus hijos. Pero los hijos crecen y un día ya no te necesitan, y te dan palmaditas en la espalda cuando les ofreces ayuda o les das un consejo. Y tu compañera se ha ido y tú… —la miró más directamente—. Y tú puedes hacer cualquier cosa que desees. Cualquier cosa. Pero ya no parece que merezca la pena hacer nada. Y de repente tienes miedo a morir, tienes miedo a la muerte y te das una tremenda cuenta de tu propia mortalidad. Pero, en lugar de impulsarte a vivir, eso simplemente le quita toda la alegría a la vida y, realmente, de todos modos ya no vives…

Danielle asintió con la cabeza. Recordaba haber vuelto a la universidad y acabado dos carreras en un par de años y medio, sólo para probar que no era una fracasada, cargando hacia delante a piñón fijo, manteniéndose a sí misma tan ocupada que no pudiera pensar en su pérdida. Y luego, después de graduarse, había ido en una dirección totalmente opuesta, entrando en una profesión que no tenía nada que ver con todo aquello que había estudiado.

—Tiene que seguir buscando —le dijo—. Encontrará algo. Y, mientras tanto, puede ayudarme a mí.

McCarter rió y luego la miró, con un cierto asombro en la mirada, por lo que ella le había dicho.

—¿Cuántos años me ha dicho que tiene?

—Soy mayor de lo que aparento —le contestó ella—, y más joven de lo que me siento.

Riendo suavemente, McCarter estuvo de acuerdo:

—Creo que yo siento lo mismo.

Cuando el barman regresó con su bebida, alzó el vaso. Naturalmente que seguirían adelante.

—Por la expedición —brindó—. Por que sigamos adelante y hallemos la verdad.

Chocaron los vasos y Danielle pensó para sí misma que él jamás sabría la verdad, pero quizá encontrase lo que necesitaba.

—Y cualquier otra cosa que pueda haber por ahí —añadió.

McCarter dejó su vaso sobre la barra.

—Hablando de eso, ¿qué es, exactamente, lo que estamos buscando?

Ella no había dado aún detalles: no quería que hubiese ninguna filtración.

—No va a esperar hasta mañana, ¿verdad?

—No, si puedo evitarlo.

Ella hizo una mueca con los labios, pero luego cedió.

—Supongo que un pequeño adelanto no hará ningún daño. Como le he dicho ya, hemos descubierto evidencias que sugieren que puede haber existido en el Amazonas una cultura organizada, que trabajaba la piedra y edificaba estructuras. Lo que dejé de mencionar es que creemos que fueron una rama de la raza maya.

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